Friday, 5 August 2022

Los Estatutos

Desatendiendo a estudios de mercado se eligió un lugar llamado Dayton, en Ohio. Salchichas de Pollo Inc nacía un 14 de septiembre con un tal Ramón Balaguer (migrante) como CEO y administrador de la compañía.

Sunday, 24 July 2022

Sin geranios en las manos

         Me dijo que se llamaba Harmony, que nunca llegamos a presentarnos. No me contó de su niñez ni de las razones de su presencia aquí. Me contó sin embargo de un pescador japonés que el día del tsunami había salido a pescar temprano y que se salvó del maremoto por haber estado lo suficientemente mar adentro. Notó una ligera ola, poco más. Se había hecho pescador ese mismo día, con 69 años. El día anterior había conseguido vender todas sus pertenencias y se había comprado un barco, todo el mismo día de antes del tsunami. Cuando terminó de contar la historia se quedó mirando fijamente dos geranios que había en el balcón. Los cogió uno en cada mano, puso cada maceta en una palma y se puso a caminar por el piso como si fuera un equilibrista haciendo la cuerda fija, con suma concentración que solo se vio cortada por el sonido del móvil de Gerónimo quien contestó en japonés para decir que ahora mismo iba.

“Son clientes, me tengo que marchar. Ustedes se pueden quedar aquí si quieren”

Tan pronto se marchó, Harmony me dijo que se tenía que comprar un ventilador y que nada agradecería más que si pudiera acompañarle. Yo tenía ganas de irme a casa a masturbarme pero le dije que sí, que la acompañaba, que faltaría más.

El tipo este, el japonés, luego se hizo rico. Pesca radioactiva que la llamaban. Una sumisión de poderes tras la catástrofe, un tipo con un barco, el único barco, apenas auto-nombrado pescador del año. Pero claro, olvídese usted de esos peces y déjenos el barco para rescatar personas, u objetos, para deambular de aquí a allá por si acaso alguien desde el tejado de su casa. Déjenos su barco, se lo pagaremos con creces, en especies. Y luego el tipo se fue a Boston, Massachusetts. Cuántos años tendría por entonces, qué sé yo, setenta y pocos. Y una amiga mía lo conoció. Por aquel entonces se había hecho famoso en los círculos post-catástrofe natural.

Para mí la catástrofe residía en la paridera de mi abuelo, pienso mientras Harmony habla. Es difícil crecer habiendo tenido un principio tan bueno, esto pasa mucho en ciertas películas, en ciertas novelas o poemas donde la primera frase es tan buena que luego resulta imposible estar a la altura. Se podría ver como una responsabilidad demasiado grande. Y mírame tú ahora, quién me iba a decir a mí. Por cierto, odio los vasos de tubo. Será porque crecí a finales de los ochenta, principios de los noventa, en mi pueblo, donde hasta la cerveza se servía en vaso de tubo.

¿Qué hora sería fuera en la calle? Un tiempo distinto al que discurría dentro del ático de Gerónimo. Harmony había traído una especie de robot batidora de su casa, una botella de tequila y una mezcla para hacer margaritas. Me dice que no me preocupe, que pondrá muy poco tequila, que será como no beber alcohol. ¿Qué hora sería en la calle?

¿Has visto como habla la gente que compra pan del bueno? Esa necesidad que tienen de explicarte que ellos el pan lo compran en Panifiesto porque eso sí que es pan, y lo que dura. Me gusta la necesidad que tienen de explicártelo. No solo te dicen dónde lo compran y el porqué sino que especifican la hora y el día, te cuentan el ritual y existe cierto aire de auto-gratificación en ello. Se establecen en una clase aparte. Para ellos su bandera, para nosotros la nuestra. Esos calzoncillos ahí tendidos, por ejemplo, ¿cuánto tiempo llevan ahí?Exacto.

En la calle deben ser las ocho y pico, aquí, con el primer sorbo del primer Margarita, las seis o las siete. Luego se baja a la calle y existe un periodo que suele durar entre 10 y 20 minutos en el que un tiempo se va fusionando poco a poco con el otro, algo similar a sintonizar un canal de radio, las interferencias primero, los ajustes, sonidos de fondo de otra emisora, hasta que poco a poco se alcanza la misma banda sonora. A veces uno va por la calle y la sintonización todavía no es perfecta. Se puede uno tirar días así.

Harmony vuelve a hacer el número de los geranios. Cada maceta pesará dos kilos. El número de equilibrismo tiene un rizar el rizo debido a la inclinación del techo y a la insuficiencia de metros cuadrados para tal número.

Yo tenía un abuelo, le digo ahora sí de viva voz, y una abuela que se sentaba en el patio a comer melón. Cortaba rodajas con una mano mientras sujetaba con la otra el melón entero. La rodaja que cortaba, su mano derecha y el cuchillo eran todo uno. Parecía estar tocando un instrumento musical. Por cierto, ¿dónde ha ido Gerónimo?

No le ha llamado ningún cliente japonés. Se habrá ido a comprar otro violín.

¿Cuánto vale un violín?

Se asoma al balcón y dice no tener muy claro porqué sale la gente a la calle con tal intensidad, adonde van no en el sentido físico, el otro.

Es todo demasiado cerebral, muy automático, son inputs, las neuronas, la manera que conectan y mandan señales como si fueran notificaciones, se les cae la casa encima a esta gente y tienen un deber que es salir a ver esto, quedar a tomar café con alguien, todo pre-organizado, existen agendas, chicas que de tantos planes es necesario una pizarra en la cocina donde se exhiben tablas con horarios, lugares… Les falta lo más importante, escribir la razón por la que salen a la calle a ver a esa persona, a hablar de qué, dónde está la necesidad. Y todo esto, como lo demás en la vida, ocurre mucho sin tener esos para qué, la acción y el movimiento suplantan a la razón hasta convertirse en eso mismo. Haga usted analogías, los incendios por ejemplo. Si esto no son incendios yo no sé. No solo se camina con el móvil en la mano sino que se camina deprisa. Es todo muy sinfónico, muy orquestal, digno de exposición.

¿Hubo algún signo de todo esto? ¿Alguien en Wall Street predijo hace años que esto iba a ser la norma?

Míralos, hordas de gente que caminan sin geranios en las manos.

Saturday, 23 July 2022

Descuartice ese violín por favor

                 Serían las 5 de la tarde cuando cogí la gabardina y salí de la sede de Salchichas de Pollo Inc. Bajé las escaleras y salí del portal con papeles bajo el brazo. Al girar por Martín de Paredes un señor descuartizaba un violín.

Un tipo toca el violín como si el planeta tierra estuviera fuera de contexto. Yo estoy parado, la plaza se difumina, dios pone el foco en ese tipo y todo lo demás queda desenfocado. Se aglutina el tiempo justo ahí, en esa esquina. Los minutos y los segundos se atascan en un cuello de botella. No existe nada más que esté pasando en Madrid capital. Escucho la música y miro hacia arriba intentando contar en vano los actos que nos preceden. Una niñez con abuelos, una primera comunión, un aula escolar con pupitres, un primer beso, una muerte de pueblo. Ciento y pico años. Doscientos y pico años. Un paisaje del este, un pabellón b, un distrito 22, los jardines colgantes de Babilonia, piscinas infinitas en hoteles verticales, el Filipinas Bank. Bajo la vista y el tipo descuartiza el violín como si fuera parte del acto. Hay más gente que se ha parado a mirar. Un tal Romero que trabaja de camarero en un bar cercano. Alguien come patatas fritas de una bolsa y sigo sin dar con la tecla de la composición. Mis leves conocimientos de música son suficientes para saber que el violín está siendo usado para descomponer algo que en su día fue compuesto en Viena o en Salzburgo. Para poder doblar las notas como las dobla ha tenido antes que aprender a la perfección la composición inicial, ha tenido que estudiarla de arriba abajo, entenderla, comprender las causas de dicha composición, el contexto, el año de la creación. El porqué de doblar las notas, forzarlas, estirarlas hasta que se salgan del pentagrama, cortarlas por abajo, ponerles una peluca verde, desinflarlas, es algo imposible de explicar. Él tampoco lo sabe. Se revuelve con el violín como si fuera un perro rabioso que se le ha tirado al cuello y lucha por quitárselo de encima. Yo miro para arriba y luego para abajo y a continuación le pregunto a Romero que dónde coño estamos. Sus ojos andan un pelín desorbitados. El acto concluye con el violín en el suelo hecho astillas. Ya no hay nadie más excepto el tipo y yo. Desconozco si lo he soñado. Su rostro muestra la misma descomposición física que ha sufrido el instrumento. Parece reventado, como si un exorcismo hubiera tenido lugar. Tan cansado está que me veo en la obligación de ofrecerle el hombro como apoyo y acompañarlo al bar más cercano donde pedirle un café con porras. No hay porras a esa hora de la tarde, menos en el mes de agosto.

Responde al nombre de Gerónimo y viste ropa de marca. Sin el violín y sin el éxtasis parece otra persona. Cuando vuelve en sí me pregunta que dónde estamos, que quién soy yo, que si he visto un violín que llevaba consigo hace un rato. Cuando el camarero trae los cafés dice qué mierda es esta.

Al contarle lo sucedido parece recordar vagamente. Luego se pregunta a sí mismo qué será de las astillas del violín en la calle, adónde irán a parar. Lleva un pin en la americana de lino con un símbolo extraño. Gradualmente va prescribiendo su locura, se va convirtiendo en una persona normal, el increíble Hulk desaparece paulatinamente. Se disculpa con el camarero, cambia su pose en la silla, se atreve a sonreírme y dice tener hambre. Todavía no se interesa por mí y mira la hora como la mira cualquier ser humano que tiene cosas que hacer. Tras el café pide dos copas de coñac, yo desecho la mía con la mano y se toma las dos. Del bolsillo saca un fardo de billetes, se acerca a la barra, paga y se detiene en la puerta, antes de salir, haciéndome el gesto de venga que nos vamos.

Soy Gerónimo, me dice en la calle, agente de bolsa. Vente conmigo, tengo que pasar por casa, luego nos vamos a dar una vuelta.

Seguro que en las terrazas o en los parques las chicas hablan y más que decir cosas son pepitas de sandía lo que escupen, que se hacen pasar por palabras. Cohabitan muchos oye-tía, se planifican futuros a corto plazo que incluyen actuaciones de Grant Jones y ballets clásicos y destinos a los que llegar. Hablan de la vida como si fuera un folleto de una agencia de viajes y donde es preciso un vestido de Mango y una pulsera de plata pero oh cada vez que una de ellas se echa el pelo hacia atrás y sacude la cabeza y ya todo se convierte en verso del poeta más imitado. 

Madrid se descentraliza cada vez que alguien habla por el móvil y pasan los Uber y allá en la Glorieta de Velázquez un grupo de palomas despistadas quiebran el aire sabiendo perfectamente adonde ir. Jesús qué calor hace en esta puta ciudad. Busquemos la sombra y caminemos todos hacia allí, siguiendo la estrella polar, que hay mucho que hacer, como por ejemplo comprar cerezas en el Mercado de la Cebada, bolsa de tela, todo tan kilómetro 0. La Sole y la Manuela se han equivocado de planta y es tomillo lo que intercambian a cambio de no impartir males de ojos. Cómo de vacía está la Gran Vía a esas horas. Cómo despide a sus rayos el gran sol que se sienta en su trono, encima de la ciudad, tan cerca que parece las patas se han resquebrajado y se nos va a caer encima, el culo se le ve desde aquí. Hay un sitio donde ponen unos martinis de la hostia. Mira la Antonia y el Javierico. Pero si a mí no me conoce nadie, le digo al tal Gerónimo. Luego me cuentas de Salchichas de Pollo, me dice. Necesitarás una banda sonora. Vamos un momento a mi casa que está aquí al lado, que me tengo que curar las manos, que se me ha metido el violín dentro.

“¿Y las astillas?”

“Déjalas que se las llevarán los de la municipal”

Es un tipo intrínseco que viene sin las medidas de seguridad necesarias para llevar una vida plena y llegar a algún lado. Madrid a estas horas es una emboscada detrás de otra, en cada calle, detrás de cada esquina, sale un vacío que golpea como si fuera una corriente de viento que andaba agazapada esperando ese arriba las manos esto es un atraco.

Del bar a la casa de Gerónimo hubo poca transición. No me dio tiempo a conocerle. Hubo un instante en el que descuartizaba un violín, otro en el que lo tuve enfrente en el bar quitándose el uniforme de Hulk y otro en el que subíamos por unas escaleras desechas por el tiempo. Desembocamos en un ático por el que resultaba necesario agacharse para circular por él.

“Jesus Fucking Christ” dice quitándose la chaqueta. “Este es el décimo violín que destrozo. Por eso vivo en este antro. Me lo gasto todo en violines”

Una vez sentados y con un vaso de agua con gas en la mano me percaté de que no tenía ni idea cuanto tiempo había pasado desde que salí de casa. Se sentó frente a mí y era otra persona. Sacó un portátil y estuvo mirando cosas sin apenas decir palabra. Luego lo cerró y quiso saber dónde vivía. A punto estaba de contestar cuando alguien llamó a la puerta. Era la vecina que necesitaba un cargador, los escuché hablar desde la entrada. Su voz me sonaba. La dejó esperando y entró a por el cargador. La puerta se abrió del todo y pude ver un cabello pelirrojo. Ella también me vio.

“El señor de la Coca Cola Zero”

Friday, 22 July 2022

El Lago Ontario alguna vez

            En la sede de Salchichas de Pollo Inc el viento sopla como salido de un extractor de bar. Inés nos ha vuelto a escribir otra carta desde Turquía, sus ojos azules en cada letra, en cada palabra. Le acecha una guerra, nos cuenta como si desde aquí algo fuera posible. Ustedes no son escribas, nos dice dirigiéndose solo a mí. Ustedes andan con esas gaitas pero de mirarse al espejo lo justo. Yo dejo la carta y la meto en un cajón porque tengo cosas más importantes que hacer justo a esta hora de la tarde de un verano abrasivo, cuando bajar a la Plaza Tirso de Molina produce sentimientos encontrados, el paisaje post-apocalíptico de cada verano en Madrid, a las 4pm, cuando ni los yonkis aguantan.

Una vez en la plaza me doy cuenta que llevo la carta de Inés en el bolsillo. Un día le dije que siempre he desconfiado de la gente cuyos nombres llevan tilde a lo que ella sugirió que me tomase otra copa. La copa me lleva a mirar las terrazas de los bares casi desiertos por el calor.

El miedo a uno lo asalta sin previo aviso. Hoy estás bien y mañana también. Se asusta uno de los amaneceres también, por mucho que en Salchichas de Pollo Inc eso de las adicciones se trate de manera abstracta. Importa más llevar un sombrero de fieltro y un bigote pintado con rotulador rojo y sobre todo una lata de tomate triturado en el bolsillo de la gabardina. El objeto tiene que caber a duras penas.

Aquí muchas veces hemos abordado el tema de la nada. Y cuando hemos hablado de la nada no lo hemos hecho nunca en el sentido existencial, no. Aquí hablamos de esa nada que sí pasa. Las acciones del antes y el después. El accidente que por casualidad no llega a pasar, que se queda en nada, dicen, esa es la que nos interesa. También la sincronicidad que llevan a que en ese minuto, en ese segundo, finalmente no pase nada. Ese es un nada muy gordo para nosotros. Y nos desvivimos por alcanzarlo, o por no alcanzarlo, según las redes que se tengan para pescarlo.

Este miedo que uno lleva ahora en el pecho se parece bastante a esa cosa que finalmente no sucede porque James Bond desactiva la bomba en el último segundo y la gente dice menos mal. Eso es un poco el desembocadero de nuestra lucha diaria, fallida o no, del miedo en la boca del estómago.

Me voy a uno de los cafés de Opera a beber Coca Cola Zero y a comer pistachos y no me digan que la chica americana, pelirroja, que se sienta a mi lado y me pregunta temas geopolíticos, no me digan que no es linda. Le saco la carta de Inés del bolsillo y parece comprender todo de inmediato. Me dice no importarle, que si puede quedarse en mi mesa, que soy un tipo gracioso. Yo las manos las llevo bien pegadas al pecho para que el miedo no se me vea, para que no se me caiga allí en la mesa y destroce los vasos, las copas, las cortezas de cerdo que nos han puesto no sé a santo de qué.

Yo soy el nieto de un abuelo perfecto, le cuento. Yo soy nieto de José Mateo. Existía una paridera con corderitos, se lo juro, existen fotos que lo prueban.

El contacto se produjo como se producen todos los contactos en cualquier terraza de cualquier bar del barrio de Opera de Madrid. Unos chicos tocaban No Surprises en la calle y los dos tarareábamos la canción todavía en mesas separadas. Luego me pidió un cigarrillo, creo, o el camarero se confundió con los pedidos y me puso el vodka tonic delante y a ella la Coca Cola Zero, y creo vio en mis ojos el miedo de tener el licor delante, y se me tiró encima a retirar el cocodrilo de mi cabeza, me puso la Coca Cola sin decir mucho más y se quedó sentada a mi lado. Yo solo pude acertar a decirle que por qué tenía que ser pelirroja.

Me contó que venía de Sacramento y que vivía en una calle con nombre de perro. Su piel blanca se hermanaba con la luz que flotaba en el aire pesado, no corría viento y sin embargo daba la sensación de que soplaba en dirección a sus pecas. Llevaba unas Converse All Star y apunto estuve de decirle que en mis años mozos esas y las Stan Smith eran de lo más normal. Pero no dije nada y a cambio hablamos un rato de Radiohead. 

Conversábamos principalmente en inglés. Las horas pasaban y con ellas el miedo. El vodka se lo terminó de un trago y pidió un café para aliviarme. Tuvimos que comprar más tabaco porque la tarde había exprimido los últimos cigarrillos. Luego me dijo que sabía perfectamente quién era yo, que me había visto en muchos hombres, en muchas ciudades, en diferentes décadas. La carta de Inés se disolvía en mi bolsillo. Luego quiso saber por qué llevaba conmigo una lata de tomate triturado y sin dejarme contestar dijo deja-que-lo-adivine. Pero no supo adivinarlo, no supo cómo seguir.

Ninguno de los dos teníamos adonde ir. Nos prometimos que pasara lo que pasara no intercambiaríamos números de teléfono (yo no tenía), ni direcciones, ni citaríamos lugares ni momentos donde tal vez uno de los dos desembocase. La ciudad se achicaba en verano, eso sería más que suficiente. Me preguntó si había visitado el Lago Ontario alguna vez. Le contesté que existía un artículo por escribir. Sobre qué, me preguntó. Eso es lo de menos, le dije queriendo poner mis dedos sobre sus labios para rozarlos levemente, de manera casi imperceptible.

¿Por qué no me salvas la vida?



Saturday, 26 March 2022

Desgarro en la intersección entre Calle de la Magdalena y Calle Atocha

    Imagínense un apocalipsis al revés. Eso es exactamente lo que pasaba en la Calle Atocha, justo a la altura de la intersección con la Calle de la Magdalena, serían las cuatro y pico, un vendedor ambulante coexistía con una máquina tragaperras que era transportada en una carretilla por un operario de la compañía de vending que las alquilaba. Yo no había cronometrado nada. Me había tomado un café en el bar Gallego de Tirso de Molina y había tomado la decisión de descender hacia Atocha como quien desciende a los suburbios. La calima procedente del Sahara flotaba suspendida en el ambiente, una señora con un abrigo demasiado negro paseaba dos perros Dálmatas y yo que en ese preciso momento, a esa hora, no tenía amigos, bajaba zarandeándome por las calles contiguas a la plaza hasta que desemboqué en el punto de no Apocalipsis, donde farolas y una parada de metro y cierta orfandad subvencionada por el Estado Español coincidían en un punto geográfico en el que no faltaba oxígeno que respirar ni farmacias ni transeúntes que disparasen palabras con la letra A.
Dicen que a veces se juntan el tiempo y el espacio coincidiendo en un punto álgido, toda una vida cogiendo el coche para ir al trabajo, al supermercado, vacaciones en la costa, escapadas de fin de semana, relaciones que se frustraron o no, partidos de futbol empatados a cero, todo añadiendo y sumando y progresando hasta llegar a ese punto, a esa hora, las cuatro y pico, y desembocar para siempre, engordando la muerte del sedimento, todo lo que ha fluido en tu vida y en la de ese tipo flaco que había estado garabateando cosas inteligibles en una servilleta sentado en una mesa del Café Juan, más los gritos de una vecina con peinado atípico, también un gato y objetos inanimados, todo ahí junto en ese momento, a esa hora, en ese lugar que es la desembocadura de una calle menor en una avenida principal, tiempo que se ha amontonado y ha creado un cuello de botella, presión alarmantemente alta, hasta que algo tiene que explotar, lo sabe el señor del jersey de cuello de pico que me mira sabedor de que algo esta a punto de pasar. Yo me paro y observo, me saco las manos de los bolsillos, pienso si extender los brazos y levantar la mirada al cielo, dejar que me impacte con toda la fuerza de los dioses lo que tan a punto está de pasar, como quien espera que el mar entre a raudales por las ventanas reventadas del Titanic.
Eran las cuatro y pico cuando nada de esto iba a suceder. Me dio por pensar en el contenido exacto de una papelera que había cerca de mí, un momento histórico del que solo los elegidos íbamos a formar parte. Me fui a la papelera porque quise saber qué había exactamente ahí y porqué y si eso también tendría algún sentido. Quién coño habría tirado el envoltorio de una bolsa de patatas determinada. Existiría un número de serie en la bolsa, una factoría que produciría miles de bolsas como esa cada día, un lugar donde otras fábricas coexisten, una cadena de suministro que incluía patatas y aceite y sin embargo justo esa bolsa, en ese preciso momento en el que nada iba a pasar. Quién tiró la bolsa y a qué hora y porqué. A qué hora se suponía pasaba el servicio de recogidas de basura municipal. Tal vez el empleado se durmió y esa papelera que tenía que haber sido vaciada hace diez minutos seguía llena. Tal vez el empleado tuvo un mal sueño, discutió con su mujer o con un compañero, se produjo un retraso y esa bolsa particular llevada allí por ese hombre, ese paquete sin patatas con número de serie, y yo allí a punto de estirar los brazos para recibir el impacto, y la señora con el abrigo demasiado negro, y la inexistencia de paciencia ni bondad ni pensamiento único alguno, el tic tac inapelable, esta manera de sucumbir, esta falta de sensación térmica, el universo entero frente a nuestros ojos que duda si apretar el botón o no.
Entrégame las llaves del reino. Todo esto es un Big Bang a su manera. Pensé en Lola y en lo mucho que le habría gustado estar aquí, ella que tanto adora desembocar y qué tanto aprecia los momentos en los que no pasa nada. Todo esto tiene que ser otra forma de Big Bang, me dijo Fernando unos días después, sentado mi lado en uno de los bancos enfrente del Palacio Real. Mucha nada amontonándose, un vertedero en el que los camiones descargando no se ven porque esto es otro tipo de nada, inmaterial, construida a base de acciones premeditadas como la de esa pareja que pide dos capuchinos y un suizo y han comprado dos camisetas idénticas en una tienda de la Calle Huertas.
Abrasarme de algo me gustaría a mí, le digo a Fernando quien ya no escucha mis palabras, se ha puesto los cascos para escuchar a Max Richter. ¿Qué significa destilar? pregunta. No destilar alcohol ni nada por el estilo. El otro tipo de destilación, ese que se produce debajo de las cosas, como esa muchacha de ahí, la del jersey rojo, que está hablándole a su teléfono móvil, grabando un mensaje quien sabe si importante, dedicado con todo el corazón del mundo, con todo el músculo habido y por haber, a esa persona que en otro lugar recibirá un ping alerta y de ahí a dejar el café que se sujeta a esa hora del día, detener una conversación que tenía que quedarse a medias de todos modos, sujetar el rectángulo y escuchar la voz ceniza de la chica del jersey rojo. Ahí tiene que haber algo de destilación, de alguna manera, con otro sentido, balbucea Fernando. La caricia de la batería de litio.
¿Es mejor un desgarro o una rotura? Porque con la rotura, cuando algo se rompe en pedazos, aquello que llaman añicos, no queda otra que barrer un estropicio a posteriori, meterlo en una bolsa de basura y tirarlo. Luego duele un tiempo porque este objeto que uno tanto quería ya no está ahí pero bueno, con tiempo uno se compra otro jarrón y la rueda vuelve a empezar. Pero en cambio un desgarro, cuando algo se rompe parcialmente, la esperanza de poder arreglarlo, la responsabilidad de que no queda otra que intentar arreglarlo, hace que surja una necesidad de luchar por eso mismo que se ha desgarrado, y para luchar por ello primero hace falta entender las causas del desgarro, de ahí a que estemos sentados en un banco frente al Palacio Real.

Tuesday, 25 January 2022

Los Cátaros en Santiago de Compostela - Investigación (Segunda Parte)

 

Que Salchichas de Pollo cuente con una delegación en Zaragoza es poco sabido. No es algo que se escuche en conversación proveniente de la mesa de al lado de cualquier café de la Calle Vergara de Madrid, en el barrio de Opera. No se suele dejar escuchar entre el sonido instantáneo de cualquier bar de Madrid, la nube sonora que en dos segundos y medio puede aglutinar un estornudo, el ruido de la taza y el plato, el café siendo molido, las patas de la silla contra el suelo y una frase muy concreta que viene de cualquier conversación de cualquier mesa y que habla de la delegación Zaragozana de Salchichas de Pollo. No suele pasar. Y por tal desconocimiento a la gente tal vez le suene raro que dos integrantes de esta santa casa, llámense Andrés Ibarra y María José Cuesta, partieron de la delegación de Salchichas de Pollo en Zaragoza un 2 de Noviembre con destino a Santiago de Compostela para investigar la posible presencia de los Cátaros en dicha ciudad, en un periodo comprendido entre marzo y junio del año 2021.

            Andrés se apresura a decirnos que los Cátaros no se pueden entender sin la presencia de Roberto Tucci de Medinaceli. Roberto Tucci fue algo más que el alma de los Cátaros, nos dice Andrés. Roberto fue, junto a su primo Miguel, el fundador.

            La investigación supuso recorrer muchos bares, hacer muchas preguntas, hablar con emisoras de radio, con grupos culturales, con asociaciones musicales. Una camarera del bar Escondido se encogió de hombros al principio y luego dijo que allí no podía hablar pero que si la esperaban a que terminase su turno podrían quedar fuera y les contaría. Quedaron en un café de taxistas a altas horas de la noche, casi de día. La chica pidió churros, todos bebieron café. Tras hacerse las introducciones de rigor, la chica juró haber visto a los Cátaros en Santiago de Compostela. Dijo que tocaron en directo en los bajos de un local de la Calle Queiroz. ¿Con Roberto al bajo? Sí, Roberto cantando y al bajo, su primo guitarra y luego Maite en teclados y el Peruano a la batería. Yo vi a los Cátaros, contó la chica. Eran ellos, en Santiago, y si no que me muera ahora mismo.

Monday, 24 January 2022

Comunicado XXVIII

 

        Desde Salchichas de Pollo les comunicamos que debido a un corte de luz en la Calle Espoz y Mina, el miércoles 26 y el jueves 27 estaremos abiertos solo en horario vespertino, de las 12 a 16 horas. Cualquier visita que esté relacionada con el artículo publicado por P Pancorbo en la sección de crítica musical del número pasado de nuestra revista (Concierto para piano y orquesta núm. 3 en Do mayor, op. 26. D Shostakóvich por la Orquesta Nacional de España bajo la dirección de David Afkham) sería considerada como visita ad-hoc y dado lo irrelevante del tema se podría hacer una excepción y se abriría la oficina también por la mañana, en exclusivo para dicha visita, siempre y cuando el presente lo notifique con 24 horas de antelación y esté en poder de un comprobante que demuestre que la visita será única y exclusivamente para hablar del artículo de P Pancorbo.

Thursday, 23 April 2020

Paisaje de Madrid


Este superfluo amanecer con bombillas que sale por las noches cuando en las calles de Madrid muere ahorcado el ingeniero de telecomunicaciones, el muchacho de la chaqueta verde que busca algún manjar por encontrar, el subalterno de las banderillas y su tía Julita que le recuerda que todavía tiene tomates en conserva, cataclismos en promoción por las aceras de Madrid donde todos sus precipicios han sido puestos on hold por el virus, el café vacío de resaca por la mañana, los gustos y disgustos, los dimes y diretes, gente que se pierde en los balcones con y sin bandera, los mozos del autobús que ahora sí miran a los ojos del señor que sube y pica su billete y se dirige a su trabajo si es que todavía lo tiene. Los gatos valen más en las epidemias, acostumbrados como están a desconfiar del aquí y el ahora, del maestro Pepino Torcido que pone todos sus sentidos en una respiración invertebrada, en siglos y más siglos de historia, una banqueta en el baño, una cortina de ducha, un escaso olor a puchero, una pareja que se quiere mucho de forma invertida, cuando los vasos coagulantes tienen muy poco que coagular y es el sonido del campanario el único que adjudica rigor y estructura a la masa blandengue en la que se convierte nuestra vida, al usurpador de fines de semana con spa y visita guiada, a la estatua del monarca que nunca se apellida Martinez. Más tarde aparece Fernando Navarro y su amigo Otis y amenizan la velada a base de vino tinto y discos de Roy Orbison, y luego el virus se vuelve más real cuando nuestra amiga de Jotdown le toca las gónadas a un médico de guardia y de ahí al hospital y a la ambulancia y al gato tractor aparcado sobre el esternón. Uno piensa en ese tercio de Flandes que tanto necesita sobre todo por la tarde cuando se hace difícil lo de empalmar momentos y la vida derrapa y el puzzle no encaja y ni la quimera del oro, allá en Alaska, en el río Klondike, parece algo al alcance de la mano. Qué vengan los vientos alisios y empujen los ánimos de la gente que ya no está, que tartamudee el olvido, que la esfinge de Egipto se nos aparezca en la Plaza de Chamberí donde el maestro James Rhodes hace que el Steinway & Sons hable castellano con acento de la Pérfida Albión, donde su alteza el mercader de la tienda de pollos de corral y el amigo Humberto y su The Bar que ya no abre hasta las 3am. Los aparatos de aire acondicionado nos miran sin decir ni mu, el jefe de la gasolinera escaso de chistes, las maravillosas putas en sus alcobas, el ronroneo de la ciudad sufriendo de esclerosis múltiple, la mirada perdida del abonado del Atleti, la garganta cerrada del Café Central, los sudores en la espalda que sufre el tiempo entrecortado, la Calle Príncipe de Vergara, la chica del Ministerio, el roto que le ha hecho la vida a la becaria del segundo derecha, el pase perfecto de Laudrup que no encuentra rematador

Tuesday, 1 August 2017

No me distingo

Tú que naciste redonda, tú que vienes desportillada por tanto uso
Como si martilleada por un espíritu de aguja, lejana desde nido de pájaro
Porque las tardes las abrías como si de nueces se tratara
Porque en tus noches no cabían muchas cosas

La figura de barco de sal en el salón de tu madre
Los colchones de lana que había que parar en el corral
El pan y la leche por comprar, un viaje a la ciudad, el autocar de las tres
Los horizontes que confundíamos con objetos cercanos

En invierno sonaba la radio en la tienda
El sonido de las ondas se apagaba dentro de los sacos de judía pinta
Las mujeres esparcían agua en los patios para maniatar al polvo
Las campanadas sonaban al mediodía con muy poca fuerza

Tú siempre volvías con aliento a chicle de clorofila
Tú que te acurrucas entorno a una aspirina
Tú que vences y fracasas
Tú que sobre todo por las tardes

Aquí sucede muy poco, aquí hay herida
Un viejo nos cuenta de cuando bajó agua por el barranco
Hay certeza de escabechina, fue en otro tiempo
La acequia baja con canas, el agua se arrastra hacia el campo

Yo también me disperso, incluso sin razón
Cuento con los dedos los camiones que pasan por la carretera
La ventolera que levanta la velocidad, el zarandeo de las puertas
Me cobijo detrás de las barreras con manivela de hierro

Sobresalgo por encima de mis cabales
Meneo la pierna, sacudo el cascabel, espero a los pájaros
Tú vienes con tu nave nodriza, con tu escafandra bien puesta
Tú que no te llamas Eva ni Raquel

Si por lo menos hubiera algún páramo, se te oye comentar
Espacios reservados no al ocio sino a lo otro
Un soporte, una plataforma, un dominio
Y nos miramos con ojos que son como de metacrilato

Aquí las buenas noticias pasan de ciento a viento
Aquí dentro de las casas las baldosas son de hielo
Las puertas se atrancan, el calor achica espacios, el frío ensancha
La luz se echa, el agua se echa, las mantas se echan, el invierno se echa

Dicen del proceso de la erosión, el viento y las partículas de arena
En un pueblo como el mío no hay partículas
Solo cuando tú entras al baile y la orquesta se detiene, microscópicamente
Un instante meteorológico, un atisbo de erupción

Antes de dormir hace falta salir al corral y echar cerrojos
El cielo estrellado augura frío, escarcha, brasero
Láminas de barro, alambradas de zarza, huesos de oliva íntima
Me dejo sobornar por el peso de la colcha en la cama, no me distingo

El tiempo vomita encima del vestido
Te me llevas de la mano sin decir adónde
Te me apareces como se aparecen los temporales
Como la lluvia indómita, como el despertar con susto

Nos hacinamos en el monte donde uno se atraganta de espacio
Con manos deshidratadas por el tiempo
Como si por una ruta trazada de antemano, me acabas besando
Y yo me consumo en el atraco perfecto

Besabas por asociación de ideas

Besabas por asociación de ideas. Algo que te recordaba otro algo y de ahí a las manos al cuello, el minúsculo roce de tus uñas en la piel, la boca, la lengua, el candor.
Nacíamos en el claro de un bosque, con piel castaña, con ceniza, con madera de boj.
El sonido del río golpea tres veces, el agua se vuelve repetitiva, aquí donde apenas hay montañas, donde todo se esfuma.
En el pueblo se adivina el carrusel, la noche festiva, el contraste del toldo con las paredes de cal.
Al otro lado del pozo hay una línea fronteriza, lejos de los ojos de tu madre, donde el aire nunca agrieta la roca por no tener cabida, donde la luz no se puede exprimir.
El hombre ha comido con buen provecho, después la canción del café concierto, el desmadre vespertino, las gotas de sudor resbalando.
Tú vienes un poco como remolino, escuchada tantas veces. Tú vienes con tu cuerpo saqueado, sin billetes, sin ningún tipo de dulzor.
Provienes de la experimentación, caminas sin causa primaria, mujer sin origen, sin árbol genealógico, sin razón social.
Una trompeta de las de juguete sacude la tarde, el sol pegado al cemento, el niño en la calle, las rodillas manchadas, la charanga que ameniza.
Las abuelas se sientan en patios donde patatas por pelar, donde la corteza del melón convive con el geranio y el agua se pone a hervir.
Te pones la prenda que no te regalé, el brazalete que te dieron tus padres. Hay un casino si se coge la carretera, me dices. Un casino en lo alto de la colina.
Las alpargatas del hombre de toda la vida abundan en un mar de colillas de tabaco negro y cabezas de gamba y servilleta de bar.
El reloj Larios marca las horas de la noche, la carne encalla, el ojo sangra, el billete es manoseado, se escuha la voz del dueño del bar.
Supones que mañana habrá una cigüeña en la torre, una procesión a la que asistir, intuyes que una cosecha, una tarea, un delantal.
Por el camino del monte solo hay lomas calvas, nada que experimentar, el campo visto en televisor de blanco y negro, en UHF, naturaleza binaria.
Donde una vez hubo una guerra, donde a nadie le dio por levantar un castillo con sus almenas y su torre del homenaje.
Donde ya no queda nada por conquistar, donde la embestida del macho se queda en nada, donde el arrastre campa a sus anchas.
Tú que ni te declaras culpable ni a favor ni en contra. Tú que te has puesto los mejores pendientes que tienes. Tú que no pides permiso por nada.
Ni siquiera desde lo más alto del campanario se atisba la historia. Todo es plano por muy arriba que se ponga uno. No hay curvatura en tus palabras.
Me coges de la mano y nada es esférico, nada queda probado. Me arañas la espalda sin hipótesis. Me muerdes los labios sin escuadra ni cartabón.
Hoy te has puesto los pendientes que te dio tu madre, los que heredó de tu abuela, joyas que han visto tres guerras, que brillan incluso en el enfrentamiento.
Vámonos de aquí, me has dicho alguna vez. Larguémonos. Desertemos. Debe haber algún mar en alguna parte, alguna playa de arena transportada.
Pero yo no tengo caballo. No tengo rocín flaco ni galgo corredor. A mí ni siquiera mi padre me ordenó caballero. No pertenezco a ninguna playa.
Ni contigo ni sin ti, creo te oí decir. Y te fuiste. Y te volviste a ir. Y no sé si hubo barcos hechos con madera de boj. No sé si hubo principio de algo.
No sé si existe una estela dibujada en algún mar, no sé si hay algún sitio por donde tú debiste pasar.
Yo intento renacer en otro claro de bosque. Intento en vano fabricar algo distinto. Golondrinas en vez de cigüeñas. Un molino, otro café concierto.
Vestido con la mejor ropa que tengo, ya dispuesto, cojo la carretera y me voy más allá del pueblo hasta llegar a las rampas vertiginosas que encaro.
Hay un casino en lo alto, me dijiste. Un sitio donde una ruleta, donde un cubalibre, un cigarro, una espera que habitar, un mientras se pare la bola.

Saturday, 13 May 2017

¿A cuánta altura estamos?

Música Reggae, nevera con Perrier, San Pellegrino y cerveza sin alcohol. Naranjas frescas, racimos de uva, melón cortado, bowl de palomitas. Una diana con tres dardos, un telescopio, un sillón orejero viejo y raído detrás de la mesa de despacho. Franz Goller quien tenía un enorme parecido físico con el entrenador de fútbol de la Universidad de Alabama, Crimson Tide. 
Cuando Sixto entra al despacho de Franz se le ofrece un expreso que le es servido casi sin que le dé tiempo a aceptar o denegar. 80% arábica. A Franz solo le gusta el olor. Junto a la cristalera por la cual se caía el horizonte había un tresillo y una butaca y una mesa camilla con lámpara a modo de cuarto de estar. En vez de televisor o chimenea, los sillones apuntan a la pared de cristal por la cual solo se ve cielo y contaminación. Más allá de la arboleda estaba el río que recorría siete estados. El departamento de Global Accounts dispone de servicio de catering. Franz llama por teléfono y pide que le traigan el ravioli con bogavante. Zumo de tomate y panecillo.
“Es difícil de explicar” le dice.
El tresillo es bajo y hondo. Cuesta encontrar una postura cómoda. Sixo cruza las piernas. Franz habla desde detrás. Ha abierto un botellín de Perrier. Se quita el chicle de la boca y lo tira a la basura. Era difícil de explicar. No le podía revelar el cliente. No era un cliente-cliente. Un asociado. Un amigo de un amigo. Ni siquiera eso. Una llamada desde el otro lado del país, un pre-fijo inusual. Una llamada a deshoras. Había que hacerlo sí o sí. El pedido era inusual, la acción difícil de clasificar. Algo indefinido. Instrucciones vagas. Había algo de fondo, una intención identificable. Pero el proceso, el sistema, la aplicación… iba a hacer falta tirar de imaginación, tal vez hablar con estrategia y pedirles un informe. El trabajo no iba a ser facturado como los demás. El objetivo no era nadie del congreso, esto era otra cosa, nivel corporativo.
Operaciones bursátiles de alto calado. Lo que Chomski llamaba los Masters del Universo. Existían cesiones, opciones de compra, compañías que se tragaban unas a otras. Decisiones que impactarían dos años más tarde. Compras de futuros. Adquisiciones que a primeras no tenían sentido, desviaciones tácticas. El objetivo tenía nombre y apellidos. Había una dirección postal. Había una casa con piscina y cancha de tenis. Seguridad privada, líneas de teléfono seguras. Descodificadores. El objetivo tenía nombre y apellidos. Existía una geografía que atender. Iba a hacer falta desplazarse. No iba a ser un trabajo cerrado, una operación con comienzo claro, desarrollo, nudo, desenlace. No iba a ser posible marcar fechas concretas. Iba a existir un ángulo de subjetividad, dificultad a la hora de leer resultados. Iba a hacer falta desplazar a gente durante uno, dos, tres meses. Cuatro como mucho.
“¿De momento?” pregunta Sixto terminándose el expreso y escuchando con apatía sobre todo por la diferencia negativa de edad que tenía con Franz.
“Una posibilidad habría sido no llamarte ni contarte nada. Utilizar otros caminos”
“Haberme dejado seguir con el piloto de drones y los chavales de Arkansas”
“Rick Mannieski”
“Y las guerras”
“Las guerras” repite Sixto con la mirada perdida. “Tanzania. Hay una guerra nueva en Tanzania”
“Tanzania. La Garganta de Olduvai. La cuna de la humanidad” dice Franz localizando Tanzania en el globo.
La operación no iba a ser facturada. El ingreso, invisible. De momento no quería contarle más. De momento solo quería plantar la semilla. La pre-semilla. Desvelar que una operación mayor estaba al caer y que potencialmente generaría implicaciones personales, días de acción de gracias fuera de casa, navidades en stand-by, Super Bowl en soledad desde un motel en un lugar remoto de Maryland, en Iowa, en Massachusets, pizza y sushi por encargo.
“De momento quiero que mastiques la posibilidad”
“A mis sesenta años de edad”
“A tus sesenta años de edad” corrobora Franz levantándose del sillón sin decir ni sí ni no.
Sixto se va a la diana. Coge los tres dardos y se coloca en la raya de lanzamiento. Dos veinte dobles y un trece sencillo.
“Noventa y tres”
Encima de una estantería posa una vieja tetera con cubierta de ganchillo multicolor. Franz se acerca a la diana y retira los dardos.
“¿Qué haces esta noche?”
“Una tal Harriet”
Sixto arquea las cejas sintiéndose brevemente celoso, recordando otros tiempos. Luego sonríe afianzándose en la seguridad y el balance de una relación duradera. Se afinca en substantivos como robustez, cimientos, paz. Una tal Harriet.
“¿Qué porcentaje te han dado?”
“Sesenta y cinco”
“No está mal” admite Sixto esperando a que Franz lance.
“Aparentemente tenemos buen grado de incompatibilidades. A ella no le gusta lo suficiente la carne roja y a mí me ven con tendencia a abandonar ciertos proyectos que requieren pensar en uno mismo a largo plazo”
“La carne roja”
“Costillas, brisquet, rib-eye”
“¿Qué proyectos?”
“Lo de las incompatibilidades ya no lo miran como antes. Los gustos o disgustos se combinan de distintas esferas. El hecho de que a ella no le guste la carne roja lo ven como algo positivo siempre que a mí me guste… yo qué sé, los cruceros, por ejemplo. Ellos, bueno ellos no, que no hay nadie, la máquina, es una máquina, como todo, un hardware y un software, un aparato al que no le han puesto nombre, algo que simboliza la agencia”
“Un aparato conectado a un servidor. Alguien encima por si acaso, un mozo de mantenimiento”
“Una máquina localizada en alguna de las oficinas que hay en el ala oeste, donde el centro de tecnología”
“Una máquina en una oficina con vistas al río”
“Importa datos, historiales de uso, música, restaurantes, por qué calles circulaba uno cuando llevaba coche”
“La hoja de servicio”
“La hoja de ruta”
Franz lanza los dardos. Triple 20, 18 sencillo y doble 4. 66.
“66” dice cogiendo los dardos y pasándoselos a un Sixto que no tiene ganas de seguir jugando pero que lo mismo se va a la línea de puntos porque en ese momento para que siga el diálogo hace falta que los dardos vuelen por el aire de la oficina de Global Accounts.
“¿Qué dardos son estos?”
“Dardos de wolframio. El metal más escaso de la corteza terrestre”
“Wolframio”
“Harrows Dimplex. Ciento y pico por dardo”
La comida está a punto de llegar. Ravioli de bogavante. Franz ha insistido que también coma algo. Sixto le ha dicho sobre la pizza que todavía tiene en la oficina. Franz ha llamado a alguien para que se la suban y así comen juntos. Siguen tirando dardos. Sixto escucha un sonido precario, no sabe de donde viene. Por la trampilla del aclimatador entra aire suave y fresco. Las hojas de una planta extraña se mueven. La planta queda entre dos sillones, junto al ventanal que hace de pared externa. Sixto quiere saber la procedencia del sonido. No es el aire, es otra cosa. Como si hubiesen cascabeles colgados que suenan cuando el viento los mueve.
“Harriet”
“65% de posibilidades”
“Según la máquina”
“El algoritmo”
“No sé quien le enseña a la máquina pero se supone que Harriet y yo somos compatibles debido a ciertas incompatibilidades. Hoy en día lo dividen todo en categorías, segmentos. Las preguntas no tienen nada que ver con el color favorito de cada uno”
“Hobbies”
“Lugar de residencia, lugar de veraneo, playa o montaña, ya me entiendes”
Suena el teléfono. Franz tenía un dardo en la mano. Un dardo de wolframio. Era el tercero de su ronda de tres. El primero había caído en el 5 y el segundo en triple 20. 65 y un tercer dardo de wolframio cuando el teléfono interrumpe. Medita lanzarlo o atender la llamada. Lanza el dardo y se va sin contar los puntos. La conversación dura poco. La otra persona es la que habla. Franz contesta monosílabos. Tal vez un código para informar de falta de privacidad. Franz cuelga y anuncia que son fuerzas gubernamentales. ¿Se acuerda Sixto de aquello que hicieron en Idaho, lo de la presa que no llegó a construirse?
“Idaho” dice Sixto tratando de recordar. “Idaho”
Una presa que no fue construida. Unos documentos, unos derechos, un lobby que se apoyó en su momento. Una investigación llevada a cabo por la agencia. Unos resultados. Unos dosieres que permanecen enterrados en la -20, en las cajas fuertes del banco con más cajas fuertes de la zona occidental del país. Un banco con cajas fuertes en las profundidades del complejo. Cuanto más se pagaba más enterrada quedaba la caja. La seguridad era proporcional a la planta. Cajas fuertes en la -20, en la -21, la -22. ¿Qué tenían en la -30? ¿Y en la -40? ¿Llegaba tan abajo como la -40? ¿Cuál era la planta más baja de todas? Había quien insinuaba que el complejo era como un iceberg, tenía más de subterráneo que de superficie. Los bancos eran los únicos con acceso a las plantas más profundas.
“Una investigación sobre un proceso, creo que se siguió a un agente federal y a un arquitecto. Ya sabes. La cosa duró más de un mes. Finalmente se recabó la información deseada. Se redactaron actas y se pusieron a resguardo. Hasta ahora nadie ha cobrado un duro”
“Futuros”
“Lo mismo que comprar el aluminio del mes que viene, sí”
“Y ahora llama el gobierno”
“Si llaman por algo será”
“Debe haber comprador”
“Tal vez”
“¿Y ahora?”
“Ahora hace falta llevar a cabo otra investigación. Averiguar las razones del interés gubernamental. Dar con la tecla y buscar competencia”
“¿Competencia dónde?”
“¿Dónde? Qué sé yo. Aquí mismo, en el complejo. En Chicago, en Nueva York, en Mexico Distrito Federal. En Japón. ¿Dónde? Qué sé yo”
Llaman a la puerta. Una chica que tal vez no llegue a los veinte y que casi no nos mira entra con el ravioli de bogavante y con la pizza que se había dejado Sixto en su oficina. La pizza ha sido emplatada y acompañada por una ensalada de aguacate que nadie había pedido. La chica es japonesa. Tiene las orejas de soplillo. Por eso no deja de ser hermosa.
Ambos comen sin necesidad de sentarse. Posan cerca de la diana, cerca de los dardos. Durante un rato no habla nadie, se desvía la vista con cada mordisco. Sixto mira por la ventana y piensa en ropa tendida al sol. ¿Cuándo fue la última vez? En el complejo nadie tiende ropa, no hay tendederos cuando se vive en un rascacielos de ocho brazos, en edificio cefalópodo, tanto sol y viento seco para nada.
“Un 65% de Harriet es mucho %. Tengo una foto por algún lado”
“¿Dónde la vas a llevar?”
“Es la agencia la que decide eso. La máquina”
“Basado en los gustos”
“Basado en el historial de cada uno, en las costumbres, en las canciones que uno prefiere, las que escucha por primera vez y desecha a los cinco o diez segundos. Dicen que la máquina aprende más de lo que desechamos, del tiempo que tardamos en dejar de escuchar una canción o cambiar de canal”
“La des-elección”
“¿Con qué compara la máquina? ¿Qué es el éxito?”
“Vete a saber” dice Franz metiéndose a la boca el último bocado y dejando el plato en un aparador. Se echa un trago de agua, se limpia los morros con la servilleta, aparca todo y se sienta detrás de la mesa tumbando el respaldo. “Supongo que en Harriet ven una posibilidad de felicidad. Se habrán basado en una pareja, un matrimonio, veinte o treinta años felizmente casados, alguien en Missouri, una casa en suburbia, calles iguales, ningún bar, ningún restaurante”
“Polígonos de ocio” rellena Sixto.
“Parkings inmensos. Zona A, B, C, D… la -1, la -2… cines, peluquerías, boleras, sillones en medio de los pasillos, masajes de quince minutos por veinte dólares”
“Música brasileña por los altavoces, música de fondo, algo que amortigüe tanta oferta”
“Habrá una pareja que viva por ahí, una pareja feliz, un hombre que será muy similar a mí y una mujer muy similar a Harriet. La máquina habrá dado con la tecla, habrá estudiado los pasos que esta pareja siguió y nos ofrecerá algo parecido”
“Un guión”
“No hace falta elegir restaurante, la máquina diseña la cita por ti”
“¿Dónde es la cita?”
“Todavía no lo sé. Nos lo dicen dos horas antes, poca antelación, para que no nos hagamos ideas y así sea todo más natural”
Sixto piensa en la cena que le espera. Norma habrá elegido cocinar. No habrá primer plato ni segundo. Fuentes en el medio, comida para compartir. La idea es no levantar barreras. Que la gente se pase platos de unos a otros crea unión, hay contacto. Las tapas como abrazo, como darse la mano. La conversación fluirá como la comida. El mano a mano, tenedor a tenedor, boca a boca. Mantelería de hilo, música electrónica. 
El teléfono vuelve a sonar. Esta vez Franz no dice ni una palabra. Ni hola ni adiós. La conversación, o el mensaje, dura algo más de un minuto. Sixto no quiere preguntar. Se acerca al ventanal y contempla el infinito. ¿A cuánta altura estaban? Franz cuelga y tampoco dice nada. El diálogo se quiebra. Sixto quiere marcharse. Sin saber por qué le pregunta por su mujer, su ex-mujer. La cita le lleva a pensar en su ex-mujer. Sixto tuvo el placer de conocerla. ¿Hace cuánto de la separación? ¿Seguía en Europa?
“Vive en un castillo. Literalmente. Un castillo reconvertido en mansión con distintos apartamentos. Todo lujo. Su marido trabaja para una aseguradora. No lo conozco. No he hablado nunca con él. Le he visto la cara en fotos, de pasada. Algo que colgó ella en internet. Una foto a pie del castillo”
Sixto dibuja el castillo en su mente. Piensa en Luis II de Baviera. Viajar a Mannheim, Nuremberg, Heidelberg. Ir a Baviera a ver el castillo de Neuschwanstein. La responsabilidad de vivir en un castillo, el peso que debe llevar vivir en un sitio así.
“¿Peso por qué?”
“Por ser feliz”
Ahora es Franz quien se queda pensativo, posiblemente comparando a Harriet con su ex-mujer. Harriet está por estrenar, Harriet que según la máquina le viene hecha a medida. Sixto quiere preguntar por la llamada pero no sabe cómo. Espera que Franz le cuente. Desconoce cuánto hay que no le cuentan. Tiene una posición elevada en la empresa y sin embargo existe mucho secretismo. Franz le ha dicho que hay mucho que ni él mismo sabe. La póliza reside en compartimentar la información. La naturaleza de la empresa implica que cierto tipo de información resulte tóxica. Hay cosas que llevan veneno. ¿Quién había llamado?
“¿Cuándo sabré de la nueva misión? ¿Cuánta gente hará falta?”
“De momento solo tú”
“¿Solo yo? ¿Y quién dirigirá el cotarro mientras tanto?”
“De momento necesitaremos que hagas una pre-evaluación. Es una patata caliente. Hay mucho dinero detrás. No en billetes contantes y sonantes ni en transferencias sino en moneda de cambio”
“Poder fáctico”
“Eso mismo”
“¿Quién se ocupará del equipo mientras tanto?”
“Son ya mayorcitos para cuidarse ellos solos”
“¿Cuándo sabrás algo?”
“Espero que pronto”
Sixto sigue de pie junto a la pared de cristal que da al precipicio. El despacho de Franz Goller estaba en la planta 67. Sixto calcula la altura que habrá por planta. Tres metros, tres metros y medio contando el espacio que va desde el techo de una planta con el suelo de la siguiente, el lugar donde van los cables, las luces, los conductos de la calefacción y el aire acondicionado, el armazón, lo que no se ve.
“¿A cuánta altura estaremos?”