Imagínense un apocalipsis al revés. Eso es exactamente lo que pasaba en la Calle Atocha, justo a la altura de la intersección con la Calle de la Magdalena, serían las cuatro y pico, un vendedor ambulante coexistía con una máquina tragaperras que era transportada en una carretilla por un operario de la compañía de vending que las alquilaba. Yo no había cronometrado nada. Me había tomado un café en el bar Gallego de Tirso de Molina y había tomado la decisión de descender hacia Atocha como quien desciende a los suburbios. La calima procedente del Sahara flotaba suspendida en el ambiente, una señora con un abrigo demasiado negro paseaba dos perros Dálmatas y yo que en ese preciso momento, a esa hora, no tenía amigos, bajaba zarandeándome por las calles contiguas a la plaza hasta que desemboqué en el punto de no Apocalipsis, donde farolas y una parada de metro y cierta orfandad subvencionada por el Estado Español coincidían en un punto geográfico en el que no faltaba oxígeno que respirar ni farmacias ni transeúntes que disparasen palabras con la letra A.
Dicen que a veces se juntan el tiempo y el espacio coincidiendo en un punto álgido, toda una vida cogiendo el coche para ir al trabajo, al supermercado, vacaciones en la costa, escapadas de fin de semana, relaciones que se frustraron o no, partidos de futbol empatados a cero, todo añadiendo y sumando y progresando hasta llegar a ese punto, a esa hora, las cuatro y pico, y desembocar para siempre, engordando la muerte del sedimento, todo lo que ha fluido en tu vida y en la de ese tipo flaco que había estado garabateando cosas inteligibles en una servilleta sentado en una mesa del Café Juan, más los gritos de una vecina con peinado atípico, también un gato y objetos inanimados, todo ahí junto en ese momento, a esa hora, en ese lugar que es la desembocadura de una calle menor en una avenida principal, tiempo que se ha amontonado y ha creado un cuello de botella, presión alarmantemente alta, hasta que algo tiene que explotar, lo sabe el señor del jersey de cuello de pico que me mira sabedor de que algo esta a punto de pasar. Yo me paro y observo, me saco las manos de los bolsillos, pienso si extender los brazos y levantar la mirada al cielo, dejar que me impacte con toda la fuerza de los dioses lo que tan a punto está de pasar, como quien espera que el mar entre a raudales por las ventanas reventadas del Titanic.
Eran las cuatro y pico cuando nada de esto iba a suceder. Me dio por pensar en el contenido exacto de una papelera que había cerca de mí, un momento histórico del que solo los elegidos íbamos a formar parte. Me fui a la papelera porque quise saber qué había exactamente ahí y porqué y si eso también tendría algún sentido. Quién coño habría tirado el envoltorio de una bolsa de patatas determinada. Existiría un número de serie en la bolsa, una factoría que produciría miles de bolsas como esa cada día, un lugar donde otras fábricas coexisten, una cadena de suministro que incluía patatas y aceite y sin embargo justo esa bolsa, en ese preciso momento en el que nada iba a pasar. Quién tiró la bolsa y a qué hora y porqué. A qué hora se suponía pasaba el servicio de recogidas de basura municipal. Tal vez el empleado se durmió y esa papelera que tenía que haber sido vaciada hace diez minutos seguía llena. Tal vez el empleado tuvo un mal sueño, discutió con su mujer o con un compañero, se produjo un retraso y esa bolsa particular llevada allí por ese hombre, ese paquete sin patatas con número de serie, y yo allí a punto de estirar los brazos para recibir el impacto, y la señora con el abrigo demasiado negro, y la inexistencia de paciencia ni bondad ni pensamiento único alguno, el tic tac inapelable, esta manera de sucumbir, esta falta de sensación térmica, el universo entero frente a nuestros ojos que duda si apretar el botón o no.
Entrégame las llaves del reino. Todo esto es un Big Bang a su manera. Pensé en Lola y en lo mucho que le habría gustado estar aquí, ella que tanto adora desembocar y qué tanto aprecia los momentos en los que no pasa nada. Todo esto tiene que ser otra forma de Big Bang, me dijo Fernando unos días después, sentado mi lado en uno de los bancos enfrente del Palacio Real. Mucha nada amontonándose, un vertedero en el que los camiones descargando no se ven porque esto es otro tipo de nada, inmaterial, construida a base de acciones premeditadas como la de esa pareja que pide dos capuchinos y un suizo y han comprado dos camisetas idénticas en una tienda de la Calle Huertas.
Abrasarme de algo me gustaría a mí, le digo a Fernando quien ya no escucha mis palabras, se ha puesto los cascos para escuchar a Max Richter. ¿Qué significa destilar? pregunta. No destilar alcohol ni nada por el estilo. El otro tipo de destilación, ese que se produce debajo de las cosas, como esa muchacha de ahí, la del jersey rojo, que está hablándole a su teléfono móvil, grabando un mensaje quien sabe si importante, dedicado con todo el corazón del mundo, con todo el músculo habido y por haber, a esa persona que en otro lugar recibirá un ping alerta y de ahí a dejar el café que se sujeta a esa hora del día, detener una conversación que tenía que quedarse a medias de todos modos, sujetar el rectángulo y escuchar la voz ceniza de la chica del jersey rojo. Ahí tiene que haber algo de destilación, de alguna manera, con otro sentido, balbucea Fernando. La caricia de la batería de litio.
¿Es mejor un desgarro o una rotura? Porque con la rotura, cuando algo se rompe en pedazos, aquello que llaman añicos, no queda otra que barrer un estropicio a posteriori, meterlo en una bolsa de basura y tirarlo. Luego duele un tiempo porque este objeto que uno tanto quería ya no está ahí pero bueno, con tiempo uno se compra otro jarrón y la rueda vuelve a empezar. Pero en cambio un desgarro, cuando algo se rompe parcialmente, la esperanza de poder arreglarlo, la responsabilidad de que no queda otra que intentar arreglarlo, hace que surja una necesidad de luchar por eso mismo que se ha desgarrado, y para luchar por ello primero hace falta entender las causas del desgarro, de ahí a que estemos sentados en un banco frente al Palacio Real.
I imagined people at breakfast, people who know each other intimately, probably a husband and a wife, speaking in unfinished sentences, in grunts, in coughs, as people do, particularly at that time of day. And I wondered what it would be like to sit down at that kind of dialogue, in which sentences are rarely completed and thoughts are rarely followed up and one person is not really listening closely to another. That’s all I had. And that’s when I began writing - Don Delillo
Saturday, 26 March 2022
Desgarro en la intersección entre Calle de la Magdalena y Calle Atocha
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