Friday 12 October 2012

EL PARTIDO

CAPÍTULO 3


JD Cooper había nacido en Atlanta, hijo de padre abogado y madre cirujana. Gary “Mano de Dios” Reed había nacido en Thibodaux, Louisiana. Su madre había ayudado en casas de familias con poderes, había hecho de lavandera, cocinera, ama de llaves y recadera. El padre había hecho de todo, desde fontanero hasta mecánico de barcos. Los dos chicos crecieron sin ver mucho a sus padres. Nacidos el mismo mes del mismo año a más de quinientas millas de distancia, compartían ahora responsabilidad y cancha de basket y precipicio. Jugar para los Lakers no era lo mismo que jugar para los Pistons. El aura y carisma que JD desprendía globalmente, Gary lo desprendía a nivel nacional. Los Pistons habían sido grandes, sí, pero los Lakers eran los Lakers. El metro cuadrado se pagaba de manera distinta en California que en Michigan. Lo mismo pasaba con sus estrellas de baloncesto.
Martin se movía entre el gentío camino del MGM y pensaba en toda aquella gente, aquella marabunta, aquel edificio anímicamente volcánico al que se encaminaban, el MGM Grand, los focos, la prensa, la cobertura mundial, el build up, el análisis, los miles de comentaristas hablando en diferentes lenguas, hablando de la responsabilidad que JD Cooper y
Gary “Mano de Dios” Reed tendrían que soportar. Se comentaba que uno de ellos siempre brillaba en momentos importantes mientras que el otro brillaba cuando le daba la gana. JD Cooper siempre tenía el día bueno y cuando tenía el día bueno era muy difícil que los Lakers perdieran. Gary Reed no tenía el día bueno tan a menudo pero cuando lo tenía era prácticamente imposible que los Pistons perdieran. “Las mete desde todos ángulos, con un defensor encima, con dos, con el árbitro encima, con la cancha encima, si tiene el día las mete igual, da igual cómo tire y desde donde tire”, elaboraba un comentarista japonés para la televisión nipona. Las colas llegaban hasta el Hard Rock Café. La organización no había podido separar entre opciones VIP y no VIP porque cualquiera que hubiese sido capaz de conseguir entrada era mucho más que VIP. El presidente de los Estados Unidos y su familia, sí, trato preferencial. Según qué presidentes de según qué repúblicas pero siempre y cuando el número de agentes de seguridad que los acompañasen fuese diminuto. Se habían pagado entradas con tierra, con derechos de explotaciones, con tratos de favor, a través de concesiones oscuras, con burbuja inmobiliaria. Martin hacía cola y no le cabía en la cabeza que a diez metros tuviese haciendo cola al ministro de industria y agricultura británico. Ciertos clientes habían exigido alfombra roja para esperar y sofás donde sentarse. Muchos de los afortunados con entrada habían delegado en súbditos de corte o managers generales para que hiciesen cola en su lugar.
Raphael esperaba más agradecimiento de Martin. ¿Se daba cuenta de lo que Sotheby’s estaba haciendo por él? ¿Tenía puta idea de los cientos y cientos de clientes que se gastaban en Sotheby’s más que él, que representaban más que él, y que habían suplicado por una entrada para recibir un lo siento mucho pero me temo que es imposible? Trato de favor impagable. Había generales y comandantes que se habían quedado sin entrada. Secretarios de gobierno y traficantes de armas. Y allí estaba él, andando a mala gana, ni siquiera una sonrisa, ni un gramo de excitación, nada. Sotheby’s que no Sotheby’s, esto había sido cosa suya. Si le quería agradecer a alguien le tenía que agradecer a él, a Raphael. Hoy Martin estaba de camino al MGM Grand porque a Raphael se le había pasado por los cojones. No estaría de más una sonrisa. Por lo menos para que sus colegas no pensaran que era un hijo de puta sin maneras.
Sabía que existía una remota posibilidad de ganar a los Lakers y que para eso iba a hacer falta que jugasen todos para Reed, sin disimulos, sin excusas. Iba a hacer falta que admitiesen públicamente la superioridad de Reed y jugasen todos para él como si fueran vasallos.
La responsabilidad ante un evento así, exagerada por las circunstancias, por el ombliguismo, por los focos en la persona, en el individuo, ya fuera JD o Reed, las expectativas creadas a nivel global, planetario, sobre dos tipos que venían a ser combinación de carne y hueso como cualquiera, y sin embargo sabían meter el balón dentro del cesto con más facilidad que los demás. No era solamente eso. No bastaba con saberla meter, eso era lo de menos, decía uno de los colegas de Raphael, otro empleado numerario de Sotheby’s, responsable de firmas como Xiloc Inc, Maldon Brothers, Turinsa…
“Yo me estaría cagando de nervios. Solo de pensar en toda la gente viéndome, algunos esperando a que falle, otros a que la meta, las expectativas, la presión, la responsabilidad… Porque esto no es una guerra”. Hablaba de pie en la cola, mirando hacia delante, levantando el cuello, echándose a un lado para ver a los de adelante, para comprobar que la gente iba entrando y que pese a no notar el avance, pese a llevar cinco minutos en el mismo ladrillo, la cola avanzaba, estaba viva.
Un partido de baloncesto no era una guerra. El partido duraba lo que duraba. 4 cuartos de 20 minutos cada uno. Eso más los descansos entre cuartos, los tiempos muertos y el juego en off. El reloj pasaba más tiempo parado que en marcha. No era una guerra. En una guerra de verdad había momentos puntuales, sí, pero no era lo mismo. Una guerra no se decidía en los últimos 5 segundos, en una guerra no se quedaba nadie sólo ante el peligro, en vivo y en directo, con dos defensores encima, un punto abajo y diez segundos en el marcador mientras cada hijo de vecino pegado a cualquier televisor, la esperanza puesta en el 7 de los Lakers, el corte de respiración a nivel mundial, todas esas esperanzas, la felicidad, semanas que serían buenas o malas dependiendo de si la bola fuese a entrar o no.
“Se puede ser piloto de combate, se puede ser general, marine en la guerra del este. Se puede tener la responsabilidad de un platoon que hace una emboscada de cuyo resultado dependerá en gran parte que se gane una guerra o no. Y existe responsabilidad, no digo que no. Pero esta gente, gente como JD Cooper o Gary Reed, que se levantan cada mañana con millones de personas pendientes de sus tobillos y sus muñecas, que el mundo se para un rato si uno de los dos anuncia un dolor de garganta, que los chicos les copian hasta la manera con la que se sientan en el retrete”
Hacía poco calor para la hora del día, pensaba Martin formando parte, aunque fuese un poco más, de la conversación, la camaradería. No se sentía mal del todo por Celeste. Se había quedado en la cama porque no se encontraba bien. Llevaba días con mala gana. Le dijo que no se preocupase y se divirtiese usando un 60% de victimismo en la voz.
Raphael y sus dos colegas llevaban camisetas de los Lakers. Martin no sabía si llevaban al equipo en la sangre o era la ocasión. Tenían la pose de gente que estaba acostumbrada a llevar traje. Dos de las camisetas llevaban dorsal y nombre de jugador.
Una avioneta hacía pasadas por el bulevar, pasaba una y otra vez por encima de la fila coleando una pancarta con un anuncio de calzado todo terreno.
Uno de los colegas de Raphael decía que representaba a Fisher y que si Fisher supiera que iba al partido y que no lo llevaba, Sotheby’s se podía olvidar de la cuenta. También decía que los medios habían convertido la final en un Reed contra JD y que aunque personalmente no comulgase con la manera de ser de Reed (un borde arrogante con mala baba), sí que simpatizaba con el hecho de que Reed no se escondiese nunca bajo la hipocresía. El tío era un hijo de puta que nunca pedía perdón y que se reía de la gente inferior a él, pero por lo menos decía lo que pensaba, no se callaba nada, le sudaba la polla la imagen y el qué dirán, y de ello había hecho franquicia y se había ganado el respeto del respetable. Él seguía pensando que era un hijo de puta y un racista de mil pares, pero por lo menos no era cartón piedra.
“JD es tan perfecto. No ronca y si ronca lo hace con harmonía y sentido de la musicalidad. Su mujer tampoco debe roncar. ¿Has visto a su mujer? ¿Has visto el cuerpo de su mujer? Esas piernas son de mentira. No me jodas Paxman. Esas piernas. ¿Has visto esas piernas? Hasta mi mujer se pone cachonda. El otro día me dijo que si alguna vez le era infiel con una tía como esa, no tendría problema en perdonarme”
El bulevar estaba repleto de atmosfera. Cientos de carteles publicitarios hacían pasillo entre ambos lados de la calle. Algunos carteles interferían con fachadas de hoteles con el beneplácito de estos bajo previo desembolso. Cada diez metros la cola tropezaba con estaciones de noticias, unidades móviles de radio y televisión dando cobertura al evento. La entrada de medios y personal relacionado al evento en la ciudad había disfrutado de una manga ancha sin precedentes.
La avioneta había hecho otra pasada tirando confeti. Una banda universitaria tocaba cerca de la entrada al hotel. Majorettes y cheer leaders actuaban sin declarar predilección por un equipo u otro. Martin seguía en la cola, cercano a la entrada, y sentía la calle como un set de televisión, como un decorado temporal. Empresarios vendiendo refresco gritaban a voces. Se vendía naranjada sabor Lakers y limonada sabor Pistons. Se respiraba entusiasmo y fervor de masas. La excitación era obligatoria. Martin paseaba sobre las dunas de Marte.
Uno de ellos se llamaba Paxman aunque en realidad no se llamaba Paxman. El nombre provenía de un presentador de la BBC que lo sabía todo dentro del mundo de la academia. El otro se llamaba Marko y parecía más afín a Raphael. Estaban a cincuenta metros de la entrada. Detrás de ellos todavía mareaba una procesión de afortunados con entrada. Martin se preguntaba si el hombre del turbante que había visto en el locutorio habría conseguido entrada. También se acordaba de la chica mulata y aquellas historias de la resistencia y el complot para reventar la presa y dejar a la ciudad sin agua. Se acordó de Celeste quien a esa hora estaría tumbada en la cama viendo una película de Julia Roberts. Se acordó de las vacunas en los sótanos del hotel.
Paxman y Marko hablaban echando palabras al aire. Lanzaban palabras como si fueran fastballs y curveballs. Decían algo con la intención de que alguien bateara la frase y tuviesen que correr base. Eran personas articuladas, dinámicas, con poderío mental y físico, con naturalidad genética y afán de liderazgo. Martin se quedaba rezagado anímicamente. Se desapegaba de las conversaciones de comida rápida. Era un partido de ping pong, un tiqui taca.
En las proximidades del MGM Grand la NBA había levantado un poster gigantesco donde se caricaturizaba a un JD disfrazado de ángel defendiendo la marca ante un Reed demonio. Heaven or Hell.
Por la manera con la que gesticulaban y cómo se excitaban al hablar, Martin presuponía que había mujeres importantes detrás de Paxman y Marko, mujeres viga y mujeres cimiento sobre las que los hombres edificaban descaro y tenacidad. Mujeres que se quedaban en casa haciendo listas, que permanecían mucho tiempo alejadas del marido pero que formaban parte de un equipo, de un matrimonio-equipo que necesitaba tener respuestas para todo, que se tenían que dar excusas y explicaciones ante cualquier acción por minúscula que fuese.
Ya casi debajo del poster ángel-demonio, Martin se preguntaba si aquello de las personalidades encontradas sería verdad o invento de marketing. En alguna entrevista JD había hablado de su amor por la lectura y los viajes a tierras desfavorecidas. Había hablado de proyectos futuros alejados del baloncesto, había sido invitado a debates sobre política exterior. Era un hombre leído, educado, comedido, intelectual… todo lo contrario que Reed, víctima del retroceso económico y la recesión de barrio y raza, de la segregación y el tráfico de drogas como vía única para sobrevivir. Reed había hablado muchas veces sobre el orgullo por el semi analfabetismo, sobre el odio contra la clase medio alta, la misma que pagaba entradas para verle jugar. Había hablado sobre la necesidad de estar en el bando de los malos, por eso jugaba en los Pistons. Llevaba un tatuaje que leía váyanse todos a la mierda. Muchas cadenas de ropa deportiva habían hecho el agosto valiéndose del marketing del maligno.
Raphael, Marko y Paxman hablaban dejándose llevar por una especie de swing privado y particular. Se apoyaban en las frases inacabadas de cada uno. Eran muy diferentes como individuos y sin embargo en aquella cola camino del MGM actuaban como un todo. Martin se llevó la mano al bolsillo y volvió a sacar el papel doblado. Había escrito un número de emergencia. En el papel ponía: llamar en caso de emergencia. Martin estaba convencido de que ni las 15:15 ni el coche rojo habían sido casualidad.
La banda de música tocaba más alto. Intercambiaban marchas militares con canciones festivas. También se escuchaban noticias y entrevistas por los altavoces que el MGM Grand había puesto en la puerta. La avioneta, en una de sus múltiples pasadas, había dejado caer chocolatinas heladas. La gente se había agachado deprisa a cogerlas. Gente de diversas clases sociales. Las chocolatinas habían caído al suelo y la multitud se había agachado por instinto animal.
Estaban a punto de entrar al MGM Grand. Conforme avanzaban hacia el puesto de entradas los nervios y la excitación aumentaban de manera irracional. No se esperaba nada de ellos y sin embargo sentían levemente el precipicio del evento, la proximidad del hecho histórico. ¿Si Martin estaba nervioso como estaría JD o Gary Reed? Estarían en el hotel, tenían a los dos equipos alojados en la misma planta. Se conocerían entre ellos, demasiados partidos juntos, demasiados viajes, encuentros en aeropuertos, en salas de prensa, en fines de semana All Star, en sesiones de fotos para revistas. Raphael se reía histéricamente como si estuviese en una montaña rusa. Paxman se había callado como si el evento le viniese grande y Marko miraba a su alrededor como si estuviese en un carrusel.
Los jugadores estarían contando las horas. Habían jugado más partidos como aquel. Estarían en las habitaciones jugando con sus consolas, hablando con las familias por teléfono. Cada cual tendría su ritual antes del partido. Este partido se había anunciado como el partido de partidos. Tendrían que estar nerviosos por cojones. Les temblarían las muñecas. Las piernas se volverían de flan de huevo. Estarían de pie en las habitaciones, asomados a las ventanas, viendo a la muchedumbre con cara de hambre. Iban a ser los protagonistas de un evento que durante dos horas tomaría el relevo de todo lo que sucedía alrededor, la política, la economía… JD Cooper y Gary Reed iban a tomar el relevo y cargar con la angustia y la emoción de cada ciudadano de a pie. Estarían nerviosos por cojones. Se acercaban al abismo. Estarían inquietos. Demasiada presión, demasiado carisma acumulado, demasiadas expectativas…
En la puerta se agolpaba como muralla un centenar de policías, agentes de seguridad y vigilantes privados. Era tal el número que alarmaba por la cantidad. Las Vegas tenía que demostrar que incluso en circunstancias como aquellas, allí era distinto, allí eran capaces de garantizar la seguridad de más de un millar de personalidades. Los había con porras, con picanas eléctricas, con fusiles de asalto, con pistolas de fogueo, con pistolas antidisturbios e incluso con latas de gas lacrimógeno. Tenían su propio catering y sus propios servicios. Sus turnos y sus contraseñas. No se llamaban por sus nombres. Se señalaban, se silbaban, hacían aspavientos. Martin pensaba en la lejanía entre unos y otros. Los de la porra con sándwich de pavo en bolsa de plástico, refresco gasificado, doce horas seguidas, relevos, visitas fugaces a un teléfono donde marcar prefijo de Arizona para escuchar la voz cansada de una madre, una esposa con pañuelo en el cuello, con enjambre de perros y niños en pantalones cortos de bocas manchadas de yogurt de fresa. Y del otro lado, los clientes, directores, empresarios, políticos, militares de máximo rango, traficantes de máximo rango, ladrones de máximo rango. Todos girando alrededor de un sol que era un partido de basket, cinco contra cinco, un balón, un tipo llamado JD Cooper que era educado y las metía todas, un tipo llamado Gary Reed que tenía mala baba y también las metía todas, un duelo bajo el marcador, una hora de las verdades.
Se decía que el presidente ya estaba dentro. Martin y los chicos de Sotheby’s apunto estaban de pasar dentro del recinto cuando escucharon en la cola gritos de emoción ante una comitiva que se desplazaba dentro del casino rodeados de fotógrafos, seguridad y gritos de sorpresa. Era el presidente, decían los de detrás. Alguien había identificado no a la primera dama pero sí a la hija. Pelo rubio tirando a moreno, tan alta como él, de línea recta. El presidente según fuentes de la prensa se había alojado allí mismo por motivos de seguridad, para evitar desplazamientos bajo el sol. Evitar francotiradores. Las Vegas contaba con demasiadas azoteas, hubiese resultado suicida. También era un problema tanto cristal y tanto sol, tanto resplandor, tanto destello, una pesadilla para ver de dónde venían los tiros.
Hacía tiempo que no hablaba con Raphael. Desde la represalia por la falta de agradecimiento. Le preguntó si Sotheby’s también contaba con personal de seguridad propio dentro del estadio. Gente que estuviese allí para proteger clientes no tanto por los clientes en sí pero para proteger los intereses de estos, los intereses propios.
“Hoy la guardia de Sotheby’s está apostada en los sótanos de todos casinos donde tenemos cajas fuertes. Hoy es un día perfecto para dar el golpe, hoy que la atención queda en el partido”. Le gustaba que Martin se interesara por algo, que le hiciera preguntas. Le hizo sentirse mejor. Estaban a punto de entrar. Llegó su turno y Raphael entregó las cuatro entradas que había llevado guardadas debajo de la camisa.

El ambiente desbordaba cualquier idea preestablecida. El griterío desencadenaba tsunamis de sonido que se llevaban cualquier pregunta en el aire. El partido había comenzado. Los equipos iban igualados. Ambas defensas mordían. Los ataques quedaban agarrotados. Tanto Reed como JD eran defendidos a la perfección, siempre con ayudas. El tiempo pasaba demasiado deprisa. Había dos tipos de tiempo. Uno el que se empleaba en mirar a quien se tuviera al lado, el que se usaba mirando al presidente y su hija casi a pie de campo, justo detrás del banquillo de los Lakers. El tiempo que se empleaba en mirar a los jeques árabes, a los oligarcas rusos, a la nobleza europea. Estaban todos allí y uno no se cansaba de señalar con el dedo cada vez que se descubría a una nueva personalidad como quien veía una estatua famosa o un cuadro célebre. Estaba el tiempo donde se miraba y palpaba lo que era el alrededor del partido, y luego estaba el tiempo que se empleaba en ver el partido y en asimilar que realmente se estaba allí, presentes en tal evento, allí de carne y hueso, en vivo y en directo, viéndole la cara a JD Cooper, leyendo las letras de los tatuajes de Gary Reed, viendo a Boris Pilkington levantando los brazos desde el banquillo, el pánico de los entrenadores, la concentración absoluta de los árbitros, la ejecución, el temple, el mando, el aquí y el ahora. Martin empleaba gran parte de su tiempo en presenciar el aquí y ahora, en morderse el labio inferior cada vez que su equipo atacaba, cada vez que hacía falta defender un contraataque, cada vez que cualquiera de los Pistons lanzaba un tiro en suspensión y él se atragantaba en su asiento a base de hacer fuerza para que la bola entrara. Martin llevaba la cuenta del marcador a sangre en el pecho.
Paxman y Marko hablaban sin parar. Se ponían en cuclillas, señalaban, se hablaban a gritos porque de lo contrario no había manera. Reconocían a alguien del trabajo, gritaban en vano. Rara vez miraban el partido. Raphael estaba más callado, para sorpresa de Martin. Parecía más centrado en el partido. Miraba allí donde estaba el balón, comprobaba el marcador, de cuando en cuando decía algo inaudible mirando a la cancha, dando órdenes a cualquier jugador, una petición de rectificación, un desespero ante un pase mal dado.
Estaban en el primer cuarto o en el segundo cuarto, el tiempo volaba. Habían intentado pedir perritos calientes pero nadie quería levantarse del asiento. Nadie se movía por si acaso se fueran a perder algo extraordinario sobre lo que se hablaría en todo el mundo de por vida.
Se miraba el partido y se decían cosas a medias. Se empezaba a decir algo pero luego había un robo de balón y un contraataque y uno se levantaba y extendía los brazos como haciendo equilibrios, tensando el cuerpo hasta que el balón entraba o no entraba. Luego uno ya no se acordaba de lo que había empezado a decir. Se necesitaban cubos de palomitas donde meter las manos sin dejar de mirar la cancha. Se pensaba constantemente en aquellos conocidos a los que se les iba a contar la experiencia. Se imaginaba la cara que aquellos conocidos pondrían al enterarse.
Ningún equipo dominaba porque el partido era demasiado importante. El marcador basculaba. Cuando un equipo perdía por más de siete, sacaba de inmediato fuerzas de flaqueza porque una oportunidad así no llegaba todos los días. Al equipo que iba por delante en el marcador le daba por pensar en la ovación y los premios y las entrevistas y las placas conmemorativas en plazas de ciudad dormitorio, y de tanto pensar entraba el miedo a ganar y cinco minutos más tarde el marcador volvía a estar igualado.
Si no se era JD Cooper o Gary Manodedios Reed, el balón quemaba en las manos, escaldaba, dejaba ampollas. Había un tembleque a la altura del radio y el cúbito producido no sólo por el señor Presidente y su hija tan hermosa quien diría que tan sólo dieciocho años, sino por lo que había más allá de las lentes de las cámaras que televisaban el partido. Los jugadores imaginaban el campo de batalla desierto, niños y padres mal vestidos compartiendo canal, compartiendo exclamaciones y aullidos de dolor cada vez que el aro escupía y negaba dos puntos.
Los jugadores del banquillo se daban la vuelta de cuando en cuando para mirar por tercera vez al señor Presidente y su hija rodeados por gorilas de seguridad. Los tenían justo detrás. El presidente y su hija no devolvían las miradas, fijaban la mirada en JD Cooper y Gary Reed como si los demás no importaran, como si el partido fuese un uno contra uno.
Cada vez que el entrenador miraba al banquillo después de una pérdida de balón o un rebote concedido en defensa, muchos jugadores miraban para otro lado sintiendo el peso de la responsabilidad, mostrando incompatibilidad con cualquier atisbo de acercarse a la gloria. La posibilidad del fracaso obstaculizaba cualquier escape de sueño. Lo que se podía perder era demasiado grande, no les merecía la pena, por lo menos no a aquellas alturas, no después de haber luchado lo que habían luchado para haber llegado donde estaban. Echaban la cabeza abajo. Se ajustaban rodilleras. Se remachaban el esparadrapo en el dedo tantas veces dislocado.
Alguien preguntó que cómo veían el partido. Seguía todo igualado y el tercer cuarto a punto de terminar. Raphael hablaba con alguien que tenía al lado. Era un ejecutivo de una empresa difusora de Alabama. Raphael le había dicho para quien trabajaba pero había cambiado el tema de conversación antes de que el otro pudiese preguntar más de la cuenta. Martin bebía de un enorme vaso de papel lleno de coca cola light, hielo, y Jack Daniel’s cortesía de la señora esposa de Marko quien conociendo como conocía a su marido y los amigos de éste, le había introducido una petaca llena de bourbon en el bolsillo del pantalón debido al amor que sentía por su marido y la necesidad de hacerle feliz.
Se podía jugar a ser JD Cooper o Gary Reed. Se podía jugar a ser ángel o demonio, fuerza o virtud. El uno con tan mala leche y el otro tan bien hablado. El uno tan clase medio alta y el otro tan barrio pobre. La gente se identificaba con uno u otro según a la tribu que se pertenecía o se quería pertenecer. El humilde se veía representado en Reed. El pudiente o el que aparentaba ser pudiente o simplemente aspiraba a ser pudiente, idolatraban a Cooper. El rockero, el artista maldito, el bohemio y el aprendiz de brujo, simpatizaban con Reed. Los políticos, empleados de banco, agentes de la ley y aparejadores, eran todos de los Lakers. Se podía ser de uno o de otro pero nunca de los dos. No tenía nada que ver con el estilo de juego, con el tiro en suspensión, la bandeja soporífera, la asistencia mirando a la grada. No tenía que ver con procedencias, con afiliaciones a cualquier universidad, con afinidad geográfica. Se era de los Lakers o de los Pistons según se era de Cooper o Reed. La mujer de Cooper había aparecido en las noticias deseando suerte a todo el mundo y que ganase el mejor. Esto lo había dicho con sonrisa cinemascope y tarta de frambuesa detrás, mantel a cuadros, niños vestidos de personas mayores y calendario con anotaciones en cada día. En la cocina de la señora Cooper también se habían podido ver muchas notas postizas, tanto en la nevera como en una especie de tablón de anuncios. La señora de Gary Reed había sido menos elocuente. Ni siquiera había admitido prensa en su casa. La habían cogido de pasada en la salida de un hotel. Había dicho que Gary Reed era el número uno y lo demás era mentira. Había sonreído de manera provocativa, casi sexual. Vestida con pantalones elásticos, chaqueta vaquera y fular al cuello, se había subido en un taxi y había desaparecido sin decir nada más.
Cuando se terminó el tercer cuarto y el marcador asomaba un 86-86, la gente se levantaba, se llevaba las manos a la cabeza y se sonreía porque no daban crédito. Si el partido hubiese sido una película no habría sido creíble. El partido de partidos, último cuarto, empatados a 86, Reed y Cooper con tres faltas cada uno, con las muñecas más sueltas pero el corazón más encogido, no queriendo mirar alrededor, fijando los ojos únicamente en lo que ocurría dentro del ámbito más cercano, la cancha, el balón, el color de la camiseta rival, el árbitro, las reglas del juego, el pase, el tablero, el aro, el marcador. No se miraba más allá. Estaba prohibido mirar al presidente y su hija que tampoco daban crédito y de ahí a la sonrisa por lo ridículo del asunto. La gente se levantaba, se daba la vuelta, intercambiaba sonrisas y dificultad de pronóstico, y se volvía a sentar. Se buscaba con la mirada a alguien que vendiese refrescos. Música de baile atronaba por los altavoces mientras dos grupos de cheerleaders ejecutaban sus rutinas ante la atenta mirada de maridos inamovibles. Las personalidades que iban en traje se levantaban y departían entre ellos sin mirarse a la cara. Movían las caderas de lado a lado, hablaban señalando al aire, se toqueteaban los puños de las americanas y de cuando en cuando miraban a las animadoras.
Paxman y Marko se habían marchado al bar y tanto Raphael como Martin seguían sentados en sus asientos con gesto dubitativo y nervios contenidos. Martin se sintió cercano a Raphael por vez primera. Estuvo a punto de preguntarle por Celeste y sus motivos pero fue Raphael quien habló primero.
“La gente dice que el partido decidirá la historia. Quien gane será ganador de por vida y quien pierda un fracasado. Dará igual lo que hayan hecho hasta entonces”
Se entendían entre ellos. Habían quedado más de una vez a sus espaldas. El día que se fue al locutorio sin ir más lejos. Martin le dijo a Celeste que si veía a Raphael que no le dijese nada sobre las amenazas de Néstor. Celeste había contestado afirmando que de hecho había quedado con él más tarde. Se veían. No sabía para qué. Celeste no terminaba de dar el tipo de Raphael.
“Luego habrá otro partido del siglo. Reed jugará en los Mavericks y Cooper en los Bulls. Uno de los dos tendrá una temporada mala. Una lesión de rodilla o lo que es peor, un cáncer testicular. Luego se salvará y la prensa lo ensalzará. Habrá más partidos del siglo. Cada partido es el partido del siglo”
Raphael no estaba nervioso por amor a los Lakers. Había apostado fuerte. Esta vez no había habido soplos. Medio mundo había apostado. Héroes y villanos, militares y rebeldes, víctimas y verdugos, ricos y pobres. Amarillo contra azul. Rolls Royce contra Ford Mustang. Delicadeza contra músculo. Lakers Pistons.
Se había sacado el papel del bolsillo en más de una ocasión. Se sabía el número de memoria. El papel no era cuadriculado. Parecía un pedazo de A4 cortado a mano, sin tijeras. No era normal que alguien escribiese un número de teléfono en un folio. El trazo era delicado y firme. No se había escrito con prisa. No tenía prefijo, era un móvil. Se lo metía en la punta del bolsillo de los vaqueros con cuidado de que Raphael no le viese.
Paxman llegó con tres vasos grandes de Coca Cola que fueron avituallados con Jack Daniel’s de la petaca. Marko señalaba al presidente como no dando crédito que el tipo aquel fuese en realidad el presidente de los Estados Unidos. Paxman dijo que la niña era material follable. Raphael cogió su vaso sin levantarse. Sentado abierto de piernas, echaba el peso hacia delante. Contaba números en su cabeza. Le daban igual los jeques árabes que había a su izquierda. La familia Segovia y los Matrioni. La condesa de Tinqueux, la de Ons En Bray. Le daban igual las cheer leaders. Martin se preguntaba si acaso había apostado algo más que el dinero. Se había podido apostar una vacuna, un órgano vital, una casa en Long Island a la que pretendía regresar una vez que tanta hambruna y tanta recesión dejaran paso a lo que antes se había llamado normalidad.
El speaker hablaba con voz atónita, casi afónico por los nervios. Anunciaba el comienzo del último cuarto. La hora de la verdad. Reed y Cooper aguantaban el tipo. Reed de pie con los brazos en jarra y el morro levemente torcido. Cooper doblado con las manos en las rodillas, mirando a sus compañeros, programando jugadas, ejecutando planes. El árbitro entró a escena. Antes de ponerse en medio y echar el balón al aire, se dirigió a los espectadores demandando más aplauso, haciendo gestos de agitación. El público respondió como si fueran monos de feria. Daba igual el cargo del espectador. Era respuesta instintiva y pueril. Directores de revistas, jefes de consejos de administración, senadores, contrabandistas, se levantaron todos de manera eléctrica y se pelaron las manos de aplaudir. Las animadoras acompañaban. La banda tocaba. La música, por los altavoces, también tocaba. La gente en el mundo entero gritaba. Todo el mundo presente de una manera u otra iba a hacer historia pasara lo que pasara. Reed y Cooper aguantaban el tipo. Los ocho restantes se atrincheraban detrás. El balón fue lanzado al aire y el aliento de la gente quedó envasado al vacío.