Friday 3 April 2015

Hay mujeres crocanti

Hay mujeres crocanti y mujeres helado de corte de tres gustos. Cuando vamos a la cena nadie se da mucha importancia como si el acto de salir a cenar no requiriese de la atención necesaria. Llegamos al restaurante y nos sentimos presentes en cierto modo. Un primero, un segundo y un postre como parte del ritual que es la vida y que a veces alberga cenas de empresa. Cuando se espera a alguien se mira al techo tratando de extrapolar, intentando achicar agua de no se sabe muy bien dónde. Aquí no me duele doctor, aquí tampoco. Hay que ver que enfermera tan guapa tiene usted, doctor. Se conjetura, se ponen dedos en la sien, se piensa, se pone cara de ácido acetil salicílico y yo no lo grabo de la misma forma que no grabaría a alguien que se prende fuego, alguien que se suicida. No es prudencia ni principios. Otra cosa. Otros motivos. Algo escondido dentro de mi transparencia. En la zona del bar hay platos escritos en pizarras colgantes. Todavía de pie, miro el menú como quien mira el título de la película. Los segundos platos están escritos con caligrafía distinta a los primeros, otra mano, otra forma de ser, como no podía ser menos. Los postres están escritos como si el mar hubiese estado picado ese día. Los camareros no atienden. Ana no quería decirnos más sobre el músico argentino. Nadie había dicho que era músico, simplemente tarareaba entre beso y beso. La vida se vuelve siguiente párrafo. José Luis lleva una blazer de tweed. José Luis no tiene novia ni ganas. José Luis habla con palabras muy de segunda mano y a veces la conversación se vuelve cubo, pala, rastrillo y foso de castillo de arena. Paco habla y yo noto como el agua me llega a los tobillos. Si yo tuviera alguien en mi vida estas cosas no me pasarían. Ana me dice que eso de tener alguien en la vida de uno es muy relativo. Cuando nos sirven el vino a uno le dan ganas de pensar en voz alta y establecer paralelismos. Se dice que esto me recuerda a otra cosa, que esto es muy parecido a otro momento, que esto en teoría es como ir a la peluquería. Ana me dice que en su profile de E-Darling no sabía si poner la talla de sus tetas. Paco pide que le saquen palillos. José Luis me pide que si fuera tan amable que por ese pasillo se acede a unas escaleras que dan a un mirador en la planta más alta del edificio, y que desde ahí la vista de Madrid es espectacular y que si me parece, que podíamos subir los dos y sacar unos planos y tal vez dejarle hablar un rato a la cámara no tanto de su trabajo ni de Crímenes Ortega sino de la vida en general. Cinco, diez minutos. José Luis me dice que quedaría espectacular en el documental. Algo que le otorgaría profundidad, temple, atino.
“Pero José Luis, querido” le explico, “si lo que uno busca en este mundillo del documental es precisamente lo contrario. ¡A mí el desatino! ¡A mí el desatino! Hoy me voy a emborrachar”
“¿No tienes que grabar?”
“Grabo mejor borracho”
Me lo quito de encima porque en la barra hay una mujer sentada en un taburete. Es una mujer que viene dada en blanco y negro. Me recuerda a Katherine Hepburn en La Fiera De Mi Niña, intentando cazar cacahuetes con la boca. Me acerco y primero es una espalda. Una espalda en blanco y negro y un reguero de pelo suelto. No sé bien si ponerle la mano en el omoplato.
“Bonitos omoplatos” digo sentándome en el taburete de al lado.
Me mira con tanta fuerza que no le veo la cara pese a tenerla a un palmo. Me mira como me miraría una mujer pantera.
“¿Omoplatos con o sin h?” pregunta.
La noche es masticada bocado a bocado. Hay mujeres crocanti y mujeres helado de corte de tres gustos, le digo.
“¿Nata, fresa y chocolate?”
“No. Nata, vainilla y chocolate”
“¿Cuál va en medio?”
“Buena pregunta”
Entiendo que hay gente esperándome. Entiendo que hay una noche que debe ser comenzada, que hay una cena que incluirá un sorbete de limón. Entiendo que se pedirá consejo sobre qué vino irá mejor con los percebes que serán concebidos como todo lo que es gratis. Esta noche paga Crímenes Ortega. Ana me había preguntado si podía pedir lo que le diera la gana. Carne roja no. Espagueti carbonara tampoco. No porque no le gustara sino porque en los restaurantes ponían demasiada nata. ¿Sabía que los espaguetis carbonara tradicionales ni siquiera llevaban nata? ¿Sabía que en realidad se tenían que hacer con huevo? Y ya puestos, ¿sabía que por no llevar no llevaban ni espaguetis? Se hacían con tagliatelle. Originalmente era tagliatelle carbonara y no espaguetis. Con huevo y no con nata. ¿Cuántas estrellas tenía aquel restaurante? ¿Quién iba a pagar la cena? Ese tal José Luis iba de lo más elegante.
“¿Quién es esta señora?”
“Eso mismo digo yo. Me acabo de sentar. Nos acabamos de conocer”
“El caballero se ha interesado por mis omoplatos. No sabemos bien si con h o sin h. ¿A usted qué le parece?”
Iba a hacer falta volver a la mesa cuanto antes, volver donde estaban ya todos sentados, esperando. A la mesa donde haría falta pedir un Ribera del Duero, donde los langostinos con pulpa de naranja gratinada harían las delicias del hombre común. Paco y José Luis estarían esperando. Apresúrense.
“El caballero ha insistido en que soy una mujer en blanco y negro. ¿Usted cree que debería sentirme ofendida?”
Comparar a las dos mujeres era imposible. La señora que me recordaba a Katherine Hepburn y Ana no tenían nada que ver. Una tan y otra tan poco. La belleza de Ana rayaba en lo condicional. El tipo de belleza que solo se aprecia con el estómago lleno.
“En cambio usted, usted… ¿me permite lanzarle cacahuetes para ver si es usted capaz de cazarlos al vuelo con la boca? Si quiere me aparto un poco”
“Se lo permito siempre y cuando lo filme con esa cámara tan bonita que lleva a cuestas”
El problema iba a ser logístico. Lanzar cacahuetes intentando localizar la diana que en ese caso sería una boca abierta con sus labios carnosos y sus incisivos y con el sabor del último Marlboro todavía a cuestas…
“Usted parece mayor pero en el término precioso de la palabra mayor. Usted parece mucho más mayor de lo que es pero por favor, que no se entienda esto de forma negativa. Usted posee una belleza de otra civilización, algo mesopotámico. Esos ojos faraónicos, esa manera de ser con la que se sienta en la barra y se bebe su martini. Usted seguro que rondará los cuarenta y pocos y sin embargo posee una belleza milenaria. Nada que ver con arrugas ni la edad ni nada por el estilo. Es difícil de explicar”
El camarero vino a advertirnos que los otros dos comensales ya estaban sentados a la mesa y que no era una mesa cualquiera sino una de las mejores que poseía el restaurante. Situada dos escalones más alta que las demás, en su modesta opinión, sino la mejor mesa del local, la segunda mejor.
“Verá usted. ¿Me permite que la traté de usted? Verá usted, lo de filmar el cacahuete y la boca y dar en la diana o no, va a ser difícil. La muchacha aquí presente no entiende de tecnología y luego está que esta cámara y yo nos conocemos demasiado bien como para que otro dedo le toque el botón. Lo que propongo es que la señorita Ana se retire a la mesa donde los comensales nos esperan para empezar con la ceremonia esa de les apetece a los señores que les traiga un aperitivo mientras deciden qué pedir, una cerveza, un Martini, un Campari… Propongo que Ana nos deje a solas, yo le paso los cacahuetes al camarero, le dejamos que sea él quien los lance hacia su preciosa boca, disculpe la licencia, y así yo, desde aquí mismo, lo grabo todo para la posteridad”
Siento la necesidad de contarle sobre Crímenes Ortega y el documental y las imágenes del cuerpo ya sin vida de Rita Samitier. Ya sin vida. Entonces ya sin vida. Me duele el cuello. Desde hace un tiempo me duele el cuello y la postura con la que duermo no puede ser porque el almohadón de látex ya se preocupa de que no. Estrés tampoco.
“Verá usted, bella señora en blanco y negro. El asunto es que hay cierto documental que en teoría un servidor no puede grabar por ciertas calumnias y cierta orden judicial y bueno, el documental está a medio grabar, no con esta cámara que llevo ahora sino con otra que me han confiscado, y bueno, después de haber grabado entrevistas, situaciones, interpretaciones, descripciones, paisajes, escenarios, contextos, después de haber grabado diversas conversaciones con una mujer llamada Francisquilla, resulta que ahora la veo a usted aquí sentada de esta manera, con esta facha, con esta especie de catarata que es su imagen, este desparrame, esta inmovilidad de esfinge, estos años veinte que tiene usted en la cara, y bueno, de ahí a la crisis de consciencia y a la realización de que una filmación del camarero lanzándole cacahuetes a su preciosa boca abierta valdría por veinte documentales de Crímenes Ortega hay un suspiro. No sé si me explico”
Ana que se había ido a la mesa vuelve corriendo para advertirme de que me dé prisa porque el camarero y el señor Paco etcétera etcétera. La miro molesto con la interrupción. La señora no se inmuta. Sigue estéticamente parada. Divisa la situación expectante. Ana se retira y antes de despedirme, la señora me dice que acabo de presenciar una oportunidad perdida ya que estaba empezando a sopesar lo de los cacahuetes. Me dice también que el hecho de llevar el vestido que lleva, con la espalda desnuda y el hecho de sujetar semejante postura se debe no a que sea alguien sumamente especial sino a ser participe de una especie de juego de rol que lleva a cabo con su marido.
“Yo soy la mujer de un juez” dice llevándose un cacahuete a la boca y mirándome por dentro con cada mordisco dado. El cacahuete lo imagino en su boca, entre sus dientes de stracciatella, lo imagino en destrucción a cámara lenta, veo cientos de pedazos de cacahuete que se posan sobre la palma de su lengua en alta resolución. Veo incluso un diminuto trozo de saliva.
“¿De qué juez?”
Veo un país mejor donde vivir.
“Del mejor”
No sé si despedirme o simplemente darme la vuelta. Creo que agacho la cabeza, no estoy seguro. Me levanto del taburete y antes de marcharme le grabo la espalda durante cinco segundos. Ella no se da la vuelta pero advierte mi presencia, siente la lente en su piel, siente el robo a mano armada.