Sunday 13 March 2016

El Androide Bogarde

Sobre el tejado del número dieciséis de la Calle Ávila colgaba una trompeta de color plata. Solo se podía ver si uno pasaba de largo hasta llegar a la intersección con Maestro Cano y se subía encima del banco que había junto al buzón. De puntillas, encima del banco, estirando el cuello a más no poder, se veía una mitad de la trompeta. Ese era el único punto desde donde el ángulo daba para poder ver la parte del tejado donde yacía la trompeta. 
Aquella tarde, en el casino, había preguntado por los residentes del edificio. Habían vivido varias familias desde el 97. Arrendatarios que habían huido de la ciudad seducidos por la novela pastoril, vivir de la tierra, entender el campo. Emigrantes filosóficos. Una familia de cinco. El padre se llamaba Jaime y la madre Nicanora. Duraron tres años y pico. Lugo la casa estuvo vacía. Luego vino la guerra. Luego el hombre que no se hablaba con nadie, el inventor que recogía chatarra como materia prima para la construcción del robot Bogarde. Luego vino el arresto y hay vecinos que aseguran que el robot vivió ahí un tiempo a solas aunque la policía nunca pudo corroborarlo. Cada vez que una llamada a las tantas, cada vez que un vecino llamaba al 091 jurando que había movimiento de procedencia androide en la casa, la policía acudía y siempre encontraba la estancia vacía. En aquel tiempo las autoridades desconocían la existencia de la trompeta.
El pueblo ya no es lo que era, me había dicho Arturo apoyado en la barra del casino. El suelo estaba lleno de servilletas, colillas y cabezas de gamba. La ley había cambiado, habían llegado forasteros y para colmo el circo permanecía medio año acampado en las eras altas. El circo se quedaba medio año y los críos terminaban haciendo migas con el domador de leones. A la mujer barbuda se le había visto en la carnicería comprando salchichas y bacon con las que aderezar el desayuno inglés del señor Jonathan.

“Volviendo al androide” dije quitándome de encima la conversación del circo.