Tuesday 31 July 2012

La historia y los acontecimientos que llevaron a construir el muro de Berlín

Primera Parte

Al principio la idea fue un tabique separador de un cuarto de estar que se les había hecho demasiado grande sobre todo desde que Hans ya no estaba. Hans no había muerto. Se había marchado hacia el sur, hacia Viena, buscando el reconocimiento que nunca había obtenido en Berlín. Fue sobre todo que el cuarto de estar se les había quedado grande y la bombilla no daba para tanto espacio. Helge había pensado levantar el tabique justo en medio de la habitación. Elke no lo tenía tan claro, tenía muchas dudas. No sólo sobre levantar el tabique sino sobre la vida en general. Sufría angustia y desconcierto ante cualquier plan inmediato. Buscando consejo en la bruja Madame Leoni, la misma mujer que más tarde aparecería en las páginas de Rayuela, sobre si levantar aquel tabique resultaría satisfactorio o desastroso, ésta le aconsejó, con marcado acento francés, que quién sabía, que tal vez fuera lo mejor, o lo peor, según se mirase… La bruja le dijo de mala gana que aquella bola de cristal decía lo que quería según el día y la hora y era por ello que de un tiempo a esa parte, cuando leía el futuro a la gente, no le gustaba cerrar puertas. Le gustaba contestar a sus clientes con ambigüedades, que para eso pagaban

Saturday 28 July 2012

LAS VEGAS II

Como tampoco se había inaugurado esa especie de relación que mantenía con Arianna si es que se pudiera llamar relación al hecho de compartir habitación con mueble-bar, bañera con jacuzzi y vistas al Cosmopolitan. Una relación que las más de las veces consistía en dejarse caer por el casino, jugarse 50 créditos a la ruleta, las infinitas discusiones sobre la esencia del juego, cuando Martin trataba de convencerla para que jugase al rojo y negro en vez de a números ya que lo importante era jugar y no ganar ya que ganar no se ganaba nunca, al menos no de manera substancial o definitiva, y por ende era mejor que jugase a rojo y negro porque de esa manera las fichas duraban más y ella se entretenía más y así podían pedir más rondas gratis, podía pedirse otro gin-tonic que rebajase su ansiedad y desazón, y aquellas conversaciones, aquellos argumentos que se daba el uno al otro mientras la bola de cualquier ruleta del casino del Aria giraba, aquella forma con la que sujetaban los vasos, manteniéndolos a una distancia prudente de la ruleta y el tapete, mientras se asomaban absortos a la ruleta en sí haciendo fuerza con las entrañas para que la bola cayese en rojo y no en negro, aquellos silencios y aquellos gestos, todo eso era más o menos la relación que mantenía el uno con el otro. Los paseos por la noche, la fuente del Bellagio que ya no hacía tantas cosquillas, los chapuzones en la piscina, las subidas a la torre de la Estratósfera desde donde se adivinaba el final del perímetro de seguridad, la necesidad de hacer lo que fuera, mantener las mentes ocupadas, ver películas, pedir batidos de fresa al servicio de habitaciones, cualquier cosa con tal de no hablar de lo que en realidad hacía falta hablar, del qué cojones pintaban ellos allí con la que estaba cayendo, teniendo familia como tenían, y luego, en secreto, a ambos les entraban ganas de tirar las vacunas por el balcón que no tenía la habitación, ese era el problema, o la excusa, y luego Arianna se tumbaba en el colchón Sealy y daba vueltas y revueltas llevándose las manos a la barriga y quejándose de lo mucho que le dolía la barriguita cada vez que se bebía un batido de fresa y que sí, ya lo sabía, si no le importaba que se evitase sus juicios de valor y sus comentarios de sabelotodo y aguafiestas, no tenía 5 años gracias. Y Martin no decía nada. No decía mucho. Se quedaba sentado en el escritorio que tenía la habitación pero sin nada que escribir, sin ningún experimento en el que trabajar, sin diario ni bloc de notas. Se quedaba sentado y de cuando en cuando cerraba los ojos, o pretendía ver la televisión. Compartían la habitación en mayor medida que compartían la relación. Aquella unión, contrato, reciprocidad que mantenían, era bidimensional, una relación basada en compartir las mismas dimensiones de espacio y tiempo, una coincidencia.
Salió sin decir adónde iba. Al otro lado de la puerta se encontró con el impacto del ambientador del hotel, mezcla de pino y perfume, que corría a chorros por los pasillos de moqueta inmaculada. Antes de cerrar la había visto acomodada encima de la cama, boca abajo pero con el pecho erguido, los codos apoyados en el edredón, las manos sujetando una revista, los pies en alto, el pelo recogido en coleta irregular. Antes de cerrar la puerta y marcharse, se quedó estancado en aquel milímetro de cuello que asomaba dulce y perenne, casi omnipotente.

La confusión que manejaba dentro del hotel era una confusión mostosa, difícil de agarrar o analizar. Cada vez que cerraba la puerta y salía al pasillo, se dirigía hacia el ascensor sin grandes propósitos, con la escasez de brillo en los ojos del reo, con la sensación de ser león de circo. De cuando en cuando veía alguna bandeja en el suelo con restos de lo que pudo ser un desayuno o una merienda. Durante los primeros días ambos se habían gratificado del altísimo nivel del hotel. La rapidez con la que la habitación era limpiada. La precisión con la que plegaban las toallas. La ejecución brillante de cualquier tarea que en casa hubiese supuesto esfuerzo y malagana. Llevar la ropa al tinte, hacer las camas, aspirar el suelo, recoger vajilla. Allí era todo “gratis”. Al principio les había impactado muy gratamente por todo aquello que ya no tenían que hacer. Habían admirado cada uno de los servicios del hotel. Sin embargo, con el tiempo, se habían acostumbrado, y ya no se lo tomaban como algo extraordinario y maravilloso. Ahora que habían digerido que aquello era lo normal y que para eso pagaban lo que pagaban, pues qué menos, y con lo mucho que pagaban, ya no lo tenían claro, siempre se podía mejorar. Habían pasado de la boca abierta y el asombro a la mala baba que otorgaba la rutina y la costumbre. Por eso cuando Martin veía alguna bandeja que había sido depositada en el pasillo, al otro lado de la puerta, para que el servicio de habitaciones se la llevase, si veía una bandeja que todavía no había sido recogida, se lamentaba muy internamente, y le jodía aunque fuese diminutamente, y torcía el morro, todo de forma muy imparable, sin que hubiese nada que pudiese hacer, aun sabiendo que aquello era una gilipollez y que él no era ese tipo de persona, que a él le daba igual, pero era imposible, el sentimiento de crítica sobre cualquier imperfección le salía de tan adentro que no lo podía remediar. Por eso a veces, cuando veía una bandeja en el suelo, ponía su cronómetro en marcha, se quedaba al final del pasillo, se iba a la zona donde tenían los sillones y las revistas, una especie de mini hall que había en cada planta, y luego volvía a los cinco minutos para ver si se habían llevado la bandeja. La operación era repetida hasta que o bien se llevaban la bandeja o hasta que surgía cualquier otra cosa igualmente irrelevante que hacer.

Quiso preguntarle lo que cobraba por estar todo el día metido en un ascensor apretando un botón que no era nada difícil de apretar y que ni siquiera supondría esfuerzo alguno si los clientes lo apretasen por sí mismos. Quiso preguntarle cómo llevaba aquello de ser botones, chico de ascensor, si tenía familia lejos de allí a la que mandar dinero, quiso preguntarle cuanto cobraba y si tenía un piso favorito, si había uno de aquellos botones con números que fuese el botón que más le gustaba accionar. Martin quiso preguntarle cuanto medía. Era un chico bajo y delgado, con cabeza igualmente delgada y ajustada. Martin quiso preguntarle si existía alguna regla que impedía a gente alta ser botones de ascensor. O mujer. Quiso saber por qué no había mujeres que desempeñasen ese papel. El chico le contesto con sonrisa de hotel que claro que había mujeres. Allí en el Aria tenían una. Antes habían tenido dos pero una de ellas se había quedado embarazada y la dirección del hotel había decidido que un sitio cerrado y claustrofóbico como aquel no era el lugar ideal para alguien en estado. Le preguntó si sabía su nombre. El chico dijo que el nombre era Martin pero no estaba seguro del apellido. Se disculpó por no saber su apellido. Esperaba que lo comprendiese, habiendo tanta gente como tenían en el hotel, más de 4000 habitaciones, “ya se puede imaginar usted”, dijo quitándose un peso de encima. Pero claro que lo conocía, le había servido en numerosas ocasiones, a veces de bajada, otras de subida, unas veces solo, otras en compañía de la señorita Arianna… a veces solos, a veces con más pasajeros. ¿Era así como los llamaban? ¿Pasajeros? Pasajeros o clientes, daba lo mismo. A él le gustaba más el término pasajeros porque lo convertían en piloto, comandante, conductor… era una palabra que pintaba mejor, le hacía sentirse mejor… ya se podía imaginar, todo el día allí metido daba para mucho, dijo dejando escapar una sonrisa con artrosis. Cuando llegaron a la planta baja y las puertas se abrieron, Martin le dijo que ahora y si era posible, quería subir a la planta 35. El mozo dijo que como no. Martin tenía ganas de seguir hablando con el chaval. De subida a la 35 le preguntó si conocía a la señorita Arianna mejor que a él. Sin ruborizarse el chico contestó que la señorita Arianna era muy fácil de conocer ya que desde el primer día siempre le había dado conversación, la conocían todos los mozos de ascensor. Martin sintió un pedazo de envidia muy mínimo como para que contase como envidia. Ella era más extrovertida, más superficial sí se quería, hasta ahí todo bien. El chico tenía pinta de morirse de ganas por saber qué tipo de relación mantenía Martin con la señorita Arianna y cuál era la razón de la estancia en el hotel. Se moría de ganas por descifrarlo y poder contárselo a los otros mozos de ascensor. Sería una práctica habitual entre el personal de hotel. Sin tener otra cosa que hacer se la pasarían descifrando las vidas de la clientela, tal vez apostando por el número de divorcios del señorito cual o sobre los hijos de la señora tal o sobre los amantes o peleas o razones que los habían traído hasta allí.
Cuando llegaron a la planta 35 le dijo que quería bajar a la planta 7 para subir luego a la 18, de ahí a la 2, de la 2 a la 39 y de la 39 a la 21. Le preguntó si era posible. El mozo se giró hacia el panel memorizando el recorrido como si de un taxista se tratase.

El trayecto fue interrumpido en varias ocasiones. En la planta 35 se subió un hombre demasiado alto para lo viejo que aparentaba ser. Martin habría jurado que en la vida había visto a un viejo tan alto. Quiso bajar a la planta baja. El mozo del ascensor miró a Martin en señal de consentimiento. ¿Bajaban a la planta baja para depositar al viejo o hacía falta seguir con el recorrido que Martin le había pedido de antemano? Por detrás del campo de visión del viejo, Martin asintió para que bajasen primero a la planta baja en la cual, y después de que el viejo bajase, subió nuevamente más gente (una pareja y un niño) que quiso subir al piso 24. El mozo volvió a mirar a Martin en busca de aprobación.

El tiempo de cada trayecto dejaba poca opción para las inspecciones profundas de cada elemento, cada viajero que subía. En la planta 13 se les subió una pareja a primera vista infeliz. La mujer había mirado a Martin con cara de auxilio y deseo. En la planta 7 había entrado una niña en silla de ruedas sin padres ni persona de acompañamiento y en la 18 se había apeado lo que a Martin le había parecido una prostituta filipina. Si no hubiese sido filipina tal vez le hubiese sido más difícil encasillarla como prostituta.

Cuando volvieron a estar solos Martin le preguntó si había visto la película “Grease” y si tenía idea de lo antigua que era. Luego quiso preguntarle si tenía alguna relación sentimental, si tenía novia, novio, mujer… Quiso saber sobre la opinión de un mozo de ascensor sobre el amor en general y sobre la posibilidad de querer a más de una mujer en igualdad de condiciones pero en cantidades distintas. Martin seguía muy nervioso ante la inminente llegada de Carla y quería saber sobre la posibilidad de un amor general, extendido a más de una persona. El mozo contestó que todo dependía según lo que uno entendiese por “querer”, que aquello del “querer” podía tener muchos significado por lo que dependía de a qué “querer” se estuviese refiriendo. El ascensor se había detenido en el piso 23 y Martin bloqueaba los sensores impidiendo que las puertas se cerrasen. Aquella conversación necesitaba de postura estática. El hecho de “querer” se dividía en cuatro categorías principales. Primero estaba el querer sin más, ese que sucedía de refilón, el que no necesitaba de grandes aportaciones ni dosis energéticas. El tipo de querer que se mantenía a sí mismo, que no necesitaba que le dieran cuerda. Algunas parejas funcionaban así. Luego estaba el querer a medias, según la conveniencia. Este era un tipo de querer más acomodado y más de tipo consumista. Un querer como comida rápida, con vasos de plástico y ofertas de 2 x 1. Un tipo de querer que se generaba en grandes cadenas de producción y que aunque barato, duraba poco. Este era el más común y el que más se veía en las películas. Martin preguntó si había manera de parar el ascensor. Se cansaba de mantener la pierna en los sensores. El mozo le dijo que claro que se podía, podían darle a la alarma, al botón de parada. Pero seguridad se daría cuenta y contactarían de inmediato para saber lo que pasaba. Martin sugirió salirse del ascensor aunque fuera durante cinco minutos. Se podían sentar en el hall de la 23. Él podría dar parte a sus superiores. El mozo le dijo que les estaba terminantemente prohibido abandonar el ascensor. ¿Qué pasaba si necesitaba usar el lavabo? Los descansos de lavabo estaban programados de antemano. Su próximo break sería en veinte minutos y constaría de cinco minutos. Martin no tenía ganas de esperarse veinte minutos para seguir con una conversación que podría tener con cualquiera. Martin pidió que subieran a la 32 y que tal vez después de la 32 bajaría abajo donde había pretendido bajar desde que había entrado al ascensor, hacía ya un rato. El mozo le dijo que también estaba el “querer” por obligación, léase familiares o gente en condiciones desfavorables a las que sería imposible no querer. Un cachorro de perro también entraría dentro de este grupo. La última clasificación del “querer”, la 4, era el querer o amor como mal menor. El amor que se profesaban las parejas que seguían juntas no por vocación sino por razones económico-sentimentales. Las parejas que seguían juntas porque valía más diablo conocido. Las parejas de andar por casa.
La conversación sobre el “querer” había desgastado su estado de ánimo. El mozo de ascensor ya no le parecía simpático. Una dosis de malagana se le había aposentado en la boca del estómago. Era el tipo de malagana que uno sabía que estaba ahí pero que tan pronto se la buscaba no se la encontraba. Un tipo de infelicidad muy similar a la felicidad. Antes de abandonar el ascensor, cuando se aproximaban a la planta baja, el mozo de ascensor, crecido por sus propias ideas y por el hecho de que alguien ajeno al servicio las escuchaba y se interesaba por ellas, dijo que también estaba lo del país. Que uno quería de manera distinta según del país que fuese. Él, por ejemplo, venía de la Argentina. Aunque no se le notase por la gran pronunciación que tenía del inglés, él venía de la Argentina y allí la gente se quería de otra manera, se tocaban más sin que ello implicase un amor más maricón o amanerado. Allí era un amor tal vez más físico y menos racional. En América parecía obligatorio aclarar las emociones que uno sentía hasta la hora de mear. En Argentina era distinto.

No le dijo adiós ni que pasara un buen día. El mozo sí que se despidió de manera efusiva. Más tarde les contaría a sus compañeros que había tenido una conversación muy profunda con el hombre de la 27, el tal Martin, el novio o marido de Arianna. A Martin se le había quedado mal cuerpo y ya no se acordaba de las razones que lo habían llevado a bajar abajo. No se acordaba si se había marchado porque en ese momento había necesitado espacio, porque había necesitado estar en un espacio distinto que no incluyese a Arianna y la coleta irregular. Deambuló por el casino sin rumbo fijo. A aquella hora de la tarde nunca se percibía mucho ambiente. Las mesas del fondo estaban copadas por gente de origen asiático, la mayoría en edades avanzadas, vestidos impecablemente. Al pasar de largo, una de las mujeres que estaban allí acompañando a los maridos, una mujer que aunque fuese bastante más joven que su marido no podía considerarse joven por rondar los cincuenta y muchos, intercambió miradas con Martin y descargó sobre sus ojos toda la sensualidad y el dolor que unos rasgos asiáticos pudiesen descargar. Tratando como estaba de olvidarse del mozo del ascensor se permitió una pregunta adicional al respecto, ahora que aquella mujer le había mirado con aquellos rasgos de alfombra persa. Pensando en Carla, que a punto estaría de llegar, y pensando en Arianna que seguiría tumbada boca bajo, inmersa en uno de esos paréntesis de tiempo que sólo ella era capaz de crear y que tenían compuertas acorazadas, de apertura retardada, pensando en las dos se preguntó no sólo si era posible querer a dos mujeres de la misma manera pero si se podía querer a alguien más o menos dependiendo del color del pelo. Dando un rodeo por las mesas de blacjack y pasando de largo por las tres escaleras por las que se accedía a la plataforma donde, de cuando en cuando, se disputaban torneos de Texas Póker, se preguntó si era viable querer más a alguien por ser ella rubia, morena o pelirroja. Si el hombre llevaría en los genes un filtro o sensor que provocase una descarga mayor de eso que llamaban “amor” según el color de pelo de la mujer en cuestión. Un: "La quería porque era pelirroja"

Friday 27 July 2012

LAS VEGAS

El “Aria” contaba con 4004 habitaciones de las cuales 568 eran suites. Dentro del apartado suites, había divisiones; Suites de un dormitorio, de dos dormitorios, Pent-house Suites y Sky Villas. Todas las suites se agrupaban bajo el nombre de Sky Suites. Suites del cielo. Estaban situadas en la parte más alta de las torres que formaban el complejo. A las Sky Suites se accedía a través de un lobby distinto del general y contaban con ascensores privados. A la entrada de dicho lobby se ofrecían cócteles y refrescos gratuitos. El hotel, en su totalidad, formaba 370.000 m2 de superficie de uso. Todas las habitaciones estaban dotadas de pantallas táctiles interactivas con las que operar dispositivos eléctricos y electrónicos.

Arianna estaba viendo “Grease” tumbada al revés en el colchón Sealy de 12 capas de espuma-confort, incluyendo una capa de látex y otra de visco elástico. El colchón era el modelo Sealy Posturepedic y en otros tiempos se había vendido como una experiencia más del hotel. El grosor del mismo era de 41.91 centímetros. El colchón era el mismo para todas las habitaciones, suites y no suites. Arianna estaba tumbada viendo “Grease” en un Sealy de una habitación estándar del piso 27 de una torre de vidrio y metal que contaba con 61 pisos de altura.

Decía que se había visto la película muchas veces, se la sabía de memoria, había polos opuestos y significados escondidos. No era sólo lo que parecía ser, o lo que quería parecer. Si uno se fijaba bien en el gesto de Kenickie justo antes de subirse al coche en la escena de la carrera, justo antes del golpe en la cabeza, y conjugar luego la relación entre caras, gestos y expresiones. Lo mismo que la canción del columpio, o cuando Sandy se quedaba sola en el canal para cantar justo entonces, no antes, “Look at me I’m Sandra Dee” en versión reprise.

Le dijo que si quería cacahuetes era mejor bajar a la tienda del paseo y comprarlos allí pero que no se le ocurriera sacarlos del mini bar. Se acercaba a la pared de la habitación que era toda de cristal y que daba a la fachada del hotel de enfrente, el Cosmopolitan. Se acercaba al cristal y miraba abajo porque había comentado lo de los cacahuetes. Apoyaba el comentario de irse afuera a comprarlos con la aproximación física a ese afuera, allá abajo, aunque desde aquella vista no se pudiera ver la calle donde estaba la tienda.

Pero sobre todo había una escena, al comienzo de la película, cuando estaban haciendo una fiesta con hogueras y donde presentaban al equipo de football, cuando Danny y Sandy se rencontraban y tras una primera escena emotiva luego todo cambiaba porque Danny se daba cuenta de que sus amigos estaban allí y en ese instituto era otra persona, otro Danny, un tipo duro y sin escrúpulos. Arianna le contaba como Danny estaba anteponiendo la felicidad de estos a la felicidad de su novia, quien a la postre era la mujer que más quería en el mundo. La opción de cambiar de gesto cuando se daba cuenta de que sus amigos estaban detrás, justo después de haberse rencontrado con Sandy y las primeras sonrisas decapitadoras, el encontronazo emocional, el no me puedo creer que seas tú y que estés aquí, precisamente aquí, en este preciso punto de entre los 9.826.675 km2 que tiene este bendito país, y a punto estaban de abrazarse cuando Danny se gira y ve a sus amigos desconcertados por tanta ilusión y tanto pijotismo y es entonces que Danny cambia radicalmente. Cambia de gesto. Se vuelve pasota. De 0 a borde en 1.5 segundos. Sandy no entiende el cambio. Le pregunta si le ocurre algo y le dice que no entiende la diferencia. Le pregunta por el paradero del Danny Zuko que conoció en la playa y que nada tenía que ver con el imbécil que tiene delante en ese momento. Los amigos de Danny disfrutan entonces aliviados porque se re-encuentran con el Danny habitual. El hombre del tupe de vuelta de todo. Sandy queda destrozada y se marcha con un berrinche. Las Pink ladies hacen lo propio. Rizzo es la única que no se cree la escena y sonríe antes de marcharse. Los chicos se van al coche. Antes de darse la vuelta Danny sufre contundentemente por su propia bondad, por su generosidad, por haber antepuesto la felicidad de sus amigos antes que la suya propia. Arianna, medio tumbada medio sentada en el colchón Sealy de 12 capas de espuma-confort, ante la atenta mirada de Martin, le explicaba que aquello era un ejemplo de altruismo y filantropía que pasaba inadvertido ante los ojos del caminante-espectador pasivo.

Para poder sacar cacahuetes del mueble bar hacía falta usar la tableta interactiva. Se iba a la sección de snacks y aperitivos, se pulsaba sobre la compra de cacahuetes, y un dispositivo dentro del mueble bar liberaba el paquete de cacahuetes. El precio se cobraba en créditos.

Danny Zuko no hacía daño a Sandy Olsen por gusto. Lo hacía porque era una bellísima persona, la madre Teresadecalcuta pero con chupa de cuero. El dolor que infringía en Sandy era proporcional al amor que sentía por ella

Martin dijo que por el precio de los cacahuetes que se comía casi a diario, lo mismo se mudaban a una Sky Suite. Lo mismo vendían otra vacuna. Eso era lo que ella quería. Vender otra vacuna y mudarse a una suite. Subir en ascensor privado y recibir daiquiris de fresa batida cada vez que entrasen y saliesen del lobby. Y luego que le dolía en la ética la chuleta de ternera que se comían de cuando en cuando en el Café Vettro. Lo que dolería una habitación en el piso 50, con dos dormitorios, de 80 metros cuadrados con vistas al desierto donde más allá del cañón, cerca de la presa Hoover, se agolpaban cientos de gente sin nada que llevarse a la boca.

Martin estaba nervioso por una posible llegada de Carla. Lo había comentado de refilón. Una ex novia, o novia que tuvo, o que había tenido, y con la cual no había hablado desde que fue raptado de aquella manera. No estaba nervioso en sí por el encuentro ni por verla ni por saber lo que diría, el trato que le daría, el acercamiento físico. Tampoco estaba nervioso porque la una y la otra se conocieran. Los nervios venían de las explicaciones y los nombres que haría falta dar. Hasta entonces no había hecho falta ponerle nombre ni apellidos a lo que sucedía en aquella habitación estándar del piso 27. De momento no había hecho falta hacer papeles, declarar nada. No habían tenido “la conversación”. Habían vivido del presente con lo prestado por las vacunas. El tiempo que les había comprado las vacunas y que se había traducido en paseos por la gran avenida, en tratados de normalidad, en procesos de negación de lo que realmente pasaba más allá del paraíso artificial en el que se alojaban, donde tantas gargantas y tantas manos pedían auxilio. A veces se encontraban bien, no les pasaba nada. Pero otras veces se daban asco el uno al otro de saber del hambre y la situación mundial y sin embargo ellos, sentados a la mesa del Fix en el Bellagio, sujetando Bobby Baldwin Burgers, bebiendo diet coke y Budweiser en botella, dando mordiscos sin mirarse el uno al otro, por la vergüenza ajena, sentados casi de refilón, sin ponerse en frente del otro hasta que no pasara el postre, la tarta de queso New York Style y el helado de yogurt, las palabras y las frases flotantes, sin peso, el comentario sobre el camarero al que antes habían visto en otro hotel, en el Mandala Bay o en el Treasure Island, ya no se acordaban, y de ahí la conversación pasaba al sistema rotativo que tendrían los hoteles con el personal, lo muy perseguidos que estarían aquellos puestos de trabajo no ya por el dinero sino por la seguridad de vivir entre las mismas paredes que los poderosos. A veces, sobre todo ella, se había preguntado por las vías de introducción de todo aquel alimento. De dónde venía la comida. De dónde la Budweiser. Si tan mal estaba todo… Esto último, sin saberlo, lo decía para echarle mercromina a la conciencia.

Carla en teoría acudía por trabajo. Con Carla nunca llegaron a poner punto y final a lo que sucedió a medio camino entre Indianápolis y Chicago. Nunca firmaron el acta de defunción de aquellos abrazos y aquellos gestos y aquellas caricias que se habían dado a las orillas del pelo, sobre los laterales de la frente, cuando el agua había hervido y había hecho falta echar los macarrones y poner el tomate a freír.

Thursday 12 July 2012

VENDO PISO

Vendo piso sin ascensor. Piso ideal donde llevar a cabo tareas del hogar. Lugar idóneo para opinar sobre el futuro o sobre asuntos de mal gusto. Vendo piso rectangular, sin piscina ni calefacción central pero con vistas a un aparcamiento privado. El aparcamiento en sí está rodeado de zona verde. Vendo piso de alto valor emocional (si las paredes hablaran…) Vendo piso impersonal, hierático, piso chapado a la antigua, con poca luz y cocina eléctrica. Vendo piso contextual, piso ideal para hacer de paisaje de fondo de cualquier relación de pareja, piso donde discutir sobre lo que uno hizo o dejó de hacer, piso ideal para levantar la voz. Vendo piso donde hacer preguntas subordinadas, donde leer el periódico sólo por encima. Vendo piso donde poder hacer la O con un canuto

Sunday 8 July 2012

EL ANUNCIO

Suena el despertador como si sonase en otra casa, en otro día, en otro tiempo distinto. Me inclino sobre la cama, me quedo sentado respirando con dificultad. Me dejo caer dentro de un par de pantalones que ya llevo puestos. Pongo la cafetera de memoria, me voy al baño y permito que el agua me salpique en la cara. Nada cambia. El rostro permanece sin ser mi rostro. De camino a la cocina experimento un sentimiento de ausencia y de falta de originalidad. Me toqueteo los pies y las manos. Me agacho a coger el periódico que han deslizado por debajo de la puerta. Con el café en los labios, proyecto la atención a las noticias de internacional primero y a los deportes después. Encadenando titulares, intercambio palabras y sílabas de noticias distintas. Aburrido pero todavía con el periódico a mitad, sopeso poner la radio o llenar la bañera. Entre deportes y sociedad, mis ojos aterrizan en la sección de obituarios. Con asombro primero, luego curiosidad y dolor de pecho después, mis ojos ven el obituario de un nombre y apellidos familiares. Leo con dificultad que hoy se ha muerto un chico con mi mismo nombre y apellidos. Se llama igual. Necesito leerlo repetidas veces. Me escuecen los ojos. Me levanto al baño y me vuelvo a lavar la cara. De regreso, el mismo nombre quien ha fallecido por causas todavía desconocidas, sigue ahí, en negrita. La familia está muy apenada. El entierro tendrá lugar mañana a las once y media en la capilla del Carmen. Pienso en mi familia y la imagino muy apenada. Debajo de la mención a la familia descubro que el finado también tiene un hermano que se llama José Carlos y tres sobrinas, Lena, Jimena y Soledad, las cuales lo recordarán siempre. Pienso en mi hermano José Carlos y en su gabinete médico. Pienso en mis sobrinas Lena, Jimena y Soledad, y en lo bien que lo pasamos en la casa de campo, el verano pasado. Me duele que mi cuñada no aparezca en el recordatorio. Entre Claudia y yo siempre hubo fricción, cierta tensión sexual. Vuelvo a leer los nombres de mis familiares. Me levanto y me bebo otro café. Ese nombre y esos apellidos son los míos. Según el periódico me he muerto y mi entierro es mañana. Tal vez esa sea la razón por el picor tan repentino que me sale en los brazos, por lo mucho que me costó dormirme anoche, por la desgana que he sufrido de un tiempo a esta parte. Me pongo a gritar en medio de la salita de estar. Me pongo a dar saltos sobre el sillón. Pongo la radio a todo volumen. Pongo la televisión y me cambio de ropa. Antes de poner más café, saco el listín y busco el teléfono del periódico para pedir explicaciones. Si se trata de una broma quiero saber quién es el culpable. Probablemente Vicente, o Santa María, la pandilla del 4. Los jodidos cabrones. Vaya mierda. Entre cabreado y humillado me quemo los dedos con la cafetera a la vez que marco el número del periódico. Me alegra el hecho de que el quemazón me duela, prueba irrefutable de que estoy vivo. Mientras el teléfono comunica vuelvo a pensar en Claudia y las posibles razones que la hubiesen llevado a no poner su nombre en caso de que hubiese muerto, al fin y al cabo soy su cuñado, joder. Finalmente alguien del periódico contesta. Con voz perenne, de plastilina, con voz de estatua hecha con palillos, una chica anuncia el nombre del periódico, da los buenos días, y pregunta en qué me puede ayudar. Antes de nada le digo mi nombre. Pronuncio mi nombre y apellidos con confianza, como marcando el terreno. A continuación le pregunto por la sección de “Obituarios” y demando que se me ponga en contacto con el responsable. La chica, con un tono de voz envidiablemente educado, parece no entender mi petición. Me pide perdón por no entender. Me ruega que vuelva a repetirle la petición. Le pido que me ponga con el responsable de la sección de “Obituarios” ya que estoy convencido de que alguien me ha gastado una broma de mal gusto que posiblemente raye en la ilegalidad. Estoy seguro de que el responsable de “Obituarios” querrá saber de lo ocurrido tanto o más que nadie. La chica repite la palabra obituarios. ¿Obituarios?, me pregunta, preguntándose a ella misma. Obituarios, sí. ¿Obituarios? No entiende lo de obituarios. No sabe a qué me refiero con eso de obituarios. Objetos perdidos, sociedad, internacional, local, deportes… No, la sección de obituarios, donde se anuncian las personas que han fallecido. ¿Fallecido? ¿Se refiere usted a gente que ha muerto? Sí, le contesto indignado por la poca profesionalidad y la insultante ignorancia. No entiendo que puedan tener a alguien tan sumamente imbécil como punto de contacto con el mundo. Aquella recepcionista es la voz del periódico, un periódico reputadísimo y culto, y sin embargo tienen a una analfabeta como recepcionista. ¿Obituarios? Sigue sin entender a lo que me refiero. Me dice que muertos se anuncian en “Sociedad”, pero cuando alguien ha sido asesinado o algo por el estilo, cuando es noticia. ¿Acaso se refiere usted a eso? ¿Le paso con “Sociedad”? Con la paciencia de un santo le digo que sí, que si es tan amable que me pase con alguien de “Sociedad”. Aunque no sea la sección que necesito pienso que quien quiera que me conteste de “Sociedad” podrá entender lo que son obituarios y me pondrán en la dirección correcta. La chica me pone en hold. Mientras espero aprovecho para dar un sorbo al café y a volver a leer mi nombre y apellidos en el periódico. Sigue siendo mi nombre. No lo he soñado. Me doy una bofetada para comprobar que estoy despierto. Me pellizco y me golpeo el codo contra la esquina de la mesa. Me duele. Me duele y el titular sigue ahí con mi nombre y apellidos, con el nombre de mi hermano y mis sobrinas, y con la ausencia del nombre de Claudia. Deduzco que quienquiera que sea quien haya ejecutado esa broma tiene que conocerme muy bien o de lo contrario hubiesen incluido a Claudia. Me da por pensar que tal vez haya sido mi hermano. Pero, ¿por qué haría él una cosa así? Alguien contesta al otro lado del teléfono. Para mi disgusto es la misma voz de antes, la recepcionista. Me dice que lo siente mucho pero que no hay nadie en “Sociedad” que conteste, tal vez estén todos fuera o hayan parado a desayunar. Me pregunta si me puede poner con otro departamento. Le digo que “Obituarios”. Me dice que lo siente mucho pero que no entiende a que me refiero con obituarios. ¿Obi-qué? Antes de poder demandar hablar con su manager o con alguien medianamente inteligente, la conversación se corta. Al principio me da por pensar que ha sido ella quien me ha colgado. Pero no, no ha sido ella. Es mi teléfono. La línea parece muerta. Parece que haya sido desconectado desde fuera, como si repentinamente la compañía hubiese dado de baja el teléfono. Desenchufo el aparato y lo vuelvo a enchufar. La luz sigue funcionando. El teléfono como aparato sigue bien. Es la línea. Tal vez sea un problema general. Lo mejor será preguntar a los vecinos, tal vez les haya pasado lo mismo. Me dispongo a abandonar el piso, salir al rellano y llamar a la puerta de enfrente, al piso de Matías y Julita. Si les ha pasado lo mismo, todo ok. Me pongo una camisa encima de la camiseta, me miro en el espejo para comprobar que tengo el pelo visible y me dispongo a salir cuando la manivela gira pero la puerta no abre. Está cerrada con llave. No recuerdo haberla cerrado con llave la noche anterior. Recapitulo las últimas escenas de la noche anterior, cuando entré a casa… no, no recuerdo haberla cerrado con llave, de hecho nunca la cierro con llave. Estará atrancada. Intento abrirla tirando del pomo hacia arriba, hacia los laterales, empujando la puerta hacia afuera primero y luego hacia dentro, pero nada, no abre. Estará cerrada con llave. La habré cerrado con llave sin darme cuenta. Me voy a por las llaves. Una sequedad de garganta se apodera de mí. Me siento muy incómodo conmigo mismo. Vuelvo con las llaves. Efectivamente la llave no estaba echada, estaba en lo cierto. No podía estar echada porque no recuerdo haberla cerrado con llave jamás. Estará atrancada. Necesito sacar mi caja de herramientas y ver si puedo arreglarla. Antes de ir al trastero a por las herramientas vuelvo a intentar abrirla con todas mis fuerzas. Nada, imposible. Me voy al trastero. Me asalta cierto sentimiento de aprensión. No tanto por el anuncio en el periódico como por el hecho de que no pueda salir del piso ni pueda avisar a nadie por teléfono para que me saquen de allí. Las dos únicas ventanas del piso dan a la parte trasera del bloque, a un descampado por el que rara vez pasa nadie. Saltar sería imposible. Me invade un poderoso sentimiento de claustrofobia. Mejor darse prisa con las herramientas. Siento como si tuviera bichos dentro de la camiseta, me pica todo, estoy sudando. En el trastero no encuentro la herramienta. Retrocedo mentalmente a la última vez que las usé. Fue para montar la estantería del cuarto de estar, tienen que estar allí por cojones. Miro debajo del zapatero, encima de la mesa, dentro de los cajones… Estará dentro del armario donde guardo las cajas de libros y la ropa de invierno. Es un armario empotrado. Me meto dentro del armario y agradezco lo fresco que se está allí dentro. Prácticamente sin luz, voy dejándome guiar por el tacto. Reconozco la superficie de cartón de las cajas de libros, varios abrigos, sigo guiándome a través de las yemas de mis dedos pero sigo sin dar con la caja de herramientas. No está tampoco allí. Me dispongo a salir pero no encuentro la puerta del armario empotrado. Me he desorientado en medio de tanta oscuridad y tanta urgencia. La luz que entraba por la puerta del armario ya no entra, es como si en la casa hubiese anochecido por completo y de ahí a la oscuridad más absoluta. Echo mano de las cajas otra vez para tener una referencia con la que orientarme pero ya no encuentro ninguna caja de libros, tampoco los abrigos. Ahora lo único que soy capaz de palpar es una superficie de madera de pino que me oprime. El espacio se ha reducido. Ya no puedo mover las piernas, ni los brazos. Estoy tumbado envuelto en lo que parece ser un ataúd.

Tuesday 3 July 2012

MATI (Y CARLA)

Cada vez que la avalancha de sequía de Matilde le agarraba así por la espalda y esa especie de erupción de lava de olvido le empujaba a soltar el sándwich, tirar la cerveza, ponerse una camiseta y bajar a la calle, un impromptu de ansiedad le arrebataba hasta el punto de que hacía falta doblar por Hillside Street y bajar hacia el barrio de los mercaderes y buscar como quien buscaba aire, algún sitio donde beber coñac y bourbon con agua, buscar algún taburete donde sentarse y apoyar los codos y contarle al camarero acerca de aquella mujer llamada Matilde, parienta de un servidor y madre de sus hijos. A veces se bajaba por Borrough’s Park y otras veces se metía en Travis Rock donde se sentaba a la barra y pedía cerveza de importación, Coronita o Heineken, y se quedaba allí sin hablar con nadie, intercambiando de cuando en cuando información hueca con el camarero, hablando de esta o aquella banda, de incidentes como el de la gasolinera. Había veces que cualquiera de los presentes abría la boca para hablar de la semilla aquella que aparentemente iban a sacar los de Mosaico y que ya era hora pues la gente de los estados del sur se estaba muriendo de hambre. Él no decía nada. Tampoco se sentía más motivado al respecto. Las bocas que demandaban la semilla solían ser las bocas equivocadas con el acento erróneo. La semilla no tenía que ser un calmante, una inyección contra ansiedades, tampoco comida gratis. Martin miraba de reojo el teléfono del bar y dudaba sobre hacer aquella llamada. Podía llamar a Matilde o podía llamar a Carla para decir que ya estaba de vuelta. Pero no solía llamar a nadie. Se quedaba un rato más en el bar y si acaso se iba a dar una vuelta por el puente York y por el barrio de Knotts con sus casas de aspecto fantasmal, con sus calles empedradas, sus quioscos cada cincuenta metros, los cafés todos cerrados, el puesto de lotería y el reguero de papeletas usadas en el suelo, la tienda de ropa que en su día había sido tienda de caramelos y anteriormente el bar que regentó Dick Mitchell y al que tanto le había gustado ir en sus primeras noches indianas. Aquellas fugas a las tantas de la noche, aquel apetito a sequedad, aquel empujón que sufría muy de vez en cuando, proyectaba cuestiones generales, maquinaba preguntas que rara vez podía contestarse. El futuro venía disfrazado de caperucita cada vez que doblaba una esquina, especialmente cualquier esquina que desembocase en el Boulevard Martin Jewell o en Headcorn Drive. Preguntas que no tenían que ver tanto consigo mismo como con los acontecimientos que esperaban a la vuelta de la esquina y que de un modo u otro necesitarían ser resueltas. A veces, y solo a veces y como excusa para apartar su mente de todo aquello, de cualquier cosa que implicase procesos en los que haría falta tomar decisiones, diseñaba en su mente diálogos imposibles, sucesiones fonéticas que no llevaban a ningún sitio, suponía conversaciones que incluían diamantes y tuberías rotas, enfermedades arteriales y camisas blancas, deportaciones y gusto por un determinado tipo de detergente. Como una especie de marea siempre presente, como un puente todavía por construir, por mucho que se diera la vuelta por los Carabin Quarters o que bajase por la rotonda de Milton Smith, por mucho que se dejase llevar hasta el final de White Meadows, tarde o temprano había que volver, hacía falta volver al apartamento donde Carla estaría redactando algo, habría que dar por finalizada la aventura, la expulsión al otro lado de su cuerpo, el devaneo interior, arrancarse la garrapata de tiempo. Y era que al volver a casa se encontraba con el puente por construir. Todas aquellas preguntas cargadas de futuro, todas aquellas decisiones por tomar, el trabajo en la granja, la proposición de la semilla, la relación con Carla, la no relación con Matilde y su enfermedad, la distancia con Nueva York, los hijos, el trabajo… todas aquellas preguntas necesitaban respuestas y todas esas respuestas que no se daba eran las únicas capaces de construir el puente por el que tenía que pasar para llegar a casa, el puente a medio construir, la razón de aquel merodeo circunferencial, de aquel rodeo por Headcorn Drive y White Meadows donde de vez en cuando se instalaban feriantes con sus cacharros hidráulicos y sus casetas donde vendían fichas de plástico.

A veces Martin se sentía culpable de que no pasara nada más, de que a pesar de todo lo que pasaba a su alrededor, entendiendo a la nación entera y al mundo por extensión como ese alrededor, a pesar de aquel tobogán de desastres de primer grado, Martin entendía que algo tenía que pasar y no pasaba. Entrecortado entre dos momentos, entre dos situaciones, entre dos mujeres, entre tanto pasado y tan poco futuro. Era más que nada el incendio ese que se suponía tenía que haber prendido y del que todavía no se tenían noticias. Era la falta de necesidad de llamar a los bomberos. Era Carla en bragas tumbada boca abajo sobre el colchón, escribiendo en su portátil, dejándose palabras al aire, jugando con los pies de manera inconsciente, ladeando la cabeza al ritmo de una canción mental, también invisible. Era Matilde llamando a deshoras, requiriendo su presencia a deshoras, no en el cuarto de estar pero sí en el filo de su mejilla, repitiendo una y otra vez que donde las dan las toman, reprochándole sin palabras el incendio aquel que tampoco sucedió en la casa de Park Slope, lo mucho que se había oxidado su cuerpo de tanto hacer la compra, de tantos yogures con estampitas coleccionables, de tanta sequedad de garganta, de aquella especie de suicidio que resultó su relación en común, no suicidio físico sino suicidio desde balcones de plástico. La decadencia era prorrogable, pensaba Martin cada vez que subía por Martinfield Road y especialmente cada vez que pasaba por aquella tienda donde vendían un poco de todo, desde papel higiénico y comida en conserva hasta revistas porno y polvos para lavar. La decadencia era prorrogable, le había pasado antes con Matilde y aunque todavía no le pasara con Carla quién le firmaba a él una garantía, un crédito hipotecario, quien avalaba, quien ofrecía indemnizaciones en caso de despido y putrefacción emocional. Hacía falta tomar decisiones, sobre todo respecto a la semilla. Luego sobre la mujer y sobre el espacio geográfico en el que se tendría que ubicar, la situación cotidiana, la dirección a la que enviar por correo las botellas de Calvet que de cuando en cuando le mandaría su amigo el inspector de procesos. Habría que elegir un sitio como Surf City y tal vez llevarse a Carla consigo como quien pescaba al arrastre, como sin quererlo, proponerle a Carla un despido voluntario, una deposición, e irse a vivir a Surf City donde tarde o temprano terminarían construyendo barreras en el mar y donde tal vez no llegasen los ecos del desastre por llegar, donde los disparos fallidos no tuvieran alcance, donde las llamadas a deshoras tampoco tuvieran alcance, buscar una casa sin teléfono, vender el experimento no a Mosaico sino a cualquiera que corriese con los gastos de aquella casa en Surf City y de la no compra de un teléfono. Habría que averiguar cuánto costaría la incomunicación.

MATI

Martin no consideraba a Matilde. No se ponía a pensar en Matilde. No juzgaba aquellas llamadas como no juzgaba sus prolongados silencios ni el sentimiento de que tal vez no había venido a este mundo para ser madre. Ella que tan pocas veces había sentido el instinto maternal y sin embargo, especialmente aquellos domingos por la mañana cuando se habían ido los cuatro a desayunar empanadillas al Café Dreyfuss done el dueño, Barry, les ponía Blue In Green tan a destajo, tan a contrapelo, tan música incapaz de asentarse o sobrevolar un domingo por la mañana. Y aquello a Barry le hacía gracia. La risa de aquel hombre era inversamente proporcional al disgusto de Matilde. Y allí sentados, entre tanta empanadilla y teniendo a los niños como excusa, los niños como ambiente, como escenario, como contexto, allí había sentido Martin una especie de unidad, de sentimiento a poliedro, que muy pocas veces había sido capaz de explicar. Matilde nunca había sido una madre normal y corriente, eso lo supo él antes de que se quedara embarazada. Pero entre tanto humo y entre tanta niebla, él había visto granos de unidad, había percibido compatibilidad, polos opuestos, fragmentos de comunión, por mucho que a ella le gustase negarlo.

Su hora era sobre todo la madrugada, cuando le preguntaba por esa novia que se había echado, esa tal Carla, cuando quería saber si le había contado sobre aquellas conversaciones nocturnas. Matilde daba una calada profunda a su cigarro y en ese impase, al otro lado del teléfono, a Martin no le daban ganas de colgar pero sí de mandarla al carajo. Pero no colgaba. Se quedaba ahí ensimismado, contestando monosílabos, dejándose agarrar por el pulpo Matilde, mujer de tela de araña, mujer pinza, mujer de cuerda floja y nudo corredizo

Monday 2 July 2012

CERCA DE AUSTRIA

Cuando le preguntaron que dónde iba les dijo que cerca de Austria. Tenía amigos cerca de Austria y esperaba que le diesen refugio. Llevaba un mapa viejo en el que había marcado con bolígrafo rojo el punto de destino. Debajo del punto había escrito: Cerca de Austria. En Cerca de Austria esperaba encontrar la tranquilidad y las ganas de dormir que tan poco había tenido en Carson City. Esperaba también desayunos copiosos, tertulias de mesa y cuartetos de cuerda. Cuando le preguntaron si ella se consideraba una de esas personas que le exigían mucho a la vida, no supo qué contestar. Se cruzó de brazos y levantó la vista tratando de llamar la atención de la camarera. Café y tostadas, dijo con la voz un poco ronca de tanto gritar.

La Agonía del Coronel / Mudanzas Sinfín

Carla y esa manera que tenía de parapetarse detrás del hombre que quería, esa manera con la que pedía perdón casi sin querer, con la boca pequeña. Cuando se disgustaba estornudaba prolíficamente. Babas y mocos salpicaban en la sopa y era entonces que Antonio, que no era tonto, le preguntaba sobre el disgusto. Las deudas de juego y la manía de olvidarse a menudo la puerta del corral abierta habían contribuido de igual manera en la ruina financiera. Bienes terrenales tenían bien pocos. A veces le tenían que pedir prestado el caballo a la familia Uriarte porque de lo contrario no había manera de arar la tierra. Al señorito le gustaban las vedettes y en menor medida el chupito de anís. Él se levantaba temprano, con la fresca. Se arremangaba sobre la pila y se miraba en el espejo sin conocerse del todo. Se habría jurado tener otra vida, estar en otro sitio. Habría jurado verse en el asiento trasero de un automóvil sin capota, conduciendo por una carretera de palmeras washingtonias, bebiendo café de filtro, aparcando en mediodías redondos, bajo un cielo cerebral. Ella no quería ser puta, le dijo.

SOLUCIONES CONTRA LA CRISIS 1

Soluciones contra la crisis: 1_ Se saque a la palestra el crimen de los marqueses de Urquijo. No como elemento desviatorio ni como prorroga, sino como ejercicio de concentración. Se abra de nuevo el caso y se vuelva a analizar con creatividad. Es necesario una reconstrucción a escala real de los cuerpos de los señores marqueses, no en cera sino en material sintético. También será necesario la colaboración vía video-conferencia del desaparecido Anastasio. Todo ello sin ánimo de lucro y pensando en que un mundo mejor es posible. Una vez finalizado el proceso será imperativo cantar a viva voz “Viva la gente”