Friday 11 September 2015

La napolitana de crema se nos está muriendo

Le pago y me siento en una mesa desmintiendo el efecto de haber perdido una partida en algún lugar, en algún momento. La napolitana de crema se ha quedado blandengue después del microondas. Quejarse en un tiempo como ese no serviría de nada. Haría falta que alguien le hiciera el boca a boca al pastel, intentar revivirlo con electro shocks. Estoy a punto de decirle a la camarera que va a hacer falta llamar a los paramédicos, que llame a una ambulancia porque la napolitana se nos está muriendo. A ti también, no solo a mí. Le pregunto su nombre y responde que Clara. Clarita. Me pregunta si me ha gustado el dibujito en la crema del café. Le digo que me parece raro que tengan una tragaperras en un establecimiento como aquel. Le pregunto que dónde están los clientes. Me contesta que están a punto de cerrar. Le digo que si sabe de algún gimnasio de esos con piscina que estén abiertos por la noche. Me dice que ella no vive en el centro pero que si la esperaba me podía llevar a casa de unos tíos suyos que viven en una urbanización de las afueras, en un chalet con piscina. ¿Estaba iluminada la piscina? Me pregunta si quiero otro café mientras la espero y le digo que todavía no tengo decidido qué hacer. La napolitana sigue sin mostrar rasgos de vida. Yo tenía en mente un gimnasio moderno, 24 horas, con máquinas de última generación y piscina cubierta olímpica donde acude la gente de bien y de insomnio. Un sitio donde poder alquilar o comprar un bañador de natación. Un gimnasio del Siglo XXI donde nadar mientras las familias ven la tele. Me dice que el chalet de sus tíos fue construido en los ochenta. Me pregunta para qué es la cámara y le contesto que para grabarla a ella. Se sonroja y me sirve otro café. Entra una pareja con cara de venir del cine. Hacen gestos de haber pasado frío. Piden algo que Clara no tiene detrás de la barra por lo que se tiene que ausentar durante un momento. Me levanto y me voy.

Ana me dice que según Google solo hay dos posibilidades. Hay uno que está abierto hasta las 23:00, tenía tiempo de sobra. Luego había otro en uno de los únicos dos hoteles de cinco estrellas de Zaragoza. En ese no tenía claro que se facilitase acceso a no residentes. La página web del hotel no lo decía.

“Hace mucho que no te pasaba esto”
“¿Marzo? ¿Abril?”

En teoría debía de ser por la niña Ana María y el proceso monstruoso que se estaba llevando a cabo y que ni las palas ni excavadoras podrían detener. En teoría debía ser eso y sin embargo, le digo a Ana con la voz entrecortada, malfumándome un cigarro del paquete que acabo de comprar en un bar, sin embargo a mí me da que es más Francisquilla y esa especie de cráter como el que se formó en lo que ahora es el Golfo de Mexico cuando el asteroide aquel mató a los dinosaurios. Trato de explicarle con palabras que andan a tientas en la oscuridad de un pasillo con higueras plantadas en medio. Un pasillo con limoneros y gotas de rocío.

Ana me dice que el otro día se acostó (vía E-Darling) con un mozo muy fan de un tal George Benson. Un guitarrista muy afamado al que el mozo vio en directo en 1985 en el festival de Montreaux. Me dice que le dio un link para que lo viera. ¿Cuántos años tenía el mozo? George Benson. Focos de colores colgados del techo. Luces rojas y azules que abrasaban. Músicos sudando la gota gorda. El humo de los cigarrillos.

Le pido que me dé direcciones al gimnasio que no cerraba hasta las once. Me pregunta que cuándo fue la última vez que me pasó esto. ¿Abril? ¿Marzo? La necesidad de meterse en una piscina, de noche y nadar en solitario hasta que se pasara el susto.
En teoría debía ser culpa de la niña Ana María y esa sonrisa que no la saltaba un gitano y sin embargo, sin embargo, la tristeza de Francisquilla que pesaba como un saco de cebollas, como armario empotrado, como carne congelada. Francisquilla y el pecado de no poder dar a luz. Francisquilla y los médicos esos de hoy en día que lo sabían todo. Francisquilla y las reglas de tres.

Ana sigue intentando cambiar de conversación cuando me subo en un taxi, en plena Plaza España, que me lleva por el Paseo Independencia y luego la Gran Vía y así hasta pasar por un hospital junto al cual se encuentra este gimnasio que no es solo gimnasio sino también water spa. Ana me dice que ninguno de los hombres con los que ha salido estos meses le han aportado nada. Me dice que tal vez sea ella la que no busque ningún aporte y todo sea falacia, fachada, ganas de perder el tiempo. Hay gente que ve la tele sin ganas, me dice.

Consigo un pase de un día por doce euros. Incluido en el precio entran la taquilla, bañador, y toalla. Me ponen una pulsera ya que el pase cubre un día entero. Le digo que con las horas que son no creo que vaya a volver una vez termine. Me resultará imposible, le digo. La chica me dice que son las normas, que hay gente que viene por la mañana y luego también por la tarde. Le pregunto por la hora de cierre. Me dice que las once de la noche. Le digo que son casi las diez, me tengo que cambiar, ducharme, nadar, volver a ducharme, vestirme, salir del edificio y volver a entrar para volver a utilizar la piscina todo ello en una hora. Me dice que son las normas, que el pase de doce euros es para todo el día y que por eso las pulseras, por si a uno le apetece volver otra vez el mismo día. Le digo que ya es por la noche, que están casi a punto de cerrar y ni siquiera he usado las instalaciones por vez primera. Le digo que es fisicamente imposible que vaya a usar la piscina, ducharme, marchare y volver otra vez. Me dice que el management ideó lo de las pulseras para satisfacción de los clientes, para que puedan usar el complejo más de una vez al día. Le digo que aunque me lo regalasen no volvería después de la sesión que voy a comenzar. Me dice que el 99% de los clientes está muy agradecido de que se les ponga la pulsera y así poder usar el complejo al máximo. Le digo que no pienso salir del agua hasta las once menos diez, saldré con el tiempo justo de ducharme, vestirme y largarme de allí. Le digo que es posible que cuando termine el complejo esté ya cerrado al público y alguien tenga que abrirme. Le aseguro que en mi caso la pulsera no tiene sentido. Me dice que las tienen en amarillo o en azul.

Wednesday 9 September 2015

“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”

La actitud de la calle a esa hora fronteriza es calmada, apacible. La luz se va poniendo por detrás de los edificios que dan a la avenida principal y es un atardecer amable, una puesta de sol con funda, con patinetes en las ruedas. El hombre del traje colgante desaparece por una cuesta abajo que conduce a un parking del cual sale un Subaru azul tuneado. Me había olvidado de que Ana estaba al otro lado del teléfono. Me pregunta si me acuerdo de aquella vez cuando cogimos el autobús aquel que nos sacó de Madrid. “Tú chupabas una piruleta”
Le pregunto si eso que suena de fondo es Radiohead y me contesta que es la radio sin más.
“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”
“No sé… será, si tu lo dices”
Me llevo la mano a la cara y me froto los ojos descubriendo un agotamiento pretérito. Medito buscar un café donde sentarme a jugar a encontrarme mejor. Ana me dice que en esos casos es mejor no grabar, que ya me ha pasado antes y nunca es buena idea. Le pregunto si está pensando la vez aquella que le dejé la cámara a un señor con el que compartía barra en un bar, para que me filmara en estado de descomposición.
“Si” me dice de carrerilla. “Y luego vino lo del aceite en la barra”
“La lata de atún en conserva”
Me pongo a cruzar la calle justo en el momento que un Mondeo gira sin indicar, rozándome con el retrovisor. Aterrado le cuento a Ana lo que acaba de pasar. Tieso como una estalactita, siento que ya no puedo cruzar. El asfalto se vuelve corriente de agua marina, resaca que tira para atrás. Ana me pregunta si lo he grabado y si sale la matrícula. Le digo que tal vez no había sido un Mondeo. Me pregunto si no había sido el Subaru tuneado que hacía un rato había salido del parking justo cuando el hombre del traje. Me pregunto dónde andará el hombre del traje y si habrá llamado a alguna puerta, a algún piso, con la esperanza de que le abran, que le dejen entrar y le ayuden como buenamente puedan. Me pregunto por qué no habrá puesto el intermitente el coche que casi me atropella. Ana me pregunta si había paso de peatones. Le digo que no. Le digo que si hubiese puesto el intermitente yo no habría cruzado y así no habría pasado nada. Me recuerda que no ha pasado nada. Le pregunto por qué hay gente que no pone el intermitente. Si todo el mundo indicara su dirección, todo sería más fácil.
Extrapolar lo del intermitente a la vida y por ende a la voluntad aquella de la que hablaba Schopenhauer. Lo uno estaba reñido con lo otro. Si todo era una cuesta abajo los intermitentes no tenían cabida. Que los gorriones y las golondrinas pusieran el intermitente antes del quiebro de pájaro de Paul Eluard. Que las hormigas que desfilan del punto a) al b) pusieran el intermitente. Ana me dice que si todo el mundo indicase antes de girar viviríamos una utopía. Se me pasa el susto del atropello y me vuelve a sacudir la ansiedad que sucedió dentro del coche de Paco. El mal rato y la tapicería de piel y la niña subida de revoluciones por las sensaciones vividas en el parque. El olor a amargura que despedía Francisquilla por mucho curso de mindfullness y mucha actitud positiva y mucho crucero a Alejandría. La vida me dedica un mal rato. Cruzo la calle mirando veinte veces a izquierda y derecha. Encuentro una especie de bollería cafetería a la que me aferro como quien llega a algún sitio en mitad de un destierro. Le digo a Ana que como no puedo pedir y seguir al teléfono a la vez, que le voy a colgar. Me dice que si le cuelgo, apagará la radio, apagará las luces, y se pondrá junto a la ventana para que su silueta se entrevea desde la calle como si fuera un fantasma. Antes de colgar la escucho advertirme lo mucho que le gusta cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad y poco a poco se va viendo mejor.
“¿A cuántos kilómetros está Zaragoza de Madrid?” le pregunto a la camarera mientras me hace el café y me prepara la napolitana de crema.
“¿Te la caliento?”
“Caliéntamela si te da la gana”

Tuesday 8 September 2015

The (F)Art

One listens to Coltrane playing live My Favourite Things in Belgium and that’s exactly what one wants. I can’t picture JC’s Quartet doing this in a conscious way. The execution happened as something else could have happened. The highest level of art is done with the left hand. There isn't a program. It’s just the air the comes and goes, the randomness of the fly. The cake is obtained when one plays by instinct. To reach the summit you must understand this is a useless game. The second you give yourself and atom of seriousness it all turns to shit. There is a Wizard of Oz on the next room looking at you through a police interrogation mirrored window

Sopeso contarle sobre una salchicha blanca con mostaza y ketchup

El letrero dice Calle Conde Aranda. ¿Quieres que te lo busque en Google?, me pregunta Ana. Le digo que no. Me pregunta si estoy filmando. Sugiere que filmar mientras uno anda perdido en una ciudad que no conoce bien, en un estado de semi-pánico, podría resultar interesante, no interesante para mí, apostilla, sino para mi público, para la gente que espera a que llegue la semana del 20 de abril de cada año, el festival de Riga. Le pregunto por la diferencia entre un estado de pánico y otro de semi pánico. Le cuento (sin darle tiempo a contestar) que las nauseas y el mareo no pueden proceder del asunto de la niña pues en ese momento había estado filmando dentro del coche. Llevaba mi escudo puesto. Le digo que siempre y cuando uno esté del otro lado de la cámara, nada infecta, nada hiere, nada se vuelve mercancía peligrosa de Clase 3, UN-2547, Packing Group II. Le digo que llevaba la cámara y Ana me dice que lo que diferencia un estado de pánico de uno de semi-pánico viene retratado en algún libro de esos que venden en el Corte Inglés. El tipo de libro que uno se lleva a un crucero a Costa Rica. Playas de agua cristalina, bandas de soft jazz, piano, saxo y batería, aplausos después de cada solo. Ana me dice que no puede ser la comida. Le digo que no pedí hamburguesa. Le cuento sobre una salchicha blanca con mostaza y ketchup. Me pregunta si dicha salchicha llevaba especias y no puedo contestar porque alguien me ha parado en la calle para preguntarme si conozco de alguna tintorería abierta, por la zona. La persona lleva un traje dentro de una funda, lo sostiene en alto. Hay urgencia en la necesidad de una tintorería. ¿Qué hora era? Sopeso decirle que yo no soy de aquí, que yo soy de Madrid. Sopeso contarle sobre el parque de atracciones y la salchicha blanca