Sunday 5 February 2017

Las Pesquisas del Ambulatorio (Polaroid IV)

Gente de pie, alarga el cuello hacia las pantallas informativas esperando un número para saber hacia donde tirar. Hubiese preferido coger otro tren, más tarde. Haber dejado que pasara el aluvión de la hora punta. Olía a café y bacon. Yo también sujetaba un café. Había llegado con veinte minutos de antelación, todavía tardarían diez o quince en señalar el andén. Desde donde estoy hay otra gente que tal vez espere el mismo tren. Una muchacha con gorra de lana a cuadros, falda y leotardos. Doy una vuelta esquivando paquetes y maletas. Un chaval de veinte años aporrea un portátil. Lleva auriculares enchufados al ordenador como si de un cordón umbilical se tratara. Solo han pasado cinco minutos. Me doy la vuelta y busco un café. Me siento y pido un americano.

Llevo una libreta. Dentro de la libreta guardo un papel doblado. En el papel, con tinta azul, una dirección a la que acudir. Todavía no hablé con nadie. El café está mejor de lo que había previsto. El aroma me devuelve por un instante al aquí y ahora. No le dije nada a nadie, ni a la policía ni a mis padres. Suena el móvil, es mi padre preguntando por qué no estoy en casa. Le pasa el teléfono a mi madre. Me dice que no está bien visto salir de casa el día después del funeral, a la gente tal vez le de por pensar que no me importa tanto como debería. Tal vez se dude sobre mi educación. Me pregunta por desayunos, comidas y meriendas. Quiere saber el número y la cantidad de alimentos ingeridos y por ingerir. Me llevo la mano a la garganta. En una pantalla compruebo que debo dirigirme al andén siete. Veo a gente que reacciona y se pone en marcha hacia el mismo andén. Le pido al camarero que me ponga el café para llevar. Detrás de la barra ejecuta el trasvase sin derramar una gota. El teléfono vuelve a sonar. Es Bruno preguntando cuándo tengo pensado volver al trabajo. No tiene prisa, solo necesita una aproximación. Me dice de una chica llamada Elvira, madre soltera, dos hijos, con necesidad de ponerse a trabajar… Bruno ha pensado que si necesito dos meses le gustaría contratar a esta chica. ¿Cuánto tiempo necesitaba uno para reponerse de una muerte semejante? Me subo al tren y el teléfono vuelve a sonar. Es mi hermana Aurora a quien casi no la entiendo porque lo dice todo llorando. Me dice que está en mi casa, ha usado la llave que le dejé hace tiempo.

El tren arranca casi imperceptible y más allá de la ventana se aprecia la estructura de acero que sujeta el tejado. Viejas vigas pintadas de negro con adornos barrocos. Paredes de ladrillo rojo, tragaluces, escaleras de caracol. El tren avanza, apago el móvil. Durante un rato deposito los ojos en la ciudad al revés, del centro a las afueras. El aglomerado de la ciudad, la falta de espacio, los edificios que coagulan para ir clareando muy poco a poco, progresando en calles marginalmente más anchas, con fachadas mayores. Un rato después el extra radio. Luego la separación donde caben solares. Finalmente, el campo abierto. Una inyección de viento fresco. El verde y el marrón. Saco la libreta, despliego el papel. Saboreo el café meditando encender el móvil. En el papel, una dirección muy concreta, una hora. Una cita como las de antes de que aparecieran los móviles. Si no encuentro a la persona no podré ponerme en contacto ya que se me olvidó preguntar el número. El miedo hizo que barajase la posibilidad de llamar a la compañía de teléfonos y preguntar si era posible que averiguasen el número de teléfono desde el cual me habían llamado a las siete de la mañana.

Aunque sé de sobra que estás muerta, el viaje en tren hacia este nuevo destino me produce cierto confort. Ahora que nadie más sabe, ahora que están todos llorando del otro lado de la línea que delimita estas dos ciudades, yo me siento más cercano a ti, más del mismo bando, ese al que solo pertenecemos tú y yo. Voy en tren hacia tu encuentro con una especie de esperanza no por encontrarte viva sino por estar solo a tu lado, por tocar tu cuerpo frío, solo yo, sin nadie alrededor que se atreva a compartir el dolor.

Gente se levanta para ir al baño del vagón B. Casi todo el mundo trabaja con pantallas. Un señor habla por teléfono sobre una operación bilateral. Una chica viaja con su perro. Las paradas van cayendo como fichas de dominó. A la hora indicada el tren se detiene en su parada final. Del otro lado del vagón está el andén y más allá los pilares y los portales con arcos, los chaflanes, un jardín interior, ventanales de oficinas con marcos de escayola, baldosas de terracota, escaleras mecánicas, ladrillo rojo y estructura metálica cruzada.

En la cola de taxis la gente fuma. Le digo al conductor el nombre de la calle y me pide que le enseñe el móvil. Se extraña de ver la dirección anotada en un papel, a mano. Reparo en darle el papel por la importancia del mensaje y por la naturaleza del mismo. Esos trazos con bolígrafo azul son una prueba. Pone la dirección en el navegador y me devuelve el papel. Lo meto en la libreta y me pongo a pensar lo que diré o no diré cuando llegue a mi destino. Una calle y un número. El estado de shock me impidió hacer preguntas. ¿Qué tipo de edificio era? Un piso particular, una oficina, un almacén, una tienda tapadera…

Una calle estrecha, de las que unen dos calles mayores. No hay tiendas ni bares. Es una calle corta de fachadas que se echan la una encima de la otra. En los portales no todo son viviendas. Existen clínicas privadas, pequeños negocios, aulas donde se imparten clases de idiomas. El edificio es el número veintitrés. Tercero B. Al presionar el timbre no escucho ningún sonido que pruebe que el dispositivo funciona. No reconozco al señor que contesta. Creo que no es el mismo con quién hablé por teléfono, aunque la recepción no es buena, el aparato distorsiona. No sé muy bien cómo presentarme, si es bueno explicar el motivo de mi visita. La voz me pregunta qué quiero, a quién quiero ver. Le contesto que no sé a quién vengo a ver ya que se me olvidó preguntar. El mecanismo se acciona. La puerta se abre. Las piernas me flojean al ver las escaleras. Es posible que del otro lado esté tu cuerpo inerte.

La puerta se abre y no sabría decir si es el mismo hombre con quien hablé por teléfono o el que me respondió por el portero automático. Tal vez no sea ninguno de los dos. La estancia tiene aspecto de no ser una vivienda. Escucho alguien al teléfono en otra habitación. Las puertas están abiertas, la luz fluye por dentro. Escucho alguien trabajando en un ordenador. La radio está puesta. A la entrada hay un perchero grande con tres chaquetas colgando. Una de ellas es de mujer. También hay un sombrero bombín y un bastón.

Se llama Rodrigo y es un placer conocerme. Viste chaleco, una cadena de reloj asoma del bolsillo. Lleva gafas de pasta y bigote cano. Es educado. Me invita a dejar la chaqueta en el perchero. No me inmuto. Parece que no es la primera vez que se enfrenta a una situación similar. Me enseña el camino hacia la habitación donde se me espera. Respiro hondo tratando de apaciguar el pulso. Inspiro tratando de oler todo lo que habita el piso por si acaso tu cuerpo yaciera en alguna de las habitaciones. Por el pasillo veo dos puertas cerradas y me pregunto si detrás de alguna de ellas estarás tú, o lo que queda de ti, lo que fue. El camino a la habitación donde hay luz, voces y movimiento se me hace eterno por la posibilidad de verte. Es como el momento previo al accidente, al impacto. Todo se ralentiza. Se tarda mucho en doblar la esquina. Del otro lado del tabique suena un teléfono. La voz que contesta es la voz con la que hablé, estoy seguro. La voz que me comunicó estar en posesión del mismo cuerpo que habíamos enterrado.

“El cuerpo no está aquí” me dice quitando periódicos de una silla para que me pueda sentar.