Wednesday 30 November 2016

The Polo Grounds

Sixto se paseaba por la oficina con un vaso de plástico en la mano. Camisa a cuadros, corbata de lana, chaqueta herringbone gris, pañuelo verde. En la mesa yacía una caja de pizza Domino’s cerrada. El mueble donde reposa el altavoz es madera maciza. Las paredes son de cristal dotado de una lámina que filtra la luz por lo que no hacen falta cortinas. Había pedido un informe sobre el número de guerras que estaban sucediendo en ese momento. Mara ha preguntado por la diferencia entre guerra y conflicto.
“Una guerra es declarada. Las guerras son más cortas, están mejor definidas, mejor organizadas”
“Ventanas temporales”
“Los conflictos duran para siempre. Gaza. Odio que se lleva en la sangre. Nada que ver con las guerras”
“Las guerras son productivas”
“¿Cuántas guerras hay ahora mismo?”
Soldados esperando agazapados las órdenes de un capitán o de un teniente. Escuadrones, regimientos, divisiones, batallones. El soldado Martínez y el soldado Benedict Truman. Fuego cruzado. Cuerpo a tierra. Olor a tabaco y munición. Poblados desérticos. Drones que se confunden con halcones peregrinos. Sixto abre la caja y saca un pedazo de pizza. Lo hace deprisa y abriendo solo lo suficiente para que quepa el pedazo. Parece pollo y bacon. La cierra y vuelve a preguntar lo mismo. Dónde había guerras ahora mismo. Quería papel y boli, pizarra, lluvia de ideas. Seleccionar una guerra y analizarla bien. Mirar allí donde no miraban las multinacionales.
“Somos una multinacional”
“Desechar lo obvio”
“Ahora mismo hay una guerra en Tanzania, señor Sixto”
“¿Sabes cuánto vale ese altavoz?”
“Las guerras son capas. La capa base es el territorio, la tierra. No confundir con las raíces. Luego la cultura, la gente que la puebla. Otra capa es la economía. Otra son los enemigos, los intereses colectivos, los individuales. Cada capa tiene subcapas. Las guerras son capas, estratos. Necesito gente que sepa analizarlas, que sepa diferenciarlas y que me diga que subcapa es la que interesa a esta empresa. Hace falta elegir la subcapa adecuada y volcar ahí nuestro esfuerzo, intenciones y recursos. Hace falta mandar a alguien. Hace falta financiación. Acudir al campo de batalla con los deberes hechos. Saber con quién hablar, a quién comprar. Tierra, personas, intereses. Una acequia de la que beben los campos. Un terreno baldío que no quiere nadie. Hace falta bloquear un ámbito. Comprar barato. Hace falta mandar a alguien. ¿Dónde está Terry? Para una cosa así hace falta alguien como Terry. ¿Cómo se vuela a Tanzania? ¿Qué aerolínea? ¿Escalas dónde?”
“Mil dólares. Mil quinientos. Dos mil”
“Un altavoz inalámbrico. Sonido cristalino. Un altavoz que mejora la canción”
“Los venden también en blanco”
En la pared hay un cuadro con un letrero de se-vende. Arte moderno. Sixto lo compró en Londres. También había flores de plástico, una bombona con agua mineral, un tablero al otro lado de la oficina con taburetes y lámparas de foco colgantes. Una pizarra transparente, una foto del campo de los Brooklyn Dodgers cuando jugaban en Nueva York en los años cuarenta. The Polo Grounds. Otra foto debajo donde Bobby Thomson y Ralph Branca se dan la mano. Un modelo de prototipo de aeronave que fue desechado por la USAF en los años ochenta. Una noria hecha con alambre, un ciempiés disecado, una bola de cristal del tamaño de una pelota de béisbol, un soldado de juguete con paracaídas.
Mara escribe en su MacBook Air más rápido que el discurso hablado. Viste faldas y vestidos y chalecos de hombre. Es una mujer con tienda de ropa favorita y cafetería favorita y bar de zumos favorito y tintorería favorita y que necesita de las canciones de Ryan Adams para saber cómo se siente realmente. Nos dice que tendrá un informe sobre Tanzania mañana por la tarde. Primera mano. Gente presente en el nacimiento de la guerra. El informe en sí estará listo por la mañana pero necesita traducción. Mara en su apartamento tiene una lámina colgada del jefe Cheyenne Pequeño Lobo. Mara habla por encima de los demás. Nunca se siente atacada. República Unida de Tanzania. Casi mil kilómetros cuadrados. La mosca tsé-tsé vive en el centro. Solo hay un volcán activo, el Oi Onyo Legaï. Minas de oro, reservas de gas natural, café, algodón, té, diamantes.
“En Tanzania coexisten 127 idiomas”
Sixto se levanta y pregunta si ha llegado ya el dron. Richard descuelga uno de los teléfonos, marca un número y pide hablar con expediciones (planta 124). Nadie le puede atender porque es hora punta de aterrizajes. Le piden llamar de vuelta en diez minutos.

Cuando un silencio se establece en la oficina, cuando hace falta un puente para pasar al siguiente momento, nos tocamos la ropa por defecto, los puños de las camisas, el cuello, la corbata. Nos cruzamos de piernas, miramos para otro lado. Mara manosea la taza de café con la mente en otro sitio. Se mira el móvil en busca de nuevos emails donde depositar la atención. Los cuerpos incomodan cuando no hay nada qué hacer, cuando hacen falta enganches. Alguien se acuerda de algo, generalmente Richard. Yo me miro la suela de las botas por si acaso un chicle. Se advierten imperfecciones, arrugas, elementos asimétricos, un cuadro desviado, una bombilla inhabilitada. Sixto respira hondo, cierra los ojos, empuja el momento. Un hotel en Arkansas, dice. ¿Quién iba a ir a Arkansas? Yo. Me dice que recuerda un hotel muy recomendable. En las afueras. Un hotel que no era tanto hotel sino casa de huéspedes. Una casa vieja por fuera pero nueva por dentro. Una cocina enorme. Calefacción subterránea, debajo de las baldosas. Describe lo que se siente al pisar una baldosa templada. Parecido al masaje. Richard menciona un restaurante. Mara dice no haber estado nunca en Arkansas. Richard dice haber trabajado allí dos años. Un restaurante que tal vez ya no exista. No recuerda el nombre pero se acuerda del menú. Daban lentejas.

Friday 25 November 2016

Rick Manniesky

Para subir a la setenta y dos era necesario tomar tres ascensores. Sixto vivía entre la noventa y la noventa y cinco donde gran parte de los brokers de TRAX y el management de Swiss, Carradine, Texaco, Moll & Moll. Cuando entré se hablaba de una empresa en Arkansas. Dos hermanos habían dejado los estudios y dirigían ahora, bajo las siglas de su apellido, la Experiencia del Titanic. Claudio, Mara y Richard opinaban mezclando expresso y Perrier. Construir el Titanic a medida, una réplica. Vender la experiencia del Titanic. Meter a todos pasajeros a bordo y llevarlos al ártico donde implementar el naufragio en el mismo punto, a la misma hora. La gente pagaría según la experiencia deseada. Si querían salir rescatados en bote antes del hundimiento, tanto. Si querían irse abajo con el buque y ser rescatados del agua, tanto. Si querían permanecer a flote un rato, abandonados a la oscuridad, otro tanto. Iba hacer falta que uno de nosotros viajase a Arkansas y departir con estos chicos. Adelantarse al último rizo. Estudiar la viabilidad del proceso. Cuánto costaría el barco. Quién construiría la réplica. De dónde se sacarían los muebles. Iba a hacer falta que uno de nosotros se desplazase a Arkansas. Coger el Pontiac, salir del parking, bajar al downtown, coger la 80, salir de la ciudad, pasar por Salt Lake, Rock Springs, Cheyenne, entrar en Nebraska, coger la 29, parar en Kansas City. Tratar de ver más allá del paisaje y las prisas. Lo que nos dijo siempre Sixto. Tratar de encontrar más allá. Entrar en cualquier tienda, hablar con la dependienta, preguntar direcciones, recomendaciones, decirle que tiene un nombre muy bonito. Descubrir allí donde no mira nadie. Parar en Kansas City y buscar en la agenda de contactos por si acaso alguien viviese allí. Conducir por Walnut Street, aparcar en cualquiera de los parkings de Grand Boulevard, entrar en Anthony’s y pedir la lasaña tradicional de Teresa. Pasear la comida en Davis Park. Mirar el reloj y bostezar y señalar con el dedo el hotel donde quitarse los zapatos y poner la tele y llamar a Marian para dar las buenas noches.

Mara dice que Peter Morgan de futuros solo concede entrevistas en uno de los campos de golf del complejo. Hay otro proyecto que tal vez necesite de Peter Morgan. Un marine. Un ex-marine, piloto de drones. Mataba a distancia, desde una base en Delaware. Un chaval que reclutaron por sus habilidades con la Play Station. Campeón o subcampeón de un torneo internacional de un juego muy famoso. Un juego de guerra donde hacía falta puntería y manejar bien los tiempos. Un torneo que organizaba la firma que había producido el juego. Alquilaban un hall en una universidad, un pabellón deportivo. Ponían hileras de tableros y metían cientos de PCs con sus respectivos dueños. Sudaderas con capucha. Chocolatinas con galleta. Toda clase de zumos y derivados en tetra brick. Cajas y cajas de Coca Cola Zero. Un torneo donde se juntaban los mejores del mundo previa invitación de la firma. Billetes pagados. Estancia en hamacas dentro del recinto. Colchonetas por todos lados. Furgonetas que vendían hamburguesas y pulled pork y burritos con carne y chorizo caramelizado. Alguien dentro del ejército recibe una llamada de alguien de la empresa organizadora. Hay un chaval, le dice. Tantos años. Vive en Delaware con su padre. Por el día va a clase, por la noche despunta en artillería pesada, blancos móviles, disparos sin ángulo. Un chaval perfecto para el nuevo programa. Gracias por el contacto. ¿Qué hay de lo mío? La seguridad no tiene precio. Dinero contante y sonante. Un tipo de la firma que hace la llamada desde una plataforma elevada sobre los jugadores. Habla con el ejército sin desviar la mirada del chico. Diecisiete años. Dieciocho como mucho. ¿Cuál era la póliza respecto a la edad? En las guerras no hay edades. Si no matas te matan. Un chaval que vivía con su padre en Delaware. Un chaval llamado Rick Manniesky.

Monday 21 November 2016

Había un bar en Nelson Avenue

Había un bar en Nelson Avenue donde íbamos a comer lasaña. Hacía mucho calor, el bar no era italiano y sin embargo no recuerdo otra cosa que la lasaña. Se llamaba Alberto’s. Nelson Avenue, cerca de una farmacia, casi siempre hacía calor. Hanna vestía camisetas abiertas. Había un jukebox, los baños estaban a la derecha. Detrás de la barra; chicas polacas, lituanas, eslovenas. A Hanna se le veían las tiras del sujetador cuando apoyaba los codos en la mesa y gesticulaba para contarnos que unos amigos estaban planeando robar un banco pero solo de broma para poder filmar las reacciones de la gente y luego hacerles entrevistas al respecto. Un banco cualquiera. Un banco en el midtown. Charly y yo siempre pedíamos lasaña. Alguien entraba, se sentaba a nuestra mesa, pedía costillas. Luego Hanna se pedía una hamburguesa y yo recuerdo las botellas de ketchup, mostaza y salsa bourbon-barbacoa superpoblando la mesa. 

Charly y yo nos rezagábamos a la hora de ir a casa y nos sentábamos en cualquiera de los bancos al otro lado del parque, en Pencester Road, y bebíamos Coca Cola y hablábamos de proyectos musicales y de formar una banda y hacer gira en Arizona, Arkansas o cualquier otra población que empezase por Ar. El bar Alberto’s tenía unas líneas verdes tipo Seven Eleven en la fachada. Por las ventanas se veían pasar mujeres embarazadas con amigas, señores que iban vestidos como si fueran arquitectos, niños encorriendo niños, pájaros de clase baja que se posaban en los postes de la luz a mirar el poco tráfico que discurría en los mediodías, Dodges y Fords y algún que otro Chevy circulando dos millas por encima de lo permitido en dirección a Stanley Park o la zona suburbial recién construida al otro lado del río, casas de tres, cuatro y cinco dormitorios, piscina compartida, cámaras de seguridad, familias con perro, mujeres llamadas Nancy o Sharon o Veronica.

Hanna me preguntaba qué iba a hacer con mi vida después de la universidad. Yo le decía que había una pareja de amigos que vivían en un faro que hacía las veces de casa y que tenían una radio con la que hablaban con capitanes de buques mercantes. Un faro ocupado. Ella me pedía que pasara lo que pasara que no acabásemos nunca como nuestros padres o los padres de estos. No alquilemos ninguna caravana para salir en busca de una puesta de sol muy famosa, no entrar en hotelitos de montaña con calles llenas de hojas y folletos de actividades en la entrada.

Charly tenía un libro de aprende a tocar el bajo como Jaco Pastorius. Yo hacía ejercicios vocales para cantar como Jimmy Page. Pasábamos horas en el sótano de su casa pensando cómo serían nuestros ensayos una vez tuvieramos claro el tipo de música que queríamos hacer. Qué días ensayaríamos, cómo dividiríamos los ensayos. Luego en el mes de abril una familia nueva ocupó la casa de al lado de los padres de Charly y la habitación cuya ventana daba a la habitación de Charly fue habitada por una chica de dieciseis años llamada Minerva Howard. Que Minerva formase parte del vecindario no significaba que formase parte de nuestro universo porque nuestro universo a diferencia del otro universo sí que era finito, tenía límites, la valla que separaba las dos casas, la línea física entre los número 53 y 55 de Mayfield Avenue.

Charly andaba absorto haciendo aviones de papel con precisión milimétrica. Antes de cortar el papel formulaba ecuaciones donde hacía falta dividir algo por otro algo para obtener un resultado que indicase el ángulo de las alas con el fuselaje. Si por aquel entonces hubiese habido concursos de aviones de papel Charly los habría ganado todos. Dentro de casa se ponía el sombrero de cowboy de su padre. Escuchábamos discos de Motley Crue y Soundgarden y Stone Temple Pilots a la vez que diseñábamos vidas sin partidas de poker entre semana, sin puros ni alitas de pollo, sin superbowl weekends, sin tabernas con grifos Bud Light ni chicas con pantalones acampanados que escuchan folk y besan sin prisa.