Monday 21 November 2016

Había un bar en Nelson Avenue

Había un bar en Nelson Avenue donde íbamos a comer lasaña. Hacía mucho calor, el bar no era italiano y sin embargo no recuerdo otra cosa que la lasaña. Se llamaba Alberto’s. Nelson Avenue, cerca de una farmacia, casi siempre hacía calor. Hanna vestía camisetas abiertas. Había un jukebox, los baños estaban a la derecha. Detrás de la barra; chicas polacas, lituanas, eslovenas. A Hanna se le veían las tiras del sujetador cuando apoyaba los codos en la mesa y gesticulaba para contarnos que unos amigos estaban planeando robar un banco pero solo de broma para poder filmar las reacciones de la gente y luego hacerles entrevistas al respecto. Un banco cualquiera. Un banco en el midtown. Charly y yo siempre pedíamos lasaña. Alguien entraba, se sentaba a nuestra mesa, pedía costillas. Luego Hanna se pedía una hamburguesa y yo recuerdo las botellas de ketchup, mostaza y salsa bourbon-barbacoa superpoblando la mesa. 

Charly y yo nos rezagábamos a la hora de ir a casa y nos sentábamos en cualquiera de los bancos al otro lado del parque, en Pencester Road, y bebíamos Coca Cola y hablábamos de proyectos musicales y de formar una banda y hacer gira en Arizona, Arkansas o cualquier otra población que empezase por Ar. El bar Alberto’s tenía unas líneas verdes tipo Seven Eleven en la fachada. Por las ventanas se veían pasar mujeres embarazadas con amigas, señores que iban vestidos como si fueran arquitectos, niños encorriendo niños, pájaros de clase baja que se posaban en los postes de la luz a mirar el poco tráfico que discurría en los mediodías, Dodges y Fords y algún que otro Chevy circulando dos millas por encima de lo permitido en dirección a Stanley Park o la zona suburbial recién construida al otro lado del río, casas de tres, cuatro y cinco dormitorios, piscina compartida, cámaras de seguridad, familias con perro, mujeres llamadas Nancy o Sharon o Veronica.

Hanna me preguntaba qué iba a hacer con mi vida después de la universidad. Yo le decía que había una pareja de amigos que vivían en un faro que hacía las veces de casa y que tenían una radio con la que hablaban con capitanes de buques mercantes. Un faro ocupado. Ella me pedía que pasara lo que pasara que no acabásemos nunca como nuestros padres o los padres de estos. No alquilemos ninguna caravana para salir en busca de una puesta de sol muy famosa, no entrar en hotelitos de montaña con calles llenas de hojas y folletos de actividades en la entrada.

Charly tenía un libro de aprende a tocar el bajo como Jaco Pastorius. Yo hacía ejercicios vocales para cantar como Jimmy Page. Pasábamos horas en el sótano de su casa pensando cómo serían nuestros ensayos una vez tuvieramos claro el tipo de música que queríamos hacer. Qué días ensayaríamos, cómo dividiríamos los ensayos. Luego en el mes de abril una familia nueva ocupó la casa de al lado de los padres de Charly y la habitación cuya ventana daba a la habitación de Charly fue habitada por una chica de dieciseis años llamada Minerva Howard. Que Minerva formase parte del vecindario no significaba que formase parte de nuestro universo porque nuestro universo a diferencia del otro universo sí que era finito, tenía límites, la valla que separaba las dos casas, la línea física entre los número 53 y 55 de Mayfield Avenue.

Charly andaba absorto haciendo aviones de papel con precisión milimétrica. Antes de cortar el papel formulaba ecuaciones donde hacía falta dividir algo por otro algo para obtener un resultado que indicase el ángulo de las alas con el fuselaje. Si por aquel entonces hubiese habido concursos de aviones de papel Charly los habría ganado todos. Dentro de casa se ponía el sombrero de cowboy de su padre. Escuchábamos discos de Motley Crue y Soundgarden y Stone Temple Pilots a la vez que diseñábamos vidas sin partidas de poker entre semana, sin puros ni alitas de pollo, sin superbowl weekends, sin tabernas con grifos Bud Light ni chicas con pantalones acampanados que escuchan folk y besan sin prisa.

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