Sunday 4 December 2016

93

   Suena el teléfono y es Franz Goller quien demanda que Sixto abandone la reunión y suba a la 82 donde Global Accounts ha recibido una petición que no puede esperar. Pregunto si hace falta que suba con él. De momento no. Mara y Richard abandonan mirando el reloj y sopesando irse a comer a cualquiera de los restaurantes de la 27. Richard necesita bajar a la tintorería. Yo necesito hablar con el departameto de vehículos en la -6 para pedir que preparen el Pontiac. De momento no hago falta en Global Accounts. Sixto pide quedar a las dos para seguir con la hoja de ruta.
“Lo de los drones…” dice sin tener muy claro cómo continuar.

Reunión con Franz Goller. Global Accounts, permiso para casi todo. Música Reggae, nevera con Perrier, San Pellegrino y cerveza sin alcohol. Naranjas frescas, racimos de uva, melón cortado, bowls de palomitas. Una diana con  tres dardos, un telescopio, un sillón orejero viejo y raido detrás de la mesa de despacho de Franz Goller quien tenía un enorme parecido físico con el entrenador de fútbol de la Universidad de Alabama, Crimson Tide. Lo de los drones… había dicho Sixto con intención. Teníamos entrada en algunas divisiones del ejército. Alguien a quien llamar para saber hasta dónde se podía llegar. El chico estaba pendiente de juicios. El chico no había hecho nada malo y era eso precisamente lo que alertaba. No es lo que no había hecho sino lo que podría hacer. La información se administraba con jeringuilla. Lo justo en cada caso. No se daban nombres, solo coordenadas. No se daban razones, no se argumentaban causas, no se mencionaban daños colaterales, para eso ya estaba Al Jazeera. Antes de salir Sixto le ha pedido a Mara que prepare una lista de contactos en Al Jazeera.

Cuando Sixto entra al despacho de Franz se le ofrece un expreso que le es servido casi sin que le de tiempo a aceptar o denegar. 80% arábica. A Franz solo le gusta el olor. Junto a la cristalera por la cual se caía el horizonte había un tresillo y otro sillón orejero y una mesa camilla con lámpara a modo de cuarto de estar. En vez de televisor o chimenea, los sillones apuntan a la pared de cristal por la cual solo se ve cielo y contaminación. Más allá de la arboleda estaba el río que recorría siete estados. El departamento de Global Accounts dispone de servicio de catering. Franz llama por teléfono y pide que le traigan el ravioli con bogavante dentro de una hora. Zumo de tomate y panecillo. A Sixto no le ofrece, solo necesita quince o veinte minutos de su presencia.
“Es difícil de explicar” le dice.
El tresillo es bajo y hondo. Cuesta encontrar una postura cómoda. Sixo cruza las piernas. Franz habla desde detrás. Ha abierto un botellín de Perrier. Se quita el chicle de la boca y lo tira a la basura. Era difícil de explicar. No le podía revelar el cliente. No era un cliente-cliente. Un asociado. Un amigo de un amigo. Ni siquiera eso. Una llamada desde el otro lado del país, un pre-fijo inusual. Una llamada a deshoras. Había que hacerlo sí o sí. El pedido era inusual, la acción difícil de clasificar. Algo indefinido. Instrucciones vagas. Había algo de fondo, una intención identificable. Pero el proceso, el sistema, la aplicación… iba a hacer falta tirar de imaginación, tal vez hablar con estrategia y pedirles un informe. Sobre lo que se podía o no hacer en este caso no iban a servir las pólizas de la compañía. El trabajo no iba a ser facturado como los demás. El objetivo no era nadie del congreso, esto era otra cosa, nivel corporativo.
Operaciones bursátiles de alto calado. Lo que Chomski llamaba los Masters del Universo. Existen cesiones, opciones de compra, compañías que se tragan unas a otras. Decisiones que impactan dos años más tarde. Compras de futuros. Adquisiciones que a primeras no parecen tener sentido, desviaciones tácticas. El objetivo tenía nombres y apellidos. Había una dirección postal. Había una casa con piscina y cancha de tenis. Seguridad privada, líneas de teléfono seguras. Descodificadores. El objetivo tenía nombre y apellidos. Existía una geografía que atender. Iba a hacer falta desplazarse. No iba a ser un trabajo cerrado, una operación con comienzo claro, desarrollo, nudo, desenlace. No iba a ser posible marcar fechas concretas. Iba a existir un ángulo de subjetividad, dificultad a la hora de leer resultados. Iba a hacer falta desplazar a gente durante uno, dos, tres meses. Cuatro como mucho. Iba a depender de la destreza operativa y de las decisiones personales que tomara el objetivo cuando existiese contacto.
“¿De momento?” pregunta Sixto terminándose el expreso y escuchando con apatía sobre todo por la diferencia negativa de edad que tenía con Franz.
“Una posibilidad habría sido no llamarte ni contarte nada. Utilizar otros caminos”
“Haberme dejado seguir con el piloto de drones y los chavales de Arkansas”
“Por ejemplo”
La operación no iba a ser facturada. El ingreso, invisible. De momento no quería contarle más. De momento solo quería plantar la semilla. La pre-semilla. Desvelar que una operación mayor estaba al caer y que potencialmente generaría implicaciones personales, días de acción de gracias fuera de casa, navidades en stand-by, Super Bowl en soledad desde un motel en un lugar remoto de Maryland, en Iowa, en Massachusets, pizza y sushi por encargo.
“De momento quiero que mastiques la posibilidad”
“A mis sesenta años de edad”
“A tus sesenta años de edad” corrobora Franz levántandose del sillón sin decir ni sí ni no, caminando hacía su sillón orejero dando por terminada la entrevista.
Sixto se levanta y se va a la diana. Coge los tres dardos y se coloca en la raya de lanzamiento. Dos veinte dobles y un trece sencillo.

“Noventa y tres”

Wednesday 30 November 2016

The Polo Grounds

Sixto se paseaba por la oficina con un vaso de plástico en la mano. Camisa a cuadros, corbata de lana, chaqueta herringbone gris, pañuelo verde. En la mesa yacía una caja de pizza Domino’s cerrada. El mueble donde reposa el altavoz es madera maciza. Las paredes son de cristal dotado de una lámina que filtra la luz por lo que no hacen falta cortinas. Había pedido un informe sobre el número de guerras que estaban sucediendo en ese momento. Mara ha preguntado por la diferencia entre guerra y conflicto.
“Una guerra es declarada. Las guerras son más cortas, están mejor definidas, mejor organizadas”
“Ventanas temporales”
“Los conflictos duran para siempre. Gaza. Odio que se lleva en la sangre. Nada que ver con las guerras”
“Las guerras son productivas”
“¿Cuántas guerras hay ahora mismo?”
Soldados esperando agazapados las órdenes de un capitán o de un teniente. Escuadrones, regimientos, divisiones, batallones. El soldado Martínez y el soldado Benedict Truman. Fuego cruzado. Cuerpo a tierra. Olor a tabaco y munición. Poblados desérticos. Drones que se confunden con halcones peregrinos. Sixto abre la caja y saca un pedazo de pizza. Lo hace deprisa y abriendo solo lo suficiente para que quepa el pedazo. Parece pollo y bacon. La cierra y vuelve a preguntar lo mismo. Dónde había guerras ahora mismo. Quería papel y boli, pizarra, lluvia de ideas. Seleccionar una guerra y analizarla bien. Mirar allí donde no miraban las multinacionales.
“Somos una multinacional”
“Desechar lo obvio”
“Ahora mismo hay una guerra en Tanzania, señor Sixto”
“¿Sabes cuánto vale ese altavoz?”
“Las guerras son capas. La capa base es el territorio, la tierra. No confundir con las raíces. Luego la cultura, la gente que la puebla. Otra capa es la economía. Otra son los enemigos, los intereses colectivos, los individuales. Cada capa tiene subcapas. Las guerras son capas, estratos. Necesito gente que sepa analizarlas, que sepa diferenciarlas y que me diga que subcapa es la que interesa a esta empresa. Hace falta elegir la subcapa adecuada y volcar ahí nuestro esfuerzo, intenciones y recursos. Hace falta mandar a alguien. Hace falta financiación. Acudir al campo de batalla con los deberes hechos. Saber con quién hablar, a quién comprar. Tierra, personas, intereses. Una acequia de la que beben los campos. Un terreno baldío que no quiere nadie. Hace falta bloquear un ámbito. Comprar barato. Hace falta mandar a alguien. ¿Dónde está Terry? Para una cosa así hace falta alguien como Terry. ¿Cómo se vuela a Tanzania? ¿Qué aerolínea? ¿Escalas dónde?”
“Mil dólares. Mil quinientos. Dos mil”
“Un altavoz inalámbrico. Sonido cristalino. Un altavoz que mejora la canción”
“Los venden también en blanco”
En la pared hay un cuadro con un letrero de se-vende. Arte moderno. Sixto lo compró en Londres. También había flores de plástico, una bombona con agua mineral, un tablero al otro lado de la oficina con taburetes y lámparas de foco colgantes. Una pizarra transparente, una foto del campo de los Brooklyn Dodgers cuando jugaban en Nueva York en los años cuarenta. The Polo Grounds. Otra foto debajo donde Bobby Thomson y Ralph Branca se dan la mano. Un modelo de prototipo de aeronave que fue desechado por la USAF en los años ochenta. Una noria hecha con alambre, un ciempiés disecado, una bola de cristal del tamaño de una pelota de béisbol, un soldado de juguete con paracaídas.
Mara escribe en su MacBook Air más rápido que el discurso hablado. Viste faldas y vestidos y chalecos de hombre. Es una mujer con tienda de ropa favorita y cafetería favorita y bar de zumos favorito y tintorería favorita y que necesita de las canciones de Ryan Adams para saber cómo se siente realmente. Nos dice que tendrá un informe sobre Tanzania mañana por la tarde. Primera mano. Gente presente en el nacimiento de la guerra. El informe en sí estará listo por la mañana pero necesita traducción. Mara en su apartamento tiene una lámina colgada del jefe Cheyenne Pequeño Lobo. Mara habla por encima de los demás. Nunca se siente atacada. República Unida de Tanzania. Casi mil kilómetros cuadrados. La mosca tsé-tsé vive en el centro. Solo hay un volcán activo, el Oi Onyo Legaï. Minas de oro, reservas de gas natural, café, algodón, té, diamantes.
“En Tanzania coexisten 127 idiomas”
Sixto se levanta y pregunta si ha llegado ya el dron. Richard descuelga uno de los teléfonos, marca un número y pide hablar con expediciones (planta 124). Nadie le puede atender porque es hora punta de aterrizajes. Le piden llamar de vuelta en diez minutos.

Cuando un silencio se establece en la oficina, cuando hace falta un puente para pasar al siguiente momento, nos tocamos la ropa por defecto, los puños de las camisas, el cuello, la corbata. Nos cruzamos de piernas, miramos para otro lado. Mara manosea la taza de café con la mente en otro sitio. Se mira el móvil en busca de nuevos emails donde depositar la atención. Los cuerpos incomodan cuando no hay nada qué hacer, cuando hacen falta enganches. Alguien se acuerda de algo, generalmente Richard. Yo me miro la suela de las botas por si acaso un chicle. Se advierten imperfecciones, arrugas, elementos asimétricos, un cuadro desviado, una bombilla inhabilitada. Sixto respira hondo, cierra los ojos, empuja el momento. Un hotel en Arkansas, dice. ¿Quién iba a ir a Arkansas? Yo. Me dice que recuerda un hotel muy recomendable. En las afueras. Un hotel que no era tanto hotel sino casa de huéspedes. Una casa vieja por fuera pero nueva por dentro. Una cocina enorme. Calefacción subterránea, debajo de las baldosas. Describe lo que se siente al pisar una baldosa templada. Parecido al masaje. Richard menciona un restaurante. Mara dice no haber estado nunca en Arkansas. Richard dice haber trabajado allí dos años. Un restaurante que tal vez ya no exista. No recuerda el nombre pero se acuerda del menú. Daban lentejas.

Friday 25 November 2016

Rick Manniesky

Para subir a la setenta y dos era necesario tomar tres ascensores. Sixto vivía entre la noventa y la noventa y cinco donde gran parte de los brokers de TRAX y el management de Swiss, Carradine, Texaco, Moll & Moll. Cuando entré se hablaba de una empresa en Arkansas. Dos hermanos habían dejado los estudios y dirigían ahora, bajo las siglas de su apellido, la Experiencia del Titanic. Claudio, Mara y Richard opinaban mezclando expresso y Perrier. Construir el Titanic a medida, una réplica. Vender la experiencia del Titanic. Meter a todos pasajeros a bordo y llevarlos al ártico donde implementar el naufragio en el mismo punto, a la misma hora. La gente pagaría según la experiencia deseada. Si querían salir rescatados en bote antes del hundimiento, tanto. Si querían irse abajo con el buque y ser rescatados del agua, tanto. Si querían permanecer a flote un rato, abandonados a la oscuridad, otro tanto. Iba hacer falta que uno de nosotros viajase a Arkansas y departir con estos chicos. Adelantarse al último rizo. Estudiar la viabilidad del proceso. Cuánto costaría el barco. Quién construiría la réplica. De dónde se sacarían los muebles. Iba a hacer falta que uno de nosotros se desplazase a Arkansas. Coger el Pontiac, salir del parking, bajar al downtown, coger la 80, salir de la ciudad, pasar por Salt Lake, Rock Springs, Cheyenne, entrar en Nebraska, coger la 29, parar en Kansas City. Tratar de ver más allá del paisaje y las prisas. Lo que nos dijo siempre Sixto. Tratar de encontrar más allá. Entrar en cualquier tienda, hablar con la dependienta, preguntar direcciones, recomendaciones, decirle que tiene un nombre muy bonito. Descubrir allí donde no mira nadie. Parar en Kansas City y buscar en la agenda de contactos por si acaso alguien viviese allí. Conducir por Walnut Street, aparcar en cualquiera de los parkings de Grand Boulevard, entrar en Anthony’s y pedir la lasaña tradicional de Teresa. Pasear la comida en Davis Park. Mirar el reloj y bostezar y señalar con el dedo el hotel donde quitarse los zapatos y poner la tele y llamar a Marian para dar las buenas noches.

Mara dice que Peter Morgan de futuros solo concede entrevistas en uno de los campos de golf del complejo. Hay otro proyecto que tal vez necesite de Peter Morgan. Un marine. Un ex-marine, piloto de drones. Mataba a distancia, desde una base en Delaware. Un chaval que reclutaron por sus habilidades con la Play Station. Campeón o subcampeón de un torneo internacional de un juego muy famoso. Un juego de guerra donde hacía falta puntería y manejar bien los tiempos. Un torneo que organizaba la firma que había producido el juego. Alquilaban un hall en una universidad, un pabellón deportivo. Ponían hileras de tableros y metían cientos de PCs con sus respectivos dueños. Sudaderas con capucha. Chocolatinas con galleta. Toda clase de zumos y derivados en tetra brick. Cajas y cajas de Coca Cola Zero. Un torneo donde se juntaban los mejores del mundo previa invitación de la firma. Billetes pagados. Estancia en hamacas dentro del recinto. Colchonetas por todos lados. Furgonetas que vendían hamburguesas y pulled pork y burritos con carne y chorizo caramelizado. Alguien dentro del ejército recibe una llamada de alguien de la empresa organizadora. Hay un chaval, le dice. Tantos años. Vive en Delaware con su padre. Por el día va a clase, por la noche despunta en artillería pesada, blancos móviles, disparos sin ángulo. Un chaval perfecto para el nuevo programa. Gracias por el contacto. ¿Qué hay de lo mío? La seguridad no tiene precio. Dinero contante y sonante. Un tipo de la firma que hace la llamada desde una plataforma elevada sobre los jugadores. Habla con el ejército sin desviar la mirada del chico. Diecisiete años. Dieciocho como mucho. ¿Cuál era la póliza respecto a la edad? En las guerras no hay edades. Si no matas te matan. Un chaval que vivía con su padre en Delaware. Un chaval llamado Rick Manniesky.

Monday 21 November 2016

Había un bar en Nelson Avenue

Había un bar en Nelson Avenue donde íbamos a comer lasaña. Hacía mucho calor, el bar no era italiano y sin embargo no recuerdo otra cosa que la lasaña. Se llamaba Alberto’s. Nelson Avenue, cerca de una farmacia, casi siempre hacía calor. Hanna vestía camisetas abiertas. Había un jukebox, los baños estaban a la derecha. Detrás de la barra; chicas polacas, lituanas, eslovenas. A Hanna se le veían las tiras del sujetador cuando apoyaba los codos en la mesa y gesticulaba para contarnos que unos amigos estaban planeando robar un banco pero solo de broma para poder filmar las reacciones de la gente y luego hacerles entrevistas al respecto. Un banco cualquiera. Un banco en el midtown. Charly y yo siempre pedíamos lasaña. Alguien entraba, se sentaba a nuestra mesa, pedía costillas. Luego Hanna se pedía una hamburguesa y yo recuerdo las botellas de ketchup, mostaza y salsa bourbon-barbacoa superpoblando la mesa. 

Charly y yo nos rezagábamos a la hora de ir a casa y nos sentábamos en cualquiera de los bancos al otro lado del parque, en Pencester Road, y bebíamos Coca Cola y hablábamos de proyectos musicales y de formar una banda y hacer gira en Arizona, Arkansas o cualquier otra población que empezase por Ar. El bar Alberto’s tenía unas líneas verdes tipo Seven Eleven en la fachada. Por las ventanas se veían pasar mujeres embarazadas con amigas, señores que iban vestidos como si fueran arquitectos, niños encorriendo niños, pájaros de clase baja que se posaban en los postes de la luz a mirar el poco tráfico que discurría en los mediodías, Dodges y Fords y algún que otro Chevy circulando dos millas por encima de lo permitido en dirección a Stanley Park o la zona suburbial recién construida al otro lado del río, casas de tres, cuatro y cinco dormitorios, piscina compartida, cámaras de seguridad, familias con perro, mujeres llamadas Nancy o Sharon o Veronica.

Hanna me preguntaba qué iba a hacer con mi vida después de la universidad. Yo le decía que había una pareja de amigos que vivían en un faro que hacía las veces de casa y que tenían una radio con la que hablaban con capitanes de buques mercantes. Un faro ocupado. Ella me pedía que pasara lo que pasara que no acabásemos nunca como nuestros padres o los padres de estos. No alquilemos ninguna caravana para salir en busca de una puesta de sol muy famosa, no entrar en hotelitos de montaña con calles llenas de hojas y folletos de actividades en la entrada.

Charly tenía un libro de aprende a tocar el bajo como Jaco Pastorius. Yo hacía ejercicios vocales para cantar como Jimmy Page. Pasábamos horas en el sótano de su casa pensando cómo serían nuestros ensayos una vez tuvieramos claro el tipo de música que queríamos hacer. Qué días ensayaríamos, cómo dividiríamos los ensayos. Luego en el mes de abril una familia nueva ocupó la casa de al lado de los padres de Charly y la habitación cuya ventana daba a la habitación de Charly fue habitada por una chica de dieciseis años llamada Minerva Howard. Que Minerva formase parte del vecindario no significaba que formase parte de nuestro universo porque nuestro universo a diferencia del otro universo sí que era finito, tenía límites, la valla que separaba las dos casas, la línea física entre los número 53 y 55 de Mayfield Avenue.

Charly andaba absorto haciendo aviones de papel con precisión milimétrica. Antes de cortar el papel formulaba ecuaciones donde hacía falta dividir algo por otro algo para obtener un resultado que indicase el ángulo de las alas con el fuselaje. Si por aquel entonces hubiese habido concursos de aviones de papel Charly los habría ganado todos. Dentro de casa se ponía el sombrero de cowboy de su padre. Escuchábamos discos de Motley Crue y Soundgarden y Stone Temple Pilots a la vez que diseñábamos vidas sin partidas de poker entre semana, sin puros ni alitas de pollo, sin superbowl weekends, sin tabernas con grifos Bud Light ni chicas con pantalones acampanados que escuchan folk y besan sin prisa.

Friday 26 August 2016

Cartas a Anita Dupont III

Anita Dupont
Café del Paramo
Plaza de Santiago 6
28013 Madrid, Spain

Anita:

Cuando uno vive en la Calle Eugeniu Carada de Bucarest lo hace con la sensación de estar viviendo del lado donde la imperfección manda. Nada que objetar con la calle en sí, Anita, uno podría cerrar los ojos y pensar que está en Bratislava o en Oslo o si me apuras en Gante. Uno vive en esta calle y da igual que se esté del lado de los pares o los impares, es otra cosa. Entrar al café donde me siento a leer un periódico que no entiendo por estar en Rumano, Barni el camarero que me sonríe pero con desconfianza, como se le sonríe a un loco. Me siento con la cerveza tibia y el cuaderno y por los cristales de las ventanas no se ven catedrales ni chicas bonitas ni cosas que estén a punto de suceder. 
Anita, ¿tú sabes quién es Emir Kusturica y la No Smoking Orchestra? Aquí Barni me habla de ellos como si fueran familia cercana, me dice que me acerque y le da al móvil y el sonido es catastrófico. Yo trato de decirle que tú y yo una vez en el mismo café de la Plaza Santiago al que te escribo nos encontramos con un tal Peter Donachie que nos juraba y perjuraba que él había sido el principal fundador de Radiohead, guitarra solista, creador de ideas, catalizador del talento posterior. ¿Te acuerdas que nos preguntaba cómo traducir estopa al inglés? Amalgador, aglutinador, pegamento que enlazó lo que luego terminó siendo. Debían de ser las dos de la mañana y tú le decías a la chica de la barra sobre la importancia de poner la cantidad exacta de espuma en la cerveza. Tuviste que meterte dentro y explicarle sobre el ángulo al que se tenía que poner el vaso. Pediste una servilleta donde escribir una fórmula que tenía en cuenta la presión, el ángulo, la temperatura, la forma con la que había que coger el vaso, nunca agarrarlo de aquí o de allá, si era San Miguel así o asá, mientras el chico de Radiohead y yo jugábamos a un juego de cartas recién inventado y me contaba sobre su pueblo natal, Tarvin en Chesire. Luego viniste tú y sugeriste aplicar nuevas reglas al juego recién inventado con la intención de otorgar dinamismo, para que fluyera mejor la cosa y para que al final se pudiera saber con seguridad quien era el ganador y quien el perdedor.
Anita, hoy he bajado a la embajada a preguntar y me han dicho que todavía hay guerra, que la paz está al caer pero que todavía hay guerra. Yo he perseguido precisión. He sugerido que si fueran tan amables de escribir aquí, en este papel de este cuaderno, si fuera usted tan amable de poner la fecha y la hora de esa paz que está al caer, yo podría empezar con los trámites y el proceso de mudanza, visitar una agencia de viajes, preguntar a qué hora sale tal o cual tren, comparar el precio de volar directo o con escala en Bruselas, ir al bar de Barni y pedirle una cerveza con otra cara, con la sonrisa del que se sabe vencedor de algo. Decirle también a Veroniq que ya no hace falta que limpie a partir del día tal, salir de casa y caminar por la calle Eugeniu Carada con otros ojos, mirarlo todo otra vez de manera distinta, no como la primera vez pero con la sensación de que tampoco será la última, marcando las legañas en la fachada de esa casa que es mitad casa mitad iglesia, la mujer con el pañuelo blanco en la cabeza, el olor a patatas fritas que se desprende de su boca cuando habla para decir lo que supongo serán los buenos días.
Anita, esta vez te escribo al café de la Plaza Santiago no tanto porque exista una posibilidad mayor de que así la carta acabe en tus manos sino por lo mucho que me acuerdo de la noche aquella con el tal Pete Donachie y lo mucho que nos reimos una vez terminada la partida de cartas cuando tú convenciste a la chica de la barra que una reorganización del local era necesaria en ese preciso momento.

Siempre tuyo


Barnaby II

Tuesday 9 August 2016

Las chicas del 17

Las chicas del 17 insistían en los beneficios que otorgaba el vóley playa. Estrategia, concentración, sincronización… valores todos muy necesarios a la hora de la invasión. Cuando vieron al cura pasearse por el hall del hotel, Manuel Acacia dijo que allí nadie había pedido un cura. Sensato se quejaba de que tuvieran la música tan alta. El ala oeste se llenaba de gente adicta al trasnochar. Iba a hacer falta que alguien ayudara a desplegar las cortinas de la puerta que daba al balcón. Juanma y Savio advirtieron que la isla ya no formaba parte de ninguna monarquía. El Estado Mayor les había otorgado el grado de república independiente. Sir Wilfred Houston había ocupado dos minutos de su tiempo en ponerse al aparato y desearles lo mejor. Les dijo que se acordaba como si fuera ayer de la última vez que visitó el hotel, todavía de la mano de su madre. La fachada blanca y el ruido del mar que taladraba la playa. Los chicos seguían sin tener claro sobre la necesidad de limpiar el litoral. El orden, la limpieza y la pulcritud no siempre invitaban al asalto. Margarita Freemont se interesaba por los avances del proyecto de manufactura del órgano Hammond. Juanma y Savio aseguraban que estaba al caer. Cuatro o cinco semanas como mucho. Dependía del tiempo que pudieran dedicarle enteramente. Preparar la isla para la invasión y construir un órgano medianamente competente no eran labores fáciles de alternar. Habían solicitado no tener que acudir a los dos ensayos de la tarde. Si conseguían esas tres-cuatro horas libres, el órgano estaría listo antes de tiempo. Si las fechas fuesen favorables, creían que tendrían tiempo para dar unos cuantos conciertos antes de la invasión (cosa que no vendría mal aunque solo fuera por aquello de ensayar). Margarita Freemont era una de las pocas personas en la isla con derecho a no acudir a los ensayos. Por algo era una actriz de renombre. Por algo la habían traído en hidroavión. Por algo le habían asignado una de las pocas habitaciones en la planta alta del hotel. Juanma y Savio le pedían que interviniese por ellos. Ella les podía ensenyar a actuar. Clases privadas. Lo que fuera con tal de no acudir a los ensayos generales de la tarde. A Margarita Freemont le daba por reírse a carcajadas. Basculaba la cabeza hacía atrás, sentada en la butaca amarilla, con las piernas cruzadas, la media melena rizada, los collares de plata que hacían chin-chin.

Los arrebatos del Hotel Manager

Los arrebatos del Hotel Manager y su manera de verbalizar, el gesto enfático en las vocales tónicas, la manera dibujo-animada con la que salía corriendo. Nunca nos dijo de su pasión por el tenis. Luego nos enteramos que con veinte años fue número 3 por Moldova y que ganó varios torneos. Existió el Acvila Tennis Club. Existió un revés cortado largo muy difícil de devolver. El hotel manager se llamaba Sensato y nos decía que por allí abajo estaban las cavas. Allí estaba el Bollinger Vintage. Todavía quedaban botellas. Esa puerta tenía sus llaves y sus cerrojos pero de momento estaba prohibido consumir. Si empezaban a beber ahora no quedaría nada para después de la invasión. En la piscina había aparecido flotando una botella sin mensaje dentro. Heidsieck & Co Monopole. Sensato había mirado para otro lado. Anita Dupont estaba al caer y no quería numeritos. Venía en una lancha rápida con para-sol. Savio gritó a viva voz el punto de velocidad necesario para que una lancha fuese considerada “rápida”.

Sunday 7 August 2016

Los Días Previos a la Invasión

Max Bogarde había avisado de que Anita Dupont no esperaría for-ever. Juanma y Savio habían dado con una frecuencia en la que se emitían mensajes en clave. Los chicos no se daban ninguna prisa por limpiar la playa. Una playa limpia no invita a desembarcos, había dicho Margarita Freemont con poca convicción, echándose una tercera cucharada de azúcar al café, malgastando la tarde como la solíamos malgastar todos en aquellos días previos a la invasión.

Saturday 7 May 2016

Cartas a Anita Dupont (II)


Anita Dupont
Café Berlín
Costanilla de los Ángeles, 20
28013 Madrid, Spain

Anita:

A vivir en la Calle Eugeniu Carada de Bucarest es difícil acostumbrarse. ¿Quién era en la novela de Cortázar, qué personaje decía aquello que nos aprendimos de memoria de la Impasse del Astrolabio? 62 modelo para armar. “Por aquel entonces vivía en la Impasse de l’Astrolabe dado que cuando existe un lugar con un nombre así ya no se puede vivir en otro sitio”. Cuando existe un lugar llamado Calle Eugeniu Carada a uno le da por pensar en los sitios que echa en falta, sobre todo Cambrils aunque sea más por el olor que por el pueblo en sí. Los tomates aquellos que le compramos al agricultor en el campo, ¿te acuerdas? Tú te empeñabas en querer pagarle el doble de lo que nos pedía a la vez que le explicabas sobre Covent Garden, las tiendas orgánicas y lo mucho que se pagaba en según qué sitios el producto local de temporada. El hombre llevaba queso, pan y vino en una bolsa y se quería sentar debajo de una higuera a comer, no le apetecía seguir discutiendo el precio de los tomates. Te acuerdas que nos sentamos con él y tú te bebiste más de media bota de vino. Nos dijiste que en bota te enseño a beber tu abuelo Nicanor. El hombre nos nos hizo mucho caso. Nos preguntó que cuántos carajillos nos habíamos bebido y tú le contentaste que el Baileys en sí no emborrachaba, simplemente engordaba. Yo llevaba las gafas de sol de aviador de mi padre, unas Ray-Ban compradas en Andorra en el 1988. El viejo llevaba un transistor y tú te empeñabas en poner Radio Clásica. Al final se marchó y nos quedamos los dos allí un rato, sentados bajo la higuera, comiéndonos los tomates como si fueran manzanas.

¿Te llegó la carta que te mandé la semana pasada? En el consulado me dijeron que había habido un alto al fuego en una zona del Pirineo por donde ahora estaban intentando que pasara el correo. No me dijeron si tenía más posibilidades de que te llegase o no, simplemente comentaron que se había formado una especie de corredor por el que de momento no caían bombas. Los del consulado también me dijeron que era preferible no mandar todas las cartas al mismo café. La carta anterior la mandé al Café el Espejo en Recoletos (te lo digo por si está te llega y la otra no). Ésta la mando al Berlín. Espero que alguien la abra y la lea y sepa quién es Anita Dupont.

Aunque no me escribas yo me imagino tus cartas llegando al buzón del número 23 de la Calle Eugeniu Carada de Bucarest donde ahora mismo he conseguido una televisión por medio de esa tal Veroniq que me viene a limpiar, de la que te hablé en la otra carta. He conseguido una televisión vieja y ayer por la noche imagínate cómo de piedra me quedé al ver que daban el Apartamento. En rumano, claro. Daba igual que no entendiese nada, me la sé de memoria. Me quedé en casa viendo el Apartamento en Rumano y le tuve que decir a Veroniq que se fuera porque necesitaba estar solo. Da gusto ver una película tan buena sin la impertinencia de las bombas explotando aquí y allá. Por aquí siguen sin tirar nada. En el consulado me han dicho que no pueden prometer nada. De momento aquí no caen bombas, de momento aquí se está bien pese a la mortadela.

En el aparato de música ya no pongo El Último de la Fila, me he cansado. Hay un chico inglés que se llama Benedict y que ha venido aquí a hacer un estudio sobre Bram Stoker y que solo se queda aquí unos días antes de partir a los Cárpatos. Me ha invitado a que le acompañe pero no voy a ir porque detesto el campo. Benedict me ha dicho que la vida no da para mucho. Uno se levanta, trabaja, quema calorías para luego llegar a casa y comer steak and ale pie con patatas y gravy. Benedict me ha dicho que a la tristeza o a la alegría no se les puede dar muchas vueltas. No sé cómo se traduce “pie” al castellano. ¿Tarta? ¿Empanada? Benedict me dice que las fresas de su pueblo están muy buenas.

Anita, en el consulado me siguen diciendo que no saben cuándo va a acabar la guerra. A mí me gustaría mucho proponerte que nos vayamos a cualquiera de los pueblos esos que me dijiste por los que en los meses de mayo pasa el circo. Podríamos irnos a vivir de prestado y esperar agazapados hasta que llegue el Circo Ruso o el Mundial y así poder acercarnos a las caravanas, cuando no nos vea nadie, y hacernos amigos de la Mujer Barbuda o del Hombre Bala.

Siempre tuyo

Gabriel

Sunday 13 March 2016

El Androide Bogarde

Sobre el tejado del número dieciséis de la Calle Ávila colgaba una trompeta de color plata. Solo se podía ver si uno pasaba de largo hasta llegar a la intersección con Maestro Cano y se subía encima del banco que había junto al buzón. De puntillas, encima del banco, estirando el cuello a más no poder, se veía una mitad de la trompeta. Ese era el único punto desde donde el ángulo daba para poder ver la parte del tejado donde yacía la trompeta. 
Aquella tarde, en el casino, había preguntado por los residentes del edificio. Habían vivido varias familias desde el 97. Arrendatarios que habían huido de la ciudad seducidos por la novela pastoril, vivir de la tierra, entender el campo. Emigrantes filosóficos. Una familia de cinco. El padre se llamaba Jaime y la madre Nicanora. Duraron tres años y pico. Lugo la casa estuvo vacía. Luego vino la guerra. Luego el hombre que no se hablaba con nadie, el inventor que recogía chatarra como materia prima para la construcción del robot Bogarde. Luego vino el arresto y hay vecinos que aseguran que el robot vivió ahí un tiempo a solas aunque la policía nunca pudo corroborarlo. Cada vez que una llamada a las tantas, cada vez que un vecino llamaba al 091 jurando que había movimiento de procedencia androide en la casa, la policía acudía y siempre encontraba la estancia vacía. En aquel tiempo las autoridades desconocían la existencia de la trompeta.
El pueblo ya no es lo que era, me había dicho Arturo apoyado en la barra del casino. El suelo estaba lleno de servilletas, colillas y cabezas de gamba. La ley había cambiado, habían llegado forasteros y para colmo el circo permanecía medio año acampado en las eras altas. El circo se quedaba medio año y los críos terminaban haciendo migas con el domador de leones. A la mujer barbuda se le había visto en la carnicería comprando salchichas y bacon con las que aderezar el desayuno inglés del señor Jonathan.

“Volviendo al androide” dije quitándome de encima la conversación del circo.