Sunday 24 July 2022

Sin geranios en las manos

         Me dijo que se llamaba Harmony, que nunca llegamos a presentarnos. No me contó de su niñez ni de las razones de su presencia aquí. Me contó sin embargo de un pescador japonés que el día del tsunami había salido a pescar temprano y que se salvó del maremoto por haber estado lo suficientemente mar adentro. Notó una ligera ola, poco más. Se había hecho pescador ese mismo día, con 69 años. El día anterior había conseguido vender todas sus pertenencias y se había comprado un barco, todo el mismo día de antes del tsunami. Cuando terminó de contar la historia se quedó mirando fijamente dos geranios que había en el balcón. Los cogió uno en cada mano, puso cada maceta en una palma y se puso a caminar por el piso como si fuera un equilibrista haciendo la cuerda fija, con suma concentración que solo se vio cortada por el sonido del móvil de Gerónimo quien contestó en japonés para decir que ahora mismo iba.

“Son clientes, me tengo que marchar. Ustedes se pueden quedar aquí si quieren”

Tan pronto se marchó, Harmony me dijo que se tenía que comprar un ventilador y que nada agradecería más que si pudiera acompañarle. Yo tenía ganas de irme a casa a masturbarme pero le dije que sí, que la acompañaba, que faltaría más.

El tipo este, el japonés, luego se hizo rico. Pesca radioactiva que la llamaban. Una sumisión de poderes tras la catástrofe, un tipo con un barco, el único barco, apenas auto-nombrado pescador del año. Pero claro, olvídese usted de esos peces y déjenos el barco para rescatar personas, u objetos, para deambular de aquí a allá por si acaso alguien desde el tejado de su casa. Déjenos su barco, se lo pagaremos con creces, en especies. Y luego el tipo se fue a Boston, Massachusetts. Cuántos años tendría por entonces, qué sé yo, setenta y pocos. Y una amiga mía lo conoció. Por aquel entonces se había hecho famoso en los círculos post-catástrofe natural.

Para mí la catástrofe residía en la paridera de mi abuelo, pienso mientras Harmony habla. Es difícil crecer habiendo tenido un principio tan bueno, esto pasa mucho en ciertas películas, en ciertas novelas o poemas donde la primera frase es tan buena que luego resulta imposible estar a la altura. Se podría ver como una responsabilidad demasiado grande. Y mírame tú ahora, quién me iba a decir a mí. Por cierto, odio los vasos de tubo. Será porque crecí a finales de los ochenta, principios de los noventa, en mi pueblo, donde hasta la cerveza se servía en vaso de tubo.

¿Qué hora sería fuera en la calle? Un tiempo distinto al que discurría dentro del ático de Gerónimo. Harmony había traído una especie de robot batidora de su casa, una botella de tequila y una mezcla para hacer margaritas. Me dice que no me preocupe, que pondrá muy poco tequila, que será como no beber alcohol. ¿Qué hora sería en la calle?

¿Has visto como habla la gente que compra pan del bueno? Esa necesidad que tienen de explicarte que ellos el pan lo compran en Panifiesto porque eso sí que es pan, y lo que dura. Me gusta la necesidad que tienen de explicártelo. No solo te dicen dónde lo compran y el porqué sino que especifican la hora y el día, te cuentan el ritual y existe cierto aire de auto-gratificación en ello. Se establecen en una clase aparte. Para ellos su bandera, para nosotros la nuestra. Esos calzoncillos ahí tendidos, por ejemplo, ¿cuánto tiempo llevan ahí?Exacto.

En la calle deben ser las ocho y pico, aquí, con el primer sorbo del primer Margarita, las seis o las siete. Luego se baja a la calle y existe un periodo que suele durar entre 10 y 20 minutos en el que un tiempo se va fusionando poco a poco con el otro, algo similar a sintonizar un canal de radio, las interferencias primero, los ajustes, sonidos de fondo de otra emisora, hasta que poco a poco se alcanza la misma banda sonora. A veces uno va por la calle y la sintonización todavía no es perfecta. Se puede uno tirar días así.

Harmony vuelve a hacer el número de los geranios. Cada maceta pesará dos kilos. El número de equilibrismo tiene un rizar el rizo debido a la inclinación del techo y a la insuficiencia de metros cuadrados para tal número.

Yo tenía un abuelo, le digo ahora sí de viva voz, y una abuela que se sentaba en el patio a comer melón. Cortaba rodajas con una mano mientras sujetaba con la otra el melón entero. La rodaja que cortaba, su mano derecha y el cuchillo eran todo uno. Parecía estar tocando un instrumento musical. Por cierto, ¿dónde ha ido Gerónimo?

No le ha llamado ningún cliente japonés. Se habrá ido a comprar otro violín.

¿Cuánto vale un violín?

Se asoma al balcón y dice no tener muy claro porqué sale la gente a la calle con tal intensidad, adonde van no en el sentido físico, el otro.

Es todo demasiado cerebral, muy automático, son inputs, las neuronas, la manera que conectan y mandan señales como si fueran notificaciones, se les cae la casa encima a esta gente y tienen un deber que es salir a ver esto, quedar a tomar café con alguien, todo pre-organizado, existen agendas, chicas que de tantos planes es necesario una pizarra en la cocina donde se exhiben tablas con horarios, lugares… Les falta lo más importante, escribir la razón por la que salen a la calle a ver a esa persona, a hablar de qué, dónde está la necesidad. Y todo esto, como lo demás en la vida, ocurre mucho sin tener esos para qué, la acción y el movimiento suplantan a la razón hasta convertirse en eso mismo. Haga usted analogías, los incendios por ejemplo. Si esto no son incendios yo no sé. No solo se camina con el móvil en la mano sino que se camina deprisa. Es todo muy sinfónico, muy orquestal, digno de exposición.

¿Hubo algún signo de todo esto? ¿Alguien en Wall Street predijo hace años que esto iba a ser la norma?

Míralos, hordas de gente que caminan sin geranios en las manos.

Saturday 23 July 2022

Descuartice ese violín por favor

                 Serían las 5 de la tarde cuando cogí la gabardina y salí de la sede de Salchichas de Pollo Inc. Bajé las escaleras y salí del portal con papeles bajo el brazo. Al girar por Martín de Paredes un señor descuartizaba un violín.

Un tipo toca el violín como si el planeta tierra estuviera fuera de contexto. Yo estoy parado, la plaza se difumina, dios pone el foco en ese tipo y todo lo demás queda desenfocado. Se aglutina el tiempo justo ahí, en esa esquina. Los minutos y los segundos se atascan en un cuello de botella. No existe nada más que esté pasando en Madrid capital. Escucho la música y miro hacia arriba intentando contar en vano los actos que nos preceden. Una niñez con abuelos, una primera comunión, un aula escolar con pupitres, un primer beso, una muerte de pueblo. Ciento y pico años. Doscientos y pico años. Un paisaje del este, un pabellón b, un distrito 22, los jardines colgantes de Babilonia, piscinas infinitas en hoteles verticales, el Filipinas Bank. Bajo la vista y el tipo descuartiza el violín como si fuera parte del acto. Hay más gente que se ha parado a mirar. Un tal Romero que trabaja de camarero en un bar cercano. Alguien come patatas fritas de una bolsa y sigo sin dar con la tecla de la composición. Mis leves conocimientos de música son suficientes para saber que el violín está siendo usado para descomponer algo que en su día fue compuesto en Viena o en Salzburgo. Para poder doblar las notas como las dobla ha tenido antes que aprender a la perfección la composición inicial, ha tenido que estudiarla de arriba abajo, entenderla, comprender las causas de dicha composición, el contexto, el año de la creación. El porqué de doblar las notas, forzarlas, estirarlas hasta que se salgan del pentagrama, cortarlas por abajo, ponerles una peluca verde, desinflarlas, es algo imposible de explicar. Él tampoco lo sabe. Se revuelve con el violín como si fuera un perro rabioso que se le ha tirado al cuello y lucha por quitárselo de encima. Yo miro para arriba y luego para abajo y a continuación le pregunto a Romero que dónde coño estamos. Sus ojos andan un pelín desorbitados. El acto concluye con el violín en el suelo hecho astillas. Ya no hay nadie más excepto el tipo y yo. Desconozco si lo he soñado. Su rostro muestra la misma descomposición física que ha sufrido el instrumento. Parece reventado, como si un exorcismo hubiera tenido lugar. Tan cansado está que me veo en la obligación de ofrecerle el hombro como apoyo y acompañarlo al bar más cercano donde pedirle un café con porras. No hay porras a esa hora de la tarde, menos en el mes de agosto.

Responde al nombre de Gerónimo y viste ropa de marca. Sin el violín y sin el éxtasis parece otra persona. Cuando vuelve en sí me pregunta que dónde estamos, que quién soy yo, que si he visto un violín que llevaba consigo hace un rato. Cuando el camarero trae los cafés dice qué mierda es esta.

Al contarle lo sucedido parece recordar vagamente. Luego se pregunta a sí mismo qué será de las astillas del violín en la calle, adónde irán a parar. Lleva un pin en la americana de lino con un símbolo extraño. Gradualmente va prescribiendo su locura, se va convirtiendo en una persona normal, el increíble Hulk desaparece paulatinamente. Se disculpa con el camarero, cambia su pose en la silla, se atreve a sonreírme y dice tener hambre. Todavía no se interesa por mí y mira la hora como la mira cualquier ser humano que tiene cosas que hacer. Tras el café pide dos copas de coñac, yo desecho la mía con la mano y se toma las dos. Del bolsillo saca un fardo de billetes, se acerca a la barra, paga y se detiene en la puerta, antes de salir, haciéndome el gesto de venga que nos vamos.

Soy Gerónimo, me dice en la calle, agente de bolsa. Vente conmigo, tengo que pasar por casa, luego nos vamos a dar una vuelta.

Seguro que en las terrazas o en los parques las chicas hablan y más que decir cosas son pepitas de sandía lo que escupen, que se hacen pasar por palabras. Cohabitan muchos oye-tía, se planifican futuros a corto plazo que incluyen actuaciones de Grant Jones y ballets clásicos y destinos a los que llegar. Hablan de la vida como si fuera un folleto de una agencia de viajes y donde es preciso un vestido de Mango y una pulsera de plata pero oh cada vez que una de ellas se echa el pelo hacia atrás y sacude la cabeza y ya todo se convierte en verso del poeta más imitado. 

Madrid se descentraliza cada vez que alguien habla por el móvil y pasan los Uber y allá en la Glorieta de Velázquez un grupo de palomas despistadas quiebran el aire sabiendo perfectamente adonde ir. Jesús qué calor hace en esta puta ciudad. Busquemos la sombra y caminemos todos hacia allí, siguiendo la estrella polar, que hay mucho que hacer, como por ejemplo comprar cerezas en el Mercado de la Cebada, bolsa de tela, todo tan kilómetro 0. La Sole y la Manuela se han equivocado de planta y es tomillo lo que intercambian a cambio de no impartir males de ojos. Cómo de vacía está la Gran Vía a esas horas. Cómo despide a sus rayos el gran sol que se sienta en su trono, encima de la ciudad, tan cerca que parece las patas se han resquebrajado y se nos va a caer encima, el culo se le ve desde aquí. Hay un sitio donde ponen unos martinis de la hostia. Mira la Antonia y el Javierico. Pero si a mí no me conoce nadie, le digo al tal Gerónimo. Luego me cuentas de Salchichas de Pollo, me dice. Necesitarás una banda sonora. Vamos un momento a mi casa que está aquí al lado, que me tengo que curar las manos, que se me ha metido el violín dentro.

“¿Y las astillas?”

“Déjalas que se las llevarán los de la municipal”

Es un tipo intrínseco que viene sin las medidas de seguridad necesarias para llevar una vida plena y llegar a algún lado. Madrid a estas horas es una emboscada detrás de otra, en cada calle, detrás de cada esquina, sale un vacío que golpea como si fuera una corriente de viento que andaba agazapada esperando ese arriba las manos esto es un atraco.

Del bar a la casa de Gerónimo hubo poca transición. No me dio tiempo a conocerle. Hubo un instante en el que descuartizaba un violín, otro en el que lo tuve enfrente en el bar quitándose el uniforme de Hulk y otro en el que subíamos por unas escaleras desechas por el tiempo. Desembocamos en un ático por el que resultaba necesario agacharse para circular por él.

“Jesus Fucking Christ” dice quitándose la chaqueta. “Este es el décimo violín que destrozo. Por eso vivo en este antro. Me lo gasto todo en violines”

Una vez sentados y con un vaso de agua con gas en la mano me percaté de que no tenía ni idea cuanto tiempo había pasado desde que salí de casa. Se sentó frente a mí y era otra persona. Sacó un portátil y estuvo mirando cosas sin apenas decir palabra. Luego lo cerró y quiso saber dónde vivía. A punto estaba de contestar cuando alguien llamó a la puerta. Era la vecina que necesitaba un cargador, los escuché hablar desde la entrada. Su voz me sonaba. La dejó esperando y entró a por el cargador. La puerta se abrió del todo y pude ver un cabello pelirrojo. Ella también me vio.

“El señor de la Coca Cola Zero”

Friday 22 July 2022

El Lago Ontario alguna vez

            En la sede de Salchichas de Pollo Inc el viento sopla como salido de un extractor de bar. Inés nos ha vuelto a escribir otra carta desde Turquía, sus ojos azules en cada letra, en cada palabra. Le acecha una guerra, nos cuenta como si desde aquí algo fuera posible. Ustedes no son escribas, nos dice dirigiéndose solo a mí. Ustedes andan con esas gaitas pero de mirarse al espejo lo justo. Yo dejo la carta y la meto en un cajón porque tengo cosas más importantes que hacer justo a esta hora de la tarde de un verano abrasivo, cuando bajar a la Plaza Tirso de Molina produce sentimientos encontrados, el paisaje post-apocalíptico de cada verano en Madrid, a las 4pm, cuando ni los yonkis aguantan.

Una vez en la plaza me doy cuenta que llevo la carta de Inés en el bolsillo. Un día le dije que siempre he desconfiado de la gente cuyos nombres llevan tilde a lo que ella sugirió que me tomase otra copa. La copa me lleva a mirar las terrazas de los bares casi desiertos por el calor.

El miedo a uno lo asalta sin previo aviso. Hoy estás bien y mañana también. Se asusta uno de los amaneceres también, por mucho que en Salchichas de Pollo Inc eso de las adicciones se trate de manera abstracta. Importa más llevar un sombrero de fieltro y un bigote pintado con rotulador rojo y sobre todo una lata de tomate triturado en el bolsillo de la gabardina. El objeto tiene que caber a duras penas.

Aquí muchas veces hemos abordado el tema de la nada. Y cuando hemos hablado de la nada no lo hemos hecho nunca en el sentido existencial, no. Aquí hablamos de esa nada que sí pasa. Las acciones del antes y el después. El accidente que por casualidad no llega a pasar, que se queda en nada, dicen, esa es la que nos interesa. También la sincronicidad que llevan a que en ese minuto, en ese segundo, finalmente no pase nada. Ese es un nada muy gordo para nosotros. Y nos desvivimos por alcanzarlo, o por no alcanzarlo, según las redes que se tengan para pescarlo.

Este miedo que uno lleva ahora en el pecho se parece bastante a esa cosa que finalmente no sucede porque James Bond desactiva la bomba en el último segundo y la gente dice menos mal. Eso es un poco el desembocadero de nuestra lucha diaria, fallida o no, del miedo en la boca del estómago.

Me voy a uno de los cafés de Opera a beber Coca Cola Zero y a comer pistachos y no me digan que la chica americana, pelirroja, que se sienta a mi lado y me pregunta temas geopolíticos, no me digan que no es linda. Le saco la carta de Inés del bolsillo y parece comprender todo de inmediato. Me dice no importarle, que si puede quedarse en mi mesa, que soy un tipo gracioso. Yo las manos las llevo bien pegadas al pecho para que el miedo no se me vea, para que no se me caiga allí en la mesa y destroce los vasos, las copas, las cortezas de cerdo que nos han puesto no sé a santo de qué.

Yo soy el nieto de un abuelo perfecto, le cuento. Yo soy nieto de José Mateo. Existía una paridera con corderitos, se lo juro, existen fotos que lo prueban.

El contacto se produjo como se producen todos los contactos en cualquier terraza de cualquier bar del barrio de Opera de Madrid. Unos chicos tocaban No Surprises en la calle y los dos tarareábamos la canción todavía en mesas separadas. Luego me pidió un cigarrillo, creo, o el camarero se confundió con los pedidos y me puso el vodka tonic delante y a ella la Coca Cola Zero, y creo vio en mis ojos el miedo de tener el licor delante, y se me tiró encima a retirar el cocodrilo de mi cabeza, me puso la Coca Cola sin decir mucho más y se quedó sentada a mi lado. Yo solo pude acertar a decirle que por qué tenía que ser pelirroja.

Me contó que venía de Sacramento y que vivía en una calle con nombre de perro. Su piel blanca se hermanaba con la luz que flotaba en el aire pesado, no corría viento y sin embargo daba la sensación de que soplaba en dirección a sus pecas. Llevaba unas Converse All Star y apunto estuve de decirle que en mis años mozos esas y las Stan Smith eran de lo más normal. Pero no dije nada y a cambio hablamos un rato de Radiohead. 

Conversábamos principalmente en inglés. Las horas pasaban y con ellas el miedo. El vodka se lo terminó de un trago y pidió un café para aliviarme. Tuvimos que comprar más tabaco porque la tarde había exprimido los últimos cigarrillos. Luego me dijo que sabía perfectamente quién era yo, que me había visto en muchos hombres, en muchas ciudades, en diferentes décadas. La carta de Inés se disolvía en mi bolsillo. Luego quiso saber por qué llevaba conmigo una lata de tomate triturado y sin dejarme contestar dijo deja-que-lo-adivine. Pero no supo adivinarlo, no supo cómo seguir.

Ninguno de los dos teníamos adonde ir. Nos prometimos que pasara lo que pasara no intercambiaríamos números de teléfono (yo no tenía), ni direcciones, ni citaríamos lugares ni momentos donde tal vez uno de los dos desembocase. La ciudad se achicaba en verano, eso sería más que suficiente. Me preguntó si había visitado el Lago Ontario alguna vez. Le contesté que existía un artículo por escribir. Sobre qué, me preguntó. Eso es lo de menos, le dije queriendo poner mis dedos sobre sus labios para rozarlos levemente, de manera casi imperceptible.

¿Por qué no me salvas la vida?