Friday 5 August 2022

Los Estatutos

Desatendiendo a estudios de mercado se eligió un lugar llamado Dayton, en Ohio. Salchichas de Pollo Inc nacía un 14 de septiembre con un tal Ramón Balaguer (migrante) como CEO y administrador de la compañía.

Sunday 24 July 2022

Sin geranios en las manos

         Me dijo que se llamaba Harmony, que nunca llegamos a presentarnos. No me contó de su niñez ni de las razones de su presencia aquí. Me contó sin embargo de un pescador japonés que el día del tsunami había salido a pescar temprano y que se salvó del maremoto por haber estado lo suficientemente mar adentro. Notó una ligera ola, poco más. Se había hecho pescador ese mismo día, con 69 años. El día anterior había conseguido vender todas sus pertenencias y se había comprado un barco, todo el mismo día de antes del tsunami. Cuando terminó de contar la historia se quedó mirando fijamente dos geranios que había en el balcón. Los cogió uno en cada mano, puso cada maceta en una palma y se puso a caminar por el piso como si fuera un equilibrista haciendo la cuerda fija, con suma concentración que solo se vio cortada por el sonido del móvil de Gerónimo quien contestó en japonés para decir que ahora mismo iba.

“Son clientes, me tengo que marchar. Ustedes se pueden quedar aquí si quieren”

Tan pronto se marchó, Harmony me dijo que se tenía que comprar un ventilador y que nada agradecería más que si pudiera acompañarle. Yo tenía ganas de irme a casa a masturbarme pero le dije que sí, que la acompañaba, que faltaría más.

El tipo este, el japonés, luego se hizo rico. Pesca radioactiva que la llamaban. Una sumisión de poderes tras la catástrofe, un tipo con un barco, el único barco, apenas auto-nombrado pescador del año. Pero claro, olvídese usted de esos peces y déjenos el barco para rescatar personas, u objetos, para deambular de aquí a allá por si acaso alguien desde el tejado de su casa. Déjenos su barco, se lo pagaremos con creces, en especies. Y luego el tipo se fue a Boston, Massachusetts. Cuántos años tendría por entonces, qué sé yo, setenta y pocos. Y una amiga mía lo conoció. Por aquel entonces se había hecho famoso en los círculos post-catástrofe natural.

Para mí la catástrofe residía en la paridera de mi abuelo, pienso mientras Harmony habla. Es difícil crecer habiendo tenido un principio tan bueno, esto pasa mucho en ciertas películas, en ciertas novelas o poemas donde la primera frase es tan buena que luego resulta imposible estar a la altura. Se podría ver como una responsabilidad demasiado grande. Y mírame tú ahora, quién me iba a decir a mí. Por cierto, odio los vasos de tubo. Será porque crecí a finales de los ochenta, principios de los noventa, en mi pueblo, donde hasta la cerveza se servía en vaso de tubo.

¿Qué hora sería fuera en la calle? Un tiempo distinto al que discurría dentro del ático de Gerónimo. Harmony había traído una especie de robot batidora de su casa, una botella de tequila y una mezcla para hacer margaritas. Me dice que no me preocupe, que pondrá muy poco tequila, que será como no beber alcohol. ¿Qué hora sería en la calle?

¿Has visto como habla la gente que compra pan del bueno? Esa necesidad que tienen de explicarte que ellos el pan lo compran en Panifiesto porque eso sí que es pan, y lo que dura. Me gusta la necesidad que tienen de explicártelo. No solo te dicen dónde lo compran y el porqué sino que especifican la hora y el día, te cuentan el ritual y existe cierto aire de auto-gratificación en ello. Se establecen en una clase aparte. Para ellos su bandera, para nosotros la nuestra. Esos calzoncillos ahí tendidos, por ejemplo, ¿cuánto tiempo llevan ahí?Exacto.

En la calle deben ser las ocho y pico, aquí, con el primer sorbo del primer Margarita, las seis o las siete. Luego se baja a la calle y existe un periodo que suele durar entre 10 y 20 minutos en el que un tiempo se va fusionando poco a poco con el otro, algo similar a sintonizar un canal de radio, las interferencias primero, los ajustes, sonidos de fondo de otra emisora, hasta que poco a poco se alcanza la misma banda sonora. A veces uno va por la calle y la sintonización todavía no es perfecta. Se puede uno tirar días así.

Harmony vuelve a hacer el número de los geranios. Cada maceta pesará dos kilos. El número de equilibrismo tiene un rizar el rizo debido a la inclinación del techo y a la insuficiencia de metros cuadrados para tal número.

Yo tenía un abuelo, le digo ahora sí de viva voz, y una abuela que se sentaba en el patio a comer melón. Cortaba rodajas con una mano mientras sujetaba con la otra el melón entero. La rodaja que cortaba, su mano derecha y el cuchillo eran todo uno. Parecía estar tocando un instrumento musical. Por cierto, ¿dónde ha ido Gerónimo?

No le ha llamado ningún cliente japonés. Se habrá ido a comprar otro violín.

¿Cuánto vale un violín?

Se asoma al balcón y dice no tener muy claro porqué sale la gente a la calle con tal intensidad, adonde van no en el sentido físico, el otro.

Es todo demasiado cerebral, muy automático, son inputs, las neuronas, la manera que conectan y mandan señales como si fueran notificaciones, se les cae la casa encima a esta gente y tienen un deber que es salir a ver esto, quedar a tomar café con alguien, todo pre-organizado, existen agendas, chicas que de tantos planes es necesario una pizarra en la cocina donde se exhiben tablas con horarios, lugares… Les falta lo más importante, escribir la razón por la que salen a la calle a ver a esa persona, a hablar de qué, dónde está la necesidad. Y todo esto, como lo demás en la vida, ocurre mucho sin tener esos para qué, la acción y el movimiento suplantan a la razón hasta convertirse en eso mismo. Haga usted analogías, los incendios por ejemplo. Si esto no son incendios yo no sé. No solo se camina con el móvil en la mano sino que se camina deprisa. Es todo muy sinfónico, muy orquestal, digno de exposición.

¿Hubo algún signo de todo esto? ¿Alguien en Wall Street predijo hace años que esto iba a ser la norma?

Míralos, hordas de gente que caminan sin geranios en las manos.

Saturday 23 July 2022

Descuartice ese violín por favor

                 Serían las 5 de la tarde cuando cogí la gabardina y salí de la sede de Salchichas de Pollo Inc. Bajé las escaleras y salí del portal con papeles bajo el brazo. Al girar por Martín de Paredes un señor descuartizaba un violín.

Un tipo toca el violín como si el planeta tierra estuviera fuera de contexto. Yo estoy parado, la plaza se difumina, dios pone el foco en ese tipo y todo lo demás queda desenfocado. Se aglutina el tiempo justo ahí, en esa esquina. Los minutos y los segundos se atascan en un cuello de botella. No existe nada más que esté pasando en Madrid capital. Escucho la música y miro hacia arriba intentando contar en vano los actos que nos preceden. Una niñez con abuelos, una primera comunión, un aula escolar con pupitres, un primer beso, una muerte de pueblo. Ciento y pico años. Doscientos y pico años. Un paisaje del este, un pabellón b, un distrito 22, los jardines colgantes de Babilonia, piscinas infinitas en hoteles verticales, el Filipinas Bank. Bajo la vista y el tipo descuartiza el violín como si fuera parte del acto. Hay más gente que se ha parado a mirar. Un tal Romero que trabaja de camarero en un bar cercano. Alguien come patatas fritas de una bolsa y sigo sin dar con la tecla de la composición. Mis leves conocimientos de música son suficientes para saber que el violín está siendo usado para descomponer algo que en su día fue compuesto en Viena o en Salzburgo. Para poder doblar las notas como las dobla ha tenido antes que aprender a la perfección la composición inicial, ha tenido que estudiarla de arriba abajo, entenderla, comprender las causas de dicha composición, el contexto, el año de la creación. El porqué de doblar las notas, forzarlas, estirarlas hasta que se salgan del pentagrama, cortarlas por abajo, ponerles una peluca verde, desinflarlas, es algo imposible de explicar. Él tampoco lo sabe. Se revuelve con el violín como si fuera un perro rabioso que se le ha tirado al cuello y lucha por quitárselo de encima. Yo miro para arriba y luego para abajo y a continuación le pregunto a Romero que dónde coño estamos. Sus ojos andan un pelín desorbitados. El acto concluye con el violín en el suelo hecho astillas. Ya no hay nadie más excepto el tipo y yo. Desconozco si lo he soñado. Su rostro muestra la misma descomposición física que ha sufrido el instrumento. Parece reventado, como si un exorcismo hubiera tenido lugar. Tan cansado está que me veo en la obligación de ofrecerle el hombro como apoyo y acompañarlo al bar más cercano donde pedirle un café con porras. No hay porras a esa hora de la tarde, menos en el mes de agosto.

Responde al nombre de Gerónimo y viste ropa de marca. Sin el violín y sin el éxtasis parece otra persona. Cuando vuelve en sí me pregunta que dónde estamos, que quién soy yo, que si he visto un violín que llevaba consigo hace un rato. Cuando el camarero trae los cafés dice qué mierda es esta.

Al contarle lo sucedido parece recordar vagamente. Luego se pregunta a sí mismo qué será de las astillas del violín en la calle, adónde irán a parar. Lleva un pin en la americana de lino con un símbolo extraño. Gradualmente va prescribiendo su locura, se va convirtiendo en una persona normal, el increíble Hulk desaparece paulatinamente. Se disculpa con el camarero, cambia su pose en la silla, se atreve a sonreírme y dice tener hambre. Todavía no se interesa por mí y mira la hora como la mira cualquier ser humano que tiene cosas que hacer. Tras el café pide dos copas de coñac, yo desecho la mía con la mano y se toma las dos. Del bolsillo saca un fardo de billetes, se acerca a la barra, paga y se detiene en la puerta, antes de salir, haciéndome el gesto de venga que nos vamos.

Soy Gerónimo, me dice en la calle, agente de bolsa. Vente conmigo, tengo que pasar por casa, luego nos vamos a dar una vuelta.

Seguro que en las terrazas o en los parques las chicas hablan y más que decir cosas son pepitas de sandía lo que escupen, que se hacen pasar por palabras. Cohabitan muchos oye-tía, se planifican futuros a corto plazo que incluyen actuaciones de Grant Jones y ballets clásicos y destinos a los que llegar. Hablan de la vida como si fuera un folleto de una agencia de viajes y donde es preciso un vestido de Mango y una pulsera de plata pero oh cada vez que una de ellas se echa el pelo hacia atrás y sacude la cabeza y ya todo se convierte en verso del poeta más imitado. 

Madrid se descentraliza cada vez que alguien habla por el móvil y pasan los Uber y allá en la Glorieta de Velázquez un grupo de palomas despistadas quiebran el aire sabiendo perfectamente adonde ir. Jesús qué calor hace en esta puta ciudad. Busquemos la sombra y caminemos todos hacia allí, siguiendo la estrella polar, que hay mucho que hacer, como por ejemplo comprar cerezas en el Mercado de la Cebada, bolsa de tela, todo tan kilómetro 0. La Sole y la Manuela se han equivocado de planta y es tomillo lo que intercambian a cambio de no impartir males de ojos. Cómo de vacía está la Gran Vía a esas horas. Cómo despide a sus rayos el gran sol que se sienta en su trono, encima de la ciudad, tan cerca que parece las patas se han resquebrajado y se nos va a caer encima, el culo se le ve desde aquí. Hay un sitio donde ponen unos martinis de la hostia. Mira la Antonia y el Javierico. Pero si a mí no me conoce nadie, le digo al tal Gerónimo. Luego me cuentas de Salchichas de Pollo, me dice. Necesitarás una banda sonora. Vamos un momento a mi casa que está aquí al lado, que me tengo que curar las manos, que se me ha metido el violín dentro.

“¿Y las astillas?”

“Déjalas que se las llevarán los de la municipal”

Es un tipo intrínseco que viene sin las medidas de seguridad necesarias para llevar una vida plena y llegar a algún lado. Madrid a estas horas es una emboscada detrás de otra, en cada calle, detrás de cada esquina, sale un vacío que golpea como si fuera una corriente de viento que andaba agazapada esperando ese arriba las manos esto es un atraco.

Del bar a la casa de Gerónimo hubo poca transición. No me dio tiempo a conocerle. Hubo un instante en el que descuartizaba un violín, otro en el que lo tuve enfrente en el bar quitándose el uniforme de Hulk y otro en el que subíamos por unas escaleras desechas por el tiempo. Desembocamos en un ático por el que resultaba necesario agacharse para circular por él.

“Jesus Fucking Christ” dice quitándose la chaqueta. “Este es el décimo violín que destrozo. Por eso vivo en este antro. Me lo gasto todo en violines”

Una vez sentados y con un vaso de agua con gas en la mano me percaté de que no tenía ni idea cuanto tiempo había pasado desde que salí de casa. Se sentó frente a mí y era otra persona. Sacó un portátil y estuvo mirando cosas sin apenas decir palabra. Luego lo cerró y quiso saber dónde vivía. A punto estaba de contestar cuando alguien llamó a la puerta. Era la vecina que necesitaba un cargador, los escuché hablar desde la entrada. Su voz me sonaba. La dejó esperando y entró a por el cargador. La puerta se abrió del todo y pude ver un cabello pelirrojo. Ella también me vio.

“El señor de la Coca Cola Zero”

Friday 22 July 2022

El Lago Ontario alguna vez

            En la sede de Salchichas de Pollo Inc el viento sopla como salido de un extractor de bar. Inés nos ha vuelto a escribir otra carta desde Turquía, sus ojos azules en cada letra, en cada palabra. Le acecha una guerra, nos cuenta como si desde aquí algo fuera posible. Ustedes no son escribas, nos dice dirigiéndose solo a mí. Ustedes andan con esas gaitas pero de mirarse al espejo lo justo. Yo dejo la carta y la meto en un cajón porque tengo cosas más importantes que hacer justo a esta hora de la tarde de un verano abrasivo, cuando bajar a la Plaza Tirso de Molina produce sentimientos encontrados, el paisaje post-apocalíptico de cada verano en Madrid, a las 4pm, cuando ni los yonkis aguantan.

Una vez en la plaza me doy cuenta que llevo la carta de Inés en el bolsillo. Un día le dije que siempre he desconfiado de la gente cuyos nombres llevan tilde a lo que ella sugirió que me tomase otra copa. La copa me lleva a mirar las terrazas de los bares casi desiertos por el calor.

El miedo a uno lo asalta sin previo aviso. Hoy estás bien y mañana también. Se asusta uno de los amaneceres también, por mucho que en Salchichas de Pollo Inc eso de las adicciones se trate de manera abstracta. Importa más llevar un sombrero de fieltro y un bigote pintado con rotulador rojo y sobre todo una lata de tomate triturado en el bolsillo de la gabardina. El objeto tiene que caber a duras penas.

Aquí muchas veces hemos abordado el tema de la nada. Y cuando hemos hablado de la nada no lo hemos hecho nunca en el sentido existencial, no. Aquí hablamos de esa nada que sí pasa. Las acciones del antes y el después. El accidente que por casualidad no llega a pasar, que se queda en nada, dicen, esa es la que nos interesa. También la sincronicidad que llevan a que en ese minuto, en ese segundo, finalmente no pase nada. Ese es un nada muy gordo para nosotros. Y nos desvivimos por alcanzarlo, o por no alcanzarlo, según las redes que se tengan para pescarlo.

Este miedo que uno lleva ahora en el pecho se parece bastante a esa cosa que finalmente no sucede porque James Bond desactiva la bomba en el último segundo y la gente dice menos mal. Eso es un poco el desembocadero de nuestra lucha diaria, fallida o no, del miedo en la boca del estómago.

Me voy a uno de los cafés de Opera a beber Coca Cola Zero y a comer pistachos y no me digan que la chica americana, pelirroja, que se sienta a mi lado y me pregunta temas geopolíticos, no me digan que no es linda. Le saco la carta de Inés del bolsillo y parece comprender todo de inmediato. Me dice no importarle, que si puede quedarse en mi mesa, que soy un tipo gracioso. Yo las manos las llevo bien pegadas al pecho para que el miedo no se me vea, para que no se me caiga allí en la mesa y destroce los vasos, las copas, las cortezas de cerdo que nos han puesto no sé a santo de qué.

Yo soy el nieto de un abuelo perfecto, le cuento. Yo soy nieto de José Mateo. Existía una paridera con corderitos, se lo juro, existen fotos que lo prueban.

El contacto se produjo como se producen todos los contactos en cualquier terraza de cualquier bar del barrio de Opera de Madrid. Unos chicos tocaban No Surprises en la calle y los dos tarareábamos la canción todavía en mesas separadas. Luego me pidió un cigarrillo, creo, o el camarero se confundió con los pedidos y me puso el vodka tonic delante y a ella la Coca Cola Zero, y creo vio en mis ojos el miedo de tener el licor delante, y se me tiró encima a retirar el cocodrilo de mi cabeza, me puso la Coca Cola sin decir mucho más y se quedó sentada a mi lado. Yo solo pude acertar a decirle que por qué tenía que ser pelirroja.

Me contó que venía de Sacramento y que vivía en una calle con nombre de perro. Su piel blanca se hermanaba con la luz que flotaba en el aire pesado, no corría viento y sin embargo daba la sensación de que soplaba en dirección a sus pecas. Llevaba unas Converse All Star y apunto estuve de decirle que en mis años mozos esas y las Stan Smith eran de lo más normal. Pero no dije nada y a cambio hablamos un rato de Radiohead. 

Conversábamos principalmente en inglés. Las horas pasaban y con ellas el miedo. El vodka se lo terminó de un trago y pidió un café para aliviarme. Tuvimos que comprar más tabaco porque la tarde había exprimido los últimos cigarrillos. Luego me dijo que sabía perfectamente quién era yo, que me había visto en muchos hombres, en muchas ciudades, en diferentes décadas. La carta de Inés se disolvía en mi bolsillo. Luego quiso saber por qué llevaba conmigo una lata de tomate triturado y sin dejarme contestar dijo deja-que-lo-adivine. Pero no supo adivinarlo, no supo cómo seguir.

Ninguno de los dos teníamos adonde ir. Nos prometimos que pasara lo que pasara no intercambiaríamos números de teléfono (yo no tenía), ni direcciones, ni citaríamos lugares ni momentos donde tal vez uno de los dos desembocase. La ciudad se achicaba en verano, eso sería más que suficiente. Me preguntó si había visitado el Lago Ontario alguna vez. Le contesté que existía un artículo por escribir. Sobre qué, me preguntó. Eso es lo de menos, le dije queriendo poner mis dedos sobre sus labios para rozarlos levemente, de manera casi imperceptible.

¿Por qué no me salvas la vida?



Saturday 26 March 2022

Desgarro en la intersección entre Calle de la Magdalena y Calle Atocha

    Imagínense un apocalipsis al revés. Eso es exactamente lo que pasaba en la Calle Atocha, justo a la altura de la intersección con la Calle de la Magdalena, serían las cuatro y pico, un vendedor ambulante coexistía con una máquina tragaperras que era transportada en una carretilla por un operario de la compañía de vending que las alquilaba. Yo no había cronometrado nada. Me había tomado un café en el bar Gallego de Tirso de Molina y había tomado la decisión de descender hacia Atocha como quien desciende a los suburbios. La calima procedente del Sahara flotaba suspendida en el ambiente, una señora con un abrigo demasiado negro paseaba dos perros Dálmatas y yo que en ese preciso momento, a esa hora, no tenía amigos, bajaba zarandeándome por las calles contiguas a la plaza hasta que desemboqué en el punto de no Apocalipsis, donde farolas y una parada de metro y cierta orfandad subvencionada por el Estado Español coincidían en un punto geográfico en el que no faltaba oxígeno que respirar ni farmacias ni transeúntes que disparasen palabras con la letra A.
Dicen que a veces se juntan el tiempo y el espacio coincidiendo en un punto álgido, toda una vida cogiendo el coche para ir al trabajo, al supermercado, vacaciones en la costa, escapadas de fin de semana, relaciones que se frustraron o no, partidos de futbol empatados a cero, todo añadiendo y sumando y progresando hasta llegar a ese punto, a esa hora, las cuatro y pico, y desembocar para siempre, engordando la muerte del sedimento, todo lo que ha fluido en tu vida y en la de ese tipo flaco que había estado garabateando cosas inteligibles en una servilleta sentado en una mesa del Café Juan, más los gritos de una vecina con peinado atípico, también un gato y objetos inanimados, todo ahí junto en ese momento, a esa hora, en ese lugar que es la desembocadura de una calle menor en una avenida principal, tiempo que se ha amontonado y ha creado un cuello de botella, presión alarmantemente alta, hasta que algo tiene que explotar, lo sabe el señor del jersey de cuello de pico que me mira sabedor de que algo esta a punto de pasar. Yo me paro y observo, me saco las manos de los bolsillos, pienso si extender los brazos y levantar la mirada al cielo, dejar que me impacte con toda la fuerza de los dioses lo que tan a punto está de pasar, como quien espera que el mar entre a raudales por las ventanas reventadas del Titanic.
Eran las cuatro y pico cuando nada de esto iba a suceder. Me dio por pensar en el contenido exacto de una papelera que había cerca de mí, un momento histórico del que solo los elegidos íbamos a formar parte. Me fui a la papelera porque quise saber qué había exactamente ahí y porqué y si eso también tendría algún sentido. Quién coño habría tirado el envoltorio de una bolsa de patatas determinada. Existiría un número de serie en la bolsa, una factoría que produciría miles de bolsas como esa cada día, un lugar donde otras fábricas coexisten, una cadena de suministro que incluía patatas y aceite y sin embargo justo esa bolsa, en ese preciso momento en el que nada iba a pasar. Quién tiró la bolsa y a qué hora y porqué. A qué hora se suponía pasaba el servicio de recogidas de basura municipal. Tal vez el empleado se durmió y esa papelera que tenía que haber sido vaciada hace diez minutos seguía llena. Tal vez el empleado tuvo un mal sueño, discutió con su mujer o con un compañero, se produjo un retraso y esa bolsa particular llevada allí por ese hombre, ese paquete sin patatas con número de serie, y yo allí a punto de estirar los brazos para recibir el impacto, y la señora con el abrigo demasiado negro, y la inexistencia de paciencia ni bondad ni pensamiento único alguno, el tic tac inapelable, esta manera de sucumbir, esta falta de sensación térmica, el universo entero frente a nuestros ojos que duda si apretar el botón o no.
Entrégame las llaves del reino. Todo esto es un Big Bang a su manera. Pensé en Lola y en lo mucho que le habría gustado estar aquí, ella que tanto adora desembocar y qué tanto aprecia los momentos en los que no pasa nada. Todo esto tiene que ser otra forma de Big Bang, me dijo Fernando unos días después, sentado mi lado en uno de los bancos enfrente del Palacio Real. Mucha nada amontonándose, un vertedero en el que los camiones descargando no se ven porque esto es otro tipo de nada, inmaterial, construida a base de acciones premeditadas como la de esa pareja que pide dos capuchinos y un suizo y han comprado dos camisetas idénticas en una tienda de la Calle Huertas.
Abrasarme de algo me gustaría a mí, le digo a Fernando quien ya no escucha mis palabras, se ha puesto los cascos para escuchar a Max Richter. ¿Qué significa destilar? pregunta. No destilar alcohol ni nada por el estilo. El otro tipo de destilación, ese que se produce debajo de las cosas, como esa muchacha de ahí, la del jersey rojo, que está hablándole a su teléfono móvil, grabando un mensaje quien sabe si importante, dedicado con todo el corazón del mundo, con todo el músculo habido y por haber, a esa persona que en otro lugar recibirá un ping alerta y de ahí a dejar el café que se sujeta a esa hora del día, detener una conversación que tenía que quedarse a medias de todos modos, sujetar el rectángulo y escuchar la voz ceniza de la chica del jersey rojo. Ahí tiene que haber algo de destilación, de alguna manera, con otro sentido, balbucea Fernando. La caricia de la batería de litio.
¿Es mejor un desgarro o una rotura? Porque con la rotura, cuando algo se rompe en pedazos, aquello que llaman añicos, no queda otra que barrer un estropicio a posteriori, meterlo en una bolsa de basura y tirarlo. Luego duele un tiempo porque este objeto que uno tanto quería ya no está ahí pero bueno, con tiempo uno se compra otro jarrón y la rueda vuelve a empezar. Pero en cambio un desgarro, cuando algo se rompe parcialmente, la esperanza de poder arreglarlo, la responsabilidad de que no queda otra que intentar arreglarlo, hace que surja una necesidad de luchar por eso mismo que se ha desgarrado, y para luchar por ello primero hace falta entender las causas del desgarro, de ahí a que estemos sentados en un banco frente al Palacio Real.

Tuesday 25 January 2022

Los Cátaros en Santiago de Compostela - Investigación (Segunda Parte)

 

Que Salchichas de Pollo cuente con una delegación en Zaragoza es poco sabido. No es algo que se escuche en conversación proveniente de la mesa de al lado de cualquier café de la Calle Vergara de Madrid, en el barrio de Opera. No se suele dejar escuchar entre el sonido instantáneo de cualquier bar de Madrid, la nube sonora que en dos segundos y medio puede aglutinar un estornudo, el ruido de la taza y el plato, el café siendo molido, las patas de la silla contra el suelo y una frase muy concreta que viene de cualquier conversación de cualquier mesa y que habla de la delegación Zaragozana de Salchichas de Pollo. No suele pasar. Y por tal desconocimiento a la gente tal vez le suene raro que dos integrantes de esta santa casa, llámense Andrés Ibarra y María José Cuesta, partieron de la delegación de Salchichas de Pollo en Zaragoza un 2 de Noviembre con destino a Santiago de Compostela para investigar la posible presencia de los Cátaros en dicha ciudad, en un periodo comprendido entre marzo y junio del año 2021.

            Andrés se apresura a decirnos que los Cátaros no se pueden entender sin la presencia de Roberto Tucci de Medinaceli. Roberto Tucci fue algo más que el alma de los Cátaros, nos dice Andrés. Roberto fue, junto a su primo Miguel, el fundador.

            La investigación supuso recorrer muchos bares, hacer muchas preguntas, hablar con emisoras de radio, con grupos culturales, con asociaciones musicales. Una camarera del bar Escondido se encogió de hombros al principio y luego dijo que allí no podía hablar pero que si la esperaban a que terminase su turno podrían quedar fuera y les contaría. Quedaron en un café de taxistas a altas horas de la noche, casi de día. La chica pidió churros, todos bebieron café. Tras hacerse las introducciones de rigor, la chica juró haber visto a los Cátaros en Santiago de Compostela. Dijo que tocaron en directo en los bajos de un local de la Calle Queiroz. ¿Con Roberto al bajo? Sí, Roberto cantando y al bajo, su primo guitarra y luego Maite en teclados y el Peruano a la batería. Yo vi a los Cátaros, contó la chica. Eran ellos, en Santiago, y si no que me muera ahora mismo.

Monday 24 January 2022

Comunicado XXVIII

 

        Desde Salchichas de Pollo les comunicamos que debido a un corte de luz en la Calle Espoz y Mina, el miércoles 26 y el jueves 27 estaremos abiertos solo en horario vespertino, de las 12 a 16 horas. Cualquier visita que esté relacionada con el artículo publicado por P Pancorbo en la sección de crítica musical del número pasado de nuestra revista (Concierto para piano y orquesta núm. 3 en Do mayor, op. 26. D Shostakóvich por la Orquesta Nacional de España bajo la dirección de David Afkham) sería considerada como visita ad-hoc y dado lo irrelevante del tema se podría hacer una excepción y se abriría la oficina también por la mañana, en exclusivo para dicha visita, siempre y cuando el presente lo notifique con 24 horas de antelación y esté en poder de un comprobante que demuestre que la visita será única y exclusivamente para hablar del artículo de P Pancorbo.