Saturday 8 April 2017

O"Hare Airport

“Primero tienen que desplazarse a la montaña”
“¿Dónde?”
“En los Cárpatos”
“Rumanía”
“Sí”
La montaña tenía unas características muy particulares. Tenía que ver con prismas y ángulos. También con niveles de acceso y con vistas espaciales. Para que el proyecto resultase exitoso la montaña tenía que ser fotogénica desde arriba. La montaña pasará a ser propiedad intelectual de los mecenas rusos.
“La montaña no la pintará mi madre. Un equipo a sus órdenes. Dividirán el terreno por tramos y cada pintor su tramo. Un cuadro dividido en muchos cuadros”
“La Capilla Sixtina”
“Sí, pero pintada por trescientos pintores”
“La Capilla Sixtina en tiempo record”
“Empezar el lunes y terminar el viernes, algo así”
Un grupo de adolescentes, mayormente chicas, ha entrado al bar demandando una mesa. Tras serles denegado acceso una de las niñas se ha erigido en portavoz y se ha quejado. Uno de los managers ha tenido que salir para calmar los ánimos. Otra chica ha sacado un móvil del bolso, ha llamado a alguien y le ha pasado el móvil al manager quien tras haber conversado durante medio minuto ha devuelto el teléfono e invitado a escoger la mesa que quisieran. Las chicas lejos de dar las gracias se han quejado y una de ellas ha dicho que era demasiado tarde, el daño ya estaba hecho, ahora no les daba la gana comer en ese restaurante de mierda. Marian quiere saber quién era la persona del teléfono. El padre de la niña. Trabajaría de qué, de ministro. Un comensal llama al camarero y pide chuleta poco hecha. Le pregunto a Marian si está segura de no querer cenar allí. Me pide que le hable del dron. Con media cerveza por beber me entra modorra. El proyector ha parado con las fotos y ahora es una ventana y lluvia. Gotas resbalando cristal abajo. Marian quiere saber cómo consiguen el efecto de luz para que parezca tan real. Un hombre se pone a tocar el piano con violencia. Pregunto por el señor del violín y me dicen que lo ha destrozado, ese es el fin del acto. Alguien pide un Tom Collins y los acordes del piano me inyectan moral. Marian pregunta si tengo la tarjeta de la meditación.
“La montaña la eligen después de haber desechado cuatrocientas mil. Esto es como el petróleo”
“Texaco”
“Sí. Cuando uno se pone a…” levanta la vista y llama al camarero para que le traiga un té con limón. Yo pregunto si hacen tostadas con huevos, como en el desayuno. Me dice que tiene que hablar con el cocinero. Dos, tres huevos como mucho. Qué cocina que se respetase no tenía huevos y pan. “Es como las petrolíferas, eso me dijo mi madre”
“¿Desde dónde llamó?”
“Tel Aviv”
El camarero vuelve y pide disculpas. Los huevos revueltos no pueden llevarse a cabo no por falta de huevos sino por un código que solo tienen con el desayuno. Podrían hacerlo pero luego no tendrían modo de cobrarlo. Un código de barras, algo que ver con el nuevo sistema informático. Sanidad, seguridad, higiene, control de productos… Ahora ya no era cuestión de sacar una sartén y ponerse a hacer lo que fuera. Existían ciertos códigos. Se jugarían el puesto.
Tel Aviv era un punto en el camino, estaba de paso. Cómo le gustaría a ella poder ver mundo como su madre.
“Aquí tenemos de todo”
La montaña había sido elegida por eliminación. Primero un equipo de geólogos, igual que en las petroleras, luego una selección, hacer balances, considerar diversos aspectos, acceso de materiales, personal, facilidades respecto al campamento. Respecto a la montaña, dimensión, forma y contenido. Montaña muy prismática, muy plana, muy aguda.
“¿Y la pintura?”
“Un aerosol especial usado por la NASA”
“¿Está en Tel Aviv?”
“Estaba de paso. Viajes con muchas escalas, procesos de aproximación. Se viaja desde un aeropuerto importante, digamos O’Hare. Se coge un taxi desde el Intercontinental que hay en el downtown, Michigan Avenue. Comer antes de salir. Comerse un filete en el restaurante de Michael Jordan. Pedir un taxi. Salir de Michigan Avenue, coger Ontario Street y seguir hasta empalmar con la I-90. Cuarenta y cinco minutos. Una hora como mucho si el tráfico es malo. Llegar a O’Hare. VIP Lounge. Un martini. Dos martinis”
“Tres martinis”
“Tres martinis siendo mi madre. Miedo a volar”
“Nunca tuvo miedo a volar”
“El viaje empieza desde un aeropuerto grande, digamos O’Hare”
“¿Qué hacía tu madre en Chicago?”
“Robert”
“Ah”
“Se empieza desde un aeropuerto colosal. El asiento es el 3A. Siempre pide el 3A. Champagne, canapés, somnífero y despertar al otro lado del charco”
“Londres”
“Londres, Madrid, Frankfurt, Paris, Amsterdam… un aeropuerto un poco más pequeño que O”Hare. Dos o tres noches en Europa para aclimatarse”
“Como quien sube un ochomil”
“Dos tres noches donde se trabaja en el proyecto. Se mandan emails que no son leídos de inmediato por el cambio horario. Emails cuyo destinatario puede estar en California, en San José. Dificultad para dormir. Comer lo justo. Pasear por el parque de turno. Acudir a una galería. Cenar en un sitio por recomendación”
“Ya que estás allí”
“De vuelta al aeropuerto, se toma otra conexión. Generalmente a un aeropuerto menor”
“Tel Aviv”
“Sí. Y una vez allí vuelta a la aclimatación. Conforme avanza el proceso, en los lugares de aclimatación hay menos que hacer. Las ciudades se van comprimiendo. Desde Tel Aviv se vuela a un lugar poco conocido. Las conexiones se van volviendo escasas. Cada vez hay menos donde elegir hasta el punto de  que se termina usando una aerolínea donde no hay business class. Se termina volando en aviones más pequeños. Vuelos de veinte o treinta pasajeros”
“Así hasta destino”
“No. Generalmente se llega a un punto en el que ya no se pueden coger más aviones. Hace falta un tren, un autobús, un jeep 4x4”
“Hace falta un guía”
“Gente de dentro de la organización. Gente de confianza. Gente que lleva esperando días. De ahí se viaja a otro lugar que sin ser el destino final queda muy cerca”
“Una especie de campo base”
“Sí. Se avanza hasta que el modo de transporte ya no se puede volver más pequeño. Es como una muñeca rusa, todo cada vez más pequeño. Generalmente se empieza en un aeropuerto importante como O”Hare”
El camarero trae té con limón para Marian y otra cerveza para mí. Le he pedido que no saque más palomitas. Una partida de más de veinte personas entra en la sala. Tenían una mesa reservada. Debía de ser esa, la grande. Parecen muy contentos. Los hombres van todos de traje. Hay diversas generaciones.
“Ahora las grandes expediciones parten del campo base del Cho Oyu o del Gasherbrum II. Antes partían de Waterloo Station, de Zanzibar, del departamento de geología de la universidad de Edimburgo. Ahora hay una especie de necesidad de acercar el acercamiento. No se camina donde es plano. Mucho menos si hay asfalto. No tengo muy claro adónde voy o quiero ir con este argumento. No sé si me explico”
“Tu madre. ¿Cuándo viene?”
“No sé” dice terminándose el té y levantándose de la mesa. “Me dice que no entiende como puedo vivir aquí. Entiende que esté enamorada y lo demás pero lo de vivir aquí… me reprocha que no me educó de la forma en que me educó para  que terminase viviendo en una especie de centro comercial”
“Aquí tenemos de todo”

Friday 7 April 2017

Kebabs de cordero

      “Quiero ir a la playa”
“Han abierto una nueva en el ala oeste”
“A esa no, a la de verdad”
Se veía el mar desde los balcones. Un mar perfeccionado. Un mar al que la gente se refería como “el otro mar”. Siempre venía con agua cristalina y llevaba su sal por aquello de los sentimientos y la máquina de viento y rachas de alto oleaje cada quince días cuando el circuito de surf pasaba por el Complejo Miramar, previamente anunciado en carteles iluminados que ensalzaban por encima de todos competidores a un tal Barrabás Wilson, un tipo de los de nunca-jamás-antes-se-vio-cosa-semejante, alguien capaz de moverse sobre una tabla de surf como se movería usted por el salón de su casa, olas gigantes y el tipo éste encima de la tabla sujetando una tostada en la mano, despreciando la gravedad, sujetando la velocidad del agua por el pellejo. Barrabás Wilson que venía al Complejo Miramar del 6 al 14 del mes que viene. Más de veinte surfistas que harían el deleite de niñas y no tan niñas.
“¿Y tú, el surf?”
“Nunca me dio por ahí”
“¿Nunca te dio por ahí?” enfatiza Marian con una carcajada al final, intercambiando el signo interrogativo por la burla.
Ella quería ir a la playa pero a la otra, a la real donde los vertidos tóxicos y los buques mercantes, donde los escaparates con máquinas tragaperras y las chucherías, donde el alimento calorífico y el sonido de las sirenas de los coches  de policía en persecución constante de chavales pertenecientes a bandas de traficantes, los enemigos de lo ajeno. La playa con sus muelles descuidados, tablones de madera podrida, la corrosión, el olor a neumático. Donde la vida real, solía llamarle Marian. Donde las chicas van con minifalda y llevan trenzas y los chicos se desabrochan las camisas cada vez que un banquete, una comunión, una fiesta de cumpleaños. Había un cura, me había dicho, en una de las misiones de Santa Fé, un cura surfista ex cantante y ex heroinómano por igual. Un edificio casi en llamas que hacía esquina con uno de los antiguos centros comerciales del bulevar principal, las palmeras de a dos como columnas romanas, la dejadez con la que cae el sol en ciertas partes de la costa Californiana, el olor a frito que se mezcla con el salitre. Donde la vida real, decía Marian queriendo salir del complejo, alegando que su amiga Frederica iba a venir a visitarnos desde la otra punta del país donde la climatología es adversa y los complejos más arropados, donde los abrigos de zorro de granja, donde una fiesta sin Bellinis no es una fiesta. Su amiga Frederica, me dice sin estar decidida del todo sobre si subir a otro bar o acercarnos a comer sushi a la 42.
“Al marroquí donde se puede fumar en pipa”
Había un club donde una banda inglesa tocaba canciones de los Rolling Stones y los Beatles y donde se podía comer barbacoa vegetariana y zumos de cualquier tipo de vegetal. Bebidas para el alma, que les decían. Daban un formulario donde hacía falta rellenar datos, explicar el tipo de persona que se era generalmente y el tipo de persona que se era en ese justo momento, cómo se sentía uno, qué había hecho durante el día, cómo se sentía en ese preciso momento, cómo le gustaría sentirse, de qué había padecido de pequeño. ¿Acaso tenía sueños de grandeza? Un aparato leía las respuestas y emitía un comunicado no solo con el zumo exacto que se había de tomar sino con la cantidad exacta de ingredientes. Más zanahoria, menos remolacha, más extracto de espárrago, etc etc.
“Frederica vive en un complejo sin balcones ni terrazas”
“¿Nueva York?”
“Algo por el estilo”
Le sugiero otro restaurante que no es marroquí sino persa y donde también se puede fumar en pipa. Sobre todo carne a la barbacoa. Kebabs de cordero. Me pregunta por la procedencia del cordero. Eso habría que preguntarlo. Pero lo mismo podría fumar en pipa y no haría falta comer con las manos. Un restaurante persa con vistas al sur. Me pide que le cuente otra vez eso de los drones, del dominicano al que Sixto le ha encargado seguir a un dron. Le explico que Sixto se lo ha encargado a Richard pero que éste va a delegar la operación física en el dominicano. Existen pólizas sobre cualquier operativa más allá de las fronteras del Complejo Miramar. Existen unos procedimientos que alguien de legal se molestó en redactar.
“¿Cómo está tu madre?” pregunto considerando pedir más Heineken para demorar la elección del restaurante.
“¿Por qué no cenamos en casa?”
El camarero trae dos cervezas y más palomitas y una nota explicatoria sobre consecuencias potenciales ante la consumición de una tercera Heineken. La nota explica posibles sentimientos, argumenta posibles conexiones cerebrales, picos de depresión, cansancio, decadencia, dependencia. Marian lee la nota y luego la firma. Yo la firmo sin leer nada. Después del segundo trago me habla de su madre y de lo poco que le apetece la visita de Frederica. Me habla de un viaje cuando era pequeñita, con sus padres, a las Cataratas Victoria. Me habla del carácter explorador de su madre Sonsoles. Me dice no haber echado de menos nunca a su padre. Quererle lo quiso pero de lejos, como se quiere por obligación. Un amor de pasaporte, de formulario, de casilla que es preciso marcar. Sonsoles trabajaba para un mecenas ruso en un proyecto artístico faraónico.
“Hace falta pintar una montaña, algo así” dice mirando para otro lado.
Por los altavoces se escucha la voz de Otis Redding cantando I’ve Been Loving You Too Long. Marian no se da cuenta, no conoce la canción ni la historia que hay detrás. Hubo un asesinato de alguien muy famoso, a punto estoy de decirle para explicarle el sentido de la canción. La miro de frente. Se lleva la botella a los labios, da un sorbo y mantiene la cerveza en el paladar como tratando de masticarla. Arquea las cejas y las pecas de la frente hacen un sube y baja.

Saturday 1 April 2017

Kareem Abdul-Jabbar


    A Marian le costó mucho adaptarse no solo a la vertiente sureste sino también a la década 70, los pisos entre la 70 y la 79. Otra gente, otra cultura. Los niños jugaban de forma distinta en aquellos parques con bancos invertidos y paredes de cartón piedra. Los monitores detenían cualquier pelea. La guardia autómata no discriminaba raza, estatus, origen, religión. En el complejo no había iglesias ni mezquitas. Había centros de entretenimiento que producían documentales, series, películas y conciertos. Un tipo de Illinois descuartizaba un violín, literalmente. Un caballero albino. Vestía traje gris, tocaba siempre en el mismo bar, en el Psicotrópico de la 24. Un piano bar, cacahuetes en la barra, mujeres con zapatos de tacón, gente que sale del trabajo. Un bar de paso. Un piano bar antes del sushi o del marroquí donde se come con las manos. Marian y yo salíamos mucho porque no se terminaba de acostumbrar al piso. Hablábamos mucho de estados de ánimo y como pasar de uno a otro. Me hablaba de la zona oscura del complejo, donde no daba el sol, la temperatura que era distribuida como si fuera electricidad. Controlaban el viento, me decía mientras nos sentábamos a beber algo, ella tan poco arreglada, yo todavía con la ropa del trabajo. El bar nunca estaba lleno. El señor albino de Illinois descuartizaba el violín. En las paredes del bar las imágenes se desencadenaban. Charlie Parker y Winston Churchill. Neil Armstrong, Rostropovich, Gaudí. Dos cervezas Heineken y palomitas. Sentarnos el uno frente al otro. Hablar de neuroplasticidad. Hablar del escándalo destapado dentro de la organización del medio maratón del ala oeste al haber sido demostrado que se habían corrido dos kilómetros de más. En esta fecha, en este tiempo, decía Marian cansada. Ahora que los GPS, ahora donde nadie daba una zancada sin que quedase registrada. 
  Había un sitio donde todavía se podía fumar. Un balcón en un piso en desuso en la planta treinta y algo de la zona norte. La dirección exacta del mismo no estaba registrada. Había que recorrer ciertos pasillos, subir escaleras, llamar a puertas, dar contraseñas. Había que ganarse el derecho a fumar. Luego el balcón donde unas sillas y una mesa grande blanca de plástico, de jardín, y un aparato donde soplar el humo. Una especie de agujero negro portátil. “Que yo sepa nadie gana dinero con ello” ha dicho Marian sin especificar. 
En el complejo no había diferencias horarias pero sí distintas jurisprudencias. Las leyes y los gobiernos eran distintos según en la planta que se estuviera. De la -20 a la 10 regía mano dura. La norma suavizaba conforme se iba subiendo. Ciertas condenas consistían en un descenso de planta. Expulsión de la cuarenta para arriba. Incapacitación para vivir por encima de la veinticinco. De la ochenta para arriba no era necesario disponer de un permiso de armas para estar en posesión de las mismas. Había quien aseguraba que un tipo de la ciento quince tenía una zebra que soltaba por los pasillos sin que a nadie de la vecindad le molestara.
“El hecho de que la ciencia y la tecnología hayan matado el oscurantismo, las creencias en seres superiores, el miedo a las tinieblas, aquello de que la tierra era plana y en cierto kilómetro existía el fin del mundo generalmente representado por una catarata, un pliegue, un ángulo de 90 grados por el que se caía el agua del mar al fin del mundo… el hecho de que el futuro haya desmontado todo eso tampoco ayuda”
De Rick Manniesky todavía no le había contado. Había un pueblo en Afghanistan. Lo mismo un viaje donde documentar cierta evidencia que pudiese servir de moneda de cambio. En las entrañas del complejo, más allá de los cimientos, existían cajas fuertes donde no solo se guardaba dinero. La corporación disponía de terabytes donde videos, cartas, confesiones, moneda de cambio. Un tipo llamado Rick Manniesky. Un chaval joven, muy bueno con el mando del videojuego, experto en blancos móviles. Una granja en medio de la nada que en verdad era base militar. Un espacio esponjoso donde los soldados no eran soldados, donde nadie gritaba a nadie, donde cada dos horas una señora llamada Nancy hacía su entrada en la sala trayendo smoothies de fresa y plátano, galletas Oreo, paninis de atún y queso. Marian se distraía en aquel bar. Hablábamos de estados de ánimo y cómo corregirlos. Sabíamos exactamente por qué nos sentíamos como nos sentíamos. Estaba documentado. Si usted quisiera sentirse de otra manera haría falta apretar un determinado botón. Engañar al cerebro. Neuroplasticidad. Marian hablaba de los pros y los contras del avance científico. Dudaba si sería distinto si la tierra fuese plana. ¿Viviríamos de otra manera? ¿Sentiríamos de otra manera? El vacío ese que solo era comprensible desde el punto de vista de un dibujo animado. Scooby Doo navegando en una canoa que a punto está de precipitarse por el fin del mundo, una catarata sin fondo, un descenso sin suelo contra el que aplastarse. Todo muy romántico.
Yo llevaba tiempo queriendo salir de allí. Alquilar un coche y salir a campo abierto. ¿Cuándo fue la última vez? Una semana, un mes, un año… El complejo Miramar ejercía un peso gravitacional sobre el individuo y su memoria. Los restaurantes se confundían los unos con otros. Los centros comerciales eran todos el mismo centro comercial. La gente compraba artículos por internet que eran despachados desde las mismas tiendas que había veinte plantas más abajo. Como en cualquier ciudad había zonas ricas y zonas pobres. Cuanto más arriba, más dinero. Había gente lo suficientemente rica como para poder permitirse descender en parapente desde las zonas nobles hasta las zonas verdes recreativas. Tres cuartas partes del espacio aéreo que envolvía al complejo quedaba restringido a drones.
“Hablando de drones. ¿Te acuerdas de Fernández, el dominicano?”
Marian se toca el pelo. Se queja de las raíces. Me pregunta cuándo fue la última vez que fue a la peluquería. Se da la vuelta y busca con la mirada al camarero.
“Su labor es seguir a un dron muy específico. Existen sospechas. Le han dado un número de serie. Le han puesto un coche. El dron en cuestión tiene dos rutas pre-determinadas. Alguien ha dado un chivatazo. El dron se desvía de cuando en cuando. Nadie sabe adonde va. Fernandez tiene órdenes de seguirlo dondequiera que vaya”
“¿Seguir a un dron?”
     El camarero se da cuenta, se mete detrás de la barra y vuelve con dos cervezas y más palomitas. Marian suspira muriéndose por un cigarrillo. Un matrimonio se sienta en la mesa de al lado y discute si cenar allí mismo. En la pared del fondo una imagen de Kareem Abdul-Jabbar es proyectada de forma momentánea.