Saturday 1 April 2017

Kareem Abdul-Jabbar


    A Marian le costó mucho adaptarse no solo a la vertiente sureste sino también a la década 70, los pisos entre la 70 y la 79. Otra gente, otra cultura. Los niños jugaban de forma distinta en aquellos parques con bancos invertidos y paredes de cartón piedra. Los monitores detenían cualquier pelea. La guardia autómata no discriminaba raza, estatus, origen, religión. En el complejo no había iglesias ni mezquitas. Había centros de entretenimiento que producían documentales, series, películas y conciertos. Un tipo de Illinois descuartizaba un violín, literalmente. Un caballero albino. Vestía traje gris, tocaba siempre en el mismo bar, en el Psicotrópico de la 24. Un piano bar, cacahuetes en la barra, mujeres con zapatos de tacón, gente que sale del trabajo. Un bar de paso. Un piano bar antes del sushi o del marroquí donde se come con las manos. Marian y yo salíamos mucho porque no se terminaba de acostumbrar al piso. Hablábamos mucho de estados de ánimo y como pasar de uno a otro. Me hablaba de la zona oscura del complejo, donde no daba el sol, la temperatura que era distribuida como si fuera electricidad. Controlaban el viento, me decía mientras nos sentábamos a beber algo, ella tan poco arreglada, yo todavía con la ropa del trabajo. El bar nunca estaba lleno. El señor albino de Illinois descuartizaba el violín. En las paredes del bar las imágenes se desencadenaban. Charlie Parker y Winston Churchill. Neil Armstrong, Rostropovich, Gaudí. Dos cervezas Heineken y palomitas. Sentarnos el uno frente al otro. Hablar de neuroplasticidad. Hablar del escándalo destapado dentro de la organización del medio maratón del ala oeste al haber sido demostrado que se habían corrido dos kilómetros de más. En esta fecha, en este tiempo, decía Marian cansada. Ahora que los GPS, ahora donde nadie daba una zancada sin que quedase registrada. 
  Había un sitio donde todavía se podía fumar. Un balcón en un piso en desuso en la planta treinta y algo de la zona norte. La dirección exacta del mismo no estaba registrada. Había que recorrer ciertos pasillos, subir escaleras, llamar a puertas, dar contraseñas. Había que ganarse el derecho a fumar. Luego el balcón donde unas sillas y una mesa grande blanca de plástico, de jardín, y un aparato donde soplar el humo. Una especie de agujero negro portátil. “Que yo sepa nadie gana dinero con ello” ha dicho Marian sin especificar. 
En el complejo no había diferencias horarias pero sí distintas jurisprudencias. Las leyes y los gobiernos eran distintos según en la planta que se estuviera. De la -20 a la 10 regía mano dura. La norma suavizaba conforme se iba subiendo. Ciertas condenas consistían en un descenso de planta. Expulsión de la cuarenta para arriba. Incapacitación para vivir por encima de la veinticinco. De la ochenta para arriba no era necesario disponer de un permiso de armas para estar en posesión de las mismas. Había quien aseguraba que un tipo de la ciento quince tenía una zebra que soltaba por los pasillos sin que a nadie de la vecindad le molestara.
“El hecho de que la ciencia y la tecnología hayan matado el oscurantismo, las creencias en seres superiores, el miedo a las tinieblas, aquello de que la tierra era plana y en cierto kilómetro existía el fin del mundo generalmente representado por una catarata, un pliegue, un ángulo de 90 grados por el que se caía el agua del mar al fin del mundo… el hecho de que el futuro haya desmontado todo eso tampoco ayuda”
De Rick Manniesky todavía no le había contado. Había un pueblo en Afghanistan. Lo mismo un viaje donde documentar cierta evidencia que pudiese servir de moneda de cambio. En las entrañas del complejo, más allá de los cimientos, existían cajas fuertes donde no solo se guardaba dinero. La corporación disponía de terabytes donde videos, cartas, confesiones, moneda de cambio. Un tipo llamado Rick Manniesky. Un chaval joven, muy bueno con el mando del videojuego, experto en blancos móviles. Una granja en medio de la nada que en verdad era base militar. Un espacio esponjoso donde los soldados no eran soldados, donde nadie gritaba a nadie, donde cada dos horas una señora llamada Nancy hacía su entrada en la sala trayendo smoothies de fresa y plátano, galletas Oreo, paninis de atún y queso. Marian se distraía en aquel bar. Hablábamos de estados de ánimo y cómo corregirlos. Sabíamos exactamente por qué nos sentíamos como nos sentíamos. Estaba documentado. Si usted quisiera sentirse de otra manera haría falta apretar un determinado botón. Engañar al cerebro. Neuroplasticidad. Marian hablaba de los pros y los contras del avance científico. Dudaba si sería distinto si la tierra fuese plana. ¿Viviríamos de otra manera? ¿Sentiríamos de otra manera? El vacío ese que solo era comprensible desde el punto de vista de un dibujo animado. Scooby Doo navegando en una canoa que a punto está de precipitarse por el fin del mundo, una catarata sin fondo, un descenso sin suelo contra el que aplastarse. Todo muy romántico.
Yo llevaba tiempo queriendo salir de allí. Alquilar un coche y salir a campo abierto. ¿Cuándo fue la última vez? Una semana, un mes, un año… El complejo Miramar ejercía un peso gravitacional sobre el individuo y su memoria. Los restaurantes se confundían los unos con otros. Los centros comerciales eran todos el mismo centro comercial. La gente compraba artículos por internet que eran despachados desde las mismas tiendas que había veinte plantas más abajo. Como en cualquier ciudad había zonas ricas y zonas pobres. Cuanto más arriba, más dinero. Había gente lo suficientemente rica como para poder permitirse descender en parapente desde las zonas nobles hasta las zonas verdes recreativas. Tres cuartas partes del espacio aéreo que envolvía al complejo quedaba restringido a drones.
“Hablando de drones. ¿Te acuerdas de Fernández, el dominicano?”
Marian se toca el pelo. Se queja de las raíces. Me pregunta cuándo fue la última vez que fue a la peluquería. Se da la vuelta y busca con la mirada al camarero.
“Su labor es seguir a un dron muy específico. Existen sospechas. Le han dado un número de serie. Le han puesto un coche. El dron en cuestión tiene dos rutas pre-determinadas. Alguien ha dado un chivatazo. El dron se desvía de cuando en cuando. Nadie sabe adonde va. Fernandez tiene órdenes de seguirlo dondequiera que vaya”
“¿Seguir a un dron?”
     El camarero se da cuenta, se mete detrás de la barra y vuelve con dos cervezas y más palomitas. Marian suspira muriéndose por un cigarrillo. Un matrimonio se sienta en la mesa de al lado y discute si cenar allí mismo. En la pared del fondo una imagen de Kareem Abdul-Jabbar es proyectada de forma momentánea.

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