Friday 7 December 2012

DICTADURA

Salchichas de Pollo Inc es una dictadura, sí, pero de las buenas. Una dictadura con mucho arte

Thursday 6 December 2012

JULIO IGLESIAS Y EL CINE

Ya no se hacen películas como las de antes. Y sino pregúntenmelo a mí que sigo sin haber visto película alguna capaz de trascender y transmitir tantas emociones como lo hizo en su día “La vida sigue igual” con Julio Iglesias como protagonista. La película narra el calvario que sufrió Julio, cuando jugaba de portero en el Real Madrid, al sufrir una lesión producto de un accidente de tráfico que le obligó a retirarse de los terrenos de juego de por vida. Julio iba conduciendo de manera errática su mini rojo, matrícula M-741772 (con Andrés Pajares de copiloto), cuando se salieron de la carretera tras perder control del coche y terminaron volcando a escasos centímetros de un pino que no llegaron a tocar. El significado del accidente en sí, es realmente lo que trasciende, lo que importa, lo que me quita el sueño de vez en cuando, lo que me inspira miedo y terror cuando salgo a la calle. Es cierto que durante su convalecencia Julio se aburre y al aburrirse mira a su derecha donde ve una guitarra que de pura inercia agarra y se pone a cantar y lo demás es bien sabido. Pero Julio quería ser portero del Madrid, no cantante. Y ahí radica el drama. Y sobre todo en que la gente lo considere un hombre afortunado por todo lo que ha conseguido en el mundo de la canción, por sus mujeres, su familia, cuando en realidad no lo es, ni mucho menos. Todavía le veo romperse por dentro cuando subido a un escenario pone cara de estar contento, ninguneando sus sentimientos como si el paso del tiempo sirviese de algo

Wednesday 5 December 2012

SUZANNE

Hay veces que en el edificio principal de Salchichas de Pollo Inc, en el Sant Enrique Boulevard, enlace de la 48 con Green Valley Street, nos da por poner la canción de Leonard Cohen “Suzanne” a través del hilo musical que recorre todo el edificio, las 39 plantas de bloque incluyendo los bajos y la cocina y los cuartos de mantenimiento, la sala de maquinas donde están las calderas, incluso ahí se puede escuchar con nitidez la voz de Leonard Cohen cantando Suzanne, embriagando el silencio con palabras que dan bandazos y que mecen y azotan por igual. Y el hombre de la caldera escucha la canción y se queda pensativo y recapitula sobre su vida. Se acuerda de esa novia que tuvo con catorce años, la misma novia que todos tuvimos con catorce años el verano aquel que no fuimos a la playa. Ponemos Suzanne por el hilo musical del edificio que tenemos entre la 48 y Green Street Valley, y tanto nos emociona y tanto nos pesa que a punto estamos de reunir al consejo de administración con carácter de urgencia para declarar de forma oficial que esa canción y ninguna otra es la canción elegida por la sociedad. Estamos a punto de firmar actas y estatutos, ponerle sello a la afirmación, darle nombres y apellidos a la elección de Suzanne como himno favorito y canción bandera. Estamos a punto de apostar por ella, de declararnos finalmente de un bando, cuando justo en ese momento, instantes antes de que todo eso se produzca, una luz divina se nos incrusta entre los dientes y nos hace ver que precisamente eso, la elección, el partidismo, son las mismas premisas que esta bendita entidad tanto detesta y denuncia y pelea contra. Nos viene una luz justo en mitad de la canción y entonces hace falta llamar a Antonio a gritos para que pare de inmediato el hilo musical y así vuelva el silencio y se entierre la voz de Leonard Cohen cantando Suzanne takes you down to her place near the river, you can hear the boats go by, you can spend the night beside her, and you know that she's half crazy, but that's why you want to be there

Y SIN EMBARGOS

De donde se alquilan “y sin embargos”. Se alquilan por horas, por días, por frases o por tipo de comunicación. Si es un “y sin embargo” para usar contra un novio o una novia, entonces se piden depósitos y se exige firmar pólizas de seguros con daños a terceros y clausulas de indemnización

SALCHICHAS DE POLLO WEEKEND

En Salchichas de Pollo tenemos la total convicción de que cuando alguien dice la frase; “Para bien o para mal”, en realidad está diciendo; “Para mal”

Tuesday 4 December 2012

LA COMUNIDAD

En Salchichas De Pollo detestamos a cualquier persona que hable o se refiera con cariño a “la comunidad”. Gente que trabaje por el bien de “la comunidad” no serán nunca bienvenidos a esta casa. Tampoco es que nos hagan mucha gracia los profesores, cualquier tipo de profesor. No necesitamos que nadie nos inspire, gracias

EL ABRAZO DEL CANTÁBRICO

Donde dos personas intentan abrazarse al Cantábrico como si éste fuera sólo un mar y no una danza de buitres. Un tipo que se llama Jacinto (de nacimiento), que nunca ha ganado la lotería y que comparte piso con un ecuatoriano de apellido Quiñones y también con la ex novia de ambos. Es por culpa de la ex novia de ambos, precisamente, por la que Jacinto y el señor Quiñones deciden que ya no pueden más con el día a día, que ya no encuentran placeres ni en las pequeñas ni en las grandes cosas que ofrece la vida, y es por ello que abrazarse al Cantábrico les parece la opción menos mala. La ex novia de ambos, que también es ex novia de otros muchos, trata de disuadirlos a base de tartas de manzana, paseos por el parque, permisión de toqueteo de tetas y desnudos semi integrales. Ella necesita de ellos para calentarse el estómago y para sentirse guapa. El señor Quiñones, antes de abrazarse al Cantábrico, recuerda a su ex mujer, a sus hijos, los años en Babahoyo, el perfume de aquella tierra, los amigos y todas las cosas buenas. No recuerda la traición ni la humillación a la que fue sometido. Tampoco recuerda el accidente ni la navaja ni la manera con la que su ex mujer se desangró entre sus brazos. Lo que en cambio sí recuerda es el puesto que ocupaba de notario en la calle General Eloy Alfaro. Jacinto por su parte, no recuerda gran cosa. A punto de abrazarse al Cantábrico se deja manosear por el frío y el salitre. Se deja menospreciar por el sonido de las olas, por las calles de espuma, por las gargantas afónicas. La ex novia de ambos se da por vencida y los deja abrazarse al Cantábrico. Se pasea por el cuarto, fuma más de lo que come, se mordisquea las uñas, se baja al bar de abajo donde se deja querer negociando con su cuerpo como si fuera contrabando

Monday 3 December 2012

Diario de Sebastián Montejano - 19/08/1991

16 de agosto 1991

Un chico llamado Jacinto Belano, poeta, hermano de un tal Arturo Belano quien fue muy famoso porque salió en un libro que se llamaba Los Detectives Salvajes. Jacinto Belano era poeta pero no pertenecía al grupo de los real visceralistas como lo había hecho su hermano Arturo en el famoso libro. Jacinto había creado su propio movimiento poético, los antinaturalistas. Yo de poesía no sabía nada. Por no saber casi no sabía ni leer ni escribir. Jacinto me recogió de la calle el día en que me había esposado a la farola que había en frente de la pensión donde me había alojado. En el momento de querer esposarme a la farola, por amor, como no tuve esposas sólo pude atarme con una liza. Para entonces la señora Adriana Morales Liso, madre de la chica de la cual me había enamorado perdidamente, había llamado a la policía. Jacinto me encontró allí arrodillado y se preocupó por mi situación. Me convenció de huir antes de que llegase la policía. Me dijo que el hecho de haberme declarado en rebeldía abandonando mujer, país e hijos, por una chica de 16 años con la cual ni siquiera había mantenido una conversación, tal vez fuese resultado de lo que él y su grupo de poesía antinaturalista llamaban, un enamoramiento anímico, que no sentimental

SEBASTIÁN MONTEJANO (Ponerle apodo a un muerto)

En Salchichas de Pollo nos preguntamos, ¿se le puede poner apodo a un muerto? Esto es, un apodo nuevo, un apodo que tal vez nada tenga que ver con lo que esa persona fue en vida. ¿Se le puede poner apodo a un muerto que ni siquiera fue famoso?

Un tipo llamado Sebastián Montejano que en vida fue operario de un taller de suspensiones en Burgos. Trabajaba en Burgos pero no vivía en Burgos-Burgos. Vivía en una casa alquilada en Padernales. Este hombre tenía mujer y tres hijos. Era hombre de padre nuestro, de santiguarse antes y después de acostarse, de periódico los domingos, transistor a pilas y colonia en el pelo. Este hombre recibió un premio por parte de su jefe. Un viaje a Chile para una semana. La empresa o taller de suspensiones donde Sebastián trabajaba, tenía negocios en Chile. El jefe había sacado billete para visitar a un cliente en Santiago de Chile pero por cosas del destino le resultó imposible acudir (asuntos personales de gravedad). Iberia no tenía forma de cancelar el billete ni de rembolsar el importe. De ahí a que el jefe decidiera darle el billete a Sebastián como regalo por una trayectoria impecable en la empresa

Sebastián Montejano había ido a Madrid una vez en la vida. Aparte de aquella visita a Madrid no había salido jamás de casa. Al principio dijo que no, que mil gracias pero que no. Le venía justo para leer. Era un hombre campechano, casado, con hijos, ¿dónde iba a ir un cateto como él a Chile?, no, haría la risa, no. En caliente le dijo a su jefe que no sabía lo mucho que le agradecía semejante gesto pero que le iría mejor si le diese el billete a alguien que lo pudiera disfrutar más, Alejandro de administración, por ejemplo

Tras haber hablado con su mujer y haber estudiado la proposición con perspectiva y mejores ojos, Sebastián se presentó en la oficina al día siguiente para decirle a su jefe que se lo había pensado mejor y que de buena gana aceptaba el regalo. El avión salía en 5 días. La mujer de Sebastián le metió catorce bocadillos en la maleta y le prometió que le rezaría cuatro ave marías cada día

Lo que ocurrió en Chile es difícil de contar. Sebastián, a quien le venía justo para leer y sólo tenía maneras pueblerinas, se enamoró enloquecidamente de la hija de la mujer que regentaba la pensión en la que se hospedó durante el viaje, y loco de amor se declaró en rebeldía, se negó a volver a España, y juró amor eterno a la hija de la dueña quien solo tenía 16 años (2 años menor que la propia hija de Sebastián). Esta chica, de más está decir, no le correspondió. La madre de la chica lo denunció a la policía

Años más tarde Sebastián murió como muere todo el mundo. ¿Se le puede poner apodo a un muerto como Sebastián?

Envíennos posibles apodos para Sebastián Montejano y todo aquel que pase la primera criba entrará a formar parte del sorteo de un viaje a Chile. Será un viaje para dos personas que incluirá hotel en régimen de pensión completa, trasbordos al aeropuerto y una visita guiada al barrio de Quinta Normal, lugar donde se ubicó la pensión donde se alojó en su día Sebastián Montejano

FE DE ERRATAS

Fe de erratas:

Donde dice Agustina Villamar debe decir Agustina Villamar Terrón

La gente ya no se mira al espejo como antes

Amor, humor y perros flacos

En la nueva adaptación que Matías Manchego y su equipo de siempre han hecho del Lazarillo de Tormes, el personaje principal, Lázaro, no hace de lazarillo de nadie pues en esta adaptación el ciego dispone de un perro guía (labrador) y también cuenta con la inestimable ayuda de una hermana que se vino del pueblo tan pronto conoció de las necesidades de su hermano

El no accidente de la famosa soprano Agustina Villamar

El 14 de febrero de 1997, la famosa soprano Agustina Villamar no sufrió ningún accidente de tráfico tras el cual se le tuvo que amputar la pierna izquierda. La tarde de aquel no fatídico 14 de febrero y después de haber sufrido un ataque de ansiedad provocado por dudas internas respecto a la calidad de sus interpretaciones, Agustina prefirió no coger el coche ni bajar a la ciudad por lo que no sufrió ningún accidente. Se quedó en casa y disfrutó de la vista que el nuevo patio acristalado le ofrecía. Sí que es cierto que se tomó un Xanax y que se bebió dos copas de Cardenal Mendoza, pero en ningún momento sufrió un aparatoso accidente en un tramo de la comarcal 121 tras salirse de la carretera y perder el control del vehículo. El coche no sufrió ningún tipo de incendio. Agustina no quedó parcialmente inmovilizada ni tampoco sufrió quemaduras de grado II. Aquella tarde escuchó otro tipo de música al que solía escuchar y bailó mentalmente mientras se bebía el coñac sentada en su sillón favorito desde el cual apreciaba un resquicio de mar al final de los acantilados. Con motivo del accidente que no sucedió, está de más decir que la famosa soprano no fue trasladada al hospital Miguel Servet, ni que permaneció ingresada en la habitación 315 de la planta de quemados

Amor, humor y perros flacos

En el apartado de esta semana de amor, humor y perros flacos, hablaremos del impacto que ha tenido la era digital en el adulterio y también sobre el peligro de extinción al que están expuestas hoy en día las amas de casa de las de antes, las de toda la vida, las que cocinaban con cariño y se dejaban la piel por tener la casa siempre como los chorros del oro. También hablaremos sobre la nueva producción que Matías Manchego y todo su equipo llevarán este mes a las tablas de media España de su particular adaptación del Lazarillo de Tormes

Friday 30 November 2012

El Alzheimer del Dictador

Salchichas de Pollo es una entidad muy a favor de libros como Los Detectives Salvajes de Bolaño y de sitios con playa y bar de menú. Luego está la historia del dictador sudamericano que sufre de Alzheimer y se levanta temprano, acude a su oficina presidencial, se extraña de que no haya nadie alrededor, su secretario no está, no hay rastro de la corte que le acompaña cada día. Se levanta de la cama palaciega y se extraña de que no haya nadie que le ofrezca desayuno y periódico. Todavía con el batín puesto se va a su despacho. Se sienta en la mesa y enciende el ordenador. No hay correo que abrir. Nadie le trae informes. El palacio está mudo. Se extraña ante tanto silencio pero decide empezar el día como si fuera cualquier otro. No es domingo y sin embargo no aparece ni dios. Abre varios archivos y repasa los últimos decretos. Lee los minutos de las últimas reuniones. Necesita un café pero no hay nadie a quien pedírselo. El palacio presidencial está mudo, no se oye un alma. Poco a poco un murmullo nace. Se escuchan ruidos y exclamaciones. Abre la puerta y descubre que el sonido no proviene de palacio sino desde fuera. Se acerca a la ventana. Una multitud se mueve en la plaza. Gente con disfraces baila en la calle. Hay bandas de música y exclamaciones festivas. El dictador llama por teléfono a su secretario quien contesta desde su casa. Le pregunta qué demonios está pasando. El secretario le dice que es día de fiesta. Su alteza, señor presidente, lo decretó ayer mismo. El presidente dice que él no decretó ninguna fiesta y que es necesario imponer el orden y disolver la fiesta. El secretario le dice que es demasiado tarde pues la nación entera sabe que hoy es fiesta nacional pues fue decretada por el señor presidente ayer mismo. Su alteza lo anunció en televisión. El presidente niega haber decretado nada y ordena al ejército y policía disolver de inmediato las celebraciones. Cientos de civiles mueren aplastados por la represión

Friday 16 November 2012

DICTADOR CON ALZHEIMER

Donde un poderoso dictador se empieza a olvidar de las órdenes que acaba de dar. Había dicho que hacía falta invadir el país vecino, que hasta ahí podían llegar, que aquellos hijos de puta, que el orgullo nacional, que había llegado la hora de la verdad, que quien buscaba terminaba encontrando. Había impartido órdenes de que primero la infantería y luego la aviación y posteriormente la armada. Había exigido también que le mandaran el barbero porque las puntas del bigote le hacían cosquillas. Había pedido dos o tres concubinas. Había exigido que durante media hora nadie le molestara. Un poco más tarde le habían llamado porque la invasión no estaba resultando exitosa y hacía falta un plan de retirada. Le habían rogado, por favor, que admitiese la derrota y autorizase la retirada. El dictador preguntó que de qué retirada le estaban hablando. De qué invasión. De qué carajo. De qué coño le estaban hablando

EL MATRIMONIO ETCETERA

De donde se obliga a dos personas a casarse para estudiar respuestas a diversos estímulos y poder aplicar cierto tipo de medicamentos. Se les obliga a casarse y se les administra, cada cuatro horas, pastillas que agrandan la dependencia y el desasosiego, que fuerzan según qué tipo de carencias en la relación. Luego a las dos de la tarde uno levanta la voz y el otro necesita zanjar una conversación a base de gritos afirmativos y gestos (con la mano) tajantes. Luego se van a la cama y se les da pastillas para que no sólo compartan sábanas y población sino también desvarío y verticalidad. Por las mañanas se les da zumo de naranja y rosquillas de anís y luego se les entrega un manuscrito en el que se describe lo que será de ellos dentro de cinco años. Ella dice que echa de menos a sus padres no como tales sino la simplicidad de los ocho años y lo sencillo que resultaba entonces emocionarse, la tarta de galletas, los dobladillos en la ropa, los zapatos de charol, la procesión, la ropa de domingo, Carlos que la miraba de reojo desde el banco de los chicos

SE ALQUILAN MUERTOS Y SIN EMBARGO

De donde se alquila un muerto, se hacen pasar por hermanos, necesitan ayuda, usan la ayuda para robar, no se roba cualquier cosa, se roba un aparato nuclear, se necesita cruzar al país vecino porque en el país propio resulta más difícil alquilar muertos. Se habla de la niñez de cada uno. Se habla de que a uno de los dos, sus padres le despertaban a las 4 de la mañana porque hacía falta tomarse una pastilla. Para despertarle le decían que se iban a la playa porque por aquel entonces cuando se viajaba a la playa hacía falta levantarse a escasas horas de la madrugada ya que por aquel entonces las carreteras no eran lo que son hoy y hacía falta madrugar una barbaridad. Se trataba de alquilar muertos porque la vida se pagaba cara y estar muerto salía barato sobre todo si las deudas de juego superaban la realidad. Se alquilaban muertos porque se había robado un aparato nuclear que en según qué países se pagaba a precio de oro y luego estaba que servía para disolver objetos perdidos, sabanas de una herencia, la dote que un padre pagó en su día, una llave de un cajón que nunca cerraba bien del todo, la almohadilla de un sofá orejero, un recibo del gas, un jarrón donde poner margaritas recién cogidas, besos que venían con pan tumaca y aceite de oliva extra virgen

Friday 12 October 2012

EL PARTIDO

CAPÍTULO 3


JD Cooper había nacido en Atlanta, hijo de padre abogado y madre cirujana. Gary “Mano de Dios” Reed había nacido en Thibodaux, Louisiana. Su madre había ayudado en casas de familias con poderes, había hecho de lavandera, cocinera, ama de llaves y recadera. El padre había hecho de todo, desde fontanero hasta mecánico de barcos. Los dos chicos crecieron sin ver mucho a sus padres. Nacidos el mismo mes del mismo año a más de quinientas millas de distancia, compartían ahora responsabilidad y cancha de basket y precipicio. Jugar para los Lakers no era lo mismo que jugar para los Pistons. El aura y carisma que JD desprendía globalmente, Gary lo desprendía a nivel nacional. Los Pistons habían sido grandes, sí, pero los Lakers eran los Lakers. El metro cuadrado se pagaba de manera distinta en California que en Michigan. Lo mismo pasaba con sus estrellas de baloncesto.
Martin se movía entre el gentío camino del MGM y pensaba en toda aquella gente, aquella marabunta, aquel edificio anímicamente volcánico al que se encaminaban, el MGM Grand, los focos, la prensa, la cobertura mundial, el build up, el análisis, los miles de comentaristas hablando en diferentes lenguas, hablando de la responsabilidad que JD Cooper y
Gary “Mano de Dios” Reed tendrían que soportar. Se comentaba que uno de ellos siempre brillaba en momentos importantes mientras que el otro brillaba cuando le daba la gana. JD Cooper siempre tenía el día bueno y cuando tenía el día bueno era muy difícil que los Lakers perdieran. Gary Reed no tenía el día bueno tan a menudo pero cuando lo tenía era prácticamente imposible que los Pistons perdieran. “Las mete desde todos ángulos, con un defensor encima, con dos, con el árbitro encima, con la cancha encima, si tiene el día las mete igual, da igual cómo tire y desde donde tire”, elaboraba un comentarista japonés para la televisión nipona. Las colas llegaban hasta el Hard Rock Café. La organización no había podido separar entre opciones VIP y no VIP porque cualquiera que hubiese sido capaz de conseguir entrada era mucho más que VIP. El presidente de los Estados Unidos y su familia, sí, trato preferencial. Según qué presidentes de según qué repúblicas pero siempre y cuando el número de agentes de seguridad que los acompañasen fuese diminuto. Se habían pagado entradas con tierra, con derechos de explotaciones, con tratos de favor, a través de concesiones oscuras, con burbuja inmobiliaria. Martin hacía cola y no le cabía en la cabeza que a diez metros tuviese haciendo cola al ministro de industria y agricultura británico. Ciertos clientes habían exigido alfombra roja para esperar y sofás donde sentarse. Muchos de los afortunados con entrada habían delegado en súbditos de corte o managers generales para que hiciesen cola en su lugar.
Raphael esperaba más agradecimiento de Martin. ¿Se daba cuenta de lo que Sotheby’s estaba haciendo por él? ¿Tenía puta idea de los cientos y cientos de clientes que se gastaban en Sotheby’s más que él, que representaban más que él, y que habían suplicado por una entrada para recibir un lo siento mucho pero me temo que es imposible? Trato de favor impagable. Había generales y comandantes que se habían quedado sin entrada. Secretarios de gobierno y traficantes de armas. Y allí estaba él, andando a mala gana, ni siquiera una sonrisa, ni un gramo de excitación, nada. Sotheby’s que no Sotheby’s, esto había sido cosa suya. Si le quería agradecer a alguien le tenía que agradecer a él, a Raphael. Hoy Martin estaba de camino al MGM Grand porque a Raphael se le había pasado por los cojones. No estaría de más una sonrisa. Por lo menos para que sus colegas no pensaran que era un hijo de puta sin maneras.
Sabía que existía una remota posibilidad de ganar a los Lakers y que para eso iba a hacer falta que jugasen todos para Reed, sin disimulos, sin excusas. Iba a hacer falta que admitiesen públicamente la superioridad de Reed y jugasen todos para él como si fueran vasallos.
La responsabilidad ante un evento así, exagerada por las circunstancias, por el ombliguismo, por los focos en la persona, en el individuo, ya fuera JD o Reed, las expectativas creadas a nivel global, planetario, sobre dos tipos que venían a ser combinación de carne y hueso como cualquiera, y sin embargo sabían meter el balón dentro del cesto con más facilidad que los demás. No era solamente eso. No bastaba con saberla meter, eso era lo de menos, decía uno de los colegas de Raphael, otro empleado numerario de Sotheby’s, responsable de firmas como Xiloc Inc, Maldon Brothers, Turinsa…
“Yo me estaría cagando de nervios. Solo de pensar en toda la gente viéndome, algunos esperando a que falle, otros a que la meta, las expectativas, la presión, la responsabilidad… Porque esto no es una guerra”. Hablaba de pie en la cola, mirando hacia delante, levantando el cuello, echándose a un lado para ver a los de adelante, para comprobar que la gente iba entrando y que pese a no notar el avance, pese a llevar cinco minutos en el mismo ladrillo, la cola avanzaba, estaba viva.
Un partido de baloncesto no era una guerra. El partido duraba lo que duraba. 4 cuartos de 20 minutos cada uno. Eso más los descansos entre cuartos, los tiempos muertos y el juego en off. El reloj pasaba más tiempo parado que en marcha. No era una guerra. En una guerra de verdad había momentos puntuales, sí, pero no era lo mismo. Una guerra no se decidía en los últimos 5 segundos, en una guerra no se quedaba nadie sólo ante el peligro, en vivo y en directo, con dos defensores encima, un punto abajo y diez segundos en el marcador mientras cada hijo de vecino pegado a cualquier televisor, la esperanza puesta en el 7 de los Lakers, el corte de respiración a nivel mundial, todas esas esperanzas, la felicidad, semanas que serían buenas o malas dependiendo de si la bola fuese a entrar o no.
“Se puede ser piloto de combate, se puede ser general, marine en la guerra del este. Se puede tener la responsabilidad de un platoon que hace una emboscada de cuyo resultado dependerá en gran parte que se gane una guerra o no. Y existe responsabilidad, no digo que no. Pero esta gente, gente como JD Cooper o Gary Reed, que se levantan cada mañana con millones de personas pendientes de sus tobillos y sus muñecas, que el mundo se para un rato si uno de los dos anuncia un dolor de garganta, que los chicos les copian hasta la manera con la que se sientan en el retrete”
Hacía poco calor para la hora del día, pensaba Martin formando parte, aunque fuese un poco más, de la conversación, la camaradería. No se sentía mal del todo por Celeste. Se había quedado en la cama porque no se encontraba bien. Llevaba días con mala gana. Le dijo que no se preocupase y se divirtiese usando un 60% de victimismo en la voz.
Raphael y sus dos colegas llevaban camisetas de los Lakers. Martin no sabía si llevaban al equipo en la sangre o era la ocasión. Tenían la pose de gente que estaba acostumbrada a llevar traje. Dos de las camisetas llevaban dorsal y nombre de jugador.
Una avioneta hacía pasadas por el bulevar, pasaba una y otra vez por encima de la fila coleando una pancarta con un anuncio de calzado todo terreno.
Uno de los colegas de Raphael decía que representaba a Fisher y que si Fisher supiera que iba al partido y que no lo llevaba, Sotheby’s se podía olvidar de la cuenta. También decía que los medios habían convertido la final en un Reed contra JD y que aunque personalmente no comulgase con la manera de ser de Reed (un borde arrogante con mala baba), sí que simpatizaba con el hecho de que Reed no se escondiese nunca bajo la hipocresía. El tío era un hijo de puta que nunca pedía perdón y que se reía de la gente inferior a él, pero por lo menos decía lo que pensaba, no se callaba nada, le sudaba la polla la imagen y el qué dirán, y de ello había hecho franquicia y se había ganado el respeto del respetable. Él seguía pensando que era un hijo de puta y un racista de mil pares, pero por lo menos no era cartón piedra.
“JD es tan perfecto. No ronca y si ronca lo hace con harmonía y sentido de la musicalidad. Su mujer tampoco debe roncar. ¿Has visto a su mujer? ¿Has visto el cuerpo de su mujer? Esas piernas son de mentira. No me jodas Paxman. Esas piernas. ¿Has visto esas piernas? Hasta mi mujer se pone cachonda. El otro día me dijo que si alguna vez le era infiel con una tía como esa, no tendría problema en perdonarme”
El bulevar estaba repleto de atmosfera. Cientos de carteles publicitarios hacían pasillo entre ambos lados de la calle. Algunos carteles interferían con fachadas de hoteles con el beneplácito de estos bajo previo desembolso. Cada diez metros la cola tropezaba con estaciones de noticias, unidades móviles de radio y televisión dando cobertura al evento. La entrada de medios y personal relacionado al evento en la ciudad había disfrutado de una manga ancha sin precedentes.
La avioneta había hecho otra pasada tirando confeti. Una banda universitaria tocaba cerca de la entrada al hotel. Majorettes y cheer leaders actuaban sin declarar predilección por un equipo u otro. Martin seguía en la cola, cercano a la entrada, y sentía la calle como un set de televisión, como un decorado temporal. Empresarios vendiendo refresco gritaban a voces. Se vendía naranjada sabor Lakers y limonada sabor Pistons. Se respiraba entusiasmo y fervor de masas. La excitación era obligatoria. Martin paseaba sobre las dunas de Marte.
Uno de ellos se llamaba Paxman aunque en realidad no se llamaba Paxman. El nombre provenía de un presentador de la BBC que lo sabía todo dentro del mundo de la academia. El otro se llamaba Marko y parecía más afín a Raphael. Estaban a cincuenta metros de la entrada. Detrás de ellos todavía mareaba una procesión de afortunados con entrada. Martin se preguntaba si el hombre del turbante que había visto en el locutorio habría conseguido entrada. También se acordaba de la chica mulata y aquellas historias de la resistencia y el complot para reventar la presa y dejar a la ciudad sin agua. Se acordó de Celeste quien a esa hora estaría tumbada en la cama viendo una película de Julia Roberts. Se acordó de las vacunas en los sótanos del hotel.
Paxman y Marko hablaban echando palabras al aire. Lanzaban palabras como si fueran fastballs y curveballs. Decían algo con la intención de que alguien bateara la frase y tuviesen que correr base. Eran personas articuladas, dinámicas, con poderío mental y físico, con naturalidad genética y afán de liderazgo. Martin se quedaba rezagado anímicamente. Se desapegaba de las conversaciones de comida rápida. Era un partido de ping pong, un tiqui taca.
En las proximidades del MGM Grand la NBA había levantado un poster gigantesco donde se caricaturizaba a un JD disfrazado de ángel defendiendo la marca ante un Reed demonio. Heaven or Hell.
Por la manera con la que gesticulaban y cómo se excitaban al hablar, Martin presuponía que había mujeres importantes detrás de Paxman y Marko, mujeres viga y mujeres cimiento sobre las que los hombres edificaban descaro y tenacidad. Mujeres que se quedaban en casa haciendo listas, que permanecían mucho tiempo alejadas del marido pero que formaban parte de un equipo, de un matrimonio-equipo que necesitaba tener respuestas para todo, que se tenían que dar excusas y explicaciones ante cualquier acción por minúscula que fuese.
Ya casi debajo del poster ángel-demonio, Martin se preguntaba si aquello de las personalidades encontradas sería verdad o invento de marketing. En alguna entrevista JD había hablado de su amor por la lectura y los viajes a tierras desfavorecidas. Había hablado de proyectos futuros alejados del baloncesto, había sido invitado a debates sobre política exterior. Era un hombre leído, educado, comedido, intelectual… todo lo contrario que Reed, víctima del retroceso económico y la recesión de barrio y raza, de la segregación y el tráfico de drogas como vía única para sobrevivir. Reed había hablado muchas veces sobre el orgullo por el semi analfabetismo, sobre el odio contra la clase medio alta, la misma que pagaba entradas para verle jugar. Había hablado sobre la necesidad de estar en el bando de los malos, por eso jugaba en los Pistons. Llevaba un tatuaje que leía váyanse todos a la mierda. Muchas cadenas de ropa deportiva habían hecho el agosto valiéndose del marketing del maligno.
Raphael, Marko y Paxman hablaban dejándose llevar por una especie de swing privado y particular. Se apoyaban en las frases inacabadas de cada uno. Eran muy diferentes como individuos y sin embargo en aquella cola camino del MGM actuaban como un todo. Martin se llevó la mano al bolsillo y volvió a sacar el papel doblado. Había escrito un número de emergencia. En el papel ponía: llamar en caso de emergencia. Martin estaba convencido de que ni las 15:15 ni el coche rojo habían sido casualidad.
La banda de música tocaba más alto. Intercambiaban marchas militares con canciones festivas. También se escuchaban noticias y entrevistas por los altavoces que el MGM Grand había puesto en la puerta. La avioneta, en una de sus múltiples pasadas, había dejado caer chocolatinas heladas. La gente se había agachado deprisa a cogerlas. Gente de diversas clases sociales. Las chocolatinas habían caído al suelo y la multitud se había agachado por instinto animal.
Estaban a punto de entrar al MGM Grand. Conforme avanzaban hacia el puesto de entradas los nervios y la excitación aumentaban de manera irracional. No se esperaba nada de ellos y sin embargo sentían levemente el precipicio del evento, la proximidad del hecho histórico. ¿Si Martin estaba nervioso como estaría JD o Gary Reed? Estarían en el hotel, tenían a los dos equipos alojados en la misma planta. Se conocerían entre ellos, demasiados partidos juntos, demasiados viajes, encuentros en aeropuertos, en salas de prensa, en fines de semana All Star, en sesiones de fotos para revistas. Raphael se reía histéricamente como si estuviese en una montaña rusa. Paxman se había callado como si el evento le viniese grande y Marko miraba a su alrededor como si estuviese en un carrusel.
Los jugadores estarían contando las horas. Habían jugado más partidos como aquel. Estarían en las habitaciones jugando con sus consolas, hablando con las familias por teléfono. Cada cual tendría su ritual antes del partido. Este partido se había anunciado como el partido de partidos. Tendrían que estar nerviosos por cojones. Les temblarían las muñecas. Las piernas se volverían de flan de huevo. Estarían de pie en las habitaciones, asomados a las ventanas, viendo a la muchedumbre con cara de hambre. Iban a ser los protagonistas de un evento que durante dos horas tomaría el relevo de todo lo que sucedía alrededor, la política, la economía… JD Cooper y Gary Reed iban a tomar el relevo y cargar con la angustia y la emoción de cada ciudadano de a pie. Estarían nerviosos por cojones. Se acercaban al abismo. Estarían inquietos. Demasiada presión, demasiado carisma acumulado, demasiadas expectativas…
En la puerta se agolpaba como muralla un centenar de policías, agentes de seguridad y vigilantes privados. Era tal el número que alarmaba por la cantidad. Las Vegas tenía que demostrar que incluso en circunstancias como aquellas, allí era distinto, allí eran capaces de garantizar la seguridad de más de un millar de personalidades. Los había con porras, con picanas eléctricas, con fusiles de asalto, con pistolas de fogueo, con pistolas antidisturbios e incluso con latas de gas lacrimógeno. Tenían su propio catering y sus propios servicios. Sus turnos y sus contraseñas. No se llamaban por sus nombres. Se señalaban, se silbaban, hacían aspavientos. Martin pensaba en la lejanía entre unos y otros. Los de la porra con sándwich de pavo en bolsa de plástico, refresco gasificado, doce horas seguidas, relevos, visitas fugaces a un teléfono donde marcar prefijo de Arizona para escuchar la voz cansada de una madre, una esposa con pañuelo en el cuello, con enjambre de perros y niños en pantalones cortos de bocas manchadas de yogurt de fresa. Y del otro lado, los clientes, directores, empresarios, políticos, militares de máximo rango, traficantes de máximo rango, ladrones de máximo rango. Todos girando alrededor de un sol que era un partido de basket, cinco contra cinco, un balón, un tipo llamado JD Cooper que era educado y las metía todas, un tipo llamado Gary Reed que tenía mala baba y también las metía todas, un duelo bajo el marcador, una hora de las verdades.
Se decía que el presidente ya estaba dentro. Martin y los chicos de Sotheby’s apunto estaban de pasar dentro del recinto cuando escucharon en la cola gritos de emoción ante una comitiva que se desplazaba dentro del casino rodeados de fotógrafos, seguridad y gritos de sorpresa. Era el presidente, decían los de detrás. Alguien había identificado no a la primera dama pero sí a la hija. Pelo rubio tirando a moreno, tan alta como él, de línea recta. El presidente según fuentes de la prensa se había alojado allí mismo por motivos de seguridad, para evitar desplazamientos bajo el sol. Evitar francotiradores. Las Vegas contaba con demasiadas azoteas, hubiese resultado suicida. También era un problema tanto cristal y tanto sol, tanto resplandor, tanto destello, una pesadilla para ver de dónde venían los tiros.
Hacía tiempo que no hablaba con Raphael. Desde la represalia por la falta de agradecimiento. Le preguntó si Sotheby’s también contaba con personal de seguridad propio dentro del estadio. Gente que estuviese allí para proteger clientes no tanto por los clientes en sí pero para proteger los intereses de estos, los intereses propios.
“Hoy la guardia de Sotheby’s está apostada en los sótanos de todos casinos donde tenemos cajas fuertes. Hoy es un día perfecto para dar el golpe, hoy que la atención queda en el partido”. Le gustaba que Martin se interesara por algo, que le hiciera preguntas. Le hizo sentirse mejor. Estaban a punto de entrar. Llegó su turno y Raphael entregó las cuatro entradas que había llevado guardadas debajo de la camisa.

El ambiente desbordaba cualquier idea preestablecida. El griterío desencadenaba tsunamis de sonido que se llevaban cualquier pregunta en el aire. El partido había comenzado. Los equipos iban igualados. Ambas defensas mordían. Los ataques quedaban agarrotados. Tanto Reed como JD eran defendidos a la perfección, siempre con ayudas. El tiempo pasaba demasiado deprisa. Había dos tipos de tiempo. Uno el que se empleaba en mirar a quien se tuviera al lado, el que se usaba mirando al presidente y su hija casi a pie de campo, justo detrás del banquillo de los Lakers. El tiempo que se empleaba en mirar a los jeques árabes, a los oligarcas rusos, a la nobleza europea. Estaban todos allí y uno no se cansaba de señalar con el dedo cada vez que se descubría a una nueva personalidad como quien veía una estatua famosa o un cuadro célebre. Estaba el tiempo donde se miraba y palpaba lo que era el alrededor del partido, y luego estaba el tiempo que se empleaba en ver el partido y en asimilar que realmente se estaba allí, presentes en tal evento, allí de carne y hueso, en vivo y en directo, viéndole la cara a JD Cooper, leyendo las letras de los tatuajes de Gary Reed, viendo a Boris Pilkington levantando los brazos desde el banquillo, el pánico de los entrenadores, la concentración absoluta de los árbitros, la ejecución, el temple, el mando, el aquí y el ahora. Martin empleaba gran parte de su tiempo en presenciar el aquí y ahora, en morderse el labio inferior cada vez que su equipo atacaba, cada vez que hacía falta defender un contraataque, cada vez que cualquiera de los Pistons lanzaba un tiro en suspensión y él se atragantaba en su asiento a base de hacer fuerza para que la bola entrara. Martin llevaba la cuenta del marcador a sangre en el pecho.
Paxman y Marko hablaban sin parar. Se ponían en cuclillas, señalaban, se hablaban a gritos porque de lo contrario no había manera. Reconocían a alguien del trabajo, gritaban en vano. Rara vez miraban el partido. Raphael estaba más callado, para sorpresa de Martin. Parecía más centrado en el partido. Miraba allí donde estaba el balón, comprobaba el marcador, de cuando en cuando decía algo inaudible mirando a la cancha, dando órdenes a cualquier jugador, una petición de rectificación, un desespero ante un pase mal dado.
Estaban en el primer cuarto o en el segundo cuarto, el tiempo volaba. Habían intentado pedir perritos calientes pero nadie quería levantarse del asiento. Nadie se movía por si acaso se fueran a perder algo extraordinario sobre lo que se hablaría en todo el mundo de por vida.
Se miraba el partido y se decían cosas a medias. Se empezaba a decir algo pero luego había un robo de balón y un contraataque y uno se levantaba y extendía los brazos como haciendo equilibrios, tensando el cuerpo hasta que el balón entraba o no entraba. Luego uno ya no se acordaba de lo que había empezado a decir. Se necesitaban cubos de palomitas donde meter las manos sin dejar de mirar la cancha. Se pensaba constantemente en aquellos conocidos a los que se les iba a contar la experiencia. Se imaginaba la cara que aquellos conocidos pondrían al enterarse.
Ningún equipo dominaba porque el partido era demasiado importante. El marcador basculaba. Cuando un equipo perdía por más de siete, sacaba de inmediato fuerzas de flaqueza porque una oportunidad así no llegaba todos los días. Al equipo que iba por delante en el marcador le daba por pensar en la ovación y los premios y las entrevistas y las placas conmemorativas en plazas de ciudad dormitorio, y de tanto pensar entraba el miedo a ganar y cinco minutos más tarde el marcador volvía a estar igualado.
Si no se era JD Cooper o Gary Manodedios Reed, el balón quemaba en las manos, escaldaba, dejaba ampollas. Había un tembleque a la altura del radio y el cúbito producido no sólo por el señor Presidente y su hija tan hermosa quien diría que tan sólo dieciocho años, sino por lo que había más allá de las lentes de las cámaras que televisaban el partido. Los jugadores imaginaban el campo de batalla desierto, niños y padres mal vestidos compartiendo canal, compartiendo exclamaciones y aullidos de dolor cada vez que el aro escupía y negaba dos puntos.
Los jugadores del banquillo se daban la vuelta de cuando en cuando para mirar por tercera vez al señor Presidente y su hija rodeados por gorilas de seguridad. Los tenían justo detrás. El presidente y su hija no devolvían las miradas, fijaban la mirada en JD Cooper y Gary Reed como si los demás no importaran, como si el partido fuese un uno contra uno.
Cada vez que el entrenador miraba al banquillo después de una pérdida de balón o un rebote concedido en defensa, muchos jugadores miraban para otro lado sintiendo el peso de la responsabilidad, mostrando incompatibilidad con cualquier atisbo de acercarse a la gloria. La posibilidad del fracaso obstaculizaba cualquier escape de sueño. Lo que se podía perder era demasiado grande, no les merecía la pena, por lo menos no a aquellas alturas, no después de haber luchado lo que habían luchado para haber llegado donde estaban. Echaban la cabeza abajo. Se ajustaban rodilleras. Se remachaban el esparadrapo en el dedo tantas veces dislocado.
Alguien preguntó que cómo veían el partido. Seguía todo igualado y el tercer cuarto a punto de terminar. Raphael hablaba con alguien que tenía al lado. Era un ejecutivo de una empresa difusora de Alabama. Raphael le había dicho para quien trabajaba pero había cambiado el tema de conversación antes de que el otro pudiese preguntar más de la cuenta. Martin bebía de un enorme vaso de papel lleno de coca cola light, hielo, y Jack Daniel’s cortesía de la señora esposa de Marko quien conociendo como conocía a su marido y los amigos de éste, le había introducido una petaca llena de bourbon en el bolsillo del pantalón debido al amor que sentía por su marido y la necesidad de hacerle feliz.
Se podía jugar a ser JD Cooper o Gary Reed. Se podía jugar a ser ángel o demonio, fuerza o virtud. El uno con tan mala leche y el otro tan bien hablado. El uno tan clase medio alta y el otro tan barrio pobre. La gente se identificaba con uno u otro según a la tribu que se pertenecía o se quería pertenecer. El humilde se veía representado en Reed. El pudiente o el que aparentaba ser pudiente o simplemente aspiraba a ser pudiente, idolatraban a Cooper. El rockero, el artista maldito, el bohemio y el aprendiz de brujo, simpatizaban con Reed. Los políticos, empleados de banco, agentes de la ley y aparejadores, eran todos de los Lakers. Se podía ser de uno o de otro pero nunca de los dos. No tenía nada que ver con el estilo de juego, con el tiro en suspensión, la bandeja soporífera, la asistencia mirando a la grada. No tenía que ver con procedencias, con afiliaciones a cualquier universidad, con afinidad geográfica. Se era de los Lakers o de los Pistons según se era de Cooper o Reed. La mujer de Cooper había aparecido en las noticias deseando suerte a todo el mundo y que ganase el mejor. Esto lo había dicho con sonrisa cinemascope y tarta de frambuesa detrás, mantel a cuadros, niños vestidos de personas mayores y calendario con anotaciones en cada día. En la cocina de la señora Cooper también se habían podido ver muchas notas postizas, tanto en la nevera como en una especie de tablón de anuncios. La señora de Gary Reed había sido menos elocuente. Ni siquiera había admitido prensa en su casa. La habían cogido de pasada en la salida de un hotel. Había dicho que Gary Reed era el número uno y lo demás era mentira. Había sonreído de manera provocativa, casi sexual. Vestida con pantalones elásticos, chaqueta vaquera y fular al cuello, se había subido en un taxi y había desaparecido sin decir nada más.
Cuando se terminó el tercer cuarto y el marcador asomaba un 86-86, la gente se levantaba, se llevaba las manos a la cabeza y se sonreía porque no daban crédito. Si el partido hubiese sido una película no habría sido creíble. El partido de partidos, último cuarto, empatados a 86, Reed y Cooper con tres faltas cada uno, con las muñecas más sueltas pero el corazón más encogido, no queriendo mirar alrededor, fijando los ojos únicamente en lo que ocurría dentro del ámbito más cercano, la cancha, el balón, el color de la camiseta rival, el árbitro, las reglas del juego, el pase, el tablero, el aro, el marcador. No se miraba más allá. Estaba prohibido mirar al presidente y su hija que tampoco daban crédito y de ahí a la sonrisa por lo ridículo del asunto. La gente se levantaba, se daba la vuelta, intercambiaba sonrisas y dificultad de pronóstico, y se volvía a sentar. Se buscaba con la mirada a alguien que vendiese refrescos. Música de baile atronaba por los altavoces mientras dos grupos de cheerleaders ejecutaban sus rutinas ante la atenta mirada de maridos inamovibles. Las personalidades que iban en traje se levantaban y departían entre ellos sin mirarse a la cara. Movían las caderas de lado a lado, hablaban señalando al aire, se toqueteaban los puños de las americanas y de cuando en cuando miraban a las animadoras.
Paxman y Marko se habían marchado al bar y tanto Raphael como Martin seguían sentados en sus asientos con gesto dubitativo y nervios contenidos. Martin se sintió cercano a Raphael por vez primera. Estuvo a punto de preguntarle por Celeste y sus motivos pero fue Raphael quien habló primero.
“La gente dice que el partido decidirá la historia. Quien gane será ganador de por vida y quien pierda un fracasado. Dará igual lo que hayan hecho hasta entonces”
Se entendían entre ellos. Habían quedado más de una vez a sus espaldas. El día que se fue al locutorio sin ir más lejos. Martin le dijo a Celeste que si veía a Raphael que no le dijese nada sobre las amenazas de Néstor. Celeste había contestado afirmando que de hecho había quedado con él más tarde. Se veían. No sabía para qué. Celeste no terminaba de dar el tipo de Raphael.
“Luego habrá otro partido del siglo. Reed jugará en los Mavericks y Cooper en los Bulls. Uno de los dos tendrá una temporada mala. Una lesión de rodilla o lo que es peor, un cáncer testicular. Luego se salvará y la prensa lo ensalzará. Habrá más partidos del siglo. Cada partido es el partido del siglo”
Raphael no estaba nervioso por amor a los Lakers. Había apostado fuerte. Esta vez no había habido soplos. Medio mundo había apostado. Héroes y villanos, militares y rebeldes, víctimas y verdugos, ricos y pobres. Amarillo contra azul. Rolls Royce contra Ford Mustang. Delicadeza contra músculo. Lakers Pistons.
Se había sacado el papel del bolsillo en más de una ocasión. Se sabía el número de memoria. El papel no era cuadriculado. Parecía un pedazo de A4 cortado a mano, sin tijeras. No era normal que alguien escribiese un número de teléfono en un folio. El trazo era delicado y firme. No se había escrito con prisa. No tenía prefijo, era un móvil. Se lo metía en la punta del bolsillo de los vaqueros con cuidado de que Raphael no le viese.
Paxman llegó con tres vasos grandes de Coca Cola que fueron avituallados con Jack Daniel’s de la petaca. Marko señalaba al presidente como no dando crédito que el tipo aquel fuese en realidad el presidente de los Estados Unidos. Paxman dijo que la niña era material follable. Raphael cogió su vaso sin levantarse. Sentado abierto de piernas, echaba el peso hacia delante. Contaba números en su cabeza. Le daban igual los jeques árabes que había a su izquierda. La familia Segovia y los Matrioni. La condesa de Tinqueux, la de Ons En Bray. Le daban igual las cheer leaders. Martin se preguntaba si acaso había apostado algo más que el dinero. Se había podido apostar una vacuna, un órgano vital, una casa en Long Island a la que pretendía regresar una vez que tanta hambruna y tanta recesión dejaran paso a lo que antes se había llamado normalidad.
El speaker hablaba con voz atónita, casi afónico por los nervios. Anunciaba el comienzo del último cuarto. La hora de la verdad. Reed y Cooper aguantaban el tipo. Reed de pie con los brazos en jarra y el morro levemente torcido. Cooper doblado con las manos en las rodillas, mirando a sus compañeros, programando jugadas, ejecutando planes. El árbitro entró a escena. Antes de ponerse en medio y echar el balón al aire, se dirigió a los espectadores demandando más aplauso, haciendo gestos de agitación. El público respondió como si fueran monos de feria. Daba igual el cargo del espectador. Era respuesta instintiva y pueril. Directores de revistas, jefes de consejos de administración, senadores, contrabandistas, se levantaron todos de manera eléctrica y se pelaron las manos de aplaudir. Las animadoras acompañaban. La banda tocaba. La música, por los altavoces, también tocaba. La gente en el mundo entero gritaba. Todo el mundo presente de una manera u otra iba a hacer historia pasara lo que pasara. Reed y Cooper aguantaban el tipo. Los ocho restantes se atrincheraban detrás. El balón fue lanzado al aire y el aliento de la gente quedó envasado al vacío.

Wednesday 26 September 2012

MONICA BELLUCCI

En Salchichas de Pollo estamos tan sumamente enamorados de Mónica Bellucci que problemas como el cambio climático o el riñón o la tos seca con la que Teresa se atraganta, pierden peso. En Salchichas de Pollo no estamos interesados en saber lo que hay detrás de esos ojos color precipicio, no nos interesa Mónica Bellucci la persona, no la queremos imaginar poniendo una lavadora ni gritándole a la vecina del quinto desde su ventana del patio de luces. Nos interesa la otra Mónica Bellucci, la que de tan guapa parece mentira, la de plástico, de cartón piedra, la del país de Alicia

Tuesday 4 September 2012

DISLIKING THE POVEDA RESTAURANT

Holding Salchichas-de-Pollo (http://salchichasdepollo.blogspot.co.uk/)

Restaurante Poveda, San Carlos de la Rápita, Tarragona, E-43540.

El restaurante Poveda no nos gusta de la misma manera que a uno no le gustan determinadas enfermedades. Está situado en una esquina de la calle Emperadores, justo en frente de una tienda de hierbas medicinales. La comida está exquisita y sin embargo, cada vez que Leonor va al baño, luego es difícil cerrar la puerta del retrete y volver a abrirla ya que se abre hacia dentro y según Leonor uno tiene que hacer contorsionismos para poder salir. A veces se tiene que subir al inodoro y con tacones pues ya me explicará usted. Luego está la falda colgante y el suelo de baldosa que nunca está del todo limpio no porque el equipo de limpieza del restaurante Poveda no sea lo suficientemente efectivo sino porque ese tipo de baldosa, ese tipo de suelo, es permisivo a la suciedad. Sólo con cambiar las baldosas sería otra cosa, dice Leonor sentándose a la mesa, colgándose la servilleta del cuello de la camisa y mirando el filete de rodaballo (ya en el plato) con desconfianza, con un sentimiento de quiero y no puedo. Leonor hay veces que piensa que no es la comida en sí lo que le paraliza por dentro (en el peor sentido), ni el servicio, ni el acento de la muchacha dominicana que se hizo cargo de la barra, no, es otra cosa, es difícil de explicar. Leonor corta el rodaballo con aprensión y con cuidado, como si estuviese manipulando los cables de una bomba de relojería, da un trago a su copa de vino y me dice que aunque esto que va a decir pueda sonar muy raro, ella piensa que más que el restaurante en sí, y entiéndase por restaurante las cosas palpables que lo forman (servilletas, maquina de café, platos, menú…), es otra cosa lo que le atormenta, algo que va más allá de formalidades. Le da un bocado al rodaballo, lo saborea gustosamente, y dice que la razón de todos los males tal vez sean los simbolismos. El restaurante no como plato físico sino como recuerdo de otra cosa. Había un restaurante llamado El Pez Burlón, en Cambrils, hace muchos años, me cuenta. La llevaban de pequeña los domingos después de haber pasado la mañana en la playa. Era un restaurante muy bueno en cuanto relación calidad-precio. Las raciones eran generosas y el producto fresco. Iban muchos domingos y se acuerda de aquellas vitrinas de cristal donde ponían el pescado y la carne encima del hielo, allí junto a la barra, a modo de escaparate. Su abuela se atragantó con una espina y aunque no murió se la tuvieron que llevar en ambulancia y del susto ya nunca volvió a ser la misma. A Leonor, de la impresión (sobre todo cuando metieron a la abuela dentro de la ambulancia y le pusieron la mascarilla de oxígeno), se le cortó la digestión. Aquella vitrina del restaurante El Pez Burlón donde su abuela casi se muere era muy parecida a la vitrina que tenían en el restaurante Poveda. La vitrina del restaurante Poveda contenía brazo de gitano, tarta de queso (New York style) y orujo de hierbas. No sabía. Las vitrinas no eran iguales. La disposición de alimentos dentro de las mismas tampoco. En la vitrina del restaurante Poveda ni siquiera ponían hielo. Pero había algo, tal vez la iluminación, el reflejo del cristal, la manera con la que el camarero se situaba detrás de la misma, había algo que no acertaba a identificar pero que hacía conexión y solo de pensarlo se le atragantaba el rodaballo y le entraban nauseas y había que salir pitando del restaurante Poveda, pagar la cuenta, y bajar corriendo por la calle Buenavista hasta llegar a los apartamentos Calazul y entrar al bar de Manolo donde pedir un gin-tonic y dos carajillos de ron para olvidar

Tuesday 28 August 2012

ANUNCIO RELEVANTE

Durante las 02:00am y las 04:00am del próximo 12 de septiembre, esta página permanecerá cerrada al público por motivos de mantenimiento. Próximamente, el Salchichas de Pollo Group pondrá a disposición del que lo requiera un servicio auxiliar de ayuda al cliente. Se abrirá una línea telefónica para casos de emergencia, una especie de teléfono de la esperanza que será atendido por nuestro equipo psiquiátrico. También se facilitará un número de fax y un apartado de correos. Llamadas referentes a animales en peligro de extinción no serán atendidas. El 20 de septiembre se impartirá un curso online sobre el simbolismo y el no simbolismo en la cinematografía de David Lynch

DISLIKING LAS TABLAS DE DAIMIEL

Ocurre a veces, pero sobre todo cuando volvemos del Mercado Robles y dejamos las bolsas en la cocina, encima de la lavadora, sobre la mesa plegable con patas de hierro, entre la panera (que nunca usamos) y el molinillo (que sí usamos). Llegamos del mercado y dejamos bolsas llenas de patatas y cebollas y apio y carne picada en el ultimo segundo, con marcas en los dedos, con el sudor de la calle y los dos pisos de escaleras. Son bolsas cargadas de verano y mediodía y nos deshacemos de ellas como quien se quita un muerto de encima.

El sentimiento de que es más lo que nos separa que lo que nos une a las Tablas de Daimiel nos sacude cuando nos sentamos en el sofá justo después de volver del Mercado Robles. Ella pone el ventilador con pie de lámpara. Según ella es un ventilador con forma de girasol. Nos sentamos sin decir nada, todavía jadeando de las escaleras y la calle y el peso de las bolsas, y tampoco nos miramos. Sin que ninguno de los dos lo admita, percibimos cierta aprensión en el ambiente. Ayer domingo, sobre las 8 de la noche (todavía era de día), volvíamos a casa después de haber pasado el fin de semana en las Tablas de Daimiel (otra vez).

A veces este piso parece un piso apocalíptico. Será por la orientación, dice ella. Será por la manera tan dramática con la que entran los rayos de sol a través del balcón. El balcón tiene dos portezuelas viejas, de madera, con ventanales en la parte superior. Cuando llegamos del Mercado Robles abrimos las puertas del balcón de par en par, ponemos el ventilador y nos sentamos en el sillón sin decir nada. Como ahora. Ella ha empezado una frase pero se ha detenido nada más empezar. Ha querido decir algo pero luego se ha arrepentido. Algo sobre el fin de semana en Las Tablas de Daimiel y esa especie de opresión a la altura del pecho que a los dos nos sacude cada vez que vemos un pato cuchara o cada vez que alguien menciona al lagarto ocelado. A ella no le dan asco los lagartos. A mí tampoco. Sin embargo, es un no saber explicarse cada vez que alguien hace referencia al lagarto ocelado. Tampoco nos dan escalofríos ni ponemos caras raras. Ella cree que la nausea por el pato cuchara y el lagarto ocelado tiene que ver con el parque, con las Tablas de Daimiel como conjunto. Ella es de las que piensan que ese mismo lagarto y ese mismo pato nos harían sentir de manera muy distinta en otro lugar. Y eso que ella no tiene nada en contra de las Tablas de Daimiel, ni yo tampoco.

A veces nos preguntamos sin en realidad son las sombras de las siluetas, sobre todo la del olivo milenario de la plaza. O el eco de la gente que camina por las queseras, el agroturismo. A ella la palabra agroturismo no le gusta, le suena a bolsa de plástico, a hidrocarburo. Ella dice que la humedad de las queseras, unida al murmullo de la gente que camina en fila india por los túneles de la cueva, hablando de cosas que nada tienen que ver con el aquí y el ahora, unido también al olor propio del queso, y unido también al parque y su entorno, pues eso, que ahora mismo y solo de pensarlo se tiene que levantar del sofá y volver un poco las portezuelas del balcón para que no entre tanta luz

La ciudad está a 342kms del parque natural y sin embargo, algunas noches, ella se da cuenta de que no puede ser, de que algo no funciona, algo no cuaja. Luego llega el fin de semana y volvemos a las Tablas de Daimiel como quien renuncia al tiempo y a la vida

Saturday 25 August 2012

DISLIKING CIUDAD REAL

Querida Doris:

Espero que al recibo de esta carta no te hayas olvidado de aplicarte protección solar factor 15. Me pongo a escribirte y recuerdo con nostalgia tus protestas, el eco de tu voz quejándose de la quemadura del sol en el lado interno del tobillo derecho, ese que siempre dejas al desnudo cuando te sientas a leer en la playa y te cruzas de piernas como los hombres, manteniendo siempre el mismo ángulo, dejando el tobillo de lado, plano, en perpendicular al cielo. Luego me dices, también en formato de queja, que da lo mismo ponerse o no protección ahí porque esa zona es todo hueso y al no tener carne la protección solar no hace nada, es impotente. Querida Doris:

Te escribo desde la Ciudad Real que no nos gusta ni por asomo, desde el trozo de Ciudad Real que se nos hace bola en la boca, la Ciudad Real por la que uno pasea no por gusto sino a la fuerza, como si llevase pistola en la sien. Te escribo sobre todo desde un café muy particular, desde la mesa de una terraza. Te escribo desde el vacío intestinal que producen según qué calles (tú sabes de sobra). Vacío intestinal y también intelectual. El Bar Jonás. El jardín de la República. La tienda de lanas Sonsoles. La calle esa que hay detrás de la iglesia. La parte de esa Ciudad Real que da dolor de pecho y ardor de estómago. El ayudante nuevo del boticario y esa forma que tiene de coger las medicinas, la arrogancia con la que te dice cuántas tomar y cuántas no, ese runruneo que se masca en el ambiente. Querida Doris:

Te escribo desde la Ciudad Real que detestamos, desde esa parte de la ciudad (que no es geográfica) que se nos atraganta, que es bocadillo de atún seco, determinadas calles y bares que nos repugnan como si en realidad fuesen la extensión de otro algo, de otra ciudad, de otra realidad sin cochinillo ni vino tinto. Querida Doris:

Te escribo desde esa Ciudad Real que nos disgusta pero no físicamente, que nos duele como en otra vida, en otro universo paralelo. Más que ciertas calles y ciertos bares y ciertas costumbres, la ciudad nos disgusta en otra dimensión, en otra vida. Nos jode y no nos hace ninguna gracia a través de terceras personas. No es tanto el dolor propio como el dolor de parte de un primo al que se lo contó un amigo que tenía un negocio a medias con un tipo de Ciudad Real.

Tuesday 21 August 2012

BANDO

Salchichas de Pollo y por demanda popular estrenará a partir del mes de noviembre edición en formato facsímil

Monday 6 August 2012

MERCEDES BENZ AFTERNOONS (US VERSION)

A respected member of the production-line of the Literary Creations Chicken Sausages (please do not use plastic bags, wrap your food using old newspapers, old runs from 99 to 2001, the years without news worthy of being saved), writes from the 17th floor of the Chicken Sausage Building in Union Square, San Francisco, Ca. He writes for you now that you've come home not feeling like much, now that you’re hot. He writes for you this very moment. You get up from the sofa and move to the kitchen where you put some water to boil. You check with reluctance for phone messages, whatsapp messages, twitter messages. You get up and open the refrigerator door. You eat a slice of ham, no bread. Back to the living room, you sit on the couch and keep reading these lines. You don’t expect them to inspire you. You are giving them the two-page test. Two and a half max. There is distrust in the tone used. You doubt whether to turn on the iPod or read silently. You turn the on iPod because the city doesn’t speak softly so no music is like a pre-made kind of silence. You question possibilities. You go for Ryuichi Sakamoto’s BTTB. You sit back and keep reading. You have to re-read the same paragraph three times. You understand but can’t see the point. You read on and discover how the main character is a woman who lives alone and is going through a rough patch after a complicated separation. You become suspicious. You don’t like the fact that she has no name. She shares features with you. She is also in a hot flat. There is no cat in the flat. In both stories, yours and hers, there is the same background music and the same doorbell ringing exactly at the same time. You have to put the book down so you can go and open the door. You leave the book open, face down on the couch, page 35. You get up to open the door. You don’t check through the peephole. You open the door and show slight confusion because you don’t know me yet. You look me up and down. You fear that I’m here to sell you something. You know I am the one writing these lines. You don’t ask me anything. You let me through because it’s inevitable. You walk behind me. I know the flat to perfection because it's me who has described it. I go to the kitchen (you follow two steps behind) and open the fridge. I eat a slice of ham. I ask you to accompany me to the window. You come without a word. You walk straight, using very short steps. You stand beside me. We almost touch shoulder with shoulder. Leaning out the window I point towards a man sitting on a bench in the square. I tell you this man's name is Antonio and is about to call you. You ask me why is he calling. You cell phone rings.

Sunday 5 August 2012

MEDIODÍAS MERCEDES BENZ

Un socio numerario de la cadena de producción literaria, creaciones Salchichas de Pollo (no se lo lleven en bolsa de plástico, llévenselo en papel de periódico, tiradas viejas del 99 al 2001, los años sin noticias dignas de ser guardadas), escribe desde la planta 17 del Salchichas de Pollo building en Union Square, San Francisco, Ca. Escribe para ti que llegas a casa sin ganas de mucho, para ti que tienes calor, que te suda la espalda, que no vas a salir ni a ver la tele, que has puesto agua a hervir y chequeas con desgana y con la intermitencia de un semáforo tus mensajes del móvil, tus whatsapp y tu twitter. Te levantas y abres la puerta de la nevera. Te comes una loncha de jamón de york sin pan. Vuelves al salón, te sientas en el sofá y sigues leyendo sin grandes pretensiones. No esperas que te inspire. Te planteas leerlo durante dos páginas, dos páginas y medio max. Desconfías del tono de voz usado. Dudas si poner el Ipod o leer en silencio. Al final pones el Ipod porque el piso en el que vives y la ciudad donde está ubicado no hablan en voz baja y lo mismo molesta ese silencio prefabricado. Dudas sobre qué poner. Al final pones BTTB de Ryuichi Sakamoto. Te vuelves a sentar y vuelves a leer estas palabras. Vuelves a leer el mismo párrafo tres veces. Lo entiendes pero no le ves la gracia. Sigues leyendo y descubres que el personaje también es una mujer que vive sola y que está atravesando una mala racha después de una separación complicada y un suicidio en la familia. Te has vuelto desconfiada lo mismo que la protagonista de estas líneas. Te sabe mal que el autor no le haya puesto nombre. El hecho de que compartas características te lleva a imaginarte a ti misma de protagonista. Ella también está en un piso y en ese momento también tiene calor. No hay gato en el piso. En los dos pisos suena la misma música de fondo y el mismo timbre. Dejas el libro abierto, boca abajo, sobre el sofá, en la página 35 y te levantas a abrir la puerta. No miras por la mirilla. Abres la puerta y muestras leve desconcierto porque no me conoces. Me miras de arriba abajo. Desconfías de que esté allí para venderte algo. También desconfías de tu propio destino, del hecho de que sea yo, el mismo que está escribiendo las líneas de este libro que lees. No me preguntas nada, me dejas pasar como si fuera inevitable. Caminas detrás de mí. Conozco el piso a la perfección porque soy yo quien lo ha descrito. Me acercó a la cocina (tú sigues a dos pasos detrás) y abro la nevera. Me como una loncha de jamón de york. Te pido que me acompañes a la ventana. Vienes sin decir nada. Caminas estirada, dando pasos muy cortos. Te plantas junto a mí. Casi nos rozamos hombro con hombro. Asomados a la ventana yo señalo en dirección a un hombre que está sentado en uno de los bancos de la plaza. Te digo que ese hombre se llama Antonio y que ahora mismo va a llamarte. Me preguntas la razón por la que va a llamar. Te suena el móvil. Contesta.

Friday 3 August 2012

LAS VEGAS IV (Fin Cap-1, Parte III, La Guerra por La Tarde)

De vuelta a la habitación coincidieron en el rail-car con una mujer que también se hospedaba en el Aria y que decía ser una princesa rusa. A Arianna le daban un poco de vértigo las escaleras mecánicas que subían desde la parte trasera del Bellagio hasta la plataforma donde se cogía el rail-car. Se habían bebido dos copas más y habían desechado el sentarse a comer en cualquiera de los restaurantes que quedaban abiertos. Se habían cansado de beber y decirse gilipolleces el uno al otro. Tenían el don para darse cuenta. Otros hubieran seguido, hubiesen cruzado hasta el parisiense o se habrían quedado a jugar rojo y negro. Otros se habrían hecho conocidos de otra pareja en condición semejante. La mujer con la que coincidieron en el rail-car era pelirroja de ojos blanquiazules. Iba con una especie de consorte. Iba embriagada. Hablaba con cualquiera que se le ponía delante. En el vagón no había nadie más. Se puso a hablarles sin ningún tipo de acento. Ella era de sangre real por si no lo supieran. Se hospedaba en una sky suite y en su opinión gente que no tuviese sangre real no debería tener acceso a una sky suite por mucho dinero que tuviesen. Gente de sangre real y gente de servicio, de personal, criados y criadas, ya le entendían. Martin y Arianna la miraban sin decir nada. Ni asentían ni negaban ni se sorprendían. La miraban como si estuviesen mirando a través, hacía un fondo inexistente. Habían estado ahí muchas veces. Los dos se congratulaban mentalmente de no estar tan borrachos. Martin sugirió llamar al servicio de habitaciones y pedir dos hamburguesas y tal vez una botella de champagne, siempre y cuando… La rusa de cuando en cuando hablaba en ruso con el hombre que la acompañaba. Martin sintió necesidad de coger la mano de Arianna y apretarla con cariño. No se había olvidado de la inminente llegada de Carla, Arianna tampoco. Se distanciaba de Martin de cuando en cuando, sin pedir permiso ni mostrar frío ni compasión. Lo hacía libremente. Cada vez que le había ofrecido una elección se había encogido de hombros y le había dicho que lo mismo le daba. Sin aparentar tristeza ni malagana, le había mostrado indiferencia superior. En la piscina del Aria había un bar terraza que quedaba abierto hasta tarde. Martin a punto había estado de sugerir sentarse a una mesa de la terraza y comer allí. Aunque él no tenía hambre. Le preguntó si quería sentarse en la terraza de la piscina a tomarse otra copa. Allí podría fumar. Ella le dijo que ya no quería fumar más. Si él quería ir a la terraza del bar se iba a la terraza del bar, pero no lo tenía que hacer por ella. A ella le daba igual donde ir. Martin pensaba en las hamburguesas que traía el servicio de habitaciones. Las mejores hamburguesas que había probado en su vida. Costando lo que costaban no le sorprendía. Lo único que le irritaba era que el camarero que las traía lo hacía en una mesa plegable que luego desplegaba y quedaba montada como mesa de restaurante, con su mantel de hilo y sus servilletas de hilo y sus copas de cristal. Martin preguntó a Arianna si sería posible pedir las hamburguesas sin la mesa plegable ni los manteles. Una bandeja con dos hamburguesas y una botella de champagne, sin más. Una bandeja que fuese accesible desde la puerta de la habitación y así no dejar entrar al mozo hasta dentro. ¿Pedían la botella de champagne o no? La princesa rusa había enfilado hacia el casino. Arianna no contestó porque se había rezagado y hablaba con un hombre desconocido. Se había parado diez metros más atrás. Martin no se había dado cuenta. Parecía explicarle algo. El hombre la miraba con cercanía, sonriente. Arianna se explicaba descargando dulzura. Se tocaron el brazo. El hombre parecía agradecido y Arianna contenta de haber podido servir de ayuda. El hombre parecía italiano. Llevaba un traje que parecía italiano. Vestía impecable. Llevaba el pelo blanco pero no por la edad. Rondaría los cuarenta y pocos. El hombre se marchó haciendo una reverencia. Se inclinó encogiendo el antebrazo izquierdo sobre el cual llevaba doblada la chaqueta. Cuando Arianna llegó hasta Martin ya no quiso preguntarle sobre la mesa plegable que los del servicio de habitaciones subían con la comida. Se metieron en el ascensor sin hablar. El alcohol le había sentado peor a Martin. Arianna miraba el techo del ascensor con gesto risueño. Martin se volvía invisible.

Nada más llegar a la habitación, justo cuando Martin se empezó a sentir más a gusto, cuando se quitó los zapatos y a punto estuvo de besar a Arianna y olvidarse de las hamburguesas, ésta se echó hacia atrás y le dijo que ahora que lo pensaba sí que le apetecía fumar y que si no le importaba se iba a bajar un momento al patio a fumarse uno y que ahora volvía. Martin le dijo que ella no era fumadora. Fumaba de manera casual. No entendía esa urgencia. Nunca antes la había visto salir a fumar de esas maneras. Contestó que debía ser el champagne y se escurrió de la habitación sin darle tiempo a ponerse los zapatos y acompañarle abajo y sugerir otra vez el bar con terraza de la piscina. La puerta se cerró, Martin se quitó los pantalones, sacó una Heineken del mueble bar usando la tableta, puso ESPN y se acomodó sobre la cama, medio sentado medio tumbado.

Las luces intermitentes de las fachadas de los demás edificios cercanos rebotaban en el asfalto y sobre los mil cristales que se erguían como paredes. Las luces de los coches despachaban blancos y rojos. El amarillo de los taxis serpenteaba por las venas de la ciudad en busca de la siguiente princesa rusa. A Martin le daba por pensar en una sky suite a la vez que trataba de concentrarse en Jonathan y Erica y en menor medida en Matilde, quien seguía en Nueva York atrincherada en otro edificio de lujo. No quería pensar en Carla. Quería pensar en Arianna quien ya tenía que haber vuelto. Sopesó pedir las hamburguesas y el champagne y sorprenderla a la vuelta. ESPN proyectaba una película vieja sobre un jugador de football que había sido entrenado desde temprana edad por un padre obcecado en someter a su hijo a un plan de formación intensivo y científico. El chaval había crecido como un espécimen único. Se había desarrollado más que sus compañeros de clase. Desde temprana edad había recogido los frutos de aquella educación física y había despuntado en el campo. Había sido figura en cada equipo que había jugado hasta que finalme…………………

..........

Los despertó el teléfono. Debían de ser las ocho y pico. Arianna había dado un salto de la cama. Martin había entreabierto los ojos y se había dado asco por despertarse vestido encima de la colcha. La Heineken posaba casi intacta sobre la mesilla. Arianna se había levantado y había contestado. Ella sí que iba en pijama. Se despertaron en estado de shock. Prácticamente nadie llamaba. Nadie o casi nadie sabían de su paradero o existencia, mucho menos del número de habitación ni del hotel en el que se hospedaban. Descolgó con susto y aprensión. Martin se levantó y se puso de pie, a su lado. No dijo ni hola ni buenos días ni tampoco preguntó quién era. Se quedó con el auricular pegado a la oreja, en silencio, esperando que fuese el otro lado quien se anunciase.

Una voz que ya habían escuchado con anterioridad se anunció de manera formal y educada. Una voz sin variantes en el tono, comedida, seca y profunda. Una voz profesional. Un account manager de Sotheby’s. Había surgido una tercera parte demasiado interesada como para no haberles llamado a semejante hora. Arianna y Martin se sacudieron el susto de encima. Martin se cabreó por las horas a las que llamaban, por lo buitres que eran, y más que nada por tener algo de resaca y por haberse quedado dormido con la ropa puesta. Se fue al baño de mala hostia a ducharse. Antes de que desapareciese, Arianna pidió a su interlocutor que esperase un segundo. Se dirigió a Martin llamándole cariño. Martin no quería saber nada de Sotheby’s, hizo un aspaviento como quitándose algo de encima. Arianna le pidió que por favor le pusiera la bañera a llenar.

Los créditos que quedaban de la primera venta no iban a durar para siempre. El señor account manager le explicaba que de momento ese lugar era el único lugar del mundo dentro del cual podían garantizarles seguridad absoluta. Había más lugares, claro que los había. Ciertos sitios en la costa oeste, en la alta California, ciertas áreas de Yosemite Park, Yellowstone, y luego tirando hacia el norte. Había más áreas donde llegado el caso podrían desplazarlos, pero el problema radicaría en el suministro financiero. Donde estaban ahora les resultaba fácil. Un alto porcentaje del capital estaba asentado en aquella ciudad. Las Vegas era el mejor fuerte en esos momentos. Había mucho poder dentro de aquel perímetro, poder de compra que garantizaba todo el arsenal que se apostaba en el perímetro y que disparaba a todo lo que se movía del otro lado de las alambradas. Para seguir allí dentro iban a necesitar más créditos. Él, y pese a ser account manager y deberse a Sotheby’s, sentía una especie de predilección hacia ella y hacia el Doctor Hofmann e incluso hacia el señor Nelson. Eran una sociedad muy particular. Jamás le había tocado lidiar con clientes semejantes. La particularidad de sus naturalezas le sentaba bien de la misma manera que un lado del cuerpo sentaba mejor que el otro cuando uno se miraba ante el espejo. Él se debía a Sotheby’s, claro que sí. Y Sotheby’s exigía profesionalidad puntual y exquisita, eso ya lo sabía. Pero si le permitía, si no le importaba, él sentía cierto cariño por la manera desenfadada de aquella especie de sociedad que formaban los tres y de los que tenía que cuidar desde un punto de vista financiero y protector. Martin entró a la habitación semi desnudo y se plantó delante de Arianna haciendo gestos de incomprensión. Quería que colgase. Quería que le dijese a Sotheby’s que la puta de momento podía seguir viviendo de la última mamada y de la última penetración anal por lo que no iba a necesitar más polla de momento. Una prostitución había sido traumática de por sí. Sin decirle nada le dijo que los mandase a la mierda. Poniendo ojos de loco y contorsionando el cuerpo, encogiéndose de hombros y frunciendo el ceño, desapareció al baño y se percató de cierta excitación genital. Estaba empalmado y tenía ganas de Arianna.

Thursday 2 August 2012

LAS VEGAS III

Mirado desde el techo se verían círculos y más círculos de todos los posavasos que quedaban esparcidos por mesas y barras. Todos con el logo azul y amarillo del hotel, el amago de esfinge, la garra de lo que parecía ser un tigre, los cinco diamantes y las gotas de mar. A ras de todas las cabezas que se asomaban a ruletas, juegos de mesa o máquinas tragaperras, una estela de catarata de humo de tabaco era succionado hacia el techo por los extractores mudos e invisibles. Alrededor de gente decente se agrupaba el servicio de acompañamiento, cuerpos de mujer con silicona y sin grasa. Mujeres con manos esculpidas para sujetar el cosmopolitan o el daiquiri. Botellas de Pernod que en otro lado hubiesen sido elemento decorativo allí se usaban para sofocar incendios de whisky y ginebra. Detrás de las barras aparecían caras de tormenta, la mala leche que muchos bármanes sujetaban en la mejilla después de meses entregándose al vicio de clasificar clientes según el poderío económico. Si uno era barman de un lugar de lujo esperaba atender a clientes de lujo. La gente como Martin no pertenecía a esa clase. Más allá de las mesas de juego y como parte del mobiliario del casino, siempre había mujeres aspirando algún recodo de moqueta. Aspiraban sin levantar la vista del suelo. De cuando en cuando se miraban entre ellas e intercambiaban mini conversaciones autóctonas. El poco polvo que crecía de las arañas que colgaban del techo era vaporizado por un sistema de aspiradora aspersor que en vez de aspirar escupía causando el mismo efecto. Un tipo muy específico de partículas disolvían el polvo y luego desaparecían dejando aroma a secuoya. Los clientes que no jugaban ni tampoco bebían, se aburrían vagando con la vista de lado a lado, aterrizando en gestos de otra gente, en muecas, en conversaciones que sucedían a cinco metros de distancia. Vivían la experiencia del casino a través de la experiencia de otros clientes con los que rara vez intercambiaban palabra. Cada tanto se veían clientes nuevos atravesando la parte delantera del casino que llevaba a los ascensores, cargados de Samsonites, Roncatos o Delseys llenas de ropa ligera, material informático y productos imposibles de encontrar allí (un tipo de galletas favoritas que solo se vendían en una tienda de Minnesota).

Según la tarde discurría y Martin pasaba de mostrador en mostrador, absorto en carreras de perros televisadas, sujetando cacahuetes que se quedaban a medio camino entre la mano y la boca, embobado como una mosca por el mínimo aspaviento exterior, conforme iban dando las siete de la tarde el paisaje cambiaba para mejor. La gente había subido a sus habitaciones, se habían vestido con camisas Pierre Cardín y habían descendido al mismo casino de siempre con la infalible sospecha de que la noche traería mejores sensaciones, todo cambiaría un poco para mejor. Y en cierto modo sucedía. La fuente del Bellagio seguía siendo acorralada por las mismas parejas que durante tantos años la habían acorralado para deleitarse con el chorro de agua que ascendía y descendía en comunión perfecta con los cambios de tono y ritmo de la melodía de la canción de la Pantera Rosa. La gente fumaba apoyada a la balaustrada de piedra como si realmente aquello fuese la fuente del Bellagio y como si no pasara nada, como si vestir el traje que se vestía y llevar a la mujer que se llevaba del brazo fuese lo más normal. Las mujeres más distinguidas iban vestidas con trajes oscuros y se cubrían la cara con gafas de sol antes del espectáculo de luces y colores. Martin y Arianna transitaban de casino en casino y de espectáculo en espectáculo. Sin haberle puesto nombre y apellidos a la relación, a veces se cogían de la mano, dependiendo de lo tarde que fuera y lo cansada que estuviera ella. Se iban al Bellagio y de ahí al Caesars III y luego al Paris II y de vuelta al Bellagio donde se sentaban a la barra del bar Mixologie donde una copa de champagne y un Manhattan costaba lo que en otro tiempo había pagado una familia entera para pasar una semana. A veces pedían sin darse o cuenta o sin querer darse cuenta. Pedían por equivocación, brindaban sin mirarse a los ojos y cambiaban de conversación.

Aquella noche habían subido la música del bar. Acudir al bar del Bellagio les era conveniente por la atmosfera decadente y porque usando el pasillo que había en la parte posterior, se iba a parar justo a las escaleras mecánicas que subían a la plataforma donde paraba el raíl-car que los llevaba al Aria. Aquella noche habían puesto un disco de Al Green y por razón desconocida el bar manager había subido el nivel de volumen prestablecido por la dirección del hotel. Martin supuso que tal vez fuese un poco contento. Por los altavoces se escuchaba I’ve Never Found a Girl y el barman daba palmadas secas y bien marcadas cada vez que el estribillo. Inmerso en la canción daba palmadas muy acompasadas, dejando pasar demasiados segundos entre golpe y golpe, yendo más lento que la melodía de la canción. Se balanceaba con los ojos cerrados como si estuviese escuchando How Can You Mend a Broken Heart en vez de I’ve Never Found a Girl. Arianna dijo que iba borracho, tenía que ir borracho. Miraban al camarero balanceándose y canturreando. Se habían sentado en dos taburetes de la parte trasera. Ambos mantenían la copa agarrada aunque éstas reposaran sobre la barra. Ambos mantenían el otro brazo caído. Miraban atónitos al camarero, bar manager, puertorriqueño de vocación, como si fuese otra atracción de hotel, como si viniera con el entretenimiento del complejo.

Esa misma noche, sin haber caído en la cuenta de cenar por muchos créditos y mucho hambre que hubieran tenido, a la altura del cuarto cóctel, cuando alguien de dirección había venido y se había llevado al bar manager (no opuso resistencia), cuando el nivel del volumen de la música había sido reducido lo suficiente como para que fuese otra vez música ambiente, ruido de fondo, esa misma noche Martin se había querido quitar un peso de encima con Arianna. Le dijo que tal vez aquellos cócteles, aquellas facturas, aquellos créditos que gastaban, tal vez no fuesen tan irresponsables ni tan chulescos ni tan arrogantes. Ella llevaba unos vaqueros negros ajustados, unos zapatos de tacón morados y una blusa blanca sin mangas. Se había recogido el lateral del pelo con horquillas y por encima de la frente sujetaba un amago de tupé. Se había vestido con un gesto más radical que de costumbre. Aparentaba filo y congelación. Frenó en seco el trago que estaba dando a su copa de champagne. No se había esperado que “la conversación” o una rama de “la conversación” fuese a aparecer allí en vivo y en directo, sin previo aviso, y menos de su boca, justo cuando tan a gusto habían empezado a estar.

Martin se había olvidado de que todavía no se habían terminado las bebidas, ni siquiera las tenían a mitad. Hizo tentativa de llamar al camarero. Arianna le sujetó del brazo. Martin se dio la vuelta y se le quedó mirando fijamente. No hizo falta que le dijese que ya tenían bebidas.

Aquel casino. Todos los hoteles que había en la avenida. Todo aquel nova más del que se habían rodeado mientras que más allá del perímetro la gente se aplastaba por encontrar un metro cuadrado que no estuviese habitado. Era verdad que los hijos de él estaban ok y que los padres de ella habían sido incinerados. Era cierto que en teoría no tenían de qué sentirse avergonzados. Nelson también tenía lo suyo. El mundo se iba al carajo. Había demasiada gente y no había comida ni agua potable para todos. Pero a lo que él iba era algo distinto. Arianna le interrumpió para decir que le apetecía fumar. En aquel bar no se podía fumar, contestó Martin señalando detrás de la barra pero queriendo señalar el bar como un todo. Arianna le pidió que se salieran fuera. Había una terraza cruzando una puerta. Podían salir por el acceso que daba a las piscinas y sentarse en las tumbonas. Si le pedían al camarero de buenas maneras seguro que no le importaría que se sacaran los vasos. Martin necesitaba sacarse de la boca aquella catarata de palabras y frases que le quería decir. Tenía prisa por vomitar. Salieron fuera y se sentaron a los pies de dos hamacas en paralelo. Se sentaron a la orilla de una piscina. Arianna se encendió un Marlboro y le ofreció otro a Martin.

Aquello que le quería decir no tenía carga emocional. Tampoco era nada particular. Era una generalidad que se le había ocurrido aquella tarde y que esperaba que le hiciera sentirse mejor y sobre todo menos culpable. Una leve brisa se había levantado de la parte baja del hotel. Arianna sintió con agrado el ligero látigo del aire seco en los tobillos.

Se había tirado gran parte de la tarde caminando avenida arriba avenida abajo, ya sabía ella. Se veía un hotel allí en frente y se iba hasta allí porque se suponía que estaba a cuatro pasos, luego se tardaba más de media hora en llegar. Uno nunca terminaba de acostumbrarse al engaño visual de aquella ciudad. Arianna daba caladas laterales al cigarro. Cada vez que soltaba el humo lo hacía encogiendo el cuello y soplando hacia el cielo. Había que ver con cuanta perfección construía el hombre. Había que ver aquellas avenidas, le decía volcado en la conversación, gesticulando como pocas veces gesticulaba. Había que ver cuánto trabajo y cuántos cálculos y cuántos quebraderos de cabeza y concentración ponía el ser humano en que aquellas avenidas fuesen bien rectas, en que aquellos edificios estuviesen nivelados de forma perfecta. Cuánto pensamiento había ido en que la ciudad como tal fuese capaz de respirar con autonomía, de ser un ente homogéneo, con sus alcantarillas, su saneamiento, su abastecimiento de electricidad y agua, con sus aparatos de aire acondicionado.

Arianna se había terminado la copa de champagne y quería otra. Martin le pidió que se fumase otro cigarro porque ya terminaba. Arianna obedeció sin necesidad.

Si se paraba a pensar, si se detenía un momento y pensaba en el ser humano en general, en toda la pasión y el trabajo que ponía la gente en sus vidas para que el edificio o la avenida que construían fuese perfecto y recto y pulcro y sin escapes de ningún tipo, si se fijaba en la cantidad de trabajo que presidentes ponían para dictar mociones y establecer procesos, y en cambio luego se fijaba en el poco trabajo, la poca energía, el poco empeño que todo el mundo ponía en llevar a cabo labores de auto-reconocimiento personal, la facilidad con la que todo el mundo seguía a lo suyo sin pararse a preguntarse las preguntas que realmente importaban y que quemaban lo mismo que el hielo. Si ella se paraba a pensar en la escasez de gente que realmente se sentaba a preguntarse por qué esto y por qué lo otro, por qué se había usado ese tono de voz con la madre, por qué se quería a alguien cercano solo a medias, por qué se había masturbado pensando en la hermana o en la vecina, por qué le daba lo mismo que aquel cáncer llegara a buen o mal puerto siempre y cuando no salpicase… Si ella caía en la cuenta de lo mucho que la gente se empeñaba en que lo de afuera fuese perfecto y lo poco o nada que se empeñaban en que lo de adentro fuese ok (tocándose el pecho a la altura del corazón), ahí tenía ella el calmante moral, ahí tenía ella la demonstración teórico práctica de que ellos dos, por estar donde estaban y por hacer lo que hacían, no eran ningún par de monstruos siempre y cuando se comparasen con el resto de los mortales. A continuación quiso decir C’est la vie como colofón y punto y aparte pero no dijo nada.

Wednesday 1 August 2012

DISCULPA EDITORIAL

El equipo que forma Salchichas de Pollo quisiera emitir a día de hoy una disculpa a los cientos de miles de lectores que siguen con apetito voraz esta bendita publicación

Esta noche Salchichas de Pollo tenía la intención de publicar un texto acerca de cuatro empleados de oficina, que cada día, a eso de las 3:45pm, abandonaban sus puestos de trabajo y se reunían a escondidas en una sala de conferencias que había en el piso 47, con el propósito de construir o levantar una especie de escultura hecha a base de sillas, similar a la que aparecía en la primera parte de la película Poltergeist, cuando la niña estaba en la cocina mirando el canal de televisión sin sintonizar y las sillas por arte de magia formaban una especie de figura inexplicable e imposible.

Salchichas de Pollo pide disculpas por no haber publicado dicho texto. La intención estaba ahí pero por un lado un disco nuevo (que no es nuevo) de Shelby Lynne y por otro ciertos macarrones sin queso, dieron al traste con el proyecto.

Este comunicado no es tanto una disculpa como un alegato en favor de que la gente pueda dormir de pie

Tuesday 31 July 2012

La historia y los acontecimientos que llevaron a construir el muro de Berlín

Primera Parte

Al principio la idea fue un tabique separador de un cuarto de estar que se les había hecho demasiado grande sobre todo desde que Hans ya no estaba. Hans no había muerto. Se había marchado hacia el sur, hacia Viena, buscando el reconocimiento que nunca había obtenido en Berlín. Fue sobre todo que el cuarto de estar se les había quedado grande y la bombilla no daba para tanto espacio. Helge había pensado levantar el tabique justo en medio de la habitación. Elke no lo tenía tan claro, tenía muchas dudas. No sólo sobre levantar el tabique sino sobre la vida en general. Sufría angustia y desconcierto ante cualquier plan inmediato. Buscando consejo en la bruja Madame Leoni, la misma mujer que más tarde aparecería en las páginas de Rayuela, sobre si levantar aquel tabique resultaría satisfactorio o desastroso, ésta le aconsejó, con marcado acento francés, que quién sabía, que tal vez fuera lo mejor, o lo peor, según se mirase… La bruja le dijo de mala gana que aquella bola de cristal decía lo que quería según el día y la hora y era por ello que de un tiempo a esa parte, cuando leía el futuro a la gente, no le gustaba cerrar puertas. Le gustaba contestar a sus clientes con ambigüedades, que para eso pagaban

Saturday 28 July 2012

LAS VEGAS II

Como tampoco se había inaugurado esa especie de relación que mantenía con Arianna si es que se pudiera llamar relación al hecho de compartir habitación con mueble-bar, bañera con jacuzzi y vistas al Cosmopolitan. Una relación que las más de las veces consistía en dejarse caer por el casino, jugarse 50 créditos a la ruleta, las infinitas discusiones sobre la esencia del juego, cuando Martin trataba de convencerla para que jugase al rojo y negro en vez de a números ya que lo importante era jugar y no ganar ya que ganar no se ganaba nunca, al menos no de manera substancial o definitiva, y por ende era mejor que jugase a rojo y negro porque de esa manera las fichas duraban más y ella se entretenía más y así podían pedir más rondas gratis, podía pedirse otro gin-tonic que rebajase su ansiedad y desazón, y aquellas conversaciones, aquellos argumentos que se daba el uno al otro mientras la bola de cualquier ruleta del casino del Aria giraba, aquella forma con la que sujetaban los vasos, manteniéndolos a una distancia prudente de la ruleta y el tapete, mientras se asomaban absortos a la ruleta en sí haciendo fuerza con las entrañas para que la bola cayese en rojo y no en negro, aquellos silencios y aquellos gestos, todo eso era más o menos la relación que mantenía el uno con el otro. Los paseos por la noche, la fuente del Bellagio que ya no hacía tantas cosquillas, los chapuzones en la piscina, las subidas a la torre de la Estratósfera desde donde se adivinaba el final del perímetro de seguridad, la necesidad de hacer lo que fuera, mantener las mentes ocupadas, ver películas, pedir batidos de fresa al servicio de habitaciones, cualquier cosa con tal de no hablar de lo que en realidad hacía falta hablar, del qué cojones pintaban ellos allí con la que estaba cayendo, teniendo familia como tenían, y luego, en secreto, a ambos les entraban ganas de tirar las vacunas por el balcón que no tenía la habitación, ese era el problema, o la excusa, y luego Arianna se tumbaba en el colchón Sealy y daba vueltas y revueltas llevándose las manos a la barriga y quejándose de lo mucho que le dolía la barriguita cada vez que se bebía un batido de fresa y que sí, ya lo sabía, si no le importaba que se evitase sus juicios de valor y sus comentarios de sabelotodo y aguafiestas, no tenía 5 años gracias. Y Martin no decía nada. No decía mucho. Se quedaba sentado en el escritorio que tenía la habitación pero sin nada que escribir, sin ningún experimento en el que trabajar, sin diario ni bloc de notas. Se quedaba sentado y de cuando en cuando cerraba los ojos, o pretendía ver la televisión. Compartían la habitación en mayor medida que compartían la relación. Aquella unión, contrato, reciprocidad que mantenían, era bidimensional, una relación basada en compartir las mismas dimensiones de espacio y tiempo, una coincidencia.
Salió sin decir adónde iba. Al otro lado de la puerta se encontró con el impacto del ambientador del hotel, mezcla de pino y perfume, que corría a chorros por los pasillos de moqueta inmaculada. Antes de cerrar la había visto acomodada encima de la cama, boca abajo pero con el pecho erguido, los codos apoyados en el edredón, las manos sujetando una revista, los pies en alto, el pelo recogido en coleta irregular. Antes de cerrar la puerta y marcharse, se quedó estancado en aquel milímetro de cuello que asomaba dulce y perenne, casi omnipotente.

La confusión que manejaba dentro del hotel era una confusión mostosa, difícil de agarrar o analizar. Cada vez que cerraba la puerta y salía al pasillo, se dirigía hacia el ascensor sin grandes propósitos, con la escasez de brillo en los ojos del reo, con la sensación de ser león de circo. De cuando en cuando veía alguna bandeja en el suelo con restos de lo que pudo ser un desayuno o una merienda. Durante los primeros días ambos se habían gratificado del altísimo nivel del hotel. La rapidez con la que la habitación era limpiada. La precisión con la que plegaban las toallas. La ejecución brillante de cualquier tarea que en casa hubiese supuesto esfuerzo y malagana. Llevar la ropa al tinte, hacer las camas, aspirar el suelo, recoger vajilla. Allí era todo “gratis”. Al principio les había impactado muy gratamente por todo aquello que ya no tenían que hacer. Habían admirado cada uno de los servicios del hotel. Sin embargo, con el tiempo, se habían acostumbrado, y ya no se lo tomaban como algo extraordinario y maravilloso. Ahora que habían digerido que aquello era lo normal y que para eso pagaban lo que pagaban, pues qué menos, y con lo mucho que pagaban, ya no lo tenían claro, siempre se podía mejorar. Habían pasado de la boca abierta y el asombro a la mala baba que otorgaba la rutina y la costumbre. Por eso cuando Martin veía alguna bandeja que había sido depositada en el pasillo, al otro lado de la puerta, para que el servicio de habitaciones se la llevase, si veía una bandeja que todavía no había sido recogida, se lamentaba muy internamente, y le jodía aunque fuese diminutamente, y torcía el morro, todo de forma muy imparable, sin que hubiese nada que pudiese hacer, aun sabiendo que aquello era una gilipollez y que él no era ese tipo de persona, que a él le daba igual, pero era imposible, el sentimiento de crítica sobre cualquier imperfección le salía de tan adentro que no lo podía remediar. Por eso a veces, cuando veía una bandeja en el suelo, ponía su cronómetro en marcha, se quedaba al final del pasillo, se iba a la zona donde tenían los sillones y las revistas, una especie de mini hall que había en cada planta, y luego volvía a los cinco minutos para ver si se habían llevado la bandeja. La operación era repetida hasta que o bien se llevaban la bandeja o hasta que surgía cualquier otra cosa igualmente irrelevante que hacer.

Quiso preguntarle lo que cobraba por estar todo el día metido en un ascensor apretando un botón que no era nada difícil de apretar y que ni siquiera supondría esfuerzo alguno si los clientes lo apretasen por sí mismos. Quiso preguntarle cómo llevaba aquello de ser botones, chico de ascensor, si tenía familia lejos de allí a la que mandar dinero, quiso preguntarle cuanto cobraba y si tenía un piso favorito, si había uno de aquellos botones con números que fuese el botón que más le gustaba accionar. Martin quiso preguntarle cuanto medía. Era un chico bajo y delgado, con cabeza igualmente delgada y ajustada. Martin quiso preguntarle si existía alguna regla que impedía a gente alta ser botones de ascensor. O mujer. Quiso saber por qué no había mujeres que desempeñasen ese papel. El chico le contesto con sonrisa de hotel que claro que había mujeres. Allí en el Aria tenían una. Antes habían tenido dos pero una de ellas se había quedado embarazada y la dirección del hotel había decidido que un sitio cerrado y claustrofóbico como aquel no era el lugar ideal para alguien en estado. Le preguntó si sabía su nombre. El chico dijo que el nombre era Martin pero no estaba seguro del apellido. Se disculpó por no saber su apellido. Esperaba que lo comprendiese, habiendo tanta gente como tenían en el hotel, más de 4000 habitaciones, “ya se puede imaginar usted”, dijo quitándose un peso de encima. Pero claro que lo conocía, le había servido en numerosas ocasiones, a veces de bajada, otras de subida, unas veces solo, otras en compañía de la señorita Arianna… a veces solos, a veces con más pasajeros. ¿Era así como los llamaban? ¿Pasajeros? Pasajeros o clientes, daba lo mismo. A él le gustaba más el término pasajeros porque lo convertían en piloto, comandante, conductor… era una palabra que pintaba mejor, le hacía sentirse mejor… ya se podía imaginar, todo el día allí metido daba para mucho, dijo dejando escapar una sonrisa con artrosis. Cuando llegaron a la planta baja y las puertas se abrieron, Martin le dijo que ahora y si era posible, quería subir a la planta 35. El mozo dijo que como no. Martin tenía ganas de seguir hablando con el chaval. De subida a la 35 le preguntó si conocía a la señorita Arianna mejor que a él. Sin ruborizarse el chico contestó que la señorita Arianna era muy fácil de conocer ya que desde el primer día siempre le había dado conversación, la conocían todos los mozos de ascensor. Martin sintió un pedazo de envidia muy mínimo como para que contase como envidia. Ella era más extrovertida, más superficial sí se quería, hasta ahí todo bien. El chico tenía pinta de morirse de ganas por saber qué tipo de relación mantenía Martin con la señorita Arianna y cuál era la razón de la estancia en el hotel. Se moría de ganas por descifrarlo y poder contárselo a los otros mozos de ascensor. Sería una práctica habitual entre el personal de hotel. Sin tener otra cosa que hacer se la pasarían descifrando las vidas de la clientela, tal vez apostando por el número de divorcios del señorito cual o sobre los hijos de la señora tal o sobre los amantes o peleas o razones que los habían traído hasta allí.
Cuando llegaron a la planta 35 le dijo que quería bajar a la planta 7 para subir luego a la 18, de ahí a la 2, de la 2 a la 39 y de la 39 a la 21. Le preguntó si era posible. El mozo se giró hacia el panel memorizando el recorrido como si de un taxista se tratase.

El trayecto fue interrumpido en varias ocasiones. En la planta 35 se subió un hombre demasiado alto para lo viejo que aparentaba ser. Martin habría jurado que en la vida había visto a un viejo tan alto. Quiso bajar a la planta baja. El mozo del ascensor miró a Martin en señal de consentimiento. ¿Bajaban a la planta baja para depositar al viejo o hacía falta seguir con el recorrido que Martin le había pedido de antemano? Por detrás del campo de visión del viejo, Martin asintió para que bajasen primero a la planta baja en la cual, y después de que el viejo bajase, subió nuevamente más gente (una pareja y un niño) que quiso subir al piso 24. El mozo volvió a mirar a Martin en busca de aprobación.

El tiempo de cada trayecto dejaba poca opción para las inspecciones profundas de cada elemento, cada viajero que subía. En la planta 13 se les subió una pareja a primera vista infeliz. La mujer había mirado a Martin con cara de auxilio y deseo. En la planta 7 había entrado una niña en silla de ruedas sin padres ni persona de acompañamiento y en la 18 se había apeado lo que a Martin le había parecido una prostituta filipina. Si no hubiese sido filipina tal vez le hubiese sido más difícil encasillarla como prostituta.

Cuando volvieron a estar solos Martin le preguntó si había visto la película “Grease” y si tenía idea de lo antigua que era. Luego quiso preguntarle si tenía alguna relación sentimental, si tenía novia, novio, mujer… Quiso saber sobre la opinión de un mozo de ascensor sobre el amor en general y sobre la posibilidad de querer a más de una mujer en igualdad de condiciones pero en cantidades distintas. Martin seguía muy nervioso ante la inminente llegada de Carla y quería saber sobre la posibilidad de un amor general, extendido a más de una persona. El mozo contestó que todo dependía según lo que uno entendiese por “querer”, que aquello del “querer” podía tener muchos significado por lo que dependía de a qué “querer” se estuviese refiriendo. El ascensor se había detenido en el piso 23 y Martin bloqueaba los sensores impidiendo que las puertas se cerrasen. Aquella conversación necesitaba de postura estática. El hecho de “querer” se dividía en cuatro categorías principales. Primero estaba el querer sin más, ese que sucedía de refilón, el que no necesitaba de grandes aportaciones ni dosis energéticas. El tipo de querer que se mantenía a sí mismo, que no necesitaba que le dieran cuerda. Algunas parejas funcionaban así. Luego estaba el querer a medias, según la conveniencia. Este era un tipo de querer más acomodado y más de tipo consumista. Un querer como comida rápida, con vasos de plástico y ofertas de 2 x 1. Un tipo de querer que se generaba en grandes cadenas de producción y que aunque barato, duraba poco. Este era el más común y el que más se veía en las películas. Martin preguntó si había manera de parar el ascensor. Se cansaba de mantener la pierna en los sensores. El mozo le dijo que claro que se podía, podían darle a la alarma, al botón de parada. Pero seguridad se daría cuenta y contactarían de inmediato para saber lo que pasaba. Martin sugirió salirse del ascensor aunque fuera durante cinco minutos. Se podían sentar en el hall de la 23. Él podría dar parte a sus superiores. El mozo le dijo que les estaba terminantemente prohibido abandonar el ascensor. ¿Qué pasaba si necesitaba usar el lavabo? Los descansos de lavabo estaban programados de antemano. Su próximo break sería en veinte minutos y constaría de cinco minutos. Martin no tenía ganas de esperarse veinte minutos para seguir con una conversación que podría tener con cualquiera. Martin pidió que subieran a la 32 y que tal vez después de la 32 bajaría abajo donde había pretendido bajar desde que había entrado al ascensor, hacía ya un rato. El mozo le dijo que también estaba el “querer” por obligación, léase familiares o gente en condiciones desfavorables a las que sería imposible no querer. Un cachorro de perro también entraría dentro de este grupo. La última clasificación del “querer”, la 4, era el querer o amor como mal menor. El amor que se profesaban las parejas que seguían juntas no por vocación sino por razones económico-sentimentales. Las parejas que seguían juntas porque valía más diablo conocido. Las parejas de andar por casa.
La conversación sobre el “querer” había desgastado su estado de ánimo. El mozo de ascensor ya no le parecía simpático. Una dosis de malagana se le había aposentado en la boca del estómago. Era el tipo de malagana que uno sabía que estaba ahí pero que tan pronto se la buscaba no se la encontraba. Un tipo de infelicidad muy similar a la felicidad. Antes de abandonar el ascensor, cuando se aproximaban a la planta baja, el mozo de ascensor, crecido por sus propias ideas y por el hecho de que alguien ajeno al servicio las escuchaba y se interesaba por ellas, dijo que también estaba lo del país. Que uno quería de manera distinta según del país que fuese. Él, por ejemplo, venía de la Argentina. Aunque no se le notase por la gran pronunciación que tenía del inglés, él venía de la Argentina y allí la gente se quería de otra manera, se tocaban más sin que ello implicase un amor más maricón o amanerado. Allí era un amor tal vez más físico y menos racional. En América parecía obligatorio aclarar las emociones que uno sentía hasta la hora de mear. En Argentina era distinto.

No le dijo adiós ni que pasara un buen día. El mozo sí que se despidió de manera efusiva. Más tarde les contaría a sus compañeros que había tenido una conversación muy profunda con el hombre de la 27, el tal Martin, el novio o marido de Arianna. A Martin se le había quedado mal cuerpo y ya no se acordaba de las razones que lo habían llevado a bajar abajo. No se acordaba si se había marchado porque en ese momento había necesitado espacio, porque había necesitado estar en un espacio distinto que no incluyese a Arianna y la coleta irregular. Deambuló por el casino sin rumbo fijo. A aquella hora de la tarde nunca se percibía mucho ambiente. Las mesas del fondo estaban copadas por gente de origen asiático, la mayoría en edades avanzadas, vestidos impecablemente. Al pasar de largo, una de las mujeres que estaban allí acompañando a los maridos, una mujer que aunque fuese bastante más joven que su marido no podía considerarse joven por rondar los cincuenta y muchos, intercambió miradas con Martin y descargó sobre sus ojos toda la sensualidad y el dolor que unos rasgos asiáticos pudiesen descargar. Tratando como estaba de olvidarse del mozo del ascensor se permitió una pregunta adicional al respecto, ahora que aquella mujer le había mirado con aquellos rasgos de alfombra persa. Pensando en Carla, que a punto estaría de llegar, y pensando en Arianna que seguiría tumbada boca bajo, inmersa en uno de esos paréntesis de tiempo que sólo ella era capaz de crear y que tenían compuertas acorazadas, de apertura retardada, pensando en las dos se preguntó no sólo si era posible querer a dos mujeres de la misma manera pero si se podía querer a alguien más o menos dependiendo del color del pelo. Dando un rodeo por las mesas de blacjack y pasando de largo por las tres escaleras por las que se accedía a la plataforma donde, de cuando en cuando, se disputaban torneos de Texas Póker, se preguntó si era viable querer más a alguien por ser ella rubia, morena o pelirroja. Si el hombre llevaría en los genes un filtro o sensor que provocase una descarga mayor de eso que llamaban “amor” según el color de pelo de la mujer en cuestión. Un: "La quería porque era pelirroja"