Tuesday 28 August 2012

DISLIKING LAS TABLAS DE DAIMIEL

Ocurre a veces, pero sobre todo cuando volvemos del Mercado Robles y dejamos las bolsas en la cocina, encima de la lavadora, sobre la mesa plegable con patas de hierro, entre la panera (que nunca usamos) y el molinillo (que sí usamos). Llegamos del mercado y dejamos bolsas llenas de patatas y cebollas y apio y carne picada en el ultimo segundo, con marcas en los dedos, con el sudor de la calle y los dos pisos de escaleras. Son bolsas cargadas de verano y mediodía y nos deshacemos de ellas como quien se quita un muerto de encima.

El sentimiento de que es más lo que nos separa que lo que nos une a las Tablas de Daimiel nos sacude cuando nos sentamos en el sofá justo después de volver del Mercado Robles. Ella pone el ventilador con pie de lámpara. Según ella es un ventilador con forma de girasol. Nos sentamos sin decir nada, todavía jadeando de las escaleras y la calle y el peso de las bolsas, y tampoco nos miramos. Sin que ninguno de los dos lo admita, percibimos cierta aprensión en el ambiente. Ayer domingo, sobre las 8 de la noche (todavía era de día), volvíamos a casa después de haber pasado el fin de semana en las Tablas de Daimiel (otra vez).

A veces este piso parece un piso apocalíptico. Será por la orientación, dice ella. Será por la manera tan dramática con la que entran los rayos de sol a través del balcón. El balcón tiene dos portezuelas viejas, de madera, con ventanales en la parte superior. Cuando llegamos del Mercado Robles abrimos las puertas del balcón de par en par, ponemos el ventilador y nos sentamos en el sillón sin decir nada. Como ahora. Ella ha empezado una frase pero se ha detenido nada más empezar. Ha querido decir algo pero luego se ha arrepentido. Algo sobre el fin de semana en Las Tablas de Daimiel y esa especie de opresión a la altura del pecho que a los dos nos sacude cada vez que vemos un pato cuchara o cada vez que alguien menciona al lagarto ocelado. A ella no le dan asco los lagartos. A mí tampoco. Sin embargo, es un no saber explicarse cada vez que alguien hace referencia al lagarto ocelado. Tampoco nos dan escalofríos ni ponemos caras raras. Ella cree que la nausea por el pato cuchara y el lagarto ocelado tiene que ver con el parque, con las Tablas de Daimiel como conjunto. Ella es de las que piensan que ese mismo lagarto y ese mismo pato nos harían sentir de manera muy distinta en otro lugar. Y eso que ella no tiene nada en contra de las Tablas de Daimiel, ni yo tampoco.

A veces nos preguntamos sin en realidad son las sombras de las siluetas, sobre todo la del olivo milenario de la plaza. O el eco de la gente que camina por las queseras, el agroturismo. A ella la palabra agroturismo no le gusta, le suena a bolsa de plástico, a hidrocarburo. Ella dice que la humedad de las queseras, unida al murmullo de la gente que camina en fila india por los túneles de la cueva, hablando de cosas que nada tienen que ver con el aquí y el ahora, unido también al olor propio del queso, y unido también al parque y su entorno, pues eso, que ahora mismo y solo de pensarlo se tiene que levantar del sofá y volver un poco las portezuelas del balcón para que no entre tanta luz

La ciudad está a 342kms del parque natural y sin embargo, algunas noches, ella se da cuenta de que no puede ser, de que algo no funciona, algo no cuaja. Luego llega el fin de semana y volvemos a las Tablas de Daimiel como quien renuncia al tiempo y a la vida

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