Este superfluo amanecer con bombillas que sale por las noches
cuando en las calles de Madrid muere ahorcado el ingeniero de
telecomunicaciones, el muchacho de la chaqueta verde que busca algún manjar por
encontrar, el subalterno de las banderillas y su tía Julita que le recuerda que
todavía tiene tomates en conserva, cataclismos en promoción por las aceras de
Madrid donde todos sus precipicios han sido puestos on hold por el virus, el café
vacío de resaca por la mañana, los gustos y disgustos, los dimes y diretes,
gente que se pierde en los balcones con y sin bandera, los mozos del autobús
que ahora sí miran a los ojos del señor que sube y pica su billete y se dirige
a su trabajo si es que todavía lo tiene. Los gatos valen más en las epidemias,
acostumbrados como están a desconfiar del aquí y el ahora, del maestro Pepino
Torcido que pone todos sus sentidos en una respiración invertebrada, en siglos
y más siglos de historia, una banqueta en el baño, una cortina de ducha, un
escaso olor a puchero, una pareja que se quiere mucho de forma invertida,
cuando los vasos coagulantes tienen muy poco que coagular y es el sonido del
campanario el único que adjudica rigor y estructura a la masa blandengue en la
que se convierte nuestra vida, al usurpador de fines de semana con spa y visita
guiada, a la estatua del monarca que nunca se apellida Martinez. Más tarde
aparece Fernando Navarro y su amigo Otis y amenizan la velada a base de vino
tinto y discos de Roy Orbison, y luego el virus se vuelve más real cuando
nuestra amiga de Jotdown le toca las gónadas a un médico de guardia y de ahí al
hospital y a la ambulancia y al gato tractor aparcado sobre el esternón. Uno
piensa en ese tercio de Flandes que tanto necesita sobre todo por la tarde
cuando se hace difícil lo de empalmar momentos y la vida derrapa y el puzzle no
encaja y ni la quimera del oro, allá en Alaska, en el río Klondike, parece algo
al alcance de la mano. Qué vengan los vientos alisios y empujen los ánimos de
la gente que ya no está, que tartamudee el olvido, que la esfinge de Egipto se
nos aparezca en la Plaza de Chamberí donde el maestro James Rhodes hace que el
Steinway & Sons hable castellano con acento de la Pérfida Albión, donde su
alteza el mercader de la tienda de pollos de corral y el amigo Humberto y su
The Bar que ya no abre hasta las 3am. Los aparatos de aire acondicionado nos
miran sin decir ni mu, el jefe de la gasolinera escaso de chistes, las
maravillosas putas en sus alcobas, el ronroneo de la ciudad sufriendo de
esclerosis múltiple, la mirada perdida del abonado del Atleti, la garganta
cerrada del Café Central, los sudores en la espalda que sufre el tiempo
entrecortado, la Calle Príncipe de Vergara, la chica del Ministerio, el roto
que le ha hecho la vida a la becaria del segundo derecha, el pase perfecto de
Laudrup que no encuentra rematador