Tuesday 22 January 2013

JACINTO A VECES (SANTIAGO)

Santiago de Chile está situado a pie de los Andes. A veces, ya sea invierno o verano, el frio se mete por el cristal del piso y Jacinto y yo nos tenemos que cambiar de habitación y pasar a la cocina donde por algún motivo que todavía no hemos podido descifrar, hace bastante menos frío. Jacinto me ha dicho en más de una ocasión que las montañas al igual que el mar, son muy traicioneras y que por eso ellos los chilenos son gente bastante desconfiada, por vivir entre la espada y la pared. Nos metemos en la cocina, ponemos la cafetera y mientras el agua sube nos bebemos una copa de ponche de Culén. A veces le pregunto por algo que acabo de escribir para ver si tiene sentido o no, si sobra o falta, y Jacinto da un manotazo al aire queriendo decir que no le moleste porque está leyendo algo importante. Cuando termina me recrimina lo poco o nada que he leído en la vida. Yo le contesto que lo mío son las maquinas y la herramienta y el entender de mecánica.

Hay un barrio al que Jacinto le llama el Santiago de Chile Palacial, o el Palacial a secas. Vámonos a dar una vuelta por el Palacial, me dice de vez en cuando, sobre todo a esa hora en la que ya no es mediodía pero tampoco tarde, las tres y media o así, y nos ponemos las chaquetas y bajamos al barrio Palacial que de Palacial tiene bien poco. Ni siquiera de barrio tiene nada. No es un barrio ni un área ni un distrito, es una zona indefinida. Diez o doce calles, un par de manzanas, una plaza. A veces el barrio Palacial crece o decrece según el criterio de Jacinto. Los amigos de Jacinto también le llaman el Palacial.

Había otro barrio que tampoco terminaba de ser barrio, la calle Escolapios, Miradores, el Socorro, la plaza Mulato Gil de Castro y poco más, al que le llamaba el Barrio Condena. Aquella era zona que relacionaba con hechos oscuros. Ahora ya no se dejaba caer por allí pero antes lo había hecho con frecuencia. Cuando preguntado sobre el significado de esos “hechos oscuros”, me dijo que cosa de drogas. Dijo cosa-de-drogas negando un poco con la cabeza como queriendo decir que no quería explicar más, o que por mi bien no me interesaba saber más, así que no pregunté más. Luego Jacinto se iba al baño a mear y yo me quedaba pensando sobre eso de las drogas. Volvía del baño, cenábamos salchichas Frankfurt con pan y tomate, me daba las gracias por la cena y se metía en su habitación. Yo se suponía que me tenía quedar en el cuarto escribiendo el relato, ese era el trato, pero algunas veces me quedaba pensando en lo de las drogas y no podía escribir. Me preguntaba si el cosa-de-drogas se refería a que tomaba drogas, vendía drogas, compraba… o si se refería a algún problema relacionado con las drogas, alguna pelea, algún tiroteo, alguna muerte… Tampoco supe nunca el tipo de drogas. Drogas las hay en abundancia, el café y el tabaco sin ir más lejos.

De vez en cuando Jacinto sale de su cuarto al poco de haber entrado y si me ve sin estar escribiendo me echa la bronca y luego me pregunta si me importa que se siente en el sillón y ponga el toca discos del cuarto de estar ya que el de su habitación no se le puede llamar tocadiscos y a él, pues eso, le gusta oír música como dios manda. Sin que yo diga palabra pone un disco de Jaime Perucha y se sirve una copa bien cargada de ponche de Culén. Al poco me ofrece a mí una (el ponche es mío) y luego según se de la noche saca pastillas Petramax y luego uno es imposible que recuerde nada.

Las canciones de Jaime Perucha me recuerdan a un tía que tuve o tenía que siempre fue un poco extravagante o al menos eso decían cuando se casó con un hombre rico mucho mayor que ella y que falleció al poco del bodorrio dejándole a mi tía parte de la fortuna la cual dilapidó a marchas forzadas a base de hospedarse durante meses en el Gran Hotel de Zaragoza. Cada vez que sus hermanas, entre ellas mi madre, la reñían por el despilfarro sobre todo con la falta que hacía el dinero, ella les llamaba catetas y cortas de vista pues lo que ellas percibían como un despilfarro para ella no era sino una inversión, una forma de poder conocer a otro hombre rico que la quisiera algo más allá de sus caderas.

Jacinto me dice que le hubiese gustado haber conocido a aquella tía mía aunque hubiese sido sólo por la conversación (no sé exactamente a qué se refiere cuando dice esto). Luego se levanta del sillón, desaparece del cuarto, vuelve al rato, se vuelve a sentar.
Cambiando de tema, me dice, se acuerda de cuando me encontró por vez primera en Santiago, tirado en plena calle, con aquel ataque de locura que me dio, atado con una liza a la farola de enfrente de la pensión, allí en la calle, con pinta de tener la camisa despechada pero teniéndola abotonada. Se acuerda de semejante estampa y se le viene a la cabeza Don Quijote, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Y ahora que lo piensa, me dice rellenándose la copa con más ponche de Culén, ahora que lo piensa, este relato que ahora mismo escribo bien pudiera ser el Quijote en la Indias, una especie de segunda parte (o tercera si se tiene en cuenta el Quijote apócrifo) de la gran novela.

Cuando le digo que el disco ese de Jaime Perucha me recuerda a mi tía la extravagante me dice que a él le recuerda otra cosa, le recuerda a una niña de su barrio que no estaba bien de la cabeza y a la que su madre le ponía discos de Jaime Perucha cuando la sentaba en el patio mientras ella fregaba la casa. Y por asociación, me dice, le recuerda lo de las apariciones. La chica tenía algo en la cabeza, era retardada, no hablaba casi y los ojos se le iban. No la llevaban al colegio. Jacinto dice que cuando escucha a Jaime Perucha se acuerda de aquellas apariciones que la niña decía que veía, en la casa, unas apariciones que nadie, salvo la niña, veía, y que asustaron mucho al vecindario.

¿Qué apariciones?

Su padre, su padre quien llevaba enterrao desde después de nacer ella

¿Estaba muerto?

De un infarto. Se enteró de algo justo después del parto, algo que nadie supo hasta mucho más tarde, y del shock le dio un infarto y lo tuvieron que enterrar un par de días después

Las que se morían antes en los partos eran las madres

No los padres



Saca otra botella, anda, que yo cambiaré de disco

¿Y se le aparecía el espíritu de su padre?

Me fui a sacar otra botella y Jacinto no cambió de disco sino que le dio la vuelta al de Jacinto Perucha pues la historia de la niña y las apariciones requería de la música de Jaime Perucha ya que iban unidos.

El disco le recordaba a la niña y por asociación al escándalo de las apariciones. La niña de cuando en cuando veía apariciones. Se echaba a llorar y cuando su madre le preguntaba ella decía que se le había aparecido su padre. La madre a veces le pegaba porque eso era imposible. Pasaban los días y la niña volvía a sufrir un sofocón porque según ella se le había vuelto a aparecer su padre. ¿Dónde? Allí, señalaba ella. Y luego volvía a pasar y la niña se volvía a ganar una somanta de palos. Hasta que un día y en presencia de una vecina, la aparición del fantasma paternal se hizo visible no sólo a la niña sino también a una vecina. Y el fantasma en sí no resultó ser ningún fantasma sino un hombre de carne y hueso que atendía al nombre de Ernesto Seral y que a la postre era en realidad el padre de la niña. El supuesto padre de la niña, el otro, el que murió justo al nacer ella, se reveló después que sufrió el infarto porque nada más nacer la niña su mujer le dijo que la niña no era suya sino de su compañero de trabajo Ernesto.

El disco de Jaime Perucha a Jacinto le recuerda lo de las apariciones.