Wednesday 27 February 2013

Instrucciones para morir con muy poca dignidad

Lo primero que hay que hacer mientras se está en el lecho de muerte es llorar de manera quejica como lloran las niñas de seis años no tanto porque se han hecho daño al golpearse la frente con la puerta sino porque quieren llamar la atención. El llanto en sí ha de ser más un quejido que un llanto. Si se puede fingir problemas respiratorios el mensaje calará todavía más. También conviene estar sudando aunque no se sude y revolverse en la cama como si se padeciera un dolor de esos que no se sabe de dónde proceden pero que duelen lo mismo. Mientras uno se queje amargamente se ha de tener cuidado de no cruzar miradas con los familiares que lo estén velando. A poder ser no mire de reojo, concéntrese en los espasmos fingidos y en el miedo a una vida desperdiciada. Tampoco es conveniente sacar a relucir temas concretos que a uno le atormentan, o sacar a relucir arrepentimientos que a esas alturas no llevan a ninguna parte. De más está decir que mensajes como el dile a Sofía que la quiero o dile a Maximiliano que lo perdono no harán sino poner en entre dicho la poca dignidad con la que se quiere morir. Tampoco se deben dar órdenes sobre cómo se quiere ser enterrado ni detalles como el tipo de ataúd o recordatorio. Si se quiere morir con poca o ninguna dignidad vale la pena volverse cristiano minutos antes de que la muerte golpee, rezar un Ave María, encomendarse al señor, suplicar el perdón eterno. Bajo ningún concepto se debe pedir agua o cualquier cosa que pueda aliviar los minutos finales. Mirar al techo de la habitación como si uno estuviera poseído tampoco lleva a ninguna parte.

Instrucciones para vomitar en un cine

Es fundamental echarle la culpa al acomodador. Échele la culpa y hágale sentirse mal lo primero por las ropas que viste, luego por el puesto de trabajo que desempeña, las pocas ganas de vivir que tiene y sobre todo por el hecho de que siga visitando a su abuela dos veces por semana. Échele la culpa primero, delegue la responsabilidad que supone vomitar en un lugar público como un cine y trate de hacer el menos ruido posible. La acción de vomitar en sí debe de ser lo menos gutural posible. Si el esfuerzo de vomitar le hace llorar no se preocupe porque la oscuridad de la sala independizará de alguna manera las lágrimas. No se concentre usted en el vomito en sí, no piense ni en lo que merendó o cenó, ni mucho menos en la compañía de la que disfrutó mientras comió lo que ahora se vomita. Si el vomitar le produce algún mareo fíjese en las luces rojas del suelo, cuente las filas de butacas, deduzca en que número de butaca está sentado y sobre todo haga caso omiso del significado de los diálogos que se escuchan por los altavoces del cine. Piense en alguien lejano, en un tía que vive en Alicante y de la que nunca volvió a saber después del episodio de hace tres navidades. Si se vomita en un cine ha de hacerse desde la colectividad que supone ser uno del público. Cuando se vomita desde la butaca en la que se está sentado, desde la fila decimosegunda, no se vomita como un Manolo de Dios Román o como una tal Jacinta Quiroga, se vomita como público en general, es un vómito de cliente, un vómito que acarrea menos responsabilidad que si fuera el vómito de alguien que está aparcando y de repente le viene la nausea y hace falta detener el Peugeot y abrir la puerta y agachar la cabeza a la altura del chasis. Cuando se vomita en un cine es tan imprescindible responsabilizar al acomodador como lo es no salpicar en las palomitas del que se tiene al lado. Vale más vomitar durante la primera parte de la película, antes de que llegue el nudo y el desenlace. Si en la película salen actores como Al Pacino o Jack Nicholson la vomitina en sí pierde categoría de manera proporcional al talento de los actores. Si se vomita durante un diálogo que tiene que ver con la pérdida de un ser querido, el vomito gana enteros. Nunca es saludable vomitar mientras alguien tose o se suena los mocos. Si uno se quiere juagar la boca después del vómito, no use la misma paja por la que bebe su novia del litro de Coca Cola que le compró al entrar al cine.

Monday 25 February 2013

AMBROSIO EL CHINO (III)

Me ha pasado más de una vez. El otro día fue en una tienda. Fui a por las madejas aquellas que me encargaste para la comida esa que nunca fue. Me mandaste a la carnicería que hay pasada la pulpería y yo entré allí y debían ser las diez y media, me puse a la cola, habría cinco o seis viejas delante. El carnicero tenía una ayudante que no estaba presente delante del mostrador. La chica esta entraba y salía con paquetes. El carnicero le daba tajos de carne, ella los preparaba como fuera y luego los devolvía envueltos en papel. A ella casi no se le veía la cara porque entraba y salía por una esquina del mostrador, pegada a la pared, y la mayor parte del tiempo las pasaba agachada o de espaldas a nosotros. Las viejas que tenía delante no me dejaban verla bien. Pero aquella manera de entrar y salir, aquel resoplar, aquella forma de llevar la respiración… me pareció ella, ella que ha venido desde España para perseguirme. Se me cortó la leche del café que me había bebido al levantarme. Me tuve que salir de allí mareado. De más está decir que no compré las madejas.

Escucha, huevón, me dice Jacinto moviendo unos papeles de la mesa como si tuviera prisa y estuviera esperando a alguien. Escucha huevón, este Ambrosio, lo que te estoy contando, es un hombre buscado, esto es confidencial. Lo que me contó aquel día creo que tuvo que ver con el efecto de las pastillas. Aquellas cosas que me contó de Martina, me dio su nombre verdadero, Julieta Morales, eso es información privilegiada, si quisiera podría ir a la policía y largar a cambio de plata. Pero yo no soy así. Nosotros no somos así. Y además, bastante tiene con lo que tiene. Si lo hubieras visto al final de la noche, cuando yo ya me había recuperado a la perfección de la borrachera matinal y había vuelto a echar luz y me había tomado media pastilla que me había hecho sentir de puta madre, si lo hubieses escuchado entonces… me llevó a un bar en el que yo no había estado jamás. Un sitio guapo al que no me importaría volver a acudir. Es una especie de bar clandestino donde solo se sirve vino y/o ponche y que está situado en una azotea de un edificio viejo en una boca calle de 5 de Abril, cerca del estadio, y bueno, esto no era un bar ni qué demonios, esto era el piso de un tipo con ingenio y necesidad a partes iguales que tenía alquilada la azotea y servía copas cuando hacía bueno y tenía un tocadiscos en el que ponía temas de los Beach Boys y de los Yardbirds y de Harry Nilsson, casi nada. Se estaba que daba gusto. Había puesto unas sillas de plástico que sabe dios de donde habría robado. Y mesas de madera, bueno, tablones con caballetes, y allí estábamos unas quince o veinte personas, cada uno a lo suyo, cuando Ambrosio seguía con lo de Martina. Me pedía más pastillas. Cada hora y media o así me pedía pastillas. Yo le iba dando de media en media, nada más, porque pagar tampoco me pagaba nada. Me pagaba con la historia que hasta ahora no había contado a nadie.

El disco que Jacinto había puesto antes de Salvador Tarrés y que había parado antes de volver a sentarse, por arte de magia o por lo que fuera, volvió a sonar sin que nadie apretase ningún botón. Fue como si el tocadiscos despertara de una siesta. La canción se llamaba la Estepa y era una canción que yo me sabía de memoria de las muchas veces que le había oído a Jacinto ponerla. Hablaba del amor de una madre por dos hijos que fueron a combatir en una guerra en la que militaban en bandos contrarios. Un drama de canción.

Estábamos en el bar aquel sentados en unas sillas de plástico. Como no alcanzaba bebíamos un vino peleón de los que dejan marca en el vaso. Creo que tenía un par de vinos y ponche. Pedimos el vino más barato. Como el tipo no pagaba licencias ni nada salía más barato que en un bar común. Cuando hace frío no pero en verano el sitio es perfecto. No tenía nombre ni letrero como bar clandestino que era.

Jacinto hablaba ensimismado, metido en su papel, desviando la vista hacia el lugar ese donde se desenfoca la mirada cuando uno se olvida de todo.

Ambrosio me contó que con Martina muy pronto se desarrolló una relación especial. Empezaron a contactar, se sentían a gusto el uno con el otro, cuando hacían los ensayos para el robo, en el almacén aquel de Huechuraba, si Johnny el Tano pedía que se dividiesen en parejas, Ambrosio siempre se emparejaba con Martina. Se cogieron afecto el uno al otro. Ella empezó a abrirse un poco y fue que le contó sobre su hija que se llamaba Magdalena (le enseñó una foto que llevaba en la cartera), y de su marido Pablo quien era ingeniero aunque no oficiaba de ingeniero por una lesión cerebral que había sufrido hacía cosa de seis meses y que lo había dejado medio tonto, en casa y sin cobrar un céntimo. De ahí que estuviese ella donde estaba, a las puertas de una vida mejor, a escasos días de un botín que los alejara de Santiago y la podredumbre que les tocaba vivir en el barrio donde vivían. Cuando Ambrosio le pregunto por dicho barrio ella contestó que no podía decirle ya que Johnny había dado instrucciones de que cuanto menos supiera el uno del otro, en general, de los cuatro que formaban la banda, cinco contando a Johnny, pues eso, que cuanto menos supiesen de ellos mejor por si acaso luego los trincaba la policía.

El Chino se encaprichó de aquella chica y cuando luego se iba a casa después de los ensayos se echaba en el catre de la pieza que compartía con un primo lejano y se quedaba allí con los ojos abiertos, mirando al techo, pensando no solo en Martina, en Julieta Morales, sino sobre todo pensando en el marido ingeniero con la lesión cerebral, al que imaginaba muy guapo antes del accidente, ahora estancado en una silla, con un manto sobre las piernas y la cara de medio lado, la baba goteando…

Al Chino le daba mucha pena pero sobre todo por ella, porque la necesidad la había empujado a aquella banda de ladrones, y sabía dios de donde la habían sacado, cómo había hecho para saber que había una banda que buscaba a gente para robar el robo del siglo, 95 millones de pesos del Banco de Crédito e Inversiones en el Paseo Huérfanos. Ambrosio se quedaba pensativo y trataba de imaginar el cómo del asunto, cómo hacía una mujer como aquella, linda sobre todo de cintura para arriba, para terminar haciendo un trabajo tan específico. Le habría sucedido lo mismo que le sucedió a él. Primero es la necesidad y luego algún sitió común, y algún amigo común, y el jefe que analiza los pros y los contras de escoger a uno u otro pero que finalmente terminó contratándolos a ambos, a Martina y a él, lo mismo que a Julio y a Quiroga, y sus razones habría tenido Johnny el Tano para contratar a una chica como aquella, tal vez lo de ser ama de casa sin antecedentes y sin pistas y sin motivos para causar alarma. El caso es que la contrató lo mismo que a él y el destino o Johnny Tano los puso en el mismo sitio al mismo tiempo, en el almacén donde iban a ensayar el robo, y a veces cuando se ponían a hacer algo en pareja, cuando simulaban estar perforando el túnel juntos, o cuando llevaban a cabo la toma del dinero y cuando uno le tenía que hacer pie al otro para acceder al falsete del techo, entonces se rozaban, se tocaban, se agarraban, y a Ambrosio el Chino le venía grande porque la carne que tenía por dentro de la piel se le ponía de punta, le daban una especie de corrientes eléctricas, unas olas de calor internas difícil de explicar, y aquello empezó a volverle loco hasta tal punto que en los ensayos posteriores le resultaba difícil concentrarse porque lo único que hacía era mirar a Martina de cerca, oírla respirar, atrapar el olor de su aliento cada vez que se apretaba el uno al otro por necesidades del guión, y la mente se le iba de la función, del atraco, y cometía errores y Johnny el Tano se cagaba en la madre que lo parió y le amenazaba con cortarle los huevos sino se estaba a lo que había que estar.

Como se había hecho de noche yo a punto estaba de preguntarle a Jacinto que si cenábamos allí, salchichas de bote de las que todavía quedaban cuatro, con patata cocida, o que si quería bajar a lo de Pablo y tomar sopas con pan a cuenta de lo que le debían. Se hacía de noche y a mí me entraba hambre pero no interrumpí ya que Jacinto parecía muy metido en la explicación.

Ambrosio que de vez en cuando había soñado con los billetes, con los pesos en la mano, y luego la fuga, cambiar el dinero de moneda si es que se fugara del país, cambiar los pesos por dólares y luego dedicarse a borrar muchas huellas, permanecer inactivo durante un tiempo, ese había sido uno de sus mayores alicientes, lo de permanecer escondido durante un tiempo sin hacer acopio de valor, metido en cualquier pueblo de clima templado, en el Brasil, Venezuela, Costa Rica… Ambrosio había soñado con el día de después del robo, cuando estuvieran ya con el dinero en su poder y a salvo de la policía, los cinco metidos en la casa que tenían alquilada como escondrijo, la casa en la que vivía una pareja de viejos a los que se les había explicado de antemano lo que tendrían que hacer cuando ellos llegaran, hacer como si nada, hacer vida de a diario, sentarse enfrente del televisor y atender sus labores, darle de comer al canario, regar las plantas, poner el brasero…

El bar aquel en la azotea del edificio era regentado por un tal Fenicio Suarez. Un día de estos te llevaré a conocerlo.
Todavía estoy esperando que me lleves al Suspiros de España

Al Suspiros de España de momento no, pero al bar este del tal Fenicio, al bar sin nombre de una boca calle de 5 de Abril, allí sí que te llevaré porque merece la pena y además es otra gente y no nos conoce nadie y nadie da la tabarra y así es mucho mejor

¿En una boca calle de 5 de Abril?



¿Por dónde queda 5 de Abril?

Cerca del estadio, en la zona antigua, Plaza de Maipú, por ahí

¿Ambrosio acude por allí?

No sé, aquel día me llevó pero tampoco es que el dueño, el Fenicio este, tampoco es que lo tratara con mucha familiaridad

¿Y cenar hoy?

Espera que termine

Termina pues

La noche aquella, el dueño del bar clandestino, Fenicio Suarez, se nos acercó un par de veces porque la verdad que con tanta pastilla al Chino se le había quedado la cara rara, los ojos abiertos bien grandes, y bueno, el Fenicio se había dado cuenta y había venido donde estábamos sentados interesándose por su salud. Demás está decir que lo mandamos al carajo, pero bueno. Ambrosio ni se dio cuenta, tan ensimismado que estaba hablándome de Martina que ni la hora del día sabía. Y me contó que ya cuando quedaba muy poco para el robo, pues que habían hecho hasta un túnel artificial dentro del almacén en Huechuraba, para ensayar mejor, como si fuera real. Habían copiado tramos del banco o del subterráneo por los que iban a tener que pasar y se habían montado una especie de maqueta a escala real allí en el almacén. Hicieron el túnel donde Ambrosio, declarado taladrador principal, había practicado. Y entonces me dijo, borracho como estaba a aquellas horas de la noche todavía sentados en lo de la azotea, que un día de ensayos, pasando cerca de Martina dentro del túnel que habían fabricado, pues que se quedaron atascados él y ella, durante dos o tres minutos, y bueno, me dijo que en aquellos momentos él pudo notar sin necesidad de palparla, que ella estaba mojada, mojada como de haberse corrido de gusto, ahí es nada.

Luego la cosa se enfrió porque él se dio cuenta y ella se dio cuenta de que él se había dado cuenta y aunque sí que es cierto que ambos trataron de distanciarse, en el fondo no podían porque cuanto más se distanciaban mas se acercaba el uno al otro hasta que ella le enseñó por vigesimosexta vez aquella foto que llevaba siempre en el bolso de su marido y su hijo y que usaba como escudo emocional, y a él le empezaron a entrar las dudas que ya nunca le abandonaron hasta el día del robo.

Que quede claro. A mí aquella noche Ambrosio el Chino Maidana en ningún momento me dijo que el día del robo se echó atrás porque en realidad necesitaba alejarse de Martina para que ésta no rompiese el matrimonio con el marido descerebrao ni la familia que representaban. Ambrosio en ningún momento me dijo que por amor a aquella mujer decidió que era mejor desaparecer del mapa, abandonar el proyecto en común y de esa forma garantizarse el no volver a verse y así no interferir en lo que era una familia ni en sus planes de futuro ni en las posibilidades que les daría el botín (operaciones de neurología en los Estados Unidos incluidas). Ambrosio nunca me explicó las razones que lo llevaron a soltar el taladro cuando estaban en el túnel a escasos segundos de conectar con el lavabo del banco. Repitió mucho que Martina le había enseñado las fotos aquellas donde salía el marido y el crío en una excursión que hicieron a Valparaíso y que no se había podido quitar la estampa de la cabeza. Pero de las razones directas que lo llevaron abandonar el robo no dijo nada.

¿Entonces por qué se echó atrás?

Lo mismo se cagó en los pantalones

Sunday 24 February 2013

AMBROSIO EL CHINO (To be continued II)

Ambrosio está sólo pero eso no le impide dejarse caer por ciertos bares y contar lo que no fue. No tiene una legión de fans ni tampoco amigos de los que se dicen amigos. Tiene gente que se acerca y pregunta si los rumores de que fue parte de la banda del Tano son ciertos. Johnny Tano, leyenda suburbial. En paradero desconocido. Presuntamente detrás de más robos posteriores al del banco. Según ciertas lenguas la banda ejecutó a la perfección el robo del siglo y luego diversificó negocio desde donde quisiera que estuvieran, a través de móviles y ordenadores, con mensajes codificados vía boca en boca. Diversificaron negocio y hay quien dice que estuvieron detrás de aquellos documentos perdidos que tan poco bulto armaron en los noticiosos sobre el gigante aquel petrolífero. Diversificaron negocio tirando para la industria energética, oil&gas, BP, Shell, Texaco. La policía también se había acercado a Ambrosio preguntando por el rumor y por cualquier tipo de información respecto al paradero de los presuntos ladrones. Todo había sido muy presunto. Ambrosio nunca dijo nada y sin embargo todo el mundo sabía. Antes de dar cualquier charla en cualquier bar había sido necesario realizar un sondeo en busca de oídos que pudiesen comprometer el relato. Ambrosio Maidana “El Chino” quien tenía gran parte de su familia viviendo en la argentina mientras él, tan poca cosa él, se dejaba caer por según qué taburetes de según qué bares de según qué barrios de Santiago. Antes había acudido mucho al Palacial, había dicho Jacinto. Se había dejado caer por según que antros del Palacial sin saber que estaba en el palacial ya que dicho nombre era propiedad intelectual de sólo unos pocos.

Hoy mismo es jueves y Jacinto no tiene ganas de ir a vender pastillas Petramax. Me dice que los jueves son un buen día para vender. Cierta gente de ciertos barrios se toma las cosas de otra manera sobre todo si se les visita el jueves a la hora de comer. Es el preludio del viernes y lo que acontece después. La gente con problemas siempre resulta más receptiva los jueves. Sin embargo no le apetece mucho y me pregunta por la chica que todavía no puedo nombrar y me dice que si sigo así no voy a llegar a ninguna parte y que seguro que por mucho gesto serio y postura chulesca, por dentro estoy llorando de pena por haber abandonado a mi mujer y a mis hijas. Le sugiero que no nombre a mis hijas. Me pregunta si llevo alguna foto de ellas en la cartera y vuelve a recalcar que la mayor se lleva poca diferencia con la chica por la que lo he dejado todo.

¿Qué es exactamente todo? ¿Qué tenía yo antes de esto?

Me sugiere que no haga preguntas directas ya que es de mal gusto y denota ignorancia y no saber estar en los sitios. Se va a la cocina donde se agacha enfrente de un armario que abre e inspecciona. Se rasca la cabeza, en cuclillas, dudando. Antes de cerrar me pregunta por cierta botella de vino o anís que suponía quedaba medio entera. Le digo que haga el favor de no mentar a mis hijas. Si conserva un mínimo de respeto hacia mi persona, que no las nombre, por favor. A Cecilia y Tadeo y los padres de ella y los amigos y a mi padre que cuando lo dejé estaba más pallí que paquí, a esos que los nombre todo que quiera y si es el caso que me haga preguntas que me ayuden a poder contar esta historia. Pero a mis hijas no, ese es el trato.

¿Qué trato ni que vainas?

A través de la ventana del cuarto de estar parece que llega el buen tiempo. Yo que nunca he sido friolero (ni cuando hice la mili), ahora me da por tiritar a la mínima.

Ambrosio el Chino es de familia argentina aunque él nació en Santiago. A veces pone acento argentino por joder. A mí me contó del robo, o de lo que él pudo ver antes del robo. A cambio de tres pastillas. Fue una mañana de agosto, yo estaba en el café de lo de Jaime y Rosita que por cierto, ya no lo llevan Jaime y Rosita. El otro día acudí y había cambiado todo, no solo los dueños. Ahora es una especie de bar con música, un disco bar para adolescentes, está cerca de un colegio. Han pintado las paredes de verde y las mesas son de un plástico brillante.

Jacinto me cuenta mientras pone sus zapatos al sol, en ese medio metro cúbico que tenemos de balcón, que Ambrosio el Chino en las distancias cortas, cuando se sincera, cuando se olvida por un momento de que es el famoso caco que nunca fue, ese que tan cerca estuvo y sin embargo, cuando se olvida de que es medio famoso, es un tipo entrañable con muchas cosas que contar. Cosas como la pasión por los aviones, aviones comerciales, “se los sabe todos. Y pasión también por la madera, por la talla. Es escultor. Se podría ganar la vida de escultor”, me dice Jacinto levantando el dedo y demandando un café bien cargado. “Podría ser escultor o dedicarse a la aviación y sin embargo, la derrota esa del golpe que nunca dio lo lastra. O eso o el fajo de billetes que de cuando en cuando le vendrá de debajo de las piedras, quién coño sabe, quién cojones soy yo para opinar”

A veces Jacinto me habla y a mí me pasa que llegado un momento desconecto de la conversación, como sin querer. Y desconecto independientemente de que el tema de conversación sea interesante o me enganche o sea algo anhelado. Desconecto sin querer, no por voluntad propia. Algo dentro de mí hace click y me quedo atontao, mirando pero sin mirar, pareciendo escuchar pero sin escuchar, con la mente en Babia.

Jacinto me dice que otra de las pasiones de Ambrosio Maidana “El Chino” es la música cubana. Música de los años cuarenta y cincuenta, me cuenta hablando con las manos. El son, el guaguancó, rumbas, boleros. “Este hombre es un intelectual. Nos sentamos en el parque a comer empanadas y entonces él se olvidó del robo y toda la mierda aquella del pánico al fracaso, y fue que se puso a hablar de la música cubana con una sonrisa en la boca, desprendiéndose del peso de su cuerpo. Y me hablaba del Conjunto Casino, del Conjunto de Arsenio Rodríguez, de la Sonora Matancera, de Celia Cruz, de la Orquesta Cosmopolita, de Beny Moré… eran como las doce del mediodía y yo iba borracho, no te digo más”

Mentiría si no admitiese que de cuando en cuando, como unas quince veces al día, pienso en mis hijas y entonces es como si el mundo se desplomase dentro de mis tripas. Siento una especie de tensión a la altura de los intestinos, un vértigo estomacal, una especie de abismo que me sube y baja por la garganta y tanto me aprieta que las más de las veces me tengo que levantar, excusarme y entonces me voy al baño a llorar.

“Cervezas y algún ponche y creo que vino también, las diez, las once de la mañana, si mal no recuerdo. Esto fue hace semanas, hace mes y medio o así. Cerveza, vino, ponche… en un estómago vacío como el mío. Porque yo hasta el mediodía no almuerzo nada, ya me conoces. Ambrosio me contaba de la música cubana y luego del mundo de los aviones, que todo fuera dicho, yo no conozco, nunca me ha interesado, yo no he ido en avión nunca, yo soy alma de barrio, ya me conoces, pensador equitativo, malgastador de tiempo porque considero que esa es la única forma de poder ganarlo. Yo viajo por dentro, ya me conoces, viajo no por lugares geográficos sino por parajes metafísicos, patafísicos… Pero déjalo. Tú no puedes entender. No tienes la categoría. No leíste ni a Schopenhauer ni a Kierkegaard y ni mucho menos al maestro Shunryu Suzuki Roshi. Roshi no es ningún apellido. Roshi en japonés significa maestro. El maestro Suzuki al que su propio maestro llamaba Pepino Torcido por la postura en la que meditaba. Bueno, que me voy de la historia, las once de la mañana, las once y media, tal vez las doce menos cuarto, y un servidor iba mamado. Y el Ambrosio este que se había quitado la careta y largaba como un loro y creo que llegado un punto, a las dos de la tarde o por ahí, me empezó a contar otra vez sobre el atraco y en particular me contó sobre esta chica, Martina, la única mujer de la banda, y bueno, me empezó a largar sobre la tal Martina, sobre esto y lo otro, y yo que por aquel entonces ya me había despejao a base del café negro ese que dan en el Bar Bandido, en la calle Sargento Aldea, el de las tortas, y bueno, que esa tal Martina que era de la banda y que todavía hoy sigue en paradero desconocido, que había algo en ella, en su manera de ser y de vestir que a Ambrosio le tiraba, o le había tirado. Martina era su nombre de guerra, un apodo. En realidad se llamaba Julieta Morales y pese a ser integrante de semejante banda armada, ella era mujer de familia, madre con un hijo y esposa de un marido, ahí es nada. De profesión, atracadora. Otras se dedican a la costura, o ejercen de amas de casa o se buscan cualquier parida en el campo, pero ésta no, ésta se mete en la banda más famosa de todo Santiago. Y todo eso a Ambrosio se ve que le fascinaba. Y la frialdad de esta chica. Y también la forma de vestir, muy europea según me contó. Con tejanos y unas blusas con cuello ondulado, así hacia abajo, cuello de mantel. Y le fascinaba que una mujer hecha y derecha, con sus labores diarias de madre, esposa y ama de casa, sacara tiempo para algo como aquello, el sector del ladrón profesional y los sacrificios que aquello conllevaba, porque esa es otra. Debían de ser ya las tres de la tarde y por aquel entonces Ambrosio se había tomado dos Petramax, yo sólo me había tomado media porque aquel día me sentía con fuerzas y no envidiaba ayuda extraordinaria. Debían ser las tres de la tarde porque los puestos esos de la Calle Franklin habían cerrado, los puestos donde venden tallas de madera y que Ambrosio había querido ir a ver para explicarme mejor sobre la talla de madera y la capacidad de saber apreciar lo que es una obra de arte y lo que no vale una mierda. Pero los puestos de la Calle Franklin habían cerrado y por eso digo yo que debían ser las tres de la tarde cuando nos dejamos caer por un bar que se llamaba Lomitos “Donde María”, un chiringuito de chapa con taburetes que dan al lado de la calle, en plena acera, y entonces Ambrosio se puso un poco serio y empezó a largar sobre la tipa esta, Martina, sin dejar que yo metiera palabra en la conversación. Me dijo que uno sabía de sobra cuando encontraba una persona especial. Cuando hablaba con alguien y se sintonizaba automáticamente y se sentía una fascinación como efervescente, creo que dijo, y bueno, que se le caía la baba con la tal Martina. Ambrosio me dijo que era por la complejidad de aquella mujer, porque tenía un marido y un hijo al que atender y sin embargo todavía encontraba tiempo para quedar por las tardes y entrenar en lo que a posteriori fue considerado el robo del siglo, por lo menos en Santiago. Noventa y cinco millones de pesos, que se dice pronto. Noventa y cinco millones de pesos a repartir no a partes iguales. Johnny se llevó más que los demás porque el proyecto fue suyo y porque puso los medios para entrenar. Alquilaba un almacén en Huechuraba donde entrenaban el robo, donde hacían ensayos. Debían ser las cuatro de la tarde (a mí me volvía a apetecer un vino tinto) cuando Ambrosio me contaba que lo de dedicarse al robo de bancos de forma profesional no era ningún paseo de rositas. Aquello no tenía nada que ver con lo que uno veía en las películas. Para empezar la gente no era tan guapa (excepto Martina), ni son tan listos, ni tan ambiciosos, ni confiados ni tampoco van largando chistes cada dos por tres. Los atracos o robos de la vida real nada tienen que ver con el mundo del cine, me largó. Lo mismo que cuando en una película o en una novela quieren volver el oficio de pescador en algo romántico. No, el pescador de romántico tiene cero. Una vida de mierda levantándose a las dos de la mañana, pasando frio, humedad, malviviendo hacinado en un cajón de madera con cuatro o cinco más… pues lo de ser atracador de bancos profesional es lo mismo, una mierda, según me explicó Ambrosio.

Había tardes en las que Jacinto se ponía a contarme cosas y así se nos pasaba el día. Estaba contando una cosa, sentado en el sillón amarillo, en ese tresillo que no era ni de terciopelo ni tela ni nada que pudiésemos descifrar. Un tresillo hecho de algo muy raro. Jacinto no sabía de dónde había salido. Había días en los que Jacinto me contaba historias y a veces alguien de la historia tenía algo parecido, o había hecho algo parecido a algo que había hecho alguien del pueblo, de mi pueblo en Zaragoza, y yo me acordaba de mi casa y de Cecilia y de las niñas y de mi padre quien por aquel entonces no sabía yo si estaba vivo o muerto.

Ambrosio “El Chino” Maidana, un tipo que era famoso en según qué ambientes de Santiago y con el que Jacinto coincidió un día de buena mañana y luego intercambiaron pastillas Petramax por historias sobre el robo, sobre el arrepentimiento justo antes de, sobre la cagalera que le entró, y luego la cosa fue más allá y terminaron pendoeando por determinadas zonas de Santiago, Providencia, Ñuñoa, Macul, barrios por los que Jacinto no se dejaba ver de a diario, zonas por las que según él no se le había perdido nada, calles que quedaban demasiado al este de lo que él consideraba su centro gravitatorio, el palacial y los chicos del grupo a los que cada vez veía menos y de lo que me echaba la culpa a mí.

Por esas calles no, pero por otras, sobre todo los domingos por la mañana, a eso de las once/once y media, me bajaba yo a pasear un rato para que se me airease la cabeza, porque todo sea dicho, yo vengo de un pueblo de Zaragoza y luego pasó lo de aquella criatura angelical, de dieciséis años, sí, ya lo sé, y de ahí al encantamiento este que sufro, o al envenenamiento, también se le puede llamar así, y esto que siento por esta chica que tal vez sea similar a lo que los drogadictos que se pinchan, lo mismo, y eso, que hay veces en las que me apetece salir un rato, yo solo, porque yo vengo de un pueblo de Zaragoza y aunque Jacinto haya sido tan bueno y me haya acogido en su piso y me haya impartido algo de su sabiduría y profundidad, pues en el fondo es un tío que no conozco de nada, si uno se para a pensar, y hay veces que necesito salir y que me dé el aire y dejar de escuchar su voz un rato. Por eso los domingos por la mañana me gusta salir antes de que se despierte y bajarme por la Plaza de Armas, entrar en la iglesia de Santo Domingo y sentarme en uno de los bancos de atrás mientras se celebra eucaristía y ver a la gente por detrás. Un día, estando allí en mitad de una misa, divisé tres bancos más adelante una nuca y un cuello y un pelo y una forma de cabeza que me hizo jurar por lo más sagrado que si aquella persona no era Cecilia yo me estaba volviendo loco. A punto estuve de levantarme y avanzar hacia ella. Me dio por pensar que sí que era Cecilia, que tenía que ser Cecilia y que la única razón por la que estaba allí era porque me había seguido hasta Santiago y había investigado y tal vez supiera donde vivía y por donde me dejaba caer. Se había venido detrás de mis pasos y se había convertido en detective. Habría dejado las niñas con su madre o con su hermana y se había plantado en Santiago o bien para pedirme que volviese o para algo peor. Me quedé estancado en el banco y no supe qué hacer. Estuve a punto de acercarme y tocarle la espalda y así que se volviera y verla otra vez pero no pude. Con el pulso temblando me salí a la calle, me fui por la Calle Bandera hasta donde la biblioteca y luego giré por Moneda y luego seguí caminando un rato sin saber muy bien por donde iba.

¿Me estás escuchando o no? Estás ahí embobado con los ojos abiertos como quien sueña despierto. ¿Qué joder te ocurre hoy? ¿Otra vez las dudas y la morriña? Hay que ser más hombre, venga huevón, échate un trago y me pones otro a mí.

Nos quedaban dos botellas de ponche que según Jacinto tenían que durarnos hasta el viernes. Si duraban hasta el miércoles sería un milagro, pensaba yo. Me hacía falta un trago, verdad como un templo. Nos echamos un trago cada uno y luego Jacinto puso un disco de Salvador Tarrés y se fumó un cigarro mientras el disco sonaba y tan pronto se terminó la canción volvió a la mesa.
El Chino Maidana se enamoró de Martina y no sé bien yo si al final eso tuvo que ver con lo de echarse atrás en el último momento, aquello de tirar el taladro al suelo cuando le quedaba menos de medio metro de tabique, diez segundos antes de ver la luz y las baldosas verde aguacate de los baños del banco, opina Jacinto.

Últimamente me parece verla por ahí, por la calle… me pasó en la iglesia el otro día.

Ambrosio me dijo que el túnel que excavaron tampoco tenía que ver con los túneles que enseñaban en las películas. Era un agujero, no un túnel. Una cavidad con sitio para un taladro y un taladrador tumbado pecho a tierra. Me dijo que el taladro lo agarraba con los brazos extendidos hacia adelante. Tan pequeño era el túnel que no podía ni hacer fuerza contra la pared que taladraba. Esto lo habían ensayado antes, en el almacén de Huechuraba.

¿Cuántas pastillas se tomó Ambrosio?

Johnny Tano tenía esta especie de almacén en Huechuraba donde habían ensayado como si fueran un grupo de teatro. Johnny escribió una especie de guiones para todos que si bien no habían incluido frases ni diálogos ni qué decir cuando, sí que les había enseñado a cada uno qué hacer en cada momento. Fue un guión pero de acciones. Se lo tuvieron que aprender. Decía cosas como: entra Martina y Johnny se queda en la retaguardia, Julio y Quiroga entran con las granadas, Martina se echa a un lado para que pase Johnny. Julio y Quiroga aseguran el perímetro. Martina acude a la caja uno… etc. Cuando el Chino tiró el taladro y dijo que no podía seguir adelante, Johnny tuvo que improvisar y repartir entre Julio y Quiroga las tareas de Ambrosio. Johnny a su vez también cambió de rol y se autoproclamó supervisor manager general del robo. Delegó ciertas responsabilidades en Martina. Sobre todo lo que tenía que ver con números, el precinto de las bolsas de dinero y más aún sobre todo lo de fabricar huellas falsas que complicasen la labor policial una vez se hubiesen fugado.

Monday 18 February 2013

Camila y el Sexo

Cuando preguntado sobre sus inclinaciones sexuales Jacinto contestaba con frases frágiles, con rodeos, haciendo malabares con ciertos adverbios indefinidos, con dimes y diretes, con aspavientos. Hablaba poniéndose la mano en la boca como si fuera a carraspear. Yo le preguntaba si había tenido alguna vez eso que en los libros y las películas llamaban el amor de su vida y Jacinto se sentaba a cortarse las uñas de los pies y hablaba con el aliento entrecortado por el esfuerzo y la poca flexibilidad que tenía. Se tenía que poner un taburete justo enfrente de la bañera. Apoyaba el pie en el borde de la bañera y se sentaba echándose encima de sí mismo, sino no había manera.

El amor en general era para él algo demasiado perpendicular, me decía. No tenía nada en contra, ni mucho menos, ni era de la opinión de que la cosa estuviese sobrevalorada, no. Era otra cosa. Era la poca delicadeza que tenía aquello de enamorarse de alguien. Demasiado crudo, demasiadas asperezas, demasiado sopetón. Para Jacinto lo de enamorarse, visto desde su racionalismo más puro, era algo de mal gusto. Lo de conocer a alguien, sentirse atraído, follarse a tal o cual, pasar la noche en vela, contarse de la niñez de uno, despedirse de buenas maneras a la mañana, volver a coincidir, volver a meterla, volver a correrse, cogerle cariño a la persona, todo eso era distinto, todo eso lo podía entender como medio de vida, como elección y carrera, pero lo del amor de una vida, lo del convertirse en uno con el amado o la amada, la interdependencia, aquello no, si es que era eso a lo que me refería.

Le pregunté por esa tal Camila de la que tanto había hablado en según qué noches.

La tal Camila era una chica que a punto estaba de convertirse en hombre, me contó. Había trabajado en la cocina del Suspiros de España y según decía ella, ahora se sentía un hombre atrapado en un cuerpo de mujer. Un cuerpo de mujer con muy buena pinta, todo fuera dicho. Camilla y Jacinto venían de viejo, me contaba cuando solo le quedaban tres uñas por cortar del pie izquierdo. En su día habían sido pareja y luego jurado no volver a hablarse jamás y luego habían vuelto a ser pareja hasta que Camila le dijo que él era la razón por la que empezaba a sentirse un hombre y por la que quería empezar con la operación de cambio de sexo.

Esto no me lo dijo con mala baba, para hacerme sentir mal o para hacerme dudar de mi hombría, no. Me dijo que se sentía atraída a mí desde un punto de vista homosexual, algo muy difícil de explicar, algo que se tenía que estar allí y vivirlo para poder entenderlo.

Jacinto había querido cambiar de disco antes de seguir con la explicación. Debían ser las cinco de la tarde y se hacía de noche. El viento soplaba de abajo a arriba en la Calle Sepúlveda. A veces uno estaba mirando por la ventana de aquel piso tercero y veía una bolsa de plástico que aparecía de la nada, subiendo hacia arriba en una especie de ascensor inexistente. Se formaban pequeños remolinos de aire, tornados en miniatura que se llevaban por delante objetos dispares como cáscaras de pipas, boquillas de cigarros, hojas secas, trozos de tela y bolsas de plástico como la que yo divisaba subiendo en dirección al cuarto piso con vuelo firme y sublime.

La tal Camila con la que Jacinto había tenido una experiencia de yo-yo, un ir y venir, de tirarse de los pelos y luego llenarse las bocas de saliva, el uno al otro, sin que importase nada más, para luego volver al grito y a aquella especie de fracaso que era el desayuno para dos, a las siete de la mañana, cuando ni siquiera el sol aparecía por donde se suponía tenía que aparecer. La tal Camila que ahora lo había pensado bien y que sí, que iba a empezar con la operación de cambio de sexo, ya lo tenía todo mirado, tenía el dinero suficiente como para llegar a la fase tres, primero las hormonas, las inyecciones, los análisis de sangre, el proceso de recesión, poner una extremidad donde de momento había un agujero. Empiezan por las tetas, le había dicho. Y le había dicho que no se preocupara de nada, que aunque consideraba a Jacinto la causa única de que ahora quisiera (necesitara imperiosamente) cambiarse de sexo, a él no le rendía cuentas, a él no le iba a pedir ni un duro, eso corría por cuenta de ella, era una decisión personal. Y aunque sí que fuera verdad que él fuese la causa principal, había más cosas detrás, tenía que haber más cosas detrás de la decisión, no estaba segura de qué cosas pero tenía que haber más. Tal vez Jacinto fuese simplemente el canalizador, o la llama que prendía la mecha, tal vez sí tal vez no, pero en fin.

Jacinto de buenas a primeras no le dio más importancia al asunto, me contaba a punto de terminar con la última uña, abocado a la bañera. Y eso que, como decía él: “a uno esto no le pasa todos días, que una media novia a la que te has estado follando por los siglos de los siglos te diga que se lo ha pensado mejor y que se quiere volver hombre… En otros casos algo semejante hubiese dañado la autoestima del más pintao, hubiese producido escenas con gritos, insultos, estirones de pelo y portazo posterior”. Pero no fue el caso de Jacinto. Se lo tomó como una despedida. Luego Camila le preguntó si él creía que tal vez, una vez ella se hubiese ya convertido en hombre, si creía él que tal vez pudieran volver a estar juntos, a seguir follando pero de hombre a hombre esta vez. Jacinto entonces le dijo que se fuera a tomar por culo y durante los siguientes dos meses no volvió a dejarse caer por el Suspiros de España ni a volver a verla.

La próxima vez que se vieron fue de casualidad, en los alrededores del mercado. Ninguno de los dos había acudido a comprar nada. A Jacinto le gustaba dejarse caer por según qué puestos de venta, por los olores del genero. También le gustaba escuchar a los vendedores de pescado cantando a voces las mejores ofertas. Le veía algo mágico a la contraposición del pescatero o pescatera dando gritos mientras el pescado miraba absorto con la boca abierta. Camila pasaba por allí porque así acortaba de camino al despacho que tenía el médico privado que le estaba llevando el caso del cambio de sexo. Cuando Jacinto la vio notó algo extraño, algo distinto en el aspecto. Nada que ver con la cara ni con el acento ni con la manera con la que movía la frente al hablar, no. Era el pecho. Tenía menos pecho. Ella se dio cuenta de que él se había dado cuenta y le dio por reír. A buenas horas, le dijo, o algo así (Jacinto no recordaba con exactitud). A buenas horas te pones tú a mirarme las tetas, le dijo antes de que él se riese también, de puro susto, y luego se preguntasen el uno al otro lo que dos personas se preguntaban cuando llevaban tiempo sin verse, para que a continuación aceptarán ambos y de buena gana sentarse un rato en un bar que había no muy lejos de allí donde poder hablar con tranquilidad no ya del pasado sino de lo que les viniera en gana. Ella tenía menos tetas que antes pero tampoco era una exageración, me contaba Jacinto rememorando la historia. La vio y se quedó pasmado pero luego ella se rió y a él le hizo gracia y aquella risa disolvió el hielo y la mala sangre que había corrido entre los dos.

Ella tenía prisa porque iba de camino a la consulta. Jacinto se interesó por el proceso pero sin querer saber con mucho detalle. A ella le hizo gracia que él mostrase aprensión. Se pidieron dos cervezas y luego otras dos y luego algo de comer. Cuando Jacinto le preguntó por la hora a la que tenía consulta ella dijo que hoy no iba a lo que se decía una consulta consulta, iba por algo de papeleo, a firmar unos documentos que aparentemente había que firmar si uno quería cambiarse de sexo.

¿Y las tetas?

Lo de la reducción de pecho se debía a que ya había empezado a tomar ciertas hormonas. Ella tampoco se veía que le hubiesen bajado tanto. Se pidieron otra ronda y luego hablaron del bar Suspiros de España y de Marcelo el dueño y de lo mucho que había cambiado la ciudad en tan poco tiempo. Hablaron de ciertos bares a los que iban antes y que ahora, o bien se habían convertido en perfumerías o habían cambiado de dueños que los habían convertido en otro tipo de bar diferente. Hablaron de viejos amigos y de cuando en cuando intercalaron diálogos sobre el cambio de sexo y sobre lo mucho o poco que Jacinto había tenido que ver en el asunto. Más tarde decidieron mudarse de bar y ella dijo que si hoy no acudía a la consulta tampoco pasaba nada, firmar papeles se podían firmar mañana.

Una vez en la calle Camila se le arrimó y le agarró del brazo. El olor seguía siendo el mismo. Caminaban y Jacinto pensaba en ese olor tan distintivo que le había olido con rigor, en pretérito imperfecto, a la altura de la nuca. Caminaban del brazo en busca de un bar común, un sitio en el que se habían visto hacía siglos, no el lugar en el que se vieron por vez primera sino un lugar en el que fueron felices, un sitio al que habían ido mucho cuando fueron más jóvenes no ya como pareja sino como pandilla de amigos. Querían saber si el sitio todavía existía y si estaría igual que antes. Caminaban del brazo por la Calle y se acordaban de aquella canción que tanto ponían en la sinfonora de aquel bar, una canción que duraba ocho minutos y medio y sin embargo a todos los del grupo les resultaban siempre los ocho minutos y medio mejor empleados de sus vidas.

¿Cómo se llamaba la canción?

Ninguno de los dos nos acordábamos, me decía Jacinto con la vista en aquel paseo y aquellos días tiempo atrás. Yo le escuchaba con atención, la noche había caído ya enterita por la ventana. Yo le escuchaba y pensaba en esa tal Camila que tal vez ahora mismo ya no fuese Camila sino un tipo llamado Mariano. A punto estuve de preguntarle a Jacinto si en las operaciones esas de cambio de sexo ponían pijas artificiales cuando él siguió con la historia y a mí me pareció mejor callarme por educación y respeto al que entonces era mi compañero de piso.

Sunday 17 February 2013

Lucía 3 Tetas

Jacinto me dice que el éxito comercial de la Taberna Suspiros de España no tiene que ver con la temática española (cuando Marcelo abrió el bar por el año 78 lo hizo con la intención de que fuese un bar español, con comida de allí y con vistas a atraer nostálgicos en el exilio y a chilenos curiosos), es más, de aquella primera intención ya no queda nada, ni siquiera las banderillas que en su día colgaron de la pared del fondo. Tampoco se sirve cerveza española y lo más parecido a la paella es un guiso que hace Gloria con arroz y colorante que de paella tiene bien poco. Se sigue llamando Suspiros de España porque cambiar de nombre precisaba billetes. Y el éxito comercial que le ha venido de golpe nada tiene que ver con la olvidada temática. El bar se llena de gente, personal esencialmente masculino, por culpa de Lucía, la camarera, quien lejos de ser guapa o exuberante, sucede que tiene tres tetas y eso hoy en día es gran reclamo.

Lucía cuida de la barra de la Taberna Suspiros de España y hay clientes que no se mueven del taburete, que pasan las horas sentados con la vista fija en el jersey (generalmente ceñido) tras el cual suceden tres tetas en vez de dos.

Jacinto a veces acude al bar pero no por las tres tetas sino por Lucía la persona. Le cogió cariño, se interesó por ella. Me dice que un día de estos me va a llevar a conocerla. También me dice que no me haga ilusiones, que la chica no tiene tres tetas como se imagina la gente cuando se les dice que hay una mujer que trabaja en un bar de la Calle Miguel León Prado que tiene tres tetas, no. A primera vista tiene simplemente dos, lo que pasa que una de ellas, la izquierda, tiene una especie de bifurcación y se divide en dos, con sus dos pezones y todo, pero a primera vista (me dice) uno no diría que tiene tres tetas. Lleva sujetadores especiales, eso sí.

Ambrosio Maidana “El Chino”

Hablamos de Ambrosio Maidana “El Chino” quien en su día formó parte de la famosa banda de ladrones que ejecutó a la perfección lo que a posteriori se llamó el robo del siglo, en la sede del Banco de Crédito e Inversiones en el Paseo Huérfanos (Santiago de Chile), con la particularidad de que finalmente Ambrosio no participó del robo ya que instantes antes de la ejecución sufrió un ataque de dudas que le llevó a abandonar la empresa cuando a punto estaban de empezar. Se echó atrás a las 8:15am, unos diez minutos antes de que Julio, Quiroga, Martina y Johnny tirasen abajo el último tabique, el que conectaba con el baño de empleados de la planta baja del banco. El taladro rugía y entre tanto polvo y tanta oscuridad y tanta necesidad, a Ambrosio le vino un ataque de ansiedad, pensó en negativo, se vio a sí mismo entre rejas, vio la cara de sus padres, la cara de sus hijos y su ex-mujer y tuvo que tirar el taladro el suelo. Ante los gritos de sus compañeros de crimen dio muy pocas explicaciones, ni siquiera las justas. El túnel le daba claustrofobia, dijo. Se encogió de hombros, se dejó zarandear, permitió que le abofetearan, y salió por donde había entrado.
Luego el atraco fue un éxito en toda regla. Se llevaron el dinero y todavía hoy siguen libres, en paradero desconocido (posiblemente en el trópico), disfrutando de una vida amortiguada por el lujo y el hastío.

Ambrosio se hizo famoso por la oportunidad perdida. A veces le contratan en bares donde cuenta la historia, donde habla de la mala suerte de haberse echado atrás, de lo que fue y lo que pudo haber sido, el divorcio de su familia por la falta de huevos (su padre le retiró la palabra), las canas extras producto del fracaso, un cierto tipo de acné pos-juvenil, terquedad, mala leche, anacronismos, falta de motivación hasta para levantarse de la cama, sensación de que todos días son iguales de malos, ausencia de substancia y mujeres con las que follar no ya en la intimidad sino en cualquier sitio. Ambrosio se pone delante del micrófono en el Bar Puebla y habla de un Chevrolet descapotable en el que había fijado sus intenciones para después del robo. Habla de ciertos trajes de marca, de una casa con vistas al mar, de un negocio de alquiler de tablas de surf, de una chica a la que le hubiese propuesto compartir fuga y botín a partes iguales… Habla como quien perdió el número de lotería que luego le tocó al vecino. No cuenta detalles de quienes fueron sus compañeros de banda, esa es la única estipulación. Hay quien dice que lo poco que tiene, con lo que come y se viste, proviene de esa banda en paradero desconocido quien le envía lo justo a cambio de que no largue nada.

Ambrosio está sólo pero eso no le impide dejarse caer por ciertos bares y contar lo que no fue.

Tuesday 12 February 2013

CRIMENES ORTEGA

Subject: Crímenes Ortega

Hay quien dice que cuando Josefina Torres marcó por vez primera el número de teléfono de Crímenes Ortega con su BlackBerry Bold 9900, en realidad no necesitaba matar a nadie.

Corre el kilometro 175 de la autopista vasco-aragonesa AP-68, una vez se pasa la estación de servicio de Logroño, cuando a mano derecha, siempre y cuando se venga de Zaragoza, se levantan dos vallas publicitarias que escupen sus letras volcadas contra el asfalto. Un cartel anuncia rebajas en Supermercados Makro y el otro, Crímenes Ortega, sin más. Crímenes Ortega sin promociones ni precios especiales ni slogan que se preste.

Josefina Torres pasa con su nuevo Ford Kuga blanco camino de Bilbao y ve los carteles y se interesa por Crímenes Ortega. En el estéreo suena el Cigala cantando la de Cuba Linda. Los brazos estirados hacia el volante, las manos aferradas boca abajo, el esmalte rosa de las uñas falsas, contrastando. Josefina está gorda y lo sabe. Bailotea con los hombros al ritmo del piano de Bebo.

Josefina está gorda y lo sabe y sin embargo cuando ve el cartel de Crímenes Ortega algo pasa por su cabeza, algo tan relevante como para tener que frenar, desacelerar el paso. No le viene ninguno por detrás, por lo menos de momento, y Josefina frena lo que puede. Reduce la marcha y busca algo para apuntar el número de teléfono que aparece en el cartel. Como sabe que no le va a dar tiempo trata entonces de memorizarlo pero pasa de largo sin conseguirlo.

Josefina se sale en la siguiente salida de la autopista, en la 10, a la altura de Cenicero. El nombre del pueblo le hace pensar en tabaco y con la punta de las uñas atenaza la boquilla de un Marlboro Light que escasos segundos después humea manchado de carmín, asomado a sus labios. Para entonces la ventanilla ha descendido dos dedos. Se sale de la autopista no sin antes pagar el peaje. Antes de reanudar la marcha busca papel y boli. Se lo deja preparado y arranca retrocediendo en la marcha. Coge la nacional 232 camino de Fuenmayor a la altura del cual se podrá reincorporar a la autopista por la cual pasar otra vez delante del cartel. En Fuenmayor le da por parar y entrar a la farmacia de la que sale con una bolsa diminuta que luego mete en el bolso.

Ya dentro del coche se quita las enormes pero ajustadas gafas de sol y de su cara deja asomar un ojo morado que no ve nadie. Josefina está gorda, muy gorda, pero de cara es preciosa. Tiene 48 años recién cumplidos y siempre lleva algo de oro blanco encima.

Se mete en el carril lento y no pasa de los 60 cuando vuelve a desfilar por delante del cartel. Ha puesto los intermitentes de peligro, por si acaso, fingiendo avería.

El logo de Crímenes Ortega es CO2 (el 2 en pequeñito), como la fórmula química del anhídrido carbónico. Nadie sabe si esto se debe al hecho de que hagan uso del citado gas en su (casi siempre) impecable trabajo, o simplemente porque quienes dirigen el negocio son dos: Paco Ortega y su flamante nueva esposa.

En el cartel Josefina lee: Crímenes Ortega (CO2). Tel. 647.221.122 Email: co2@co2.es No aparece dirección postal. Cartel en negro sobre blanco y un dibujito que Josefina no alcanza a distinguir.

A Paco Ortega en esta vida se le podrán reprochar muchas cosas (cada día está más flaco), no saber llevar bien un negocio no es una de ellas. Él es poquita cosa, flaco, consumido, bajito y con un bigotillo fino y amarillo del humo negro del tabaco. Paco Ortega, orígenes colombianos pero más español y más hijo puta que la madre que lo parió, lleva Crímenes Ortega con el temple con el que se llevan las cosas finas y agudas, como se agarran los cristales rotos.

Crímenes Ortega es una PYME con todos papeles en regla y que declara a Hacienda hasta el último céntimo. Según Paco, el 90% del trabajo es administrativo, papeleo, yo no es lo que era. Ahora sacan más tajada con los extras, eso sí, pero la cosa ya no es lo que era, dice si se le pregunta. Seguridad y riesgos en el trabajo, higiene, regulaciones… Antes el cliente elegía si deshacerse del cadáver por cuenta propia, eso abarataba las cosas, ahora ya no, ahora se tiene que subcontratar, tampoco la misma empresa que mata lo puede hacer, estipulación de ley, control preventivo, cruce de intereses. Ahora un cliente tiene que contratar a una empresa que mate al cabrito y a otra para que se deshaga del bulto. Las dos empresas no pueden tener nexos que las unan. Papeleo, sobre todo papeleo y esperar a que fulano de tal o cual dé luz verde desde Madrid para que el asesinato se pueda llevar adelante y uno haga caja con que pagar la hipoteca.

Paco Ortega se casó no hace mucho con una niñata veintitantos años menor, de nombre Francisquilla, alta y verdulera, hecha de carne y fibra, y que ya se hace mandar en el negocio lo mismo que Paco. El matrimonio Ortega no usa coche. Tienen una furgoneta convertida en minibús que pertenecía a un primo de Paco que se tuvo que volver a Colombia. Antes de zarpar les dejó el minibús y luego Paco y su mujer se acostumbraron al bicho y así sin darse cuenta fueron dejando de lado el coche. Van siempre en el minibús que excepto por los asientos de delante, el del conductor y acompañante, va siempre vacío. Por no llevar no llevan ni trastos.

Josefina Torres vive donde ha vivido siempre la gente de bien de Bilbao, un tercero de la Calle Elcano. Tiene un tresillo estampado de rosas amarillas junto al ventanal que da al paseo por donde pasan los coches y llueve y la gente vive el bofeteo del tiempo, el aquí y el ahora. No bebe Pacharán porque le recuerda a cierto hombre del que no quiere acordarse. Son las seis y media de la tarde y lleva los pantalones del pijama puestos y fuma en perpendicular a la ventana sujetando lo que parece una copa de anís, algo con lo que pasar el mal trago que le producen ciertas horas del día.

Cuando Josefina llamó al 647.221.122, lo primero que preguntó fue: "Esto no es Crímenes Ortega, ¿verdad?". A lo que Paco Ortega respondió: "No me toques los cojones, Josefina".