Monday 16 November 2015

El señor de la fila 31, (coma)

El señor que se sienta en la fila 31, asiento A, es un señor en sentido contrario

Wednesday 21 October 2015

En la sede de Salchichas de Pollo Inc, a día de hoy (21-Oct-2015), se vería con buenos ojos la propuesta de publicar un thriller que llevara de título: Digital Banking. Quien se tenga que dar por aludido que se dé. Genaro, pon la de November Rain, haz el favor.

Sunday 18 October 2015

Cartas a Anita Dupont I



Anita Dupont
Café El Espejo
Paseo de Recoletos, 31
28004 Madrid, Spain

Anita:

Te escribo desde un apartamento en Bucarest, en la Calle Eugeniu Carada. Dos calles más abajo han abierto un pub irlandés donde comer salchichas con puré. Tienen siempre el mismo menú. Echo de menos los bares aquellos de Badalona donde comíamos por tan poco dinero y donde cada día daban una cosa distinta. Echo de menos el olor a cocina de colegio de aquellos bares. En el pub irlandés uno puede comer salchicha con puré todos los días y la cocina no huele a nada. Las salchichas son muy buenas. Y las camareras. Supongo que aquí también habrá bares de menú como los de Badalona pero entre no hablar rumano y la mucha pereza que me da avanzar más allá de las tres o cuatro calles que rodean el apartamento en el que vivo…

Desconozco si esta carta te llegará. En el consulado me dijeron que con la guerra de por medio lo mejor era enviar correspondencia a cualquier café de la ciudad preferida y dejar que el destino empuje su curso.

Aquí de momento nadie se ha puesto a tirar bombas. Yo apenas salgo del cuarto. Voy por la página novecientos y pico del Quinteto de Avignon de Durrell. Lo mejor del libro está entre la 600 y la 700. Hay un diálogo que me gusta mucho y que creo subrayé pero no encuentro. Debería hacerme una especie de índice de lo que subrayo para luego poder encontrarlo. Es un diálogo entre dos amigos. Uno le dice al otro que cuando acabe la guerra se va a ir a viajar por el mundo. El otro contesta: ¿Qué mundo?

He conocido a una chica que no subraya nunca en los libros. Se llama Veroniq, así con q al final, sin ue después de la q. Veroniq, de pecho generoso y gran disposición. Besa mal. Besa como si estuviera fumando tabaco. Me limpia el apartamento y me dice que le recuerdo al Principe Vlad III de Valaquia, Vlad el Empalador, por estar aquí todo el día encerrado sin apenas ver la luz del día. Claro que el Principe Vlad no estaba todo el día encerrado ni se pasaba los días en un ataúd. Anita, ¿te acuerdas lo que nos reíamos con el cuento aquel de Woody Allen sobre el Conde Drácula cuando salía un día por error, porque había eclipse, y luego salía el sol y le pillaba en casa del alcalde o del panadero y se encerraba en un armario y le decían; ay que ver lo gracioso que es usted Conde Dracula, te acuerdas? Yo me acuerdo del cuento pero no del final. De los finales casi nunca me acuerdo. Ni de cuentos, ni de novelas, ni de películas… harto raro si uno se para a pensarlo.

En el aparato de música pongo mucho El Último de la Fila, sobre todo Insurrección. Estoy enganchado a la canción. Cuando la escucho no sé muy bien si me hace feliz o triste. Me recuerda mucho a ti y eso tampoco sé si es bueno. Tú y yo cogiendo el autobús aquel que nos sacaba de Madrid, que nos llevaba a no sé qué barrio donde nos bajábamos en la última parada y luego andábamos como trescientos metros o así, haciendo muchos zig-zags hasta que llegábamos a la última calle de Madrid donde después de un edificio ya no había más ciudad sino campos y solares y cielo azul.

Anita, en el consulado me han dicho que allí tampoco saben cuándo va a acabar la guerra. A mí me gustaría mucho proponerte que cuando termine tal vez podríamos encontrarnos e irnos los dos por ahí a ver mundo pero no te lo propongo por miedo a que me digas como el personaje de Durrel; ¿qué mundo?

Siempre tuyo

Gabriel 

Friday 11 September 2015

La napolitana de crema se nos está muriendo

Le pago y me siento en una mesa desmintiendo el efecto de haber perdido una partida en algún lugar, en algún momento. La napolitana de crema se ha quedado blandengue después del microondas. Quejarse en un tiempo como ese no serviría de nada. Haría falta que alguien le hiciera el boca a boca al pastel, intentar revivirlo con electro shocks. Estoy a punto de decirle a la camarera que va a hacer falta llamar a los paramédicos, que llame a una ambulancia porque la napolitana se nos está muriendo. A ti también, no solo a mí. Le pregunto su nombre y responde que Clara. Clarita. Me pregunta si me ha gustado el dibujito en la crema del café. Le digo que me parece raro que tengan una tragaperras en un establecimiento como aquel. Le pregunto que dónde están los clientes. Me contesta que están a punto de cerrar. Le digo que si sabe de algún gimnasio de esos con piscina que estén abiertos por la noche. Me dice que ella no vive en el centro pero que si la esperaba me podía llevar a casa de unos tíos suyos que viven en una urbanización de las afueras, en un chalet con piscina. ¿Estaba iluminada la piscina? Me pregunta si quiero otro café mientras la espero y le digo que todavía no tengo decidido qué hacer. La napolitana sigue sin mostrar rasgos de vida. Yo tenía en mente un gimnasio moderno, 24 horas, con máquinas de última generación y piscina cubierta olímpica donde acude la gente de bien y de insomnio. Un sitio donde poder alquilar o comprar un bañador de natación. Un gimnasio del Siglo XXI donde nadar mientras las familias ven la tele. Me dice que el chalet de sus tíos fue construido en los ochenta. Me pregunta para qué es la cámara y le contesto que para grabarla a ella. Se sonroja y me sirve otro café. Entra una pareja con cara de venir del cine. Hacen gestos de haber pasado frío. Piden algo que Clara no tiene detrás de la barra por lo que se tiene que ausentar durante un momento. Me levanto y me voy.

Ana me dice que según Google solo hay dos posibilidades. Hay uno que está abierto hasta las 23:00, tenía tiempo de sobra. Luego había otro en uno de los únicos dos hoteles de cinco estrellas de Zaragoza. En ese no tenía claro que se facilitase acceso a no residentes. La página web del hotel no lo decía.

“Hace mucho que no te pasaba esto”
“¿Marzo? ¿Abril?”

En teoría debía de ser por la niña Ana María y el proceso monstruoso que se estaba llevando a cabo y que ni las palas ni excavadoras podrían detener. En teoría debía ser eso y sin embargo, le digo a Ana con la voz entrecortada, malfumándome un cigarro del paquete que acabo de comprar en un bar, sin embargo a mí me da que es más Francisquilla y esa especie de cráter como el que se formó en lo que ahora es el Golfo de Mexico cuando el asteroide aquel mató a los dinosaurios. Trato de explicarle con palabras que andan a tientas en la oscuridad de un pasillo con higueras plantadas en medio. Un pasillo con limoneros y gotas de rocío.

Ana me dice que el otro día se acostó (vía E-Darling) con un mozo muy fan de un tal George Benson. Un guitarrista muy afamado al que el mozo vio en directo en 1985 en el festival de Montreaux. Me dice que le dio un link para que lo viera. ¿Cuántos años tenía el mozo? George Benson. Focos de colores colgados del techo. Luces rojas y azules que abrasaban. Músicos sudando la gota gorda. El humo de los cigarrillos.

Le pido que me dé direcciones al gimnasio que no cerraba hasta las once. Me pregunta que cuándo fue la última vez que me pasó esto. ¿Abril? ¿Marzo? La necesidad de meterse en una piscina, de noche y nadar en solitario hasta que se pasara el susto.
En teoría debía ser culpa de la niña Ana María y esa sonrisa que no la saltaba un gitano y sin embargo, sin embargo, la tristeza de Francisquilla que pesaba como un saco de cebollas, como armario empotrado, como carne congelada. Francisquilla y el pecado de no poder dar a luz. Francisquilla y los médicos esos de hoy en día que lo sabían todo. Francisquilla y las reglas de tres.

Ana sigue intentando cambiar de conversación cuando me subo en un taxi, en plena Plaza España, que me lleva por el Paseo Independencia y luego la Gran Vía y así hasta pasar por un hospital junto al cual se encuentra este gimnasio que no es solo gimnasio sino también water spa. Ana me dice que ninguno de los hombres con los que ha salido estos meses le han aportado nada. Me dice que tal vez sea ella la que no busque ningún aporte y todo sea falacia, fachada, ganas de perder el tiempo. Hay gente que ve la tele sin ganas, me dice.

Consigo un pase de un día por doce euros. Incluido en el precio entran la taquilla, bañador, y toalla. Me ponen una pulsera ya que el pase cubre un día entero. Le digo que con las horas que son no creo que vaya a volver una vez termine. Me resultará imposible, le digo. La chica me dice que son las normas, que hay gente que viene por la mañana y luego también por la tarde. Le pregunto por la hora de cierre. Me dice que las once de la noche. Le digo que son casi las diez, me tengo que cambiar, ducharme, nadar, volver a ducharme, vestirme, salir del edificio y volver a entrar para volver a utilizar la piscina todo ello en una hora. Me dice que son las normas, que el pase de doce euros es para todo el día y que por eso las pulseras, por si a uno le apetece volver otra vez el mismo día. Le digo que ya es por la noche, que están casi a punto de cerrar y ni siquiera he usado las instalaciones por vez primera. Le digo que es fisicamente imposible que vaya a usar la piscina, ducharme, marchare y volver otra vez. Me dice que el management ideó lo de las pulseras para satisfacción de los clientes, para que puedan usar el complejo más de una vez al día. Le digo que aunque me lo regalasen no volvería después de la sesión que voy a comenzar. Me dice que el 99% de los clientes está muy agradecido de que se les ponga la pulsera y así poder usar el complejo al máximo. Le digo que no pienso salir del agua hasta las once menos diez, saldré con el tiempo justo de ducharme, vestirme y largarme de allí. Le digo que es posible que cuando termine el complejo esté ya cerrado al público y alguien tenga que abrirme. Le aseguro que en mi caso la pulsera no tiene sentido. Me dice que las tienen en amarillo o en azul.

Wednesday 9 September 2015

“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”

La actitud de la calle a esa hora fronteriza es calmada, apacible. La luz se va poniendo por detrás de los edificios que dan a la avenida principal y es un atardecer amable, una puesta de sol con funda, con patinetes en las ruedas. El hombre del traje colgante desaparece por una cuesta abajo que conduce a un parking del cual sale un Subaru azul tuneado. Me había olvidado de que Ana estaba al otro lado del teléfono. Me pregunta si me acuerdo de aquella vez cuando cogimos el autobús aquel que nos sacó de Madrid. “Tú chupabas una piruleta”
Le pregunto si eso que suena de fondo es Radiohead y me contesta que es la radio sin más.
“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”
“No sé… será, si tu lo dices”
Me llevo la mano a la cara y me froto los ojos descubriendo un agotamiento pretérito. Medito buscar un café donde sentarme a jugar a encontrarme mejor. Ana me dice que en esos casos es mejor no grabar, que ya me ha pasado antes y nunca es buena idea. Le pregunto si está pensando la vez aquella que le dejé la cámara a un señor con el que compartía barra en un bar, para que me filmara en estado de descomposición.
“Si” me dice de carrerilla. “Y luego vino lo del aceite en la barra”
“La lata de atún en conserva”
Me pongo a cruzar la calle justo en el momento que un Mondeo gira sin indicar, rozándome con el retrovisor. Aterrado le cuento a Ana lo que acaba de pasar. Tieso como una estalactita, siento que ya no puedo cruzar. El asfalto se vuelve corriente de agua marina, resaca que tira para atrás. Ana me pregunta si lo he grabado y si sale la matrícula. Le digo que tal vez no había sido un Mondeo. Me pregunto si no había sido el Subaru tuneado que hacía un rato había salido del parking justo cuando el hombre del traje. Me pregunto dónde andará el hombre del traje y si habrá llamado a alguna puerta, a algún piso, con la esperanza de que le abran, que le dejen entrar y le ayuden como buenamente puedan. Me pregunto por qué no habrá puesto el intermitente el coche que casi me atropella. Ana me pregunta si había paso de peatones. Le digo que no. Le digo que si hubiese puesto el intermitente yo no habría cruzado y así no habría pasado nada. Me recuerda que no ha pasado nada. Le pregunto por qué hay gente que no pone el intermitente. Si todo el mundo indicara su dirección, todo sería más fácil.
Extrapolar lo del intermitente a la vida y por ende a la voluntad aquella de la que hablaba Schopenhauer. Lo uno estaba reñido con lo otro. Si todo era una cuesta abajo los intermitentes no tenían cabida. Que los gorriones y las golondrinas pusieran el intermitente antes del quiebro de pájaro de Paul Eluard. Que las hormigas que desfilan del punto a) al b) pusieran el intermitente. Ana me dice que si todo el mundo indicase antes de girar viviríamos una utopía. Se me pasa el susto del atropello y me vuelve a sacudir la ansiedad que sucedió dentro del coche de Paco. El mal rato y la tapicería de piel y la niña subida de revoluciones por las sensaciones vividas en el parque. El olor a amargura que despedía Francisquilla por mucho curso de mindfullness y mucha actitud positiva y mucho crucero a Alejandría. La vida me dedica un mal rato. Cruzo la calle mirando veinte veces a izquierda y derecha. Encuentro una especie de bollería cafetería a la que me aferro como quien llega a algún sitio en mitad de un destierro. Le digo a Ana que como no puedo pedir y seguir al teléfono a la vez, que le voy a colgar. Me dice que si le cuelgo, apagará la radio, apagará las luces, y se pondrá junto a la ventana para que su silueta se entrevea desde la calle como si fuera un fantasma. Antes de colgar la escucho advertirme lo mucho que le gusta cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad y poco a poco se va viendo mejor.
“¿A cuántos kilómetros está Zaragoza de Madrid?” le pregunto a la camarera mientras me hace el café y me prepara la napolitana de crema.
“¿Te la caliento?”
“Caliéntamela si te da la gana”

Tuesday 8 September 2015

The (F)Art

One listens to Coltrane playing live My Favourite Things in Belgium and that’s exactly what one wants. I can’t picture JC’s Quartet doing this in a conscious way. The execution happened as something else could have happened. The highest level of art is done with the left hand. There isn't a program. It’s just the air the comes and goes, the randomness of the fly. The cake is obtained when one plays by instinct. To reach the summit you must understand this is a useless game. The second you give yourself and atom of seriousness it all turns to shit. There is a Wizard of Oz on the next room looking at you through a police interrogation mirrored window

Sopeso contarle sobre una salchicha blanca con mostaza y ketchup

El letrero dice Calle Conde Aranda. ¿Quieres que te lo busque en Google?, me pregunta Ana. Le digo que no. Me pregunta si estoy filmando. Sugiere que filmar mientras uno anda perdido en una ciudad que no conoce bien, en un estado de semi-pánico, podría resultar interesante, no interesante para mí, apostilla, sino para mi público, para la gente que espera a que llegue la semana del 20 de abril de cada año, el festival de Riga. Le pregunto por la diferencia entre un estado de pánico y otro de semi pánico. Le cuento (sin darle tiempo a contestar) que las nauseas y el mareo no pueden proceder del asunto de la niña pues en ese momento había estado filmando dentro del coche. Llevaba mi escudo puesto. Le digo que siempre y cuando uno esté del otro lado de la cámara, nada infecta, nada hiere, nada se vuelve mercancía peligrosa de Clase 3, UN-2547, Packing Group II. Le digo que llevaba la cámara y Ana me dice que lo que diferencia un estado de pánico de uno de semi-pánico viene retratado en algún libro de esos que venden en el Corte Inglés. El tipo de libro que uno se lleva a un crucero a Costa Rica. Playas de agua cristalina, bandas de soft jazz, piano, saxo y batería, aplausos después de cada solo. Ana me dice que no puede ser la comida. Le digo que no pedí hamburguesa. Le cuento sobre una salchicha blanca con mostaza y ketchup. Me pregunta si dicha salchicha llevaba especias y no puedo contestar porque alguien me ha parado en la calle para preguntarme si conozco de alguna tintorería abierta, por la zona. La persona lleva un traje dentro de una funda, lo sostiene en alto. Hay urgencia en la necesidad de una tintorería. ¿Qué hora era? Sopeso decirle que yo no soy de aquí, que yo soy de Madrid. Sopeso contarle sobre el parque de atracciones y la salchicha blanca

Saturday 27 June 2015

Alejandría como mal menor

La calle es la Calle Predicadores, portal 14. Es una agencia de viajes y Paco me ha pedido que le acompañe. La Francisquilla nos espera en el Corte Inglés de Sagasta. El coche lo han dejado aparcado allí. Antes de entrar a la agencia Paco me ha pedido que sobre todo no le diga nada a la Francisquilla. A continuación y sin que nada tenga que ver me ha dicho que cuando volvamos al Corte Inglés que ya de paso comprarán unos pollos a’last que hacen muy buenos en la planta de abajo, en el Hipercor. Pollos para llevar. También tienen croquetas.
Había un barco nuevo de la Royal Caribbean que se llamaba el Enigma de los Mares y que tenía catorce piscinas sin contar con los jacuzzis privados de los camarotes de alta gama. El barco era tan grande que a según que puertos no se podía acercar. Catorce piscinas, siete discotecas, restaurante japonés, tailandés, etíope, sueco, dos McDonalds, tres KFCs, cines, casinos, un bar con las paredes de hielo, otro con acuario de tiburones. Y luego, para los más golfos, nos dice la chica de melena espectacularmente teñida de rubio, para los más canallas, bar de strip-tease, bar de tetas, nos dice con una sonrisa pícara que ha ensayado cuarenta veces en el espejo.
Se llama Melanie y nos dice que ha estado en todos cruceros que vende. Bueno, en casi todos. Nos explica que para poder vender bien algo, su jefe, la agencia, considera imprescindible que los barcos sean conocidos a fondo por las vendedoras, por lo que normalmente todas ellas son enviadas a los cruceros cuando es temporada baja.
“A ver, que en todos no he estado, que eso es imposible. Pero en casi todos”
En este de las catorce piscinas no había estado pero bueno, era cuestión de tiempo, era muy nuevo, casi no había dado tiempo. Nos dice que su jefa (una tal Jennifer) sí que ha estado y que se quedó, literalmente, a cuadros. Era como estar en Nueva York, nos explica sin detallar afinidades.
Paco manosea cuatro catálogos de cruceros. Yo pregunto si es posible que filme allí dentro de la agencia. Le explico que estamos haciendo una especie de reality sobre la vida de este hombre y que si no le importa me gustaría filmar la escena. Me dice(toqueteándose el pelo) que es preciso verificar con el encargado.
“¿Con Jennifer?” pregunto con la cámara en la mano.
“No, con Ambrosio. Jennifer es supervisora. Supervisora jefe. El encargado o director es Ambrosio”
“El VP” le corrige otra chica en inglés.
“Eso, el VP. El Vice-President”
Una pareja muy acicalada, sobre todo ella, conversan con otra dependienta. Ellos no tienen necesidad que les muestren catálogos pues se los saben todos. Dos cruceros por año. Ultimamente se fijan más en la naviera que en el crucero en sí. El Caribe prefieren no tocarlo. Peninsular & Oriental si les dieran a elegir. Mejor armadores de barcos que no empresas como la Royal. Armadores de toda la vida.
“¿Y el Queen Elizabeth?”
“Con la Cunard hemos topado” dice el hombre jugueteando con el bastón que sujeta sobre las piernas. “Con la Cunard hemos topado” dice sonriéndose como si él y la Cunard fueran grandes conocidos.
La dependienta le facilita unos folletos sobre el Queen Elizabeth.
“¿Pero qué hacen ustedes vendiendo viajes de la Cunard? Yo creía que ustedes vendían cruceros. En la puerta pone que aquí solo se venden cruceros” dice el hombre sonriéndose como si estuviera contando un chiste, para alborozo de su mujer. La dependienta no sabe qué decir. El hombre se ha quedado callado, con la misma sonrisa en la boca, esperando que alguien adivine la adivinanza. La dependienta sonríe de vuelta.
“Pero cómo me venden algo de la Cunard en esta tienda de cruceros, de cru-ce-ros. Los barcos de la Cunard, el Queen Elizabeth, el Queen Mary 2 y el Queen Victoria, son trasatlánticos que no cruceros. No nos engañemos. Liverpool-Nueva York-Liverpool. Cruzan el Atlántico. Trasatlánticos. Barcos como los que ya no se hacen eso sí. La Cunard. Edward y Samuel Cunard”
Más allá de las mesas donde las dependientas atienden a los clientes, al fondo del pasillo, se divisa otra estancia donde las chicas tienen una mini cocina donde hacerse café y guardar cosas. Se ve una especie de aparador donde yace un bote de mayonesa Heinz.
El hombre y la mujer de al lado siguen hablando de la Cunard. Paco tiene tres catálogos delante. Va ojeando uno a uno. La chica le ha dicho que dependiendo del precio y el destino que quiera, que ella le encontrará uno a su medida. Paco ha pronunciado, con voz de ultratumba la palabra “Alejandría”. Yo sigo esperando a que aparezca el VP, señor Ambrosio.
La chica le dice a Paco que antes de elegir un crucero es fundamental preguntarse por qué se quiere ir a ese crucero. Y no solo por qué el crucero. Para qué el crucero. ¿Para qué se quiere el crucero? ¿Para recobrar el romance en la pareja? ¿Para encontrar nueva pareja? ¿Para alejarse de todo? La dependienta, con la mirada, coge a Paco de la solapa y le dice que antes de escoger el crucero que le diga por qué y para qué el crucero, y dependiendo de la respuesta ella le aconsejará.
Paco está a punto de comenzar a explicarle sobre su mujer, una tal Francisquilla, y una clínica de fertilidad con técnicas in-vitro cuando me levanto de la silla y le hago un gesto para que no diga nada, al ver salir de una oficina a quien se supone es el gerente de la agencia, el VP, el hombre que daría el visto bueno para que pudiese grabar allí dentro, el señor Ambrosio. Le digo a Paco que no le conteste a la dependienta de momento porque esa es una conversación que quiero grabar.
Un hombre alto, robusto, campechano, parecía de pueblo. Me invitó a su oficina donde me ofreció un café. Se interesó por el reality, me preguntó por trabajos pasados. Me contó sobre empleos anteriores de su parte y me dio su opinión acerca del mercado audiovisual. Llevaba un reloj Seiko plateado. En mitad de su explicación sobre la televisión y la programación de hoy en día le dio un ataque de tos que duró unos veinte segundos y que yo hubiese dado lo que fuera por haber podido grabar.
Al señor Ambrosio le hace mucha gracia que le hayan puesto el cargo de Vicepresident (me dice sobre-pronunciando el inglés). Me dice que estos americanos son la polla luciendo una de las sonrisas más llenas de dientes jamás vistas. Se levanta a la cocinilla para traer dos cafés. No me pregunta si mi compañero Paco quiere otro. Paco sigue hablando con la dependienta quien le enseña crucero tras crucero. Antes de volver con los cafés, Ambrosio le grita a una dependienta de nombre Diana recriminándole que se haya dejado el tarro de la mayonesa fuera de la nevera.
Son de máquina. Me dice que la pusieron hace unos meses para ofrecer café a los clientes. Me dice que se ha acostumbrado al vaso de plástico de tal manera que ahora el café en taza le sabe raro. El color blanco del vaso de plástico cautiva mi atención. Es un blanco atonal, un blanco sin ángulos ni esquinas. Ambrosio sigue hablando y yo me pregunto para qué y por qué un crucero. No en el caso de Paco, la decepción del bebé que no llega, sino en otro plano. En un plano más profundo. Por qué la elección. Por qué la dependienta y el café y la conexión del blanco del vaso y de la mayonesa Heinz. Ambrosio está a punto de darme el ok para grabar siempre y cuando solo le saquemos de su lado bueno y ofrezcamos una visión honesta y comprometida de su agencia de viajes. “Esto puede tener parangón en los Estados Unidos”, me dice. “Esto puede traer cola allá donde tenemos a los Managing Directors y a los CEOs y a los Division Managers”, dice gesticulando, ironizando grandeza. “Esto bien mirado podría traer cola. ¿Dónde dice usted que se emitirá este documental? ¿En qué cadena?”
Desecho los planos directos. Desecho grabar posicionado detrás de Paco enfocando las dos cabezas, una de frente y otra de espaldas. Desecho el plano lateral directo por cierto sentimiento de insuficiencia. Los planos no me convencen. Ambrosio el VP sugiere construir una especie de castillo de naipes usando catálogos de cruceros y grabar a través del mismo. Las chicas advierten que eso sería fantástico, que vaya idea más genial, que vaya mente la del Vicepresident, qué creatividad.
Les dejo una grabadora. La dejo encima de la mesa y le pido a Paco que cuando le haga la señal desde la calle que le de a grabar y que comiencen con la conversación. Paco me dice que si la pone en este sitio, detrás del codo, que así no saldrá en el plano y que será mejor, ¿no? En la calle la luz no molesta. Creo que el sonido de la calle podrá ayudar a perfeccionar la escena. Los coches que pasan y las voces que también pasan, conversaciones que van en movimiento porque tienen piernas. Decido no mutar la cámara y usar luego el sonido de la calle como ritmo que acompasará la conversación entre Paco y la dependienta.
Antes de empezar a filmar, Ambrosio me dice que lo mismo él se mete en su despacho pero que durante la grabación saldrá fingiendo tener que hablar con las chicas, fingiendo dar instrucciones sobre alguna oferta o algún pedido o alguna nueva técnica de venta a seguir. Eso, me dice el VP, otorgará mucha realidad a la escena. Ambrosio me pregunta si es realismo lo que busco en mis filmaciones y no sé bien qué contestar.
En la calle, enfrente del escaparate, el plano es perfecto. Entre los pósters con las ofertas que seducen al viandante, se ve a Paco y la dependienta quienes me miran para ver si ya pueden empezar con la conversación. Ajusto el plano, acerco la imagen, respiro hondo y les doy el ok. Paco le da a la grabadora y comienzan un diálogo que solo escucharé cuando llegue al hotel y me ponga a editar.

“Por qué y para qué el crucero?”
“Bueno, verá usted. Aquí hay un problema de fondo. Yo no soy un tipo al que le gusten las aglomeraciones ni mucho menos las cosas estas, los cruceros, tan organizaos y tan estructurados. A ver, que lo del buffet libre bien, que eso anima, y lo de tener un gimnasio con vistas al mar donde sudar un rato. Porque yo el gimnasio no lo había pisao en mi vida, pero de un tiempo a esta parte, bueno, fue la Francisquilla, mi mujer. Cuando empezamos con lo de la inseminación in-vitro, con el programa, mi mujer se empeñó en que hiciera deporte porque según los médicos eso de estar en forma podía influir de manera positiva en conseguir que el embarazo saliera adelante. Yo todavía no lo tengo muy claro. O bueno sí, sí que lo tengo claro. Me parece una memez. Ya ves tú, qué tendrá que ver estar en forma con el semen de uno. Si el semen es bueno y lleva mucho esperma será bueno independientemente de que uno pueda correr los mil quinientos en qué sé yo cuantos minutos. ¿Me explico? Pero bueno, hoy en día el deporte y la meditación y su puta madre es muy recomendable para mejorar en todo. Calidad de vida que le dicen. Hay que joderse. Pero bueno, eso, que la Francisquilla se empeñó y usted porque no la conoce pero esa mujer es soberana cuando se le mete algo en la cabeza. Hizo falta ir al Corte Inglés, no te digo más. A comprarme un chandal y zapatillas de hacer deporte y pantalones cortos de marca. Luego me apuntó en un gimnasio donde hizo falta explicarle al monitor que un servidor estaba ya bastante pasao de rosca, con mucho tabaco encima, con mucho güisqui y mucho trasnoche. Pero bien, el chaval bien, muy majo. Me dijo que lo haríamos poco a poco y mira, empezamos andando, luego corriendo un poco, luego hicimos pesas, luego pasé a ir tres días por semana, me compré unos cascos para escuchar música, me puse mis rutinas y oye, que la cosa funcionó, que de alguna manera me enganché y ahora necesito el gimnasio de la misma manera que antes no lo necesitaba. Entonces ver esto de que en los barcos tengan estos gimnasios tan bonitos, pese a que no me gusten las aglomeraciones, bueno, un aliciente”
“¿Y la causa primaria del crucero?”
“La causa es mi mujer, la Francisquilla, el in-vitro este de los cojones que nos lleva fritos. ¿Usted sabe que les pinchan hormonas para que les suba no sé qué y se vuelven loquitas como si tuvieran ataques de regla cada dos por tres? Unos gritos por nada, una tensión, unos lloros. Las hormonas esas no pueden ser buenas, sean para lo que sean”
“¿El crucero como calmante?”
“No, como calmante no, como plan B. Por eso le digo que si tiene cruceros a Alejandría que mucho mejor”
“Alejandría”
“Aunque allí no vaya la Royal Caribbean ni los barcos tengan cuarenta piscinas ni puticlub, ¿me entiende?”
“Alejandría”
“Alejandría como plan B”
“¿Por si acaso?”
“Sí, algo así. Es más que nada por la Francsiquilla, ¿sabe usted? La mujer actúa ya como si fuera madre y bueno, el programa que llevamos con el Doctor Espinosa está ya en la recta final pues según él, seguir intentándolo más veces podría ser muy contraproducente para la Francisquilla, el cuerpo no podría aguantar tantos intentos, sobre todo por lo de las hormonas. El día dieciocho es el día D que le dicen, y justamente cae el día de antes en que tenemos que matar a la niña Ana María, ya ve usted, y si lo uno falla necesito de un plan B”
“Una especie de segundo premio”
“Sí, un premio de consolación que no incluya a la Royal Caribbean ni el Engendro de los Mares o como se llame el barco ese con su parque de actividades para niños con padres a los que sí les fue bien lo de la in-vitro, ¿me entiende?”
“Y por eso Alejandría”
“Por eso y porque yo siempre he tenido curiosidad, debilidad, lo que sea por la ciudad esa. No sé qué pinta tiene, no sé a qué se parece. Sé que está en Egipto, sé que ya no es lo que fue. Pero me tira. Es el nombre que suena a historia, que suena a imperio venido a menos, a ciudad oxidada, con tufillo, ¿me entiende usted?”
“Alejandría”
“Alejandría siempre y cuando haya cruceros a Alejandría”
“Como plan B”
“Como plan B sí, porque la Francisquilla ya no habla de otra cosa que no sea el bebé que no ha nacido, el bebé que está por nacer, el bebé que según el Doctor Espinosa tiene un 15% de posibilidades de que se haga realidad. Y aunque Alejandría no sea la solución ni sirva de eso que usted ha dicho…”
“Segundo premio”
“Sí. Segundo premio, premio de consolación, medalla de bronce”
“Alejandría como medalla de bronce”
“Alejandría como el diploma que le dan al cuarto en las olimpiadas. Algo así”
“Alejandría como mal menor”
“O como huida. Algo que la saque de la ciudad y de la planta de niños y bebés del Corte Inglés donde ahora mismo la tienes merodeando por los pasillos, mirando vestiditos de niña, trajes de marinero de niño, patucos, biberones, cunas, libros de pedagogía”
“¿Tiene nombre ya?”
“Jacobo si es niño y Esmeralda si es niña”
“Bonitos nombres”
“Si usted lo dice”
“Pues cruceros a Alejandría que yo sepa solo hay uno. El barco es pequeño. Escalas en Tánger, en Argel y no sé dónde más. Tengo que mirarlo. Casi nadie pregunta nunca por Alejandría”
“Pues mírelo haga el favor”
“De momento creo que la única salida esta al caer y si no me equivoco coincide con las fechas que me estaba usted diciendo”
“¿Qué fechas?”
“Eso que me ha dicho de la niña que van a matar”
“Ana María”
“Sí. Mire, mire aquí. El barco sale de Barcelona el diecinueve”
“¿A qué hora?”

Sunday 14 June 2015

La chica guapa que predecía el futuro

No tanto las cosas importantes sino las menudencias, las cosas de entretienda, lo que no se veía. Yo estaba sentado en aquella mesa a petición de Ana. Me había dicho; siéntate un rato con la chica, déjala hablar, escúchale, mírale bien a los ojos, por dentro. Deja que tus ojos y tus oídos hagan de cámara. La chica tiene un misticismo anónimo muy difícil de resistir. Huele como huelen las adelfas. Habla suave como si usara polvos de talco. Siéntate con ella, llévala a lo de la Alameda, entrad en cualquiera de los bares que tienen mesitas fuera, haced como si no se oyese a los patos, adivinad las sombras del carrusel, dejad que el grito de los niños se adueñe del parque, interferir con las aves, equilibrar la tarde-noche.
Se llama Inés y tiene telarañas en los ojos. Se llama Inés y aunque se pone maquillaje se le ven las entrañas por fuera. Mueve mucho las manos y tiene una diminuta cicatriz en el antebrazo. No sonríe por sonreír. Se da la vuelta y mira a los patos. Me dice algo de un viaje a Maracaibo. Le digo que me cuente más. Le pido que mire fijamente a la cámara y me cuente sobre el hotel. Me dice que ver a alguien de traje y corbata merodeando la piscina de un hotel le recuerda a James Bond, 007. Me dice que su película preferida es Octopussy. Se toca poco el pelo. Cuando se queda callada no necesita de repliegues físicos. No cruza las piernas, no despliega muecas, no establece barreras. Es una chica muy de frente. Me pregunta por la chica que van a matar. Pregunto si sabe algo que los demás no sepamos, si ha visto algo en sueños, si puede predecir el cómo y el cuándo. Me dice que lo único que sabe es lo que le ha contado Ana. Le digo que Ana no debería ir por ahí contando lo que no le incumbe.
Inés me cuenta que ella se cría en Tres Cantos aunque a los ocho años se van a Santander para volver a Madrid cinco años después. A su padre lo trasladaron de oficina. Eso al principio. Luego, sobre sus poderes mágicos, la clarividencia, eso lo obtiene por necesidad. Tiene un novio de apellido Somoza y de nombre Alberto al que quería con locura. No un primer amor sino un tercero o cuarto. Alberto se convierte en el primer novio que le arrebata el sentido común. Un chaval de aspecto pasado de moda, incluso su planta y su manera de ser, muy blanco y negro, muy FM-AM. Era un tipo distinto, me explica. Tenía nariz aguileña como ya casi nadie tiene. Patillas, colonia Brummel, peinado a raya. Un chaval de otro mundo, de otro barrio, de otra esfera social. Un tío del que se enamoró hasta las profundidades de su ser y del que pasados dos meses de relación comienza a sospechar no ya tanto de posibles infidelidades sino de algo peor, pérdida de interés. Una chica como yo y un tipo cómo él. Dónde iba a parar. “Por aquel entonces”, me cuenta, “yo vivía en un piso tercero de la Calle Caravaca, a este lado del río. Él venía a buscarme en moto, una Bultaco que se tiró dios sabe cuanto en reformar y arreglar, una moto más vieja que la tos. El sonido todavía lo escucho en sueños” me dice con ojos de cristal de translúcido. “Y cada vez venía menos, y cada vez con menos fuego en los ojos, menos intención en su manera de ser conmigo, no sé si me explico. Y es ahí cuándo empiezo a obtener los poderes, ahí cuando la clarividencia, por necesidad. Yo me obligo a entender lo que pasa, a ver lo que pasa. Necesito saber si se está follando a otra, si ya no le gusto, si ha perdido interés, y es entonces cuando me paso noches enteras apretando la mente, buscando dentro de mí”
“¿Meditando?”
“No, meditando no. Haciendo mucha fuerza con la mente. Apretando por dentro. Mirando con fuerza. Buscando. Muchas horas. Me daban las tres, las cuatro, las cinco de la mañana”
“¿Cuántos años tenías?”
“Dieciséis”
“¿Y lo de tu tío al que le explotó una bomba olvidada de la guerra civil cuando hacía footing por el campo?”
“Eso es otra historia”
Hay un baile de hojas secas en lo de la Alameda, justo enfrente del bar de bocadillos Quique. Pasa entre las cinco y las seis y no lleva anuncio, no hay carteles pegados en mamparas de autobús que avisen del baile de hojas secas, del swing del platanero, de la cumbia en suspensión, de esa especie de aguantar el aliento dentro que se produce cuando las hojas bailan enfrente del Bar Quique cuando Inés habla como por extensión, de forma contextual. Las hojas que bailan tienen nombres y apellidos.
Cuando yo pregunto e Inés contesta nosotros no somos lo importante, no tenemos el foco encima. Estamos allí de decorado. Alguien ha pedido un bocadillo de ventresca con virutas de no sé qué (inaudible). Inés ha dicho que la palabra “virutas” le da risa. Yo vuelvo la cámara hacia las hojas pero ya no bailan. El viento se ha quedado en nada. A lo lejos un señor mayor se detiene y se echa las manos encima como tratando de desabrocharse algo. Yo lo filmo todo mientras la voz de Inés habla sobre los poderes de adivinación y lo muy poco que le pega sobre todo por sus gustos en lo que a la moda se refiere, los vestidos abogotados, lo barroco (no sabía si se explicaba bien).
“Yo todo lo divido entre barroco y no barroco”
“¿Y lo de tu tío?”
“Lo de mi tío pasó en el noventa y algo”
Inés es de las personas que utilizan mucho frases como “vamos a ver si nos aclaramos”. Es una persona que gusta de la organización mental. Separar pensamientos según el sentido del pensamiento, la utilidad y sobre todo el orden temporal. ¿Es un pensamiento que tiene que ir antes o después de este otro pensamiento? Dice vamos-a-ver-si-nos-aclaramos y en realidad lo que hace es ordenar pensamientos. Se le cuela uno que tiene que ver con las hojas que han bailado hace un rato y tiene que apartarlo y ponerlo en otra fila y para entonces yo ya no atiendo, yo escucho a los patos y me pregunto si no estaría mejor filmándolos a ellos.
“¿Y de la muerte de Ana María me puedes decir algo? ¿Cómo funciona la cosa para que eches un vistazo al futuro en torno a esto? ¿Se puede ver el futuro por temas o es algo que no controlas? ¿Cómo se ejerce? ¿Cuándo se empiezan a ver cosas? ¿Hay que darle a un botón, elegir el tema, seleccionar el tiempo futuro, si se quiere ver de aquí a dos días, a una semana, a tres meses?”
Aparentemente no hacía falta bola de cristal.
“Yo no veo el futuro” me dice de mala baba. “Yo no veo el futuro” dice queriendo añadir la palabra subnormal. “Yo me dedico a otras cosas, yo intuyo situaciones, yo veo un poco más allá de las maquinaciones de la gente”
Inés era capaz de prever corrientes marinas. Ella se quedaba levantada hasta las dos de la noche y de puro apretar las sienes descubría por dónde iba a soplar el viento. No veía los hechos del día siguiente sino las intenciones de los personajes. Veía de qué lado se decantaba la balanza del hombre. A mí me apetecía un café pese a las horas de la tarde. El viento se había detenido en seco (desconozco si Inés lo había previsto), la temperatura había ascendido dos escalones, ella se había desabrochado dos botones de la camisa permitiendo al personal adivinar parte del un sujetador que servidor se había quedado mirando a la vez que ella me pillaba y de ahí a la sonrisa de arriba las manos, esto es un atraco.
“¿Entonces tú no sabes si la van a matar o no?”
“¿Para eso me has traído aquí?”
“¿Cuántos años dices que tienes?”
Inés preveía un tanto por ciento del futuro más cercano. Le he pedido al camarero que además del café nos saque algo de picar, nada que lleve preparación. Le he pedido, de la forma menos amable posible, dejando claro quién es el cliente y quién ejerce de sirviente, que nos saque un snack casual, algo que llevarse a la boca, unos cacahuetes sin sal, tostados, unas patatas fritas sabor paprika, algo que apenas lleve dos minutos servir.
“¿Qué es la paprika?” pregunta Inés.
Ella es mujer de vestido de verano. Le pegan según qué estampados con el color de sus ojos, con la intermitencia de las pecas, con los huesos que le salen de los codos, tan años cuarenta, tan de posguerra. Sus abuelos vivían en un pueblo como todos los abuelos. Durante un rato que no sé cuánto dura me habla de series de dibujos que veía cuando era pequeña. Luego y a petición mía me cuenta sobre el tío al que le explotó una bomba mientras corría por el monte. “Salió disparado hacia el cielo. Fueron unos quince metros de altura. Pudieron deducirlo por la posición geográfica donde se le encontró. No tuvo que hacer el viaje de bajada. Salió disparado hacia el cielo y aterrizo suavemente en una loma cercana. Pese a la suerte de tener la loma ahí, no vivió para contarlo. La explosión, la metralla… La fragilidad del cuerpo humano”
Se me quedan las ganas de decirle que somos como hormigas, nada.
“Hace poco y cuando ya se hicieron patentes mis poderes de adivinación, mi tía, la hermana de mi tío, me pidió que intentase establecer contacto para ver qué tal estaba. Al día siguiente le dije que había establecido contacto y que estaba bien, que los cuidaba a todos desde el cielo, y que sobre todo a ella le pedía que fuese feliz y que hiciese el bien allá por donde fuera. Mi tía se emocionó, se echó a llorar y desde entonces es otra persona”
“¿Los cuida desde el cielo?”
“Los protege”
“¿Les cubre las espaldas?”
“Les pone una especie de escudo celestial”
“¿Duerme con un ojo abierto?”
“En el cielo se duerme poco”
El camarero nos trae las patatas y un plato de olivas y antes de que se marche nos da tiempo de pedir un gin tonic y un vodka tonic pese a los cafés con leche. No un vodka con tónica sino un vodka tonic. Mucho hielo pero no a rebosar. “Y haga el favor de llevarse los cafés”
El tiempo no iba a dar para mucho más y yo necesitaba saber sobre Ana María. Paco me había dicho que algunas muertes se volvían personales. Ésta era una de ellas. Incluso a mí que solo era el cámara se me estaba metiendo debajo de la piel. Masticábamos la muerte de Ana María como carne demasiado hecha, como atún seco. Matarla iba a hacer falta matarla. Nos mirábamos incrédulos porque nadie tenía o iba a tener el estómago. Era uno de esos encargos que suscitan preguntas, que abren la caja de los truenos. El tipo de trabajo que hace que uno se mire al espejo más de la cuenta por la mañana. Una ejecución que iba a dar que hablar, que empujaría a la mujer a preguntar qué pasa cuando son las tantas y uno no pega ojo. Se mira al techo como si fuera Ana María esperando. No era pena, era otra cosa. Estábamos metidos en un sistema del que parecía imposible salir. Si Madrid firmaba los papeles había poco que hacer. Yo necesitaba verme las caras con José Luis para exigir una segunda explicación.
Inés fumaba y dispersaba el humo que soplaba con labios de ropa limpia. Echaba la cabeza atrás y disparaba hacia donde despegan los cohetes. Yo necesitaba a duras penas que me contase más de Ana María. Le pregunté si una foto de la chica ayudaría pero cabeceó que no. Inés no tiene poderes sensoriales. Cualquier cosa que entrase por la vista no ayudaría. Si le diese a oler algo de ropa de Ana María tampoco, no era un perro. Conocer a la chica tal vez tampoco ayudase. Ella solo predecía un tanto por ciento del futuro. A veces ni eso, me dice tirando la colilla al suelo. Yo me doy la vuelta con la sensación de estar siendo espiado por la espalda.
Me cuenta de una exposición de arte moderno en el centro cívico donde vive. Esculturas hechas con papel rellenas de poemas viejos. Un piano hecho con recibos de la luz y el agua. Un cuadro que es un retrato de Cervantes donde los ojos son dos monedas de cincuenta pesetas y la nariz una zanahoria y la boca una máquina Polaroid de la que sale una foto completamente rosa a modo de lengua. Me cuenta de un tal Ignacio que estudia derecho y que es un portento jugando a las canicas. El tío tiene veintitantos y juega a las canicas. Tiene una colección. Está en segundo de derecho y los fines de semana se junta vía Facebook con gente que comparte la misma pasión. Hay más aficionados en Europa. Existen ligas, campeonatos. El chaval se llama Ignacio. Inés no está segura de quererle como novio o como amigo. Inés pregunta al camarero si tienen lima para su gintonic y antes de que el camarero conteste le corta y le pide que no le conteste, que ya sabe ella que no tienen. El camarero corrobora que efectivamente no tienen. Cuando se marcha, Inés me pregunta si he grabado la adivinación en directo. Luego añade que sus amigas le dicen que ella es mucho más guapa que Ignacio.
La ciudad tiene una banda sonora que se escucha a través de las ventanillas bajadas de los coches que pasan. Los antebrazos apoyados, los codos apuntando hacia fuera mientras la Cadena Ser o la Cadena Cope o M80 Radio o donde un CD de Philip Glass, pista cuatro, Metamorfosis IV.
Le pido que si es tan amable, que si me podría dar algo de consejo respecto al juicio que se me viene encima. Pero Inés no da consejo. Una cosa es ver e futuro y otra intervenir. Ah, eso no. Eso nunca. Me dice que hay una vieja regla escrita al respecto. Algo muy viejo, viejísimo. Me dice que ya cuando los magos y los encantadores, cuando los druidas y los castillos con torre y princesa encerrada, ya entonces se regían por dicha regla. Muchos reyes quisieron comprar adivinos para poder maniobrar antes de la tormenta. Siempre salió mal. Normalmente terminaba en muerte por ambas partes. Mago y monarca los dos al hoyo. Aconsejar no, me dice mientras tres chicos intentan vendernos merchandising. Le sugiero que no hace falta que me aconseje, que simplemente me diga lo que ve. Le propongo que sí el resultado final coincide que me daré por convencido y que el reportaje es suyo. Le digo que podría empezar a filmar en la Calle Caravaca.
Antes de que me dijese que lo tengo muy jodido y que me ve encerrado, entre rejas, en cosa de dos o tres meses como mucho, me dice que ve una niña, una niña muy pequeña, pero que no puede ser Ana María porque esta niña es un bebe.
“¿Es posible que sea Ana María cuando era niña?”
“No. Yo veo el futuro” me dice respirando hondo y encendiendo otro cigarro a la vez que yo levanto la mano para que el camarero me traiga la cuenta.

Sunday 31 May 2015

Paco me mira y sus ojos tienen mucho de sonido gutural

Tenían dos recreos, el pequeño y el grande, uno a las once y otro después de comer, a las dos. Había unos bancos que daban al patio trasero donde las niñas jugaban. Paco y yo nos sentábamos tratando de disimular. Yo me ponía la cámara sobre las piernas y grababa hasta que el recreo se acababa. Cuando llegaba a casa y me ponía a editar me maravillaba la película que encontraba. Niñas saltando a la comba, hablando en corro, jugando, tiradas en el suelo, ahora gritando ahora sonriendo ahora llorando ahora discutiendo. Niñas que venían sin manual de instrucciones, seres humanos por estrenar, gente sin filtro cambiado, sin varices en el cerebro. Jugaban y saltaban y corrían y en la pantalla aparecía como aparecería una manada de caballos en una pradera, sin dueño ni montura ni otra cosa que hacer que lo que el impulso mandara. Le daba a la cinta y niñas con uniforme y bata a cuadros, calcetines verdes, falda gris, jersey verde a juego con los calcetines, cuellos de camisa asomando.
A la niña en cuestión la teníamos marcada y sin embargo su voz y su manera de ser quedaban mudos, no sabíamos de ella de no ser por el dibujo de sus movimientos, los cambios de expresión. Desde aquel banco no se veía el patio del recreo entero por lo que a veces la niña desaprecia del plano como si todo fuera una función de teatro y su turno hubiese terminado.
Cuando repasaba la grabación, la imagen de las niñas quedaba presidida por la voz de Paco y la mía. Hablábamos y las niñas solo se oían de vez en cuando, si alguna pegaba un chillido. Por lo demás la voz de Paco, la mía, el sonido de los coches, el ruido que hace la ciudad, una persiana, un portazo, un quejido, el choque de algo contra algo, el sonido distorsionado de cientos de conversaciones, un móvil, alguien que le intenta vender algo a alguien, el frenazo de una furgoneta, la voz de un camarero, el rugir convencional de la calle tal y cual.
Paco me hizo saber que hoy en día nos teníamos que andar con mucho cuidado merodeando un colegio de niñas. Me dijo que el mundo estaba enfermo terminal y que la de sádicos y pederastas que había por ahí sueltos era como para dar carpetazo. Con lo de la pederastia ahora los colegios estaban vigilados. Había cámaras, los municipales frecuentaban el perímetro.“Tú a lo tuyo”, me decía Paco. “Graba pero con cuidao”. Con mucho cuidadito. La cámara sobre mis piernas, el ángulo me lo sabía de memoria.
Teníamos su pasaporte y su partida de nacimiento. Se los había dado la madre esa misma mañana. Habíamos acudido a la misma cafetería a la que iban muchas madres después de dejar a los críos. Cuando se terminase el recreo y las niñas volviesen a clase íbamos a ir a una imprenta para hacer fotocopias y mandarlo todo a Madrid. Ana María Corrales, once añitos de edad. ¿Nacida cuándo? Nacida un dieciocho de abril. Paco y yo hacemos cuentas. Me dice que con los niños es distinto, que si uno se fija parece que sean animales, revolotean como las palomas en los parques, a bandazos, puro instinto. El empuje lo causa un cromo, un caramelo, una chica que le quita algo a otra y de ahí al salto y la persecución. Luego tienen sed, todas a la vez, y corren a la fuente y se empujan para ver quien bebe primero. Luego se sientan porque de correr se han cansado. Se miran y respiran hondo. Piensan qué decir. Eligen sin saberlo. La atracción puede ser una mariposa, una piedra anormalmente plana, una mancha, un olor, el sonido de un avión que sobre-vuela. Anita Corrales. Ana María. Sentados en el banco, a cinco minutos de que termine el recreo, sorteamos a las demás haciendo eslalon con los ojos apretados y clavamos la mirada en Anita atrapándola por la espalda, clavándole las pupilas en la piel como si las garras de un águila imperial. El horizonte queda a mano derecha y por allí se levanta una brisa suave y bienvenida que galopa sin piernas y nos revolotea a la altura del cuello. El sol campa a sus anchas. Paco no sabe decirme bien por dónde queda una calle donde hay un bar muy famoso. Le digo que para un inglés tiene que ser rematadamente difícil decir Sabiñánigo.
¿Y si Madrid denegase el permiso? Yo qué sabía. Yo estaba allí para grabarlo todo, para dar fe, para constatar cada rayo de sol que se colaba en nuestras vidas, para clasificar la luz, desmontarla, dividir cada gama de color en categorías, sub-categorías. Yo estaba allí para grabar la sangre de los asesinatos y poco más. ¿Albergaba Paco alguna esperanza de que Madrid denegase el permiso? Yo qué sabía. Era posible. Aunque como había repetido varias veces, si no la mataban ellos la mataría otra empresa y comer tenían que comer todos y como en todas las historias había una hipoteca etc etc.
Me aseguraba que le gustaba viajar, salir de casa. Me decía que la carretera le daba vidilla y que llegados a un punto el ir de aquí para allá le tiraba más que el matar en sí. Planear los asesinatos estaba bien porque era algo creativo. El acto de matar también le gustaba, la manualidad de la ejecución, lo artesanal del asunto. Paco venía de una familia que nunca había pisado una oficina. Se comía lo que se hacía con las manos. El papeleo y los tira y aflojas con Madrid no le gustaban un pelo. Las reuniones con los clientes tampoco. Sentarse con padres, hermanos, tíos, amigos, conocidos de las víctimas… Se conocía gente interesante, bien, con algunos se conectaba a otro nivel y luego se conservaba la amistad más allá del asesinato, más allá del negocio, era cierto. Pero cada vez le daba más pereza juntarse con los clientes. Paco aseguraba (sin mirar a la cámara) que la carretera le daba vidilla y que viajar como parte de su trabajo le gustaba y sin embargo yo no terminaba de creérmelo, las lentes de mi cámara no terminaban de creérselo. Se le veía a destiempo por las calles de cualquier ciudad, de cualquier pueblo que no fuese el suyo, cualquier sitio que no fuese la finca con su patíbulo reconvertido en portería de futbol y la carne que había que dejarla en la parrilla hasta que prácticamente se socarrase porque así era como se la habían comido toda la vida. Llegados a un punto yo no sabía si la cámara seguía grabando. Me estaba quedando dormido. La tarde palidecía.
Le pregunté si albergaba esperanzas de que Madrid denegase el permiso y no me contestó, se hizo el sordo. Luego me dijo que se habían hecho pruebas, que habían ido al médico, la Francisquilla y él, y que si querían tener un hijo iban a tener que hacerlo a base de inyecciones de hormonas y poner luego los espermatozoides, los suyos, su semen, dentro de ella, y en fin, que cuanto más lo pensaba, me cuenta, que más ganas le vienen de dejarlo todo y largarse a Colombia no ya a empezar una nueva vida sino a terminar la que tiene entre manos. Terminar de buenas maneras, se entendía, me dice cambiando el palillo de lado con la lengua. Ponerse a vivir en algún sitio tranquilo, dejarse estar, salir a la calle, comer todos días a la una en punto como habían comido siempre sus abuelos, echar la siesta, llevar un sombrero de paja, escuchar la radio del vecino. Me dice que echa de menos el sonido de la radio que había estado siempre presente de crío. Las noticias, los anuncios, los deportes, la quiniela. La radio y la tarde como algo inseparable. La voz de los presentadores sonando como notas de un piano interminable, un teclado circular. Me dice que esto de la niña se le está atragantando de mala manera y que aunque echarse atrás sería imposible a esas alturas del proyecto (por el qué dirán, la imagen de la empresa, la reputación), que ojalá pasará algo gordo que generase en el cliente nuevas prioridades que desembocaran en la llamada de cancelación, en el sentimos mucho las molestias, en el quién se iba a pensar que iba a pasar algo así.
Madrid había dado el visto bueno y eso suponía dólares para José Luis. Estaba en nómina, claro que estaba en nómina. ¿Ilegal? Desde cuándo era ilegal cobrar por alicientes, joder. Si la petición recibía luz verde el mozo se llevaba lo suyo y punto. ¿Sobres? Qué sobres ni qué hostias, se quejaba Paco como quien ha dormido en mala postura, como quien tiene una contractura de esas que duelen al respirar. Vámonos de aquí, me decía sin tener ningún sitio en concreto adonde ir. Larguémonos, me decía como si fuera Mauricio Aznar con la chupa y el tupé de rockabilly.
Haría falta un tsunami para frenar la muerte de Ana María. Si ustedes no tienen los cojones de matarla contrataremos a otros, le daremos la faena a otros. Si ustedes no quieren el trabajo allá ustedes. Había otras empresas con sus oficinas similares, sus procesos, sus métodos, sus mozas que contestaban el teléfono sin tener talento para otra cosa, chicas que se tocaban el pelo mientras hablaban con los clientes. Veintidós, vientres años, poco más. Haría falta una riada fatal, que se desbordase algún pantano. Y si no la mataban ustedes estaban los de Unimondo, estaban los de Derritex, o sino los rusos que no es que maten mejor ni peor pero sí con muy poca delicadeza, como si fueran carniceros. A veces un poco de poca delicadeza va bien, a veces hace falta eso. Menos es más. El poco sentimiento del asesino ruso, me dice Paco. Matan igual que los japoneses tocan el piano. La técnica perfecta, la posesión de uno mismo, perfecta. No se ponen nerviosos, ejecutan de memoria. Pero no es lo mismo. Lo de los rusos o los chinos (me dice que no me olvide de los chinos mientras yo pido un cortado), es como las Harley Davidson, que por mucho que hagan chopers iguales en Japón, por mucho que el embrague y los centímetros cúbicos sea clavao, el motor no suena igual, no ruge igual, es algo inimitable, pues aquí lo mismo, me dice pidiéndose un pincho de tortilla y una de lomo en adobo.
La intensidad de ciertos momentos. Lo espeluznante del gesto que tiene esa parte del mediodía cuando Paco entra al bar y hay un impasse en el que una mujer se da la vuelta y nos mira como se mira a un perro. Pastillas que uno toma para que la situación suba de tono, para que la voz de uno se haga sonar mejor y así pedir permiso para sentarse en una mesa, la de la ventana. Paco me dice que en los aviones, en los trenes, en los autobuses, siempre se sienta en la fila de la izquierda. Tendrá que ver con el cerebro. Seguro que más de un gilipollas habrá explicado ya la cuestión en tres o cuatro tomos con encuadernación a base de material reciclado cien por cien porque-a-nosotros-la-Amazonia-nos-quita-el-sueño-mire-usted. El bostezo inquietante de un comercial. La sensación indolente de que aquí no se está mal del todo pero la sospecha de que hay otro lugar, otro tiempo, donde se puede estar mejor. Paco ha sacado del bolsillo un panfleto de un crucero que sale de Barcelona y hace escala en varias ciudades de Africa. Un crucero distinto a los demás. Una empresa que se a especializado en algo distinto, que ha buscado un vacío de mercado que le llaman. Hacer lo que no hace nadie. El barco en vez de tener capacidad para 3000 mil personas tiene para 300 y las escalas son Algeria, Tunicia y Alejandría. Alejandría, repite Paco. El crucero es por si acaso no funciona el in vitro. Un plan b, una segunda opción. Lo mismo que todos sus asesinos siempre llevaban una sirga encima a la hora de matar por si la pistola se atascaba. Cableados Ortega, anúnciese aquí, copón. Deme usted algo de pan para el adobo no me joda. Pan y una cerveza. Caña no, tubo. Bueno, tubo tampoco, me ponga un tubo pero en una copa de esas. “A mí beber en tubo nunca me ha gustado. Ni los cubatas ni nada” Alguien le pide al camarero que hagan el favor de bajar de pasar la ternera un poco más. Hay una croqueta que está fría por dentro, justo en el centro, en el corazón de la croqueta de jamón. Hay un bostezo inacabado dentro del bar. Una boca que se ha quedado a medias y no ha dicho lo que quería decir. Una mujer que debe rondar los noventa años y que se viste como si tuviera doscientos ha levantado la mano por error. El camarero ha acudido y la señora ha negado con la cabeza queriendo decir que no necesita nada. Ha levantado la mano pensando que estaba en otro bar en el año mil novecientos cincuenta y tres. Paco se desgasta por dentro con cada mordisco al lomo en adobo. Le pongo la cámara a un palmo de su cara. Le hago tres preguntas por minuto. Le ruego que me hable con la boca llena. Me dice que eso de que con cada asesinato, con cada muerte, hay un trozo de sí mismo que también muere es una gilipollez de dimensiones faraónicas. Lo de dimensiones faraónicas no lo dice, me lo invento yo. Paco no habla así. Paco dice que un fontanero no se muere un poco por dentro cada vez que quita una tubería, ¿no?, pues él lo mismo, cojones. Y sin embargo algo hay que desgasta a Paco por dentro, y mucho. La erosión se le nota en la frente. Cuando llegue a a casa por la noche me pondré a mirar las primeras grabaciones. Paco ha cambiado desde que empezamos con esto. El camarero nos ha preguntado si queremos algo más. Paco ha contestado que a la rubia esa que hay en la mesa cuatro.
“¿Cómo sabe usted que es la mesa cuatro?”
Antes había relojes en los bares. Añoranza de cabezas de gambas a los pies de la barra. Servilletas manchadas de barbillas aceitosas, bocas que suceden después del chipirón en aceite y no antes. Paco me dice que vamos a hacer tarde y que hacen falta fotocopias y que no sabe cómo cojones le va a decir a Antonio y a Alba que hace falta matar a una tal Ana María.
“¿Has estado alguna vez en Alejandría?”
Nadie había estado nunca en Alejandría, nadie. Eso sólo pasaba en los libros. El puerto y la fachada de ciudad mercante. Mezcla de ciudad vagina y perro viejo.
En la clínica de fertilidad les habían hablado de posibilidades de éxito, estadísticas, porcentajes. Les habían hecho sentar y les habían extendido folletos donde aparecían niños rubios de cuatro años jugando en el parque. Les habían entregado documentos que luego había hecho falta firmar. Cuan preguntado por la ocupación del cabeza de familia Paco dijo que era autónomo y que si preferían que pagase en metálico y por adelantado que ningún problema. Yo grababa los dos segundos que una bonita señorita empleaba en doblarse bien la falda al sentarse cruzada de piernas. Dos-tres segundos. Maquillaje muy por encima, roce de pintalabios. La cámara se sumerge en la repetición, en lo dicho cien veces, en el epíteto. Se echa el pelo hacia atrás y conversa dejando palabras en una mesilla de noche con superficie de mármol. Deposita palabras como “ayer” o “gimnasio” como si fuera el reloj y los pendientes justo después de la crema. Luego se apaga la luz de la mesilla y se dan las buenas noches y dependiendo de la edad se suspira más o menos profundo.
La señora le ha preguntado al camarero si tienen zumos naturales. Zumo de kiwi. Paco ha sacado los folletos de la clínica y los del crucero. Entre medio ha caído el pasaporte de Ana Maria y los dos hemos tenido que mirar a otro lado y cambiar de conversación como quien baja el aire acondicionado. Un regate maravilloso de un medio centro brasileño. Una arrancada de esas que dejan sentao al más pintao. El cambio de ritmo. El cambio de velocidad. La capacidad de aumentar o ralentizar inercias. Hablamos de una jugada muy concreta de esas que luego repiten en la televisión. Un jugador bárbaro. Ciertas cosas no se prestan al aprendizaje y aunque con trabajo, sí, no dice uno que no, el trabajo es muy importante, pero esa arrancada, esa zancada, esa forma de proteger el balón tan innata, tan inquebrantable, el pie a dos milímetros del cuero como muleta y asta de toro. Con ciertas cosas se nace. Eso no lo enseñan en la escuela. Eso no se aprende estudiando ni practicando. Curro Romero sólo hay uno, dice Paco haciendo gestos para que le saquen otra caña. Un chaval nos pregunta que si estamos leyendo el periódico ese que hay en la mesa. Me doy la vuelta y la señorita de la falda también se vuelve. Hay gente que se percata de la cámara y se toquetea el pelo.
“Un crucero a Alejandría sería la polla”
“¿Tú sabes que el cerebro humano es la maquina más compleja que existe?”
“…Alejandría, entrar al puerto, dejarse llevar por los olores. Dicen que lo que más impacta son los olores”
“Los colores”
Una mujer demanda que le saquen otro martini con Fanta de naranja pero esta vez mejor hecho. El que le habían sacado no tenía nada que ver con el que había tomado en Roma haría cosa de dos semanas y media. Y las patatas allí las ponían en unas copas gigantes que hacían de cuenco y que otorgaban clase al local.
La clase venía repartida según la calle y el barrio, venía en el callejero. Para ser eficiente había que saber de trigonometría. La clase era otra cosa. Paco habla mirando a la cámara y las sílabas que salen de su boca forman una carrera de caracoles surcando la lengua en forma de hoja de lechuga.
Si lo de la clínica funcionara y saliera niña tendrían que ponerle Ana María. Si no la mataban ellos les darían el trabajo a otros y encima los llevarían a juicio por haberles hecho perder el tiempo de aquella manera. Siendo abogada como era la madre les harían mear sangre. ¿Había meado sangre alguna vez?
Me explica que la idea de tener hijos germinó en el cerebro (complejísimo aparato) de Francsiquilla un día de primeros de mes. La cosa fue tomando fuerza hasta convertirse en obsesión. Ni a la hora de mear se le olvidaba. Hacía planes, regaba las macetas de forma distinta, las demás mujeres la notaban rara. A Paco lo trataba con más cariño desaconsejando los vicios y abogando por el ejercicio.
“Hay un boxeador”, le digo yo, “Saul El Canelo Alvarez”
“¿Lo dan en la tele? Porque si lo dan en la tele lo veré. Con lo que me gusta a mi el boxeo… pero como no lo dan nunca en la tele, pues no, usted perdone, no conozco al Caramelo ese”
“Las joyas de la mujer esa deben ser bisutería”
La tarde se empezaba a desabrochar el cinturón. Las décimas de segundo pesaban y la sensación de necesitar ir al baño empañaba las conversaciones. Alguien en la mesa tres nos había sobre-oído halar del cerebro como armatoste complicado y las ondas expansivas recién saliditas de mi boca habían encontrado recipiente auditivo, proceso y repetición.
“¿Y lo del juicio cómo ha quedao?”
“Me persiguen”
“¿Judicialmente?”
“Y psicológicamente”
“¿Y si pierdes?”
“Si pierdo lo mismo me vengo al crucero de Alejandría”
“No es un crucero. Es un barco de 300 personas. En los cruceros meten 3000. Royal Caribbean. Peninsular & Oriental Steam Navigation Company. Armadores nórdicos que no me acuerdo como se llaman”
Hemos preguntado que a qué hora abría la imprenta y nos han dicho que hoy por la tarde no abrían. Hoy no podremos mandar la copia del pasaporte. Sugiero fotografiar lo que haga falta con el móvil y mandarlo por WhatsApp. O eso o me lo llevaba yo a Madrid esta noche. ¿A qué hora salía el último autobús a Zaragoza?
Lo de las edades de las personas a la hora de matar influía más ahora que antes. En los ochenta era otra cosa. En los noventa había tanto trabajo que la edad o la raza o el color del pelo de uno era lo de menos.
“Una vez matamos a uno en trineo, no te digo más. ¡Jefe, una de gambas! Pa comer mierda siempre hay tiempo” me dice por lo bajo volviendo la cara.
La canción no suena, el local no tiene puesta ninguna música ambiente, solo se escucha el murmullo de la tele. Aunque no hay música yo escucho perfectamente a David Bowie cantando ground control to major Tom, take your protein pills and put your helmet on. Paco me habla y yo juraría que lleva puesta una escafandra. Necesito saber la hora cuando una mujer le pregunta a otra qué hora es. Varias señoras llevan la misma clase de pendientes. Las que hablan más de la cuenta se echan para adelante. Paco se ha metido el palillo en la boca y me dice que lo de las edades a la hora de matar importa según de qué pasta este hecho cada uno. Matar a la gente sana jode mucho. Matar a alguien que te cae bien puede traer disgustos. Hay quien se tuvo que mudar después de un trabajo porque según él veía la cara del tío en todos lados, se le aparecía dentro del autobús de línea, lo veía en el cine no ya de espectador sino dentro de las películas, reencarnado en personajes o algo así. El chaval lo pasó jodido. Se tuvo que cambiar de ciudad, se mudó, tuvo que buscarse otro instituto, en fin.
“Matar a una tía que esté buena también es jodido. Hay quien solo puede matar de día. Un tal Jerónimo, el indio Jerónimo. No se llamaba así, se llamaba Pascual, pero bueno”
La estación de Sabiñánigo quedaba a cinco minutos del bar. Le dije a Paco que no me quedaba a las gambas, que tenía mucho que hacer. Le pregunté qué planes tenía para el día siguiente y me dijo que se quedaba allí y que rondaría el colegio un par de días más y lo más seguro que le pediría a la madre que le presentara a la niña. Cuanto mejor la conociera menos doloroso sería. Necesitaba aprendérsela de memoria, como si fuera un mapa. El mapa de Ana María.
Le pregunté si había quien ejercía por al amor al arte.
“Por amor al arte matamos yo y pocos más. Quedan muy pocos que maten por amor al arte. Por amor al arte se mata al cincuenta o si me apuras al cuarenta por ciento”

Friday 3 April 2015

Hay mujeres crocanti

Hay mujeres crocanti y mujeres helado de corte de tres gustos. Cuando vamos a la cena nadie se da mucha importancia como si el acto de salir a cenar no requiriese de la atención necesaria. Llegamos al restaurante y nos sentimos presentes en cierto modo. Un primero, un segundo y un postre como parte del ritual que es la vida y que a veces alberga cenas de empresa. Cuando se espera a alguien se mira al techo tratando de extrapolar, intentando achicar agua de no se sabe muy bien dónde. Aquí no me duele doctor, aquí tampoco. Hay que ver que enfermera tan guapa tiene usted, doctor. Se conjetura, se ponen dedos en la sien, se piensa, se pone cara de ácido acetil salicílico y yo no lo grabo de la misma forma que no grabaría a alguien que se prende fuego, alguien que se suicida. No es prudencia ni principios. Otra cosa. Otros motivos. Algo escondido dentro de mi transparencia. En la zona del bar hay platos escritos en pizarras colgantes. Todavía de pie, miro el menú como quien mira el título de la película. Los segundos platos están escritos con caligrafía distinta a los primeros, otra mano, otra forma de ser, como no podía ser menos. Los postres están escritos como si el mar hubiese estado picado ese día. Los camareros no atienden. Ana no quería decirnos más sobre el músico argentino. Nadie había dicho que era músico, simplemente tarareaba entre beso y beso. La vida se vuelve siguiente párrafo. José Luis lleva una blazer de tweed. José Luis no tiene novia ni ganas. José Luis habla con palabras muy de segunda mano y a veces la conversación se vuelve cubo, pala, rastrillo y foso de castillo de arena. Paco habla y yo noto como el agua me llega a los tobillos. Si yo tuviera alguien en mi vida estas cosas no me pasarían. Ana me dice que eso de tener alguien en la vida de uno es muy relativo. Cuando nos sirven el vino a uno le dan ganas de pensar en voz alta y establecer paralelismos. Se dice que esto me recuerda a otra cosa, que esto es muy parecido a otro momento, que esto en teoría es como ir a la peluquería. Ana me dice que en su profile de E-Darling no sabía si poner la talla de sus tetas. Paco pide que le saquen palillos. José Luis me pide que si fuera tan amable que por ese pasillo se acede a unas escaleras que dan a un mirador en la planta más alta del edificio, y que desde ahí la vista de Madrid es espectacular y que si me parece, que podíamos subir los dos y sacar unos planos y tal vez dejarle hablar un rato a la cámara no tanto de su trabajo ni de Crímenes Ortega sino de la vida en general. Cinco, diez minutos. José Luis me dice que quedaría espectacular en el documental. Algo que le otorgaría profundidad, temple, atino.
“Pero José Luis, querido” le explico, “si lo que uno busca en este mundillo del documental es precisamente lo contrario. ¡A mí el desatino! ¡A mí el desatino! Hoy me voy a emborrachar”
“¿No tienes que grabar?”
“Grabo mejor borracho”
Me lo quito de encima porque en la barra hay una mujer sentada en un taburete. Es una mujer que viene dada en blanco y negro. Me recuerda a Katherine Hepburn en La Fiera De Mi Niña, intentando cazar cacahuetes con la boca. Me acerco y primero es una espalda. Una espalda en blanco y negro y un reguero de pelo suelto. No sé bien si ponerle la mano en el omoplato.
“Bonitos omoplatos” digo sentándome en el taburete de al lado.
Me mira con tanta fuerza que no le veo la cara pese a tenerla a un palmo. Me mira como me miraría una mujer pantera.
“¿Omoplatos con o sin h?” pregunta.
La noche es masticada bocado a bocado. Hay mujeres crocanti y mujeres helado de corte de tres gustos, le digo.
“¿Nata, fresa y chocolate?”
“No. Nata, vainilla y chocolate”
“¿Cuál va en medio?”
“Buena pregunta”
Entiendo que hay gente esperándome. Entiendo que hay una noche que debe ser comenzada, que hay una cena que incluirá un sorbete de limón. Entiendo que se pedirá consejo sobre qué vino irá mejor con los percebes que serán concebidos como todo lo que es gratis. Esta noche paga Crímenes Ortega. Ana me había preguntado si podía pedir lo que le diera la gana. Carne roja no. Espagueti carbonara tampoco. No porque no le gustara sino porque en los restaurantes ponían demasiada nata. ¿Sabía que los espaguetis carbonara tradicionales ni siquiera llevaban nata? ¿Sabía que en realidad se tenían que hacer con huevo? Y ya puestos, ¿sabía que por no llevar no llevaban ni espaguetis? Se hacían con tagliatelle. Originalmente era tagliatelle carbonara y no espaguetis. Con huevo y no con nata. ¿Cuántas estrellas tenía aquel restaurante? ¿Quién iba a pagar la cena? Ese tal José Luis iba de lo más elegante.
“¿Quién es esta señora?”
“Eso mismo digo yo. Me acabo de sentar. Nos acabamos de conocer”
“El caballero se ha interesado por mis omoplatos. No sabemos bien si con h o sin h. ¿A usted qué le parece?”
Iba a hacer falta volver a la mesa cuanto antes, volver donde estaban ya todos sentados, esperando. A la mesa donde haría falta pedir un Ribera del Duero, donde los langostinos con pulpa de naranja gratinada harían las delicias del hombre común. Paco y José Luis estarían esperando. Apresúrense.
“El caballero ha insistido en que soy una mujer en blanco y negro. ¿Usted cree que debería sentirme ofendida?”
Comparar a las dos mujeres era imposible. La señora que me recordaba a Katherine Hepburn y Ana no tenían nada que ver. Una tan y otra tan poco. La belleza de Ana rayaba en lo condicional. El tipo de belleza que solo se aprecia con el estómago lleno.
“En cambio usted, usted… ¿me permite lanzarle cacahuetes para ver si es usted capaz de cazarlos al vuelo con la boca? Si quiere me aparto un poco”
“Se lo permito siempre y cuando lo filme con esa cámara tan bonita que lleva a cuestas”
El problema iba a ser logístico. Lanzar cacahuetes intentando localizar la diana que en ese caso sería una boca abierta con sus labios carnosos y sus incisivos y con el sabor del último Marlboro todavía a cuestas…
“Usted parece mayor pero en el término precioso de la palabra mayor. Usted parece mucho más mayor de lo que es pero por favor, que no se entienda esto de forma negativa. Usted posee una belleza de otra civilización, algo mesopotámico. Esos ojos faraónicos, esa manera de ser con la que se sienta en la barra y se bebe su martini. Usted seguro que rondará los cuarenta y pocos y sin embargo posee una belleza milenaria. Nada que ver con arrugas ni la edad ni nada por el estilo. Es difícil de explicar”
El camarero vino a advertirnos que los otros dos comensales ya estaban sentados a la mesa y que no era una mesa cualquiera sino una de las mejores que poseía el restaurante. Situada dos escalones más alta que las demás, en su modesta opinión, sino la mejor mesa del local, la segunda mejor.
“Verá usted. ¿Me permite que la traté de usted? Verá usted, lo de filmar el cacahuete y la boca y dar en la diana o no, va a ser difícil. La muchacha aquí presente no entiende de tecnología y luego está que esta cámara y yo nos conocemos demasiado bien como para que otro dedo le toque el botón. Lo que propongo es que la señorita Ana se retire a la mesa donde los comensales nos esperan para empezar con la ceremonia esa de les apetece a los señores que les traiga un aperitivo mientras deciden qué pedir, una cerveza, un Martini, un Campari… Propongo que Ana nos deje a solas, yo le paso los cacahuetes al camarero, le dejamos que sea él quien los lance hacia su preciosa boca, disculpe la licencia, y así yo, desde aquí mismo, lo grabo todo para la posteridad”
Siento la necesidad de contarle sobre Crímenes Ortega y el documental y las imágenes del cuerpo ya sin vida de Rita Samitier. Ya sin vida. Entonces ya sin vida. Me duele el cuello. Desde hace un tiempo me duele el cuello y la postura con la que duermo no puede ser porque el almohadón de látex ya se preocupa de que no. Estrés tampoco.
“Verá usted, bella señora en blanco y negro. El asunto es que hay cierto documental que en teoría un servidor no puede grabar por ciertas calumnias y cierta orden judicial y bueno, el documental está a medio grabar, no con esta cámara que llevo ahora sino con otra que me han confiscado, y bueno, después de haber grabado entrevistas, situaciones, interpretaciones, descripciones, paisajes, escenarios, contextos, después de haber grabado diversas conversaciones con una mujer llamada Francisquilla, resulta que ahora la veo a usted aquí sentada de esta manera, con esta facha, con esta especie de catarata que es su imagen, este desparrame, esta inmovilidad de esfinge, estos años veinte que tiene usted en la cara, y bueno, de ahí a la crisis de consciencia y a la realización de que una filmación del camarero lanzándole cacahuetes a su preciosa boca abierta valdría por veinte documentales de Crímenes Ortega hay un suspiro. No sé si me explico”
Ana que se había ido a la mesa vuelve corriendo para advertirme de que me dé prisa porque el camarero y el señor Paco etcétera etcétera. La miro molesto con la interrupción. La señora no se inmuta. Sigue estéticamente parada. Divisa la situación expectante. Ana se retira y antes de despedirme, la señora me dice que acabo de presenciar una oportunidad perdida ya que estaba empezando a sopesar lo de los cacahuetes. Me dice también que el hecho de llevar el vestido que lleva, con la espalda desnuda y el hecho de sujetar semejante postura se debe no a que sea alguien sumamente especial sino a ser participe de una especie de juego de rol que lleva a cabo con su marido.
“Yo soy la mujer de un juez” dice llevándose un cacahuete a la boca y mirándome por dentro con cada mordisco dado. El cacahuete lo imagino en su boca, entre sus dientes de stracciatella, lo imagino en destrucción a cámara lenta, veo cientos de pedazos de cacahuete que se posan sobre la palma de su lengua en alta resolución. Veo incluso un diminuto trozo de saliva.
“¿De qué juez?”
Veo un país mejor donde vivir.
“Del mejor”
No sé si despedirme o simplemente darme la vuelta. Creo que agacho la cabeza, no estoy seguro. Me levanto del taburete y antes de marcharme le grabo la espalda durante cinco segundos. Ella no se da la vuelta pero advierte mi presencia, siente la lente en su piel, siente el robo a mano armada.

Friday 6 February 2015

Las señoras hablan en Titanlux, en Pal-color, hablan en Sony Black Trinitron

Las señoras han pedido y las han atendido divinamente. Las dos ponen los codos encima de la mesa y se yerguen y se echan para delante y se ponen más tiesas que una vela. A las señoras da gusto verlas hablar, da gusto ver el porte que tienen las dos. Las señoras hablan como arremangándose la boca, con palabras dichas con precisión, con economía victoriana, con sílabas que no llevan ni una mota de polvo. Hablan en Titanlux, en Palcolor, hablan en Sony Black Trinitron. Las señoras hablan sin llamar la atención pero sabiendo de sobras que están llamando la atención. Las señoras son más chulas que las pesetas. La que está buena ha dicho que las uvas las compra con pepitas porque si no, no es lo mismo. Paco y yo la imaginamos escupiendo dulcemente una pepita a cámara lenta.
“Otra posibilidad sería cambiarnos los nombres. Si se hace el reality de Crímenes lo mismo haría falta cambiarnos los nombres por aquello de preservar la intimidad”
“Pero qué intimidad. ¿Qué intimidad? ¡Qué intimidad ni qué cojones!”
A Paco le hace gracia cuando pierdo la compostura. Crímenes Ortega protagonizado por Lucho Casamián, Perico San Román y Lucía Gálvez. No me jodas. No me joda usted.
“¿Sabes lo que estaría bien? Darle un toque cómico para quitar hierro al asunto”
“Eso habría que preguntárselo a Seth. Eso hay que pasarlo por Seth para que lo procese y dé su opinión y lo ponga a votación en el consejo de administración, en el board room donde los senior partners hacen lobbies y ea-ea-ea-los-chicos-se-pelean”
¿Me explicaba? No me iba a explicar. Tanto café tanto café. Un camarero había salido a recoger vasos y tazas de las mesas que momentáneamente quedaban huérfanas de clientes que se levantaban porque ya valía o porque El Corte Inglés o la cita con el odontólogo.
“Lo que no permitiré será que me pongan maquillaje. A mi mariconadas las menos. Que no me vengan con que en televisión esto y lo otro”
“Creo que te dirán que no te pongas nada rojo. O que no te pongas nada amarillo, o naranja. No me acuerdo. Según que ropa no queda bien. Ya le preguntaré a Ana” Ana sabía de estas cosas. Ana sabía mucho de detalles de esos que a la gente corriente se nos escapan.
“¿Ana es tu jefa esa?”
“No necesariamente”
Lo de darle un toque cómico pasaba. Lo de cambiarse los nombres dónde iba a parar. Un reality con nombres cambiados sería algo así como un documental de ficción. Habría que remontarse a los hermanos Cohen, le digo justo cuando no me atiende por estar mirando el móvil. Una llamada perdida. No reconoce el número y se queja. Se queja de la manía que tienen algunos… en fin.
La intro del reality, la portada, el cover que lo llaman en América y a cuento de darle un toque cómico al asunto, se podría hacer años setenta, Starsky Hutch. Se podría hacer una intro donde uno por uno se presente a los protagonistas con imágenes grabadas del show, con música de fondo, imágenes donde el protagonista aparece contestando una llamada de teléfono, donde sale en medio de una discusión, en mitad de un asesinato, donde aparece pensativo en un sillón, y a la vez poner en letras el nombre y el apellido como en la intro de Falcon Crest, Lorenzo Lamas, Jame Wyman as Angela Channing, y justo al final el personaje mira a la cámara y sonríe dando fe de que es Paco Ortega tal y como pone en las letras, dando la bienvenida y las gracias por ver el show.
“¿Qué te parece?”
“Me parece que la que no está tan buena casi me da más morbo que la que está buena”
Hay un cierto tic tac en la manera de ser de Paco Ortega. Hay un no saber bien qué es eso que hace a Paco Ortega tan singular. No es del montón, eso se ve a primeras. Un hombre con otro ángulo, con cierta provocación plástica. Paco tiene una especie de sube y baja en la manera de hablar y de ser, la forma con la que se echa la mano al bolsillo de la camisa y se palpa el pecho. Un tic nervioso que sirve para comprobar que la cartera o el tabaco siguen ahí. A mí me viene a la mente Beatriz otra vez. Beatriz y las cabezas de gamba y esa forma que tenía de explicarme las cosas que tan poco me importaban. Beatriz quien a esas horas andaría por las calles de Lavapiés o en algún bar o en casa de alguna amiga. Beatriz se sentaba con las piernas cruzadas encima de los sillones.
“La Francisquilla se tendrá que hacer la permanente pa salir en la tele, ¿eh? ¡Ja!”
Crímenes Ortega en formato prime time. Crímenes Ortega en tandas de doce minutos separadas por fragmentos de anuncios donde un niño bebe zumo de piña Granini seguido de una pareja que acude a una clínica de fertilización in-vitro (Clínicas Somier) porque nunca es tarde en la vida. Crímenes Ortega y ese toque kitsch del que Paco, sin saberlo, se siente orgulloso. Un tal Eduardo Ferrando que llama de Cartagena para votar para que sea Alba quien mate a Fernando y no Antonio. Eduardo Ferrando que habla con cierto deje cansino, sabelotodo, y que opina que Alba mata mucho mejor que Antonio o por lo menos de manera más bonita.
“Haría falta filtrar las llamadas”
“¿Pa ver qué intenciones traen?”
“Contratar estudiantes, becarios, gente que casi no cobre y que filtren las llamadas”
“Por si las moscas”
“Solo se meterán llamadas que vendan. ¿Me explico?”
Iba a hacer falta una peluquería para las mujeres. Entrevistas. ¿Se darían entrevistas? Salir en un suplemento dominical. El careto de Paco y la gracia de Francisquilla. Fotomontajes. Photoshop, photoeditor. ¿Foto qué? Los dedos de Paco Ortega sujetando un Winston medio consumido. Acercar el objetivo al medio centímetro de ceniza que cuelga. Desenfocarle el rostro a Francisquilla para enfocar lo que sale detrás, el paisaje, el contexto, la ribera del Ebro, los chopos puntiagudos en invierno, la maraña de nubes que se lleva el Moncayo, la pre-cocción del ambiente, la luz amarillenta, el eco, el frío que hace en los pueblos. La foto de un revólver Smith & Wesson 986 sobre un fondo negro en la portada de una revista. Debajo, en letras blancas, las palabras de Paco Ortega: “Ya casi nunca matamos con pistolas”. Ya casi no se mata con pistolas, ni con revólveres, ni con escopetas. ¿Qué fue de las escopetas? Las de toda la vida. Winchester, Colt, Sharp.
“El avión de 2012 era un Antonov 225, el avión más grande del mundo. 84 metros de largo, 88 de ancho contando las alas. ¿Qué? ¿Eh? Más ancho que alto. ¿Sabes quién sabe de aviones? Javier, el técnico. El que nos firma las actas. El que da luz verde al negocio. An-to-nov 225. El avión más grande del mundo. Javier se cogió una vez un avión a Inglaterra, a Londres, y luego se fue en tren a Manchester porque un Antonov 225 iba a hacer escala allí. Con eso te digo todo”