Sunday 14 June 2015

La chica guapa que predecía el futuro

No tanto las cosas importantes sino las menudencias, las cosas de entretienda, lo que no se veía. Yo estaba sentado en aquella mesa a petición de Ana. Me había dicho; siéntate un rato con la chica, déjala hablar, escúchale, mírale bien a los ojos, por dentro. Deja que tus ojos y tus oídos hagan de cámara. La chica tiene un misticismo anónimo muy difícil de resistir. Huele como huelen las adelfas. Habla suave como si usara polvos de talco. Siéntate con ella, llévala a lo de la Alameda, entrad en cualquiera de los bares que tienen mesitas fuera, haced como si no se oyese a los patos, adivinad las sombras del carrusel, dejad que el grito de los niños se adueñe del parque, interferir con las aves, equilibrar la tarde-noche.
Se llama Inés y tiene telarañas en los ojos. Se llama Inés y aunque se pone maquillaje se le ven las entrañas por fuera. Mueve mucho las manos y tiene una diminuta cicatriz en el antebrazo. No sonríe por sonreír. Se da la vuelta y mira a los patos. Me dice algo de un viaje a Maracaibo. Le digo que me cuente más. Le pido que mire fijamente a la cámara y me cuente sobre el hotel. Me dice que ver a alguien de traje y corbata merodeando la piscina de un hotel le recuerda a James Bond, 007. Me dice que su película preferida es Octopussy. Se toca poco el pelo. Cuando se queda callada no necesita de repliegues físicos. No cruza las piernas, no despliega muecas, no establece barreras. Es una chica muy de frente. Me pregunta por la chica que van a matar. Pregunto si sabe algo que los demás no sepamos, si ha visto algo en sueños, si puede predecir el cómo y el cuándo. Me dice que lo único que sabe es lo que le ha contado Ana. Le digo que Ana no debería ir por ahí contando lo que no le incumbe.
Inés me cuenta que ella se cría en Tres Cantos aunque a los ocho años se van a Santander para volver a Madrid cinco años después. A su padre lo trasladaron de oficina. Eso al principio. Luego, sobre sus poderes mágicos, la clarividencia, eso lo obtiene por necesidad. Tiene un novio de apellido Somoza y de nombre Alberto al que quería con locura. No un primer amor sino un tercero o cuarto. Alberto se convierte en el primer novio que le arrebata el sentido común. Un chaval de aspecto pasado de moda, incluso su planta y su manera de ser, muy blanco y negro, muy FM-AM. Era un tipo distinto, me explica. Tenía nariz aguileña como ya casi nadie tiene. Patillas, colonia Brummel, peinado a raya. Un chaval de otro mundo, de otro barrio, de otra esfera social. Un tío del que se enamoró hasta las profundidades de su ser y del que pasados dos meses de relación comienza a sospechar no ya tanto de posibles infidelidades sino de algo peor, pérdida de interés. Una chica como yo y un tipo cómo él. Dónde iba a parar. “Por aquel entonces”, me cuenta, “yo vivía en un piso tercero de la Calle Caravaca, a este lado del río. Él venía a buscarme en moto, una Bultaco que se tiró dios sabe cuanto en reformar y arreglar, una moto más vieja que la tos. El sonido todavía lo escucho en sueños” me dice con ojos de cristal de translúcido. “Y cada vez venía menos, y cada vez con menos fuego en los ojos, menos intención en su manera de ser conmigo, no sé si me explico. Y es ahí cuándo empiezo a obtener los poderes, ahí cuando la clarividencia, por necesidad. Yo me obligo a entender lo que pasa, a ver lo que pasa. Necesito saber si se está follando a otra, si ya no le gusto, si ha perdido interés, y es entonces cuando me paso noches enteras apretando la mente, buscando dentro de mí”
“¿Meditando?”
“No, meditando no. Haciendo mucha fuerza con la mente. Apretando por dentro. Mirando con fuerza. Buscando. Muchas horas. Me daban las tres, las cuatro, las cinco de la mañana”
“¿Cuántos años tenías?”
“Dieciséis”
“¿Y lo de tu tío al que le explotó una bomba olvidada de la guerra civil cuando hacía footing por el campo?”
“Eso es otra historia”
Hay un baile de hojas secas en lo de la Alameda, justo enfrente del bar de bocadillos Quique. Pasa entre las cinco y las seis y no lleva anuncio, no hay carteles pegados en mamparas de autobús que avisen del baile de hojas secas, del swing del platanero, de la cumbia en suspensión, de esa especie de aguantar el aliento dentro que se produce cuando las hojas bailan enfrente del Bar Quique cuando Inés habla como por extensión, de forma contextual. Las hojas que bailan tienen nombres y apellidos.
Cuando yo pregunto e Inés contesta nosotros no somos lo importante, no tenemos el foco encima. Estamos allí de decorado. Alguien ha pedido un bocadillo de ventresca con virutas de no sé qué (inaudible). Inés ha dicho que la palabra “virutas” le da risa. Yo vuelvo la cámara hacia las hojas pero ya no bailan. El viento se ha quedado en nada. A lo lejos un señor mayor se detiene y se echa las manos encima como tratando de desabrocharse algo. Yo lo filmo todo mientras la voz de Inés habla sobre los poderes de adivinación y lo muy poco que le pega sobre todo por sus gustos en lo que a la moda se refiere, los vestidos abogotados, lo barroco (no sabía si se explicaba bien).
“Yo todo lo divido entre barroco y no barroco”
“¿Y lo de tu tío?”
“Lo de mi tío pasó en el noventa y algo”
Inés es de las personas que utilizan mucho frases como “vamos a ver si nos aclaramos”. Es una persona que gusta de la organización mental. Separar pensamientos según el sentido del pensamiento, la utilidad y sobre todo el orden temporal. ¿Es un pensamiento que tiene que ir antes o después de este otro pensamiento? Dice vamos-a-ver-si-nos-aclaramos y en realidad lo que hace es ordenar pensamientos. Se le cuela uno que tiene que ver con las hojas que han bailado hace un rato y tiene que apartarlo y ponerlo en otra fila y para entonces yo ya no atiendo, yo escucho a los patos y me pregunto si no estaría mejor filmándolos a ellos.
“¿Y de la muerte de Ana María me puedes decir algo? ¿Cómo funciona la cosa para que eches un vistazo al futuro en torno a esto? ¿Se puede ver el futuro por temas o es algo que no controlas? ¿Cómo se ejerce? ¿Cuándo se empiezan a ver cosas? ¿Hay que darle a un botón, elegir el tema, seleccionar el tiempo futuro, si se quiere ver de aquí a dos días, a una semana, a tres meses?”
Aparentemente no hacía falta bola de cristal.
“Yo no veo el futuro” me dice de mala baba. “Yo no veo el futuro” dice queriendo añadir la palabra subnormal. “Yo me dedico a otras cosas, yo intuyo situaciones, yo veo un poco más allá de las maquinaciones de la gente”
Inés era capaz de prever corrientes marinas. Ella se quedaba levantada hasta las dos de la noche y de puro apretar las sienes descubría por dónde iba a soplar el viento. No veía los hechos del día siguiente sino las intenciones de los personajes. Veía de qué lado se decantaba la balanza del hombre. A mí me apetecía un café pese a las horas de la tarde. El viento se había detenido en seco (desconozco si Inés lo había previsto), la temperatura había ascendido dos escalones, ella se había desabrochado dos botones de la camisa permitiendo al personal adivinar parte del un sujetador que servidor se había quedado mirando a la vez que ella me pillaba y de ahí a la sonrisa de arriba las manos, esto es un atraco.
“¿Entonces tú no sabes si la van a matar o no?”
“¿Para eso me has traído aquí?”
“¿Cuántos años dices que tienes?”
Inés preveía un tanto por ciento del futuro más cercano. Le he pedido al camarero que además del café nos saque algo de picar, nada que lleve preparación. Le he pedido, de la forma menos amable posible, dejando claro quién es el cliente y quién ejerce de sirviente, que nos saque un snack casual, algo que llevarse a la boca, unos cacahuetes sin sal, tostados, unas patatas fritas sabor paprika, algo que apenas lleve dos minutos servir.
“¿Qué es la paprika?” pregunta Inés.
Ella es mujer de vestido de verano. Le pegan según qué estampados con el color de sus ojos, con la intermitencia de las pecas, con los huesos que le salen de los codos, tan años cuarenta, tan de posguerra. Sus abuelos vivían en un pueblo como todos los abuelos. Durante un rato que no sé cuánto dura me habla de series de dibujos que veía cuando era pequeña. Luego y a petición mía me cuenta sobre el tío al que le explotó una bomba mientras corría por el monte. “Salió disparado hacia el cielo. Fueron unos quince metros de altura. Pudieron deducirlo por la posición geográfica donde se le encontró. No tuvo que hacer el viaje de bajada. Salió disparado hacia el cielo y aterrizo suavemente en una loma cercana. Pese a la suerte de tener la loma ahí, no vivió para contarlo. La explosión, la metralla… La fragilidad del cuerpo humano”
Se me quedan las ganas de decirle que somos como hormigas, nada.
“Hace poco y cuando ya se hicieron patentes mis poderes de adivinación, mi tía, la hermana de mi tío, me pidió que intentase establecer contacto para ver qué tal estaba. Al día siguiente le dije que había establecido contacto y que estaba bien, que los cuidaba a todos desde el cielo, y que sobre todo a ella le pedía que fuese feliz y que hiciese el bien allá por donde fuera. Mi tía se emocionó, se echó a llorar y desde entonces es otra persona”
“¿Los cuida desde el cielo?”
“Los protege”
“¿Les cubre las espaldas?”
“Les pone una especie de escudo celestial”
“¿Duerme con un ojo abierto?”
“En el cielo se duerme poco”
El camarero nos trae las patatas y un plato de olivas y antes de que se marche nos da tiempo de pedir un gin tonic y un vodka tonic pese a los cafés con leche. No un vodka con tónica sino un vodka tonic. Mucho hielo pero no a rebosar. “Y haga el favor de llevarse los cafés”
El tiempo no iba a dar para mucho más y yo necesitaba saber sobre Ana María. Paco me había dicho que algunas muertes se volvían personales. Ésta era una de ellas. Incluso a mí que solo era el cámara se me estaba metiendo debajo de la piel. Masticábamos la muerte de Ana María como carne demasiado hecha, como atún seco. Matarla iba a hacer falta matarla. Nos mirábamos incrédulos porque nadie tenía o iba a tener el estómago. Era uno de esos encargos que suscitan preguntas, que abren la caja de los truenos. El tipo de trabajo que hace que uno se mire al espejo más de la cuenta por la mañana. Una ejecución que iba a dar que hablar, que empujaría a la mujer a preguntar qué pasa cuando son las tantas y uno no pega ojo. Se mira al techo como si fuera Ana María esperando. No era pena, era otra cosa. Estábamos metidos en un sistema del que parecía imposible salir. Si Madrid firmaba los papeles había poco que hacer. Yo necesitaba verme las caras con José Luis para exigir una segunda explicación.
Inés fumaba y dispersaba el humo que soplaba con labios de ropa limpia. Echaba la cabeza atrás y disparaba hacia donde despegan los cohetes. Yo necesitaba a duras penas que me contase más de Ana María. Le pregunté si una foto de la chica ayudaría pero cabeceó que no. Inés no tiene poderes sensoriales. Cualquier cosa que entrase por la vista no ayudaría. Si le diese a oler algo de ropa de Ana María tampoco, no era un perro. Conocer a la chica tal vez tampoco ayudase. Ella solo predecía un tanto por ciento del futuro. A veces ni eso, me dice tirando la colilla al suelo. Yo me doy la vuelta con la sensación de estar siendo espiado por la espalda.
Me cuenta de una exposición de arte moderno en el centro cívico donde vive. Esculturas hechas con papel rellenas de poemas viejos. Un piano hecho con recibos de la luz y el agua. Un cuadro que es un retrato de Cervantes donde los ojos son dos monedas de cincuenta pesetas y la nariz una zanahoria y la boca una máquina Polaroid de la que sale una foto completamente rosa a modo de lengua. Me cuenta de un tal Ignacio que estudia derecho y que es un portento jugando a las canicas. El tío tiene veintitantos y juega a las canicas. Tiene una colección. Está en segundo de derecho y los fines de semana se junta vía Facebook con gente que comparte la misma pasión. Hay más aficionados en Europa. Existen ligas, campeonatos. El chaval se llama Ignacio. Inés no está segura de quererle como novio o como amigo. Inés pregunta al camarero si tienen lima para su gintonic y antes de que el camarero conteste le corta y le pide que no le conteste, que ya sabe ella que no tienen. El camarero corrobora que efectivamente no tienen. Cuando se marcha, Inés me pregunta si he grabado la adivinación en directo. Luego añade que sus amigas le dicen que ella es mucho más guapa que Ignacio.
La ciudad tiene una banda sonora que se escucha a través de las ventanillas bajadas de los coches que pasan. Los antebrazos apoyados, los codos apuntando hacia fuera mientras la Cadena Ser o la Cadena Cope o M80 Radio o donde un CD de Philip Glass, pista cuatro, Metamorfosis IV.
Le pido que si es tan amable, que si me podría dar algo de consejo respecto al juicio que se me viene encima. Pero Inés no da consejo. Una cosa es ver e futuro y otra intervenir. Ah, eso no. Eso nunca. Me dice que hay una vieja regla escrita al respecto. Algo muy viejo, viejísimo. Me dice que ya cuando los magos y los encantadores, cuando los druidas y los castillos con torre y princesa encerrada, ya entonces se regían por dicha regla. Muchos reyes quisieron comprar adivinos para poder maniobrar antes de la tormenta. Siempre salió mal. Normalmente terminaba en muerte por ambas partes. Mago y monarca los dos al hoyo. Aconsejar no, me dice mientras tres chicos intentan vendernos merchandising. Le sugiero que no hace falta que me aconseje, que simplemente me diga lo que ve. Le propongo que sí el resultado final coincide que me daré por convencido y que el reportaje es suyo. Le digo que podría empezar a filmar en la Calle Caravaca.
Antes de que me dijese que lo tengo muy jodido y que me ve encerrado, entre rejas, en cosa de dos o tres meses como mucho, me dice que ve una niña, una niña muy pequeña, pero que no puede ser Ana María porque esta niña es un bebe.
“¿Es posible que sea Ana María cuando era niña?”
“No. Yo veo el futuro” me dice respirando hondo y encendiendo otro cigarro a la vez que yo levanto la mano para que el camarero me traiga la cuenta.

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