Sunday 31 May 2015

Paco me mira y sus ojos tienen mucho de sonido gutural

Tenían dos recreos, el pequeño y el grande, uno a las once y otro después de comer, a las dos. Había unos bancos que daban al patio trasero donde las niñas jugaban. Paco y yo nos sentábamos tratando de disimular. Yo me ponía la cámara sobre las piernas y grababa hasta que el recreo se acababa. Cuando llegaba a casa y me ponía a editar me maravillaba la película que encontraba. Niñas saltando a la comba, hablando en corro, jugando, tiradas en el suelo, ahora gritando ahora sonriendo ahora llorando ahora discutiendo. Niñas que venían sin manual de instrucciones, seres humanos por estrenar, gente sin filtro cambiado, sin varices en el cerebro. Jugaban y saltaban y corrían y en la pantalla aparecía como aparecería una manada de caballos en una pradera, sin dueño ni montura ni otra cosa que hacer que lo que el impulso mandara. Le daba a la cinta y niñas con uniforme y bata a cuadros, calcetines verdes, falda gris, jersey verde a juego con los calcetines, cuellos de camisa asomando.
A la niña en cuestión la teníamos marcada y sin embargo su voz y su manera de ser quedaban mudos, no sabíamos de ella de no ser por el dibujo de sus movimientos, los cambios de expresión. Desde aquel banco no se veía el patio del recreo entero por lo que a veces la niña desaprecia del plano como si todo fuera una función de teatro y su turno hubiese terminado.
Cuando repasaba la grabación, la imagen de las niñas quedaba presidida por la voz de Paco y la mía. Hablábamos y las niñas solo se oían de vez en cuando, si alguna pegaba un chillido. Por lo demás la voz de Paco, la mía, el sonido de los coches, el ruido que hace la ciudad, una persiana, un portazo, un quejido, el choque de algo contra algo, el sonido distorsionado de cientos de conversaciones, un móvil, alguien que le intenta vender algo a alguien, el frenazo de una furgoneta, la voz de un camarero, el rugir convencional de la calle tal y cual.
Paco me hizo saber que hoy en día nos teníamos que andar con mucho cuidado merodeando un colegio de niñas. Me dijo que el mundo estaba enfermo terminal y que la de sádicos y pederastas que había por ahí sueltos era como para dar carpetazo. Con lo de la pederastia ahora los colegios estaban vigilados. Había cámaras, los municipales frecuentaban el perímetro.“Tú a lo tuyo”, me decía Paco. “Graba pero con cuidao”. Con mucho cuidadito. La cámara sobre mis piernas, el ángulo me lo sabía de memoria.
Teníamos su pasaporte y su partida de nacimiento. Se los había dado la madre esa misma mañana. Habíamos acudido a la misma cafetería a la que iban muchas madres después de dejar a los críos. Cuando se terminase el recreo y las niñas volviesen a clase íbamos a ir a una imprenta para hacer fotocopias y mandarlo todo a Madrid. Ana María Corrales, once añitos de edad. ¿Nacida cuándo? Nacida un dieciocho de abril. Paco y yo hacemos cuentas. Me dice que con los niños es distinto, que si uno se fija parece que sean animales, revolotean como las palomas en los parques, a bandazos, puro instinto. El empuje lo causa un cromo, un caramelo, una chica que le quita algo a otra y de ahí al salto y la persecución. Luego tienen sed, todas a la vez, y corren a la fuente y se empujan para ver quien bebe primero. Luego se sientan porque de correr se han cansado. Se miran y respiran hondo. Piensan qué decir. Eligen sin saberlo. La atracción puede ser una mariposa, una piedra anormalmente plana, una mancha, un olor, el sonido de un avión que sobre-vuela. Anita Corrales. Ana María. Sentados en el banco, a cinco minutos de que termine el recreo, sorteamos a las demás haciendo eslalon con los ojos apretados y clavamos la mirada en Anita atrapándola por la espalda, clavándole las pupilas en la piel como si las garras de un águila imperial. El horizonte queda a mano derecha y por allí se levanta una brisa suave y bienvenida que galopa sin piernas y nos revolotea a la altura del cuello. El sol campa a sus anchas. Paco no sabe decirme bien por dónde queda una calle donde hay un bar muy famoso. Le digo que para un inglés tiene que ser rematadamente difícil decir Sabiñánigo.
¿Y si Madrid denegase el permiso? Yo qué sabía. Yo estaba allí para grabarlo todo, para dar fe, para constatar cada rayo de sol que se colaba en nuestras vidas, para clasificar la luz, desmontarla, dividir cada gama de color en categorías, sub-categorías. Yo estaba allí para grabar la sangre de los asesinatos y poco más. ¿Albergaba Paco alguna esperanza de que Madrid denegase el permiso? Yo qué sabía. Era posible. Aunque como había repetido varias veces, si no la mataban ellos la mataría otra empresa y comer tenían que comer todos y como en todas las historias había una hipoteca etc etc.
Me aseguraba que le gustaba viajar, salir de casa. Me decía que la carretera le daba vidilla y que llegados a un punto el ir de aquí para allá le tiraba más que el matar en sí. Planear los asesinatos estaba bien porque era algo creativo. El acto de matar también le gustaba, la manualidad de la ejecución, lo artesanal del asunto. Paco venía de una familia que nunca había pisado una oficina. Se comía lo que se hacía con las manos. El papeleo y los tira y aflojas con Madrid no le gustaban un pelo. Las reuniones con los clientes tampoco. Sentarse con padres, hermanos, tíos, amigos, conocidos de las víctimas… Se conocía gente interesante, bien, con algunos se conectaba a otro nivel y luego se conservaba la amistad más allá del asesinato, más allá del negocio, era cierto. Pero cada vez le daba más pereza juntarse con los clientes. Paco aseguraba (sin mirar a la cámara) que la carretera le daba vidilla y que viajar como parte de su trabajo le gustaba y sin embargo yo no terminaba de creérmelo, las lentes de mi cámara no terminaban de creérselo. Se le veía a destiempo por las calles de cualquier ciudad, de cualquier pueblo que no fuese el suyo, cualquier sitio que no fuese la finca con su patíbulo reconvertido en portería de futbol y la carne que había que dejarla en la parrilla hasta que prácticamente se socarrase porque así era como se la habían comido toda la vida. Llegados a un punto yo no sabía si la cámara seguía grabando. Me estaba quedando dormido. La tarde palidecía.
Le pregunté si albergaba esperanzas de que Madrid denegase el permiso y no me contestó, se hizo el sordo. Luego me dijo que se habían hecho pruebas, que habían ido al médico, la Francisquilla y él, y que si querían tener un hijo iban a tener que hacerlo a base de inyecciones de hormonas y poner luego los espermatozoides, los suyos, su semen, dentro de ella, y en fin, que cuanto más lo pensaba, me cuenta, que más ganas le vienen de dejarlo todo y largarse a Colombia no ya a empezar una nueva vida sino a terminar la que tiene entre manos. Terminar de buenas maneras, se entendía, me dice cambiando el palillo de lado con la lengua. Ponerse a vivir en algún sitio tranquilo, dejarse estar, salir a la calle, comer todos días a la una en punto como habían comido siempre sus abuelos, echar la siesta, llevar un sombrero de paja, escuchar la radio del vecino. Me dice que echa de menos el sonido de la radio que había estado siempre presente de crío. Las noticias, los anuncios, los deportes, la quiniela. La radio y la tarde como algo inseparable. La voz de los presentadores sonando como notas de un piano interminable, un teclado circular. Me dice que esto de la niña se le está atragantando de mala manera y que aunque echarse atrás sería imposible a esas alturas del proyecto (por el qué dirán, la imagen de la empresa, la reputación), que ojalá pasará algo gordo que generase en el cliente nuevas prioridades que desembocaran en la llamada de cancelación, en el sentimos mucho las molestias, en el quién se iba a pensar que iba a pasar algo así.
Madrid había dado el visto bueno y eso suponía dólares para José Luis. Estaba en nómina, claro que estaba en nómina. ¿Ilegal? Desde cuándo era ilegal cobrar por alicientes, joder. Si la petición recibía luz verde el mozo se llevaba lo suyo y punto. ¿Sobres? Qué sobres ni qué hostias, se quejaba Paco como quien ha dormido en mala postura, como quien tiene una contractura de esas que duelen al respirar. Vámonos de aquí, me decía sin tener ningún sitio en concreto adonde ir. Larguémonos, me decía como si fuera Mauricio Aznar con la chupa y el tupé de rockabilly.
Haría falta un tsunami para frenar la muerte de Ana María. Si ustedes no tienen los cojones de matarla contrataremos a otros, le daremos la faena a otros. Si ustedes no quieren el trabajo allá ustedes. Había otras empresas con sus oficinas similares, sus procesos, sus métodos, sus mozas que contestaban el teléfono sin tener talento para otra cosa, chicas que se tocaban el pelo mientras hablaban con los clientes. Veintidós, vientres años, poco más. Haría falta una riada fatal, que se desbordase algún pantano. Y si no la mataban ustedes estaban los de Unimondo, estaban los de Derritex, o sino los rusos que no es que maten mejor ni peor pero sí con muy poca delicadeza, como si fueran carniceros. A veces un poco de poca delicadeza va bien, a veces hace falta eso. Menos es más. El poco sentimiento del asesino ruso, me dice Paco. Matan igual que los japoneses tocan el piano. La técnica perfecta, la posesión de uno mismo, perfecta. No se ponen nerviosos, ejecutan de memoria. Pero no es lo mismo. Lo de los rusos o los chinos (me dice que no me olvide de los chinos mientras yo pido un cortado), es como las Harley Davidson, que por mucho que hagan chopers iguales en Japón, por mucho que el embrague y los centímetros cúbicos sea clavao, el motor no suena igual, no ruge igual, es algo inimitable, pues aquí lo mismo, me dice pidiéndose un pincho de tortilla y una de lomo en adobo.
La intensidad de ciertos momentos. Lo espeluznante del gesto que tiene esa parte del mediodía cuando Paco entra al bar y hay un impasse en el que una mujer se da la vuelta y nos mira como se mira a un perro. Pastillas que uno toma para que la situación suba de tono, para que la voz de uno se haga sonar mejor y así pedir permiso para sentarse en una mesa, la de la ventana. Paco me dice que en los aviones, en los trenes, en los autobuses, siempre se sienta en la fila de la izquierda. Tendrá que ver con el cerebro. Seguro que más de un gilipollas habrá explicado ya la cuestión en tres o cuatro tomos con encuadernación a base de material reciclado cien por cien porque-a-nosotros-la-Amazonia-nos-quita-el-sueño-mire-usted. El bostezo inquietante de un comercial. La sensación indolente de que aquí no se está mal del todo pero la sospecha de que hay otro lugar, otro tiempo, donde se puede estar mejor. Paco ha sacado del bolsillo un panfleto de un crucero que sale de Barcelona y hace escala en varias ciudades de Africa. Un crucero distinto a los demás. Una empresa que se a especializado en algo distinto, que ha buscado un vacío de mercado que le llaman. Hacer lo que no hace nadie. El barco en vez de tener capacidad para 3000 mil personas tiene para 300 y las escalas son Algeria, Tunicia y Alejandría. Alejandría, repite Paco. El crucero es por si acaso no funciona el in vitro. Un plan b, una segunda opción. Lo mismo que todos sus asesinos siempre llevaban una sirga encima a la hora de matar por si la pistola se atascaba. Cableados Ortega, anúnciese aquí, copón. Deme usted algo de pan para el adobo no me joda. Pan y una cerveza. Caña no, tubo. Bueno, tubo tampoco, me ponga un tubo pero en una copa de esas. “A mí beber en tubo nunca me ha gustado. Ni los cubatas ni nada” Alguien le pide al camarero que hagan el favor de bajar de pasar la ternera un poco más. Hay una croqueta que está fría por dentro, justo en el centro, en el corazón de la croqueta de jamón. Hay un bostezo inacabado dentro del bar. Una boca que se ha quedado a medias y no ha dicho lo que quería decir. Una mujer que debe rondar los noventa años y que se viste como si tuviera doscientos ha levantado la mano por error. El camarero ha acudido y la señora ha negado con la cabeza queriendo decir que no necesita nada. Ha levantado la mano pensando que estaba en otro bar en el año mil novecientos cincuenta y tres. Paco se desgasta por dentro con cada mordisco al lomo en adobo. Le pongo la cámara a un palmo de su cara. Le hago tres preguntas por minuto. Le ruego que me hable con la boca llena. Me dice que eso de que con cada asesinato, con cada muerte, hay un trozo de sí mismo que también muere es una gilipollez de dimensiones faraónicas. Lo de dimensiones faraónicas no lo dice, me lo invento yo. Paco no habla así. Paco dice que un fontanero no se muere un poco por dentro cada vez que quita una tubería, ¿no?, pues él lo mismo, cojones. Y sin embargo algo hay que desgasta a Paco por dentro, y mucho. La erosión se le nota en la frente. Cuando llegue a a casa por la noche me pondré a mirar las primeras grabaciones. Paco ha cambiado desde que empezamos con esto. El camarero nos ha preguntado si queremos algo más. Paco ha contestado que a la rubia esa que hay en la mesa cuatro.
“¿Cómo sabe usted que es la mesa cuatro?”
Antes había relojes en los bares. Añoranza de cabezas de gambas a los pies de la barra. Servilletas manchadas de barbillas aceitosas, bocas que suceden después del chipirón en aceite y no antes. Paco me dice que vamos a hacer tarde y que hacen falta fotocopias y que no sabe cómo cojones le va a decir a Antonio y a Alba que hace falta matar a una tal Ana María.
“¿Has estado alguna vez en Alejandría?”
Nadie había estado nunca en Alejandría, nadie. Eso sólo pasaba en los libros. El puerto y la fachada de ciudad mercante. Mezcla de ciudad vagina y perro viejo.
En la clínica de fertilidad les habían hablado de posibilidades de éxito, estadísticas, porcentajes. Les habían hecho sentar y les habían extendido folletos donde aparecían niños rubios de cuatro años jugando en el parque. Les habían entregado documentos que luego había hecho falta firmar. Cuan preguntado por la ocupación del cabeza de familia Paco dijo que era autónomo y que si preferían que pagase en metálico y por adelantado que ningún problema. Yo grababa los dos segundos que una bonita señorita empleaba en doblarse bien la falda al sentarse cruzada de piernas. Dos-tres segundos. Maquillaje muy por encima, roce de pintalabios. La cámara se sumerge en la repetición, en lo dicho cien veces, en el epíteto. Se echa el pelo hacia atrás y conversa dejando palabras en una mesilla de noche con superficie de mármol. Deposita palabras como “ayer” o “gimnasio” como si fuera el reloj y los pendientes justo después de la crema. Luego se apaga la luz de la mesilla y se dan las buenas noches y dependiendo de la edad se suspira más o menos profundo.
La señora le ha preguntado al camarero si tienen zumos naturales. Zumo de kiwi. Paco ha sacado los folletos de la clínica y los del crucero. Entre medio ha caído el pasaporte de Ana Maria y los dos hemos tenido que mirar a otro lado y cambiar de conversación como quien baja el aire acondicionado. Un regate maravilloso de un medio centro brasileño. Una arrancada de esas que dejan sentao al más pintao. El cambio de ritmo. El cambio de velocidad. La capacidad de aumentar o ralentizar inercias. Hablamos de una jugada muy concreta de esas que luego repiten en la televisión. Un jugador bárbaro. Ciertas cosas no se prestan al aprendizaje y aunque con trabajo, sí, no dice uno que no, el trabajo es muy importante, pero esa arrancada, esa zancada, esa forma de proteger el balón tan innata, tan inquebrantable, el pie a dos milímetros del cuero como muleta y asta de toro. Con ciertas cosas se nace. Eso no lo enseñan en la escuela. Eso no se aprende estudiando ni practicando. Curro Romero sólo hay uno, dice Paco haciendo gestos para que le saquen otra caña. Un chaval nos pregunta que si estamos leyendo el periódico ese que hay en la mesa. Me doy la vuelta y la señorita de la falda también se vuelve. Hay gente que se percata de la cámara y se toquetea el pelo.
“Un crucero a Alejandría sería la polla”
“¿Tú sabes que el cerebro humano es la maquina más compleja que existe?”
“…Alejandría, entrar al puerto, dejarse llevar por los olores. Dicen que lo que más impacta son los olores”
“Los colores”
Una mujer demanda que le saquen otro martini con Fanta de naranja pero esta vez mejor hecho. El que le habían sacado no tenía nada que ver con el que había tomado en Roma haría cosa de dos semanas y media. Y las patatas allí las ponían en unas copas gigantes que hacían de cuenco y que otorgaban clase al local.
La clase venía repartida según la calle y el barrio, venía en el callejero. Para ser eficiente había que saber de trigonometría. La clase era otra cosa. Paco habla mirando a la cámara y las sílabas que salen de su boca forman una carrera de caracoles surcando la lengua en forma de hoja de lechuga.
Si lo de la clínica funcionara y saliera niña tendrían que ponerle Ana María. Si no la mataban ellos les darían el trabajo a otros y encima los llevarían a juicio por haberles hecho perder el tiempo de aquella manera. Siendo abogada como era la madre les harían mear sangre. ¿Había meado sangre alguna vez?
Me explica que la idea de tener hijos germinó en el cerebro (complejísimo aparato) de Francsiquilla un día de primeros de mes. La cosa fue tomando fuerza hasta convertirse en obsesión. Ni a la hora de mear se le olvidaba. Hacía planes, regaba las macetas de forma distinta, las demás mujeres la notaban rara. A Paco lo trataba con más cariño desaconsejando los vicios y abogando por el ejercicio.
“Hay un boxeador”, le digo yo, “Saul El Canelo Alvarez”
“¿Lo dan en la tele? Porque si lo dan en la tele lo veré. Con lo que me gusta a mi el boxeo… pero como no lo dan nunca en la tele, pues no, usted perdone, no conozco al Caramelo ese”
“Las joyas de la mujer esa deben ser bisutería”
La tarde se empezaba a desabrochar el cinturón. Las décimas de segundo pesaban y la sensación de necesitar ir al baño empañaba las conversaciones. Alguien en la mesa tres nos había sobre-oído halar del cerebro como armatoste complicado y las ondas expansivas recién saliditas de mi boca habían encontrado recipiente auditivo, proceso y repetición.
“¿Y lo del juicio cómo ha quedao?”
“Me persiguen”
“¿Judicialmente?”
“Y psicológicamente”
“¿Y si pierdes?”
“Si pierdo lo mismo me vengo al crucero de Alejandría”
“No es un crucero. Es un barco de 300 personas. En los cruceros meten 3000. Royal Caribbean. Peninsular & Oriental Steam Navigation Company. Armadores nórdicos que no me acuerdo como se llaman”
Hemos preguntado que a qué hora abría la imprenta y nos han dicho que hoy por la tarde no abrían. Hoy no podremos mandar la copia del pasaporte. Sugiero fotografiar lo que haga falta con el móvil y mandarlo por WhatsApp. O eso o me lo llevaba yo a Madrid esta noche. ¿A qué hora salía el último autobús a Zaragoza?
Lo de las edades de las personas a la hora de matar influía más ahora que antes. En los ochenta era otra cosa. En los noventa había tanto trabajo que la edad o la raza o el color del pelo de uno era lo de menos.
“Una vez matamos a uno en trineo, no te digo más. ¡Jefe, una de gambas! Pa comer mierda siempre hay tiempo” me dice por lo bajo volviendo la cara.
La canción no suena, el local no tiene puesta ninguna música ambiente, solo se escucha el murmullo de la tele. Aunque no hay música yo escucho perfectamente a David Bowie cantando ground control to major Tom, take your protein pills and put your helmet on. Paco me habla y yo juraría que lleva puesta una escafandra. Necesito saber la hora cuando una mujer le pregunta a otra qué hora es. Varias señoras llevan la misma clase de pendientes. Las que hablan más de la cuenta se echan para adelante. Paco se ha metido el palillo en la boca y me dice que lo de las edades a la hora de matar importa según de qué pasta este hecho cada uno. Matar a la gente sana jode mucho. Matar a alguien que te cae bien puede traer disgustos. Hay quien se tuvo que mudar después de un trabajo porque según él veía la cara del tío en todos lados, se le aparecía dentro del autobús de línea, lo veía en el cine no ya de espectador sino dentro de las películas, reencarnado en personajes o algo así. El chaval lo pasó jodido. Se tuvo que cambiar de ciudad, se mudó, tuvo que buscarse otro instituto, en fin.
“Matar a una tía que esté buena también es jodido. Hay quien solo puede matar de día. Un tal Jerónimo, el indio Jerónimo. No se llamaba así, se llamaba Pascual, pero bueno”
La estación de Sabiñánigo quedaba a cinco minutos del bar. Le dije a Paco que no me quedaba a las gambas, que tenía mucho que hacer. Le pregunté qué planes tenía para el día siguiente y me dijo que se quedaba allí y que rondaría el colegio un par de días más y lo más seguro que le pediría a la madre que le presentara a la niña. Cuanto mejor la conociera menos doloroso sería. Necesitaba aprendérsela de memoria, como si fuera un mapa. El mapa de Ana María.
Le pregunté si había quien ejercía por al amor al arte.
“Por amor al arte matamos yo y pocos más. Quedan muy pocos que maten por amor al arte. Por amor al arte se mata al cincuenta o si me apuras al cuarenta por ciento”