Tuesday 1 August 2017

No me distingo

Tú que naciste redonda, tú que vienes desportillada por tanto uso
Como si martilleada por un espíritu de aguja, lejana desde nido de pájaro
Porque las tardes las abrías como si de nueces se tratara
Porque en tus noches no cabían muchas cosas

La figura de barco de sal en el salón de tu madre
Los colchones de lana que había que parar en el corral
El pan y la leche por comprar, un viaje a la ciudad, el autocar de las tres
Los horizontes que confundíamos con objetos cercanos

En invierno sonaba la radio en la tienda
El sonido de las ondas se apagaba dentro de los sacos de judía pinta
Las mujeres esparcían agua en los patios para maniatar al polvo
Las campanadas sonaban al mediodía con muy poca fuerza

Tú siempre volvías con aliento a chicle de clorofila
Tú que te acurrucas entorno a una aspirina
Tú que vences y fracasas
Tú que sobre todo por las tardes

Aquí sucede muy poco, aquí hay herida
Un viejo nos cuenta de cuando bajó agua por el barranco
Hay certeza de escabechina, fue en otro tiempo
La acequia baja con canas, el agua se arrastra hacia el campo

Yo también me disperso, incluso sin razón
Cuento con los dedos los camiones que pasan por la carretera
La ventolera que levanta la velocidad, el zarandeo de las puertas
Me cobijo detrás de las barreras con manivela de hierro

Sobresalgo por encima de mis cabales
Meneo la pierna, sacudo el cascabel, espero a los pájaros
Tú vienes con tu nave nodriza, con tu escafandra bien puesta
Tú que no te llamas Eva ni Raquel

Si por lo menos hubiera algún páramo, se te oye comentar
Espacios reservados no al ocio sino a lo otro
Un soporte, una plataforma, un dominio
Y nos miramos con ojos que son como de metacrilato

Aquí las buenas noticias pasan de ciento a viento
Aquí dentro de las casas las baldosas son de hielo
Las puertas se atrancan, el calor achica espacios, el frío ensancha
La luz se echa, el agua se echa, las mantas se echan, el invierno se echa

Dicen del proceso de la erosión, el viento y las partículas de arena
En un pueblo como el mío no hay partículas
Solo cuando tú entras al baile y la orquesta se detiene, microscópicamente
Un instante meteorológico, un atisbo de erupción

Antes de dormir hace falta salir al corral y echar cerrojos
El cielo estrellado augura frío, escarcha, brasero
Láminas de barro, alambradas de zarza, huesos de oliva íntima
Me dejo sobornar por el peso de la colcha en la cama, no me distingo

El tiempo vomita encima del vestido
Te me llevas de la mano sin decir adónde
Te me apareces como se aparecen los temporales
Como la lluvia indómita, como el despertar con susto

Nos hacinamos en el monte donde uno se atraganta de espacio
Con manos deshidratadas por el tiempo
Como si por una ruta trazada de antemano, me acabas besando
Y yo me consumo en el atraco perfecto

Besabas por asociación de ideas

Besabas por asociación de ideas. Algo que te recordaba otro algo y de ahí a las manos al cuello, el minúsculo roce de tus uñas en la piel, la boca, la lengua, el candor.
Nacíamos en el claro de un bosque, con piel castaña, con ceniza, con madera de boj.
El sonido del río golpea tres veces, el agua se vuelve repetitiva, aquí donde apenas hay montañas, donde todo se esfuma.
En el pueblo se adivina el carrusel, la noche festiva, el contraste del toldo con las paredes de cal.
Al otro lado del pozo hay una línea fronteriza, lejos de los ojos de tu madre, donde el aire nunca agrieta la roca por no tener cabida, donde la luz no se puede exprimir.
El hombre ha comido con buen provecho, después la canción del café concierto, el desmadre vespertino, las gotas de sudor resbalando.
Tú vienes un poco como remolino, escuchada tantas veces. Tú vienes con tu cuerpo saqueado, sin billetes, sin ningún tipo de dulzor.
Provienes de la experimentación, caminas sin causa primaria, mujer sin origen, sin árbol genealógico, sin razón social.
Una trompeta de las de juguete sacude la tarde, el sol pegado al cemento, el niño en la calle, las rodillas manchadas, la charanga que ameniza.
Las abuelas se sientan en patios donde patatas por pelar, donde la corteza del melón convive con el geranio y el agua se pone a hervir.
Te pones la prenda que no te regalé, el brazalete que te dieron tus padres. Hay un casino si se coge la carretera, me dices. Un casino en lo alto de la colina.
Las alpargatas del hombre de toda la vida abundan en un mar de colillas de tabaco negro y cabezas de gamba y servilleta de bar.
El reloj Larios marca las horas de la noche, la carne encalla, el ojo sangra, el billete es manoseado, se escuha la voz del dueño del bar.
Supones que mañana habrá una cigüeña en la torre, una procesión a la que asistir, intuyes que una cosecha, una tarea, un delantal.
Por el camino del monte solo hay lomas calvas, nada que experimentar, el campo visto en televisor de blanco y negro, en UHF, naturaleza binaria.
Donde una vez hubo una guerra, donde a nadie le dio por levantar un castillo con sus almenas y su torre del homenaje.
Donde ya no queda nada por conquistar, donde la embestida del macho se queda en nada, donde el arrastre campa a sus anchas.
Tú que ni te declaras culpable ni a favor ni en contra. Tú que te has puesto los mejores pendientes que tienes. Tú que no pides permiso por nada.
Ni siquiera desde lo más alto del campanario se atisba la historia. Todo es plano por muy arriba que se ponga uno. No hay curvatura en tus palabras.
Me coges de la mano y nada es esférico, nada queda probado. Me arañas la espalda sin hipótesis. Me muerdes los labios sin escuadra ni cartabón.
Hoy te has puesto los pendientes que te dio tu madre, los que heredó de tu abuela, joyas que han visto tres guerras, que brillan incluso en el enfrentamiento.
Vámonos de aquí, me has dicho alguna vez. Larguémonos. Desertemos. Debe haber algún mar en alguna parte, alguna playa de arena transportada.
Pero yo no tengo caballo. No tengo rocín flaco ni galgo corredor. A mí ni siquiera mi padre me ordenó caballero. No pertenezco a ninguna playa.
Ni contigo ni sin ti, creo te oí decir. Y te fuiste. Y te volviste a ir. Y no sé si hubo barcos hechos con madera de boj. No sé si hubo principio de algo.
No sé si existe una estela dibujada en algún mar, no sé si hay algún sitio por donde tú debiste pasar.
Yo intento renacer en otro claro de bosque. Intento en vano fabricar algo distinto. Golondrinas en vez de cigüeñas. Un molino, otro café concierto.
Vestido con la mejor ropa que tengo, ya dispuesto, cojo la carretera y me voy más allá del pueblo hasta llegar a las rampas vertiginosas que encaro.
Hay un casino en lo alto, me dijiste. Un sitio donde una ruleta, donde un cubalibre, un cigarro, una espera que habitar, un mientras se pare la bola.

Saturday 13 May 2017

¿A cuánta altura estamos?

Música Reggae, nevera con Perrier, San Pellegrino y cerveza sin alcohol. Naranjas frescas, racimos de uva, melón cortado, bowl de palomitas. Una diana con tres dardos, un telescopio, un sillón orejero viejo y raído detrás de la mesa de despacho. Franz Goller quien tenía un enorme parecido físico con el entrenador de fútbol de la Universidad de Alabama, Crimson Tide. 
Cuando Sixto entra al despacho de Franz se le ofrece un expreso que le es servido casi sin que le dé tiempo a aceptar o denegar. 80% arábica. A Franz solo le gusta el olor. Junto a la cristalera por la cual se caía el horizonte había un tresillo y una butaca y una mesa camilla con lámpara a modo de cuarto de estar. En vez de televisor o chimenea, los sillones apuntan a la pared de cristal por la cual solo se ve cielo y contaminación. Más allá de la arboleda estaba el río que recorría siete estados. El departamento de Global Accounts dispone de servicio de catering. Franz llama por teléfono y pide que le traigan el ravioli con bogavante. Zumo de tomate y panecillo.
“Es difícil de explicar” le dice.
El tresillo es bajo y hondo. Cuesta encontrar una postura cómoda. Sixo cruza las piernas. Franz habla desde detrás. Ha abierto un botellín de Perrier. Se quita el chicle de la boca y lo tira a la basura. Era difícil de explicar. No le podía revelar el cliente. No era un cliente-cliente. Un asociado. Un amigo de un amigo. Ni siquiera eso. Una llamada desde el otro lado del país, un pre-fijo inusual. Una llamada a deshoras. Había que hacerlo sí o sí. El pedido era inusual, la acción difícil de clasificar. Algo indefinido. Instrucciones vagas. Había algo de fondo, una intención identificable. Pero el proceso, el sistema, la aplicación… iba a hacer falta tirar de imaginación, tal vez hablar con estrategia y pedirles un informe. El trabajo no iba a ser facturado como los demás. El objetivo no era nadie del congreso, esto era otra cosa, nivel corporativo.
Operaciones bursátiles de alto calado. Lo que Chomski llamaba los Masters del Universo. Existían cesiones, opciones de compra, compañías que se tragaban unas a otras. Decisiones que impactarían dos años más tarde. Compras de futuros. Adquisiciones que a primeras no tenían sentido, desviaciones tácticas. El objetivo tenía nombre y apellidos. Había una dirección postal. Había una casa con piscina y cancha de tenis. Seguridad privada, líneas de teléfono seguras. Descodificadores. El objetivo tenía nombre y apellidos. Existía una geografía que atender. Iba a hacer falta desplazarse. No iba a ser un trabajo cerrado, una operación con comienzo claro, desarrollo, nudo, desenlace. No iba a ser posible marcar fechas concretas. Iba a existir un ángulo de subjetividad, dificultad a la hora de leer resultados. Iba a hacer falta desplazar a gente durante uno, dos, tres meses. Cuatro como mucho.
“¿De momento?” pregunta Sixto terminándose el expreso y escuchando con apatía sobre todo por la diferencia negativa de edad que tenía con Franz.
“Una posibilidad habría sido no llamarte ni contarte nada. Utilizar otros caminos”
“Haberme dejado seguir con el piloto de drones y los chavales de Arkansas”
“Rick Mannieski”
“Y las guerras”
“Las guerras” repite Sixto con la mirada perdida. “Tanzania. Hay una guerra nueva en Tanzania”
“Tanzania. La Garganta de Olduvai. La cuna de la humanidad” dice Franz localizando Tanzania en el globo.
La operación no iba a ser facturada. El ingreso, invisible. De momento no quería contarle más. De momento solo quería plantar la semilla. La pre-semilla. Desvelar que una operación mayor estaba al caer y que potencialmente generaría implicaciones personales, días de acción de gracias fuera de casa, navidades en stand-by, Super Bowl en soledad desde un motel en un lugar remoto de Maryland, en Iowa, en Massachusets, pizza y sushi por encargo.
“De momento quiero que mastiques la posibilidad”
“A mis sesenta años de edad”
“A tus sesenta años de edad” corrobora Franz levantándose del sillón sin decir ni sí ni no.
Sixto se va a la diana. Coge los tres dardos y se coloca en la raya de lanzamiento. Dos veinte dobles y un trece sencillo.
“Noventa y tres”
Encima de una estantería posa una vieja tetera con cubierta de ganchillo multicolor. Franz se acerca a la diana y retira los dardos.
“¿Qué haces esta noche?”
“Una tal Harriet”
Sixto arquea las cejas sintiéndose brevemente celoso, recordando otros tiempos. Luego sonríe afianzándose en la seguridad y el balance de una relación duradera. Se afinca en substantivos como robustez, cimientos, paz. Una tal Harriet.
“¿Qué porcentaje te han dado?”
“Sesenta y cinco”
“No está mal” admite Sixto esperando a que Franz lance.
“Aparentemente tenemos buen grado de incompatibilidades. A ella no le gusta lo suficiente la carne roja y a mí me ven con tendencia a abandonar ciertos proyectos que requieren pensar en uno mismo a largo plazo”
“La carne roja”
“Costillas, brisquet, rib-eye”
“¿Qué proyectos?”
“Lo de las incompatibilidades ya no lo miran como antes. Los gustos o disgustos se combinan de distintas esferas. El hecho de que a ella no le guste la carne roja lo ven como algo positivo siempre que a mí me guste… yo qué sé, los cruceros, por ejemplo. Ellos, bueno ellos no, que no hay nadie, la máquina, es una máquina, como todo, un hardware y un software, un aparato al que no le han puesto nombre, algo que simboliza la agencia”
“Un aparato conectado a un servidor. Alguien encima por si acaso, un mozo de mantenimiento”
“Una máquina localizada en alguna de las oficinas que hay en el ala oeste, donde el centro de tecnología”
“Una máquina en una oficina con vistas al río”
“Importa datos, historiales de uso, música, restaurantes, por qué calles circulaba uno cuando llevaba coche”
“La hoja de servicio”
“La hoja de ruta”
Franz lanza los dardos. Triple 20, 18 sencillo y doble 4. 66.
“66” dice cogiendo los dardos y pasándoselos a un Sixto que no tiene ganas de seguir jugando pero que lo mismo se va a la línea de puntos porque en ese momento para que siga el diálogo hace falta que los dardos vuelen por el aire de la oficina de Global Accounts.
“¿Qué dardos son estos?”
“Dardos de wolframio. El metal más escaso de la corteza terrestre”
“Wolframio”
“Harrows Dimplex. Ciento y pico por dardo”
La comida está a punto de llegar. Ravioli de bogavante. Franz ha insistido que también coma algo. Sixto le ha dicho sobre la pizza que todavía tiene en la oficina. Franz ha llamado a alguien para que se la suban y así comen juntos. Siguen tirando dardos. Sixto escucha un sonido precario, no sabe de donde viene. Por la trampilla del aclimatador entra aire suave y fresco. Las hojas de una planta extraña se mueven. La planta queda entre dos sillones, junto al ventanal que hace de pared externa. Sixto quiere saber la procedencia del sonido. No es el aire, es otra cosa. Como si hubiesen cascabeles colgados que suenan cuando el viento los mueve.
“Harriet”
“65% de posibilidades”
“Según la máquina”
“El algoritmo”
“No sé quien le enseña a la máquina pero se supone que Harriet y yo somos compatibles debido a ciertas incompatibilidades. Hoy en día lo dividen todo en categorías, segmentos. Las preguntas no tienen nada que ver con el color favorito de cada uno”
“Hobbies”
“Lugar de residencia, lugar de veraneo, playa o montaña, ya me entiendes”
Suena el teléfono. Franz tenía un dardo en la mano. Un dardo de wolframio. Era el tercero de su ronda de tres. El primero había caído en el 5 y el segundo en triple 20. 65 y un tercer dardo de wolframio cuando el teléfono interrumpe. Medita lanzarlo o atender la llamada. Lanza el dardo y se va sin contar los puntos. La conversación dura poco. La otra persona es la que habla. Franz contesta monosílabos. Tal vez un código para informar de falta de privacidad. Franz cuelga y anuncia que son fuerzas gubernamentales. ¿Se acuerda Sixto de aquello que hicieron en Idaho, lo de la presa que no llegó a construirse?
“Idaho” dice Sixto tratando de recordar. “Idaho”
Una presa que no fue construida. Unos documentos, unos derechos, un lobby que se apoyó en su momento. Una investigación llevada a cabo por la agencia. Unos resultados. Unos dosieres que permanecen enterrados en la -20, en las cajas fuertes del banco con más cajas fuertes de la zona occidental del país. Un banco con cajas fuertes en las profundidades del complejo. Cuanto más se pagaba más enterrada quedaba la caja. La seguridad era proporcional a la planta. Cajas fuertes en la -20, en la -21, la -22. ¿Qué tenían en la -30? ¿Y en la -40? ¿Llegaba tan abajo como la -40? ¿Cuál era la planta más baja de todas? Había quien insinuaba que el complejo era como un iceberg, tenía más de subterráneo que de superficie. Los bancos eran los únicos con acceso a las plantas más profundas.
“Una investigación sobre un proceso, creo que se siguió a un agente federal y a un arquitecto. Ya sabes. La cosa duró más de un mes. Finalmente se recabó la información deseada. Se redactaron actas y se pusieron a resguardo. Hasta ahora nadie ha cobrado un duro”
“Futuros”
“Lo mismo que comprar el aluminio del mes que viene, sí”
“Y ahora llama el gobierno”
“Si llaman por algo será”
“Debe haber comprador”
“Tal vez”
“¿Y ahora?”
“Ahora hace falta llevar a cabo otra investigación. Averiguar las razones del interés gubernamental. Dar con la tecla y buscar competencia”
“¿Competencia dónde?”
“¿Dónde? Qué sé yo. Aquí mismo, en el complejo. En Chicago, en Nueva York, en Mexico Distrito Federal. En Japón. ¿Dónde? Qué sé yo”
Llaman a la puerta. Una chica que tal vez no llegue a los veinte y que casi no nos mira entra con el ravioli de bogavante y con la pizza que se había dejado Sixto en su oficina. La pizza ha sido emplatada y acompañada por una ensalada de aguacate que nadie había pedido. La chica es japonesa. Tiene las orejas de soplillo. Por eso no deja de ser hermosa.
Ambos comen sin necesidad de sentarse. Posan cerca de la diana, cerca de los dardos. Durante un rato no habla nadie, se desvía la vista con cada mordisco. Sixto mira por la ventana y piensa en ropa tendida al sol. ¿Cuándo fue la última vez? En el complejo nadie tiende ropa, no hay tendederos cuando se vive en un rascacielos de ocho brazos, en edificio cefalópodo, tanto sol y viento seco para nada.
“Un 65% de Harriet es mucho %. Tengo una foto por algún lado”
“¿Dónde la vas a llevar?”
“Es la agencia la que decide eso. La máquina”
“Basado en los gustos”
“Basado en el historial de cada uno, en las costumbres, en las canciones que uno prefiere, las que escucha por primera vez y desecha a los cinco o diez segundos. Dicen que la máquina aprende más de lo que desechamos, del tiempo que tardamos en dejar de escuchar una canción o cambiar de canal”
“La des-elección”
“¿Con qué compara la máquina? ¿Qué es el éxito?”
“Vete a saber” dice Franz metiéndose a la boca el último bocado y dejando el plato en un aparador. Se echa un trago de agua, se limpia los morros con la servilleta, aparca todo y se sienta detrás de la mesa tumbando el respaldo. “Supongo que en Harriet ven una posibilidad de felicidad. Se habrán basado en una pareja, un matrimonio, veinte o treinta años felizmente casados, alguien en Missouri, una casa en suburbia, calles iguales, ningún bar, ningún restaurante”
“Polígonos de ocio” rellena Sixto.
“Parkings inmensos. Zona A, B, C, D… la -1, la -2… cines, peluquerías, boleras, sillones en medio de los pasillos, masajes de quince minutos por veinte dólares”
“Música brasileña por los altavoces, música de fondo, algo que amortigüe tanta oferta”
“Habrá una pareja que viva por ahí, una pareja feliz, un hombre que será muy similar a mí y una mujer muy similar a Harriet. La máquina habrá dado con la tecla, habrá estudiado los pasos que esta pareja siguió y nos ofrecerá algo parecido”
“Un guión”
“No hace falta elegir restaurante, la máquina diseña la cita por ti”
“¿Dónde es la cita?”
“Todavía no lo sé. Nos lo dicen dos horas antes, poca antelación, para que no nos hagamos ideas y así sea todo más natural”
Sixto piensa en la cena que le espera. Norma habrá elegido cocinar. No habrá primer plato ni segundo. Fuentes en el medio, comida para compartir. La idea es no levantar barreras. Que la gente se pase platos de unos a otros crea unión, hay contacto. Las tapas como abrazo, como darse la mano. La conversación fluirá como la comida. El mano a mano, tenedor a tenedor, boca a boca. Mantelería de hilo, música electrónica. 
El teléfono vuelve a sonar. Esta vez Franz no dice ni una palabra. Ni hola ni adiós. La conversación, o el mensaje, dura algo más de un minuto. Sixto no quiere preguntar. Se acerca al ventanal y contempla el infinito. ¿A cuánta altura estaban? Franz cuelga y tampoco dice nada. El diálogo se quiebra. Sixto quiere marcharse. Sin saber por qué le pregunta por su mujer, su ex-mujer. La cita le lleva a pensar en su ex-mujer. Sixto tuvo el placer de conocerla. ¿Hace cuánto de la separación? ¿Seguía en Europa?
“Vive en un castillo. Literalmente. Un castillo reconvertido en mansión con distintos apartamentos. Todo lujo. Su marido trabaja para una aseguradora. No lo conozco. No he hablado nunca con él. Le he visto la cara en fotos, de pasada. Algo que colgó ella en internet. Una foto a pie del castillo”
Sixto dibuja el castillo en su mente. Piensa en Luis II de Baviera. Viajar a Mannheim, Nuremberg, Heidelberg. Ir a Baviera a ver el castillo de Neuschwanstein. La responsabilidad de vivir en un castillo, el peso que debe llevar vivir en un sitio así.
“¿Peso por qué?”
“Por ser feliz”
Ahora es Franz quien se queda pensativo, posiblemente comparando a Harriet con su ex-mujer. Harriet está por estrenar, Harriet que según la máquina le viene hecha a medida. Sixto quiere preguntar por la llamada pero no sabe cómo. Espera que Franz le cuente. Desconoce cuánto hay que no le cuentan. Tiene una posición elevada en la empresa y sin embargo existe mucho secretismo. Franz le ha dicho que hay mucho que ni él mismo sabe. La póliza reside en compartimentar la información. La naturaleza de la empresa implica que cierto tipo de información resulte tóxica. Hay cosas que llevan veneno. ¿Quién había llamado?
“¿Cuándo sabré de la nueva misión? ¿Cuánta gente hará falta?”
“De momento solo tú”
“¿Solo yo? ¿Y quién dirigirá el cotarro mientras tanto?”
“De momento necesitaremos que hagas una pre-evaluación. Es una patata caliente. Hay mucho dinero detrás. No en billetes contantes y sonantes ni en transferencias sino en moneda de cambio”
“Poder fáctico”
“Eso mismo”
“¿Quién se ocupará del equipo mientras tanto?”
“Son ya mayorcitos para cuidarse ellos solos”
“¿Cuándo sabrás algo?”
“Espero que pronto”
Sixto sigue de pie junto a la pared de cristal que da al precipicio. El despacho de Franz Goller estaba en la planta 67. Sixto calcula la altura que habrá por planta. Tres metros, tres metros y medio contando el espacio que va desde el techo de una planta con el suelo de la siguiente, el lugar donde van los cables, las luces, los conductos de la calefacción y el aire acondicionado, el armazón, lo que no se ve.
“¿A cuánta altura estaremos?”

Saturday 8 April 2017

O"Hare Airport

“Primero tienen que desplazarse a la montaña”
“¿Dónde?”
“En los Cárpatos”
“Rumanía”
“Sí”
La montaña tenía unas características muy particulares. Tenía que ver con prismas y ángulos. También con niveles de acceso y con vistas espaciales. Para que el proyecto resultase exitoso la montaña tenía que ser fotogénica desde arriba. La montaña pasará a ser propiedad intelectual de los mecenas rusos.
“La montaña no la pintará mi madre. Un equipo a sus órdenes. Dividirán el terreno por tramos y cada pintor su tramo. Un cuadro dividido en muchos cuadros”
“La Capilla Sixtina”
“Sí, pero pintada por trescientos pintores”
“La Capilla Sixtina en tiempo record”
“Empezar el lunes y terminar el viernes, algo así”
Un grupo de adolescentes, mayormente chicas, ha entrado al bar demandando una mesa. Tras serles denegado acceso una de las niñas se ha erigido en portavoz y se ha quejado. Uno de los managers ha tenido que salir para calmar los ánimos. Otra chica ha sacado un móvil del bolso, ha llamado a alguien y le ha pasado el móvil al manager quien tras haber conversado durante medio minuto ha devuelto el teléfono e invitado a escoger la mesa que quisieran. Las chicas lejos de dar las gracias se han quejado y una de ellas ha dicho que era demasiado tarde, el daño ya estaba hecho, ahora no les daba la gana comer en ese restaurante de mierda. Marian quiere saber quién era la persona del teléfono. El padre de la niña. Trabajaría de qué, de ministro. Un comensal llama al camarero y pide chuleta poco hecha. Le pregunto a Marian si está segura de no querer cenar allí. Me pide que le hable del dron. Con media cerveza por beber me entra modorra. El proyector ha parado con las fotos y ahora es una ventana y lluvia. Gotas resbalando cristal abajo. Marian quiere saber cómo consiguen el efecto de luz para que parezca tan real. Un hombre se pone a tocar el piano con violencia. Pregunto por el señor del violín y me dicen que lo ha destrozado, ese es el fin del acto. Alguien pide un Tom Collins y los acordes del piano me inyectan moral. Marian pregunta si tengo la tarjeta de la meditación.
“La montaña la eligen después de haber desechado cuatrocientas mil. Esto es como el petróleo”
“Texaco”
“Sí. Cuando uno se pone a…” levanta la vista y llama al camarero para que le traiga un té con limón. Yo pregunto si hacen tostadas con huevos, como en el desayuno. Me dice que tiene que hablar con el cocinero. Dos, tres huevos como mucho. Qué cocina que se respetase no tenía huevos y pan. “Es como las petrolíferas, eso me dijo mi madre”
“¿Desde dónde llamó?”
“Tel Aviv”
El camarero vuelve y pide disculpas. Los huevos revueltos no pueden llevarse a cabo no por falta de huevos sino por un código que solo tienen con el desayuno. Podrían hacerlo pero luego no tendrían modo de cobrarlo. Un código de barras, algo que ver con el nuevo sistema informático. Sanidad, seguridad, higiene, control de productos… Ahora ya no era cuestión de sacar una sartén y ponerse a hacer lo que fuera. Existían ciertos códigos. Se jugarían el puesto.
Tel Aviv era un punto en el camino, estaba de paso. Cómo le gustaría a ella poder ver mundo como su madre.
“Aquí tenemos de todo”
La montaña había sido elegida por eliminación. Primero un equipo de geólogos, igual que en las petroleras, luego una selección, hacer balances, considerar diversos aspectos, acceso de materiales, personal, facilidades respecto al campamento. Respecto a la montaña, dimensión, forma y contenido. Montaña muy prismática, muy plana, muy aguda.
“¿Y la pintura?”
“Un aerosol especial usado por la NASA”
“¿Está en Tel Aviv?”
“Estaba de paso. Viajes con muchas escalas, procesos de aproximación. Se viaja desde un aeropuerto importante, digamos O’Hare. Se coge un taxi desde el Intercontinental que hay en el downtown, Michigan Avenue. Comer antes de salir. Comerse un filete en el restaurante de Michael Jordan. Pedir un taxi. Salir de Michigan Avenue, coger Ontario Street y seguir hasta empalmar con la I-90. Cuarenta y cinco minutos. Una hora como mucho si el tráfico es malo. Llegar a O’Hare. VIP Lounge. Un martini. Dos martinis”
“Tres martinis”
“Tres martinis siendo mi madre. Miedo a volar”
“Nunca tuvo miedo a volar”
“El viaje empieza desde un aeropuerto grande, digamos O’Hare”
“¿Qué hacía tu madre en Chicago?”
“Robert”
“Ah”
“Se empieza desde un aeropuerto colosal. El asiento es el 3A. Siempre pide el 3A. Champagne, canapés, somnífero y despertar al otro lado del charco”
“Londres”
“Londres, Madrid, Frankfurt, Paris, Amsterdam… un aeropuerto un poco más pequeño que O”Hare. Dos o tres noches en Europa para aclimatarse”
“Como quien sube un ochomil”
“Dos tres noches donde se trabaja en el proyecto. Se mandan emails que no son leídos de inmediato por el cambio horario. Emails cuyo destinatario puede estar en California, en San José. Dificultad para dormir. Comer lo justo. Pasear por el parque de turno. Acudir a una galería. Cenar en un sitio por recomendación”
“Ya que estás allí”
“De vuelta al aeropuerto, se toma otra conexión. Generalmente a un aeropuerto menor”
“Tel Aviv”
“Sí. Y una vez allí vuelta a la aclimatación. Conforme avanza el proceso, en los lugares de aclimatación hay menos que hacer. Las ciudades se van comprimiendo. Desde Tel Aviv se vuela a un lugar poco conocido. Las conexiones se van volviendo escasas. Cada vez hay menos donde elegir hasta el punto de  que se termina usando una aerolínea donde no hay business class. Se termina volando en aviones más pequeños. Vuelos de veinte o treinta pasajeros”
“Así hasta destino”
“No. Generalmente se llega a un punto en el que ya no se pueden coger más aviones. Hace falta un tren, un autobús, un jeep 4x4”
“Hace falta un guía”
“Gente de dentro de la organización. Gente de confianza. Gente que lleva esperando días. De ahí se viaja a otro lugar que sin ser el destino final queda muy cerca”
“Una especie de campo base”
“Sí. Se avanza hasta que el modo de transporte ya no se puede volver más pequeño. Es como una muñeca rusa, todo cada vez más pequeño. Generalmente se empieza en un aeropuerto importante como O”Hare”
El camarero trae té con limón para Marian y otra cerveza para mí. Le he pedido que no saque más palomitas. Una partida de más de veinte personas entra en la sala. Tenían una mesa reservada. Debía de ser esa, la grande. Parecen muy contentos. Los hombres van todos de traje. Hay diversas generaciones.
“Ahora las grandes expediciones parten del campo base del Cho Oyu o del Gasherbrum II. Antes partían de Waterloo Station, de Zanzibar, del departamento de geología de la universidad de Edimburgo. Ahora hay una especie de necesidad de acercar el acercamiento. No se camina donde es plano. Mucho menos si hay asfalto. No tengo muy claro adónde voy o quiero ir con este argumento. No sé si me explico”
“Tu madre. ¿Cuándo viene?”
“No sé” dice terminándose el té y levantándose de la mesa. “Me dice que no entiende como puedo vivir aquí. Entiende que esté enamorada y lo demás pero lo de vivir aquí… me reprocha que no me educó de la forma en que me educó para  que terminase viviendo en una especie de centro comercial”
“Aquí tenemos de todo”

Friday 7 April 2017

Kebabs de cordero

      “Quiero ir a la playa”
“Han abierto una nueva en el ala oeste”
“A esa no, a la de verdad”
Se veía el mar desde los balcones. Un mar perfeccionado. Un mar al que la gente se refería como “el otro mar”. Siempre venía con agua cristalina y llevaba su sal por aquello de los sentimientos y la máquina de viento y rachas de alto oleaje cada quince días cuando el circuito de surf pasaba por el Complejo Miramar, previamente anunciado en carteles iluminados que ensalzaban por encima de todos competidores a un tal Barrabás Wilson, un tipo de los de nunca-jamás-antes-se-vio-cosa-semejante, alguien capaz de moverse sobre una tabla de surf como se movería usted por el salón de su casa, olas gigantes y el tipo éste encima de la tabla sujetando una tostada en la mano, despreciando la gravedad, sujetando la velocidad del agua por el pellejo. Barrabás Wilson que venía al Complejo Miramar del 6 al 14 del mes que viene. Más de veinte surfistas que harían el deleite de niñas y no tan niñas.
“¿Y tú, el surf?”
“Nunca me dio por ahí”
“¿Nunca te dio por ahí?” enfatiza Marian con una carcajada al final, intercambiando el signo interrogativo por la burla.
Ella quería ir a la playa pero a la otra, a la real donde los vertidos tóxicos y los buques mercantes, donde los escaparates con máquinas tragaperras y las chucherías, donde el alimento calorífico y el sonido de las sirenas de los coches  de policía en persecución constante de chavales pertenecientes a bandas de traficantes, los enemigos de lo ajeno. La playa con sus muelles descuidados, tablones de madera podrida, la corrosión, el olor a neumático. Donde la vida real, solía llamarle Marian. Donde las chicas van con minifalda y llevan trenzas y los chicos se desabrochan las camisas cada vez que un banquete, una comunión, una fiesta de cumpleaños. Había un cura, me había dicho, en una de las misiones de Santa Fé, un cura surfista ex cantante y ex heroinómano por igual. Un edificio casi en llamas que hacía esquina con uno de los antiguos centros comerciales del bulevar principal, las palmeras de a dos como columnas romanas, la dejadez con la que cae el sol en ciertas partes de la costa Californiana, el olor a frito que se mezcla con el salitre. Donde la vida real, decía Marian queriendo salir del complejo, alegando que su amiga Frederica iba a venir a visitarnos desde la otra punta del país donde la climatología es adversa y los complejos más arropados, donde los abrigos de zorro de granja, donde una fiesta sin Bellinis no es una fiesta. Su amiga Frederica, me dice sin estar decidida del todo sobre si subir a otro bar o acercarnos a comer sushi a la 42.
“Al marroquí donde se puede fumar en pipa”
Había un club donde una banda inglesa tocaba canciones de los Rolling Stones y los Beatles y donde se podía comer barbacoa vegetariana y zumos de cualquier tipo de vegetal. Bebidas para el alma, que les decían. Daban un formulario donde hacía falta rellenar datos, explicar el tipo de persona que se era generalmente y el tipo de persona que se era en ese justo momento, cómo se sentía uno, qué había hecho durante el día, cómo se sentía en ese preciso momento, cómo le gustaría sentirse, de qué había padecido de pequeño. ¿Acaso tenía sueños de grandeza? Un aparato leía las respuestas y emitía un comunicado no solo con el zumo exacto que se había de tomar sino con la cantidad exacta de ingredientes. Más zanahoria, menos remolacha, más extracto de espárrago, etc etc.
“Frederica vive en un complejo sin balcones ni terrazas”
“¿Nueva York?”
“Algo por el estilo”
Le sugiero otro restaurante que no es marroquí sino persa y donde también se puede fumar en pipa. Sobre todo carne a la barbacoa. Kebabs de cordero. Me pregunta por la procedencia del cordero. Eso habría que preguntarlo. Pero lo mismo podría fumar en pipa y no haría falta comer con las manos. Un restaurante persa con vistas al sur. Me pide que le cuente otra vez eso de los drones, del dominicano al que Sixto le ha encargado seguir a un dron. Le explico que Sixto se lo ha encargado a Richard pero que éste va a delegar la operación física en el dominicano. Existen pólizas sobre cualquier operativa más allá de las fronteras del Complejo Miramar. Existen unos procedimientos que alguien de legal se molestó en redactar.
“¿Cómo está tu madre?” pregunto considerando pedir más Heineken para demorar la elección del restaurante.
“¿Por qué no cenamos en casa?”
El camarero trae dos cervezas y más palomitas y una nota explicatoria sobre consecuencias potenciales ante la consumición de una tercera Heineken. La nota explica posibles sentimientos, argumenta posibles conexiones cerebrales, picos de depresión, cansancio, decadencia, dependencia. Marian lee la nota y luego la firma. Yo la firmo sin leer nada. Después del segundo trago me habla de su madre y de lo poco que le apetece la visita de Frederica. Me habla de un viaje cuando era pequeñita, con sus padres, a las Cataratas Victoria. Me habla del carácter explorador de su madre Sonsoles. Me dice no haber echado de menos nunca a su padre. Quererle lo quiso pero de lejos, como se quiere por obligación. Un amor de pasaporte, de formulario, de casilla que es preciso marcar. Sonsoles trabajaba para un mecenas ruso en un proyecto artístico faraónico.
“Hace falta pintar una montaña, algo así” dice mirando para otro lado.
Por los altavoces se escucha la voz de Otis Redding cantando I’ve Been Loving You Too Long. Marian no se da cuenta, no conoce la canción ni la historia que hay detrás. Hubo un asesinato de alguien muy famoso, a punto estoy de decirle para explicarle el sentido de la canción. La miro de frente. Se lleva la botella a los labios, da un sorbo y mantiene la cerveza en el paladar como tratando de masticarla. Arquea las cejas y las pecas de la frente hacen un sube y baja.

Saturday 1 April 2017

Kareem Abdul-Jabbar


    A Marian le costó mucho adaptarse no solo a la vertiente sureste sino también a la década 70, los pisos entre la 70 y la 79. Otra gente, otra cultura. Los niños jugaban de forma distinta en aquellos parques con bancos invertidos y paredes de cartón piedra. Los monitores detenían cualquier pelea. La guardia autómata no discriminaba raza, estatus, origen, religión. En el complejo no había iglesias ni mezquitas. Había centros de entretenimiento que producían documentales, series, películas y conciertos. Un tipo de Illinois descuartizaba un violín, literalmente. Un caballero albino. Vestía traje gris, tocaba siempre en el mismo bar, en el Psicotrópico de la 24. Un piano bar, cacahuetes en la barra, mujeres con zapatos de tacón, gente que sale del trabajo. Un bar de paso. Un piano bar antes del sushi o del marroquí donde se come con las manos. Marian y yo salíamos mucho porque no se terminaba de acostumbrar al piso. Hablábamos mucho de estados de ánimo y como pasar de uno a otro. Me hablaba de la zona oscura del complejo, donde no daba el sol, la temperatura que era distribuida como si fuera electricidad. Controlaban el viento, me decía mientras nos sentábamos a beber algo, ella tan poco arreglada, yo todavía con la ropa del trabajo. El bar nunca estaba lleno. El señor albino de Illinois descuartizaba el violín. En las paredes del bar las imágenes se desencadenaban. Charlie Parker y Winston Churchill. Neil Armstrong, Rostropovich, Gaudí. Dos cervezas Heineken y palomitas. Sentarnos el uno frente al otro. Hablar de neuroplasticidad. Hablar del escándalo destapado dentro de la organización del medio maratón del ala oeste al haber sido demostrado que se habían corrido dos kilómetros de más. En esta fecha, en este tiempo, decía Marian cansada. Ahora que los GPS, ahora donde nadie daba una zancada sin que quedase registrada. 
  Había un sitio donde todavía se podía fumar. Un balcón en un piso en desuso en la planta treinta y algo de la zona norte. La dirección exacta del mismo no estaba registrada. Había que recorrer ciertos pasillos, subir escaleras, llamar a puertas, dar contraseñas. Había que ganarse el derecho a fumar. Luego el balcón donde unas sillas y una mesa grande blanca de plástico, de jardín, y un aparato donde soplar el humo. Una especie de agujero negro portátil. “Que yo sepa nadie gana dinero con ello” ha dicho Marian sin especificar. 
En el complejo no había diferencias horarias pero sí distintas jurisprudencias. Las leyes y los gobiernos eran distintos según en la planta que se estuviera. De la -20 a la 10 regía mano dura. La norma suavizaba conforme se iba subiendo. Ciertas condenas consistían en un descenso de planta. Expulsión de la cuarenta para arriba. Incapacitación para vivir por encima de la veinticinco. De la ochenta para arriba no era necesario disponer de un permiso de armas para estar en posesión de las mismas. Había quien aseguraba que un tipo de la ciento quince tenía una zebra que soltaba por los pasillos sin que a nadie de la vecindad le molestara.
“El hecho de que la ciencia y la tecnología hayan matado el oscurantismo, las creencias en seres superiores, el miedo a las tinieblas, aquello de que la tierra era plana y en cierto kilómetro existía el fin del mundo generalmente representado por una catarata, un pliegue, un ángulo de 90 grados por el que se caía el agua del mar al fin del mundo… el hecho de que el futuro haya desmontado todo eso tampoco ayuda”
De Rick Manniesky todavía no le había contado. Había un pueblo en Afghanistan. Lo mismo un viaje donde documentar cierta evidencia que pudiese servir de moneda de cambio. En las entrañas del complejo, más allá de los cimientos, existían cajas fuertes donde no solo se guardaba dinero. La corporación disponía de terabytes donde videos, cartas, confesiones, moneda de cambio. Un tipo llamado Rick Manniesky. Un chaval joven, muy bueno con el mando del videojuego, experto en blancos móviles. Una granja en medio de la nada que en verdad era base militar. Un espacio esponjoso donde los soldados no eran soldados, donde nadie gritaba a nadie, donde cada dos horas una señora llamada Nancy hacía su entrada en la sala trayendo smoothies de fresa y plátano, galletas Oreo, paninis de atún y queso. Marian se distraía en aquel bar. Hablábamos de estados de ánimo y cómo corregirlos. Sabíamos exactamente por qué nos sentíamos como nos sentíamos. Estaba documentado. Si usted quisiera sentirse de otra manera haría falta apretar un determinado botón. Engañar al cerebro. Neuroplasticidad. Marian hablaba de los pros y los contras del avance científico. Dudaba si sería distinto si la tierra fuese plana. ¿Viviríamos de otra manera? ¿Sentiríamos de otra manera? El vacío ese que solo era comprensible desde el punto de vista de un dibujo animado. Scooby Doo navegando en una canoa que a punto está de precipitarse por el fin del mundo, una catarata sin fondo, un descenso sin suelo contra el que aplastarse. Todo muy romántico.
Yo llevaba tiempo queriendo salir de allí. Alquilar un coche y salir a campo abierto. ¿Cuándo fue la última vez? Una semana, un mes, un año… El complejo Miramar ejercía un peso gravitacional sobre el individuo y su memoria. Los restaurantes se confundían los unos con otros. Los centros comerciales eran todos el mismo centro comercial. La gente compraba artículos por internet que eran despachados desde las mismas tiendas que había veinte plantas más abajo. Como en cualquier ciudad había zonas ricas y zonas pobres. Cuanto más arriba, más dinero. Había gente lo suficientemente rica como para poder permitirse descender en parapente desde las zonas nobles hasta las zonas verdes recreativas. Tres cuartas partes del espacio aéreo que envolvía al complejo quedaba restringido a drones.
“Hablando de drones. ¿Te acuerdas de Fernández, el dominicano?”
Marian se toca el pelo. Se queja de las raíces. Me pregunta cuándo fue la última vez que fue a la peluquería. Se da la vuelta y busca con la mirada al camarero.
“Su labor es seguir a un dron muy específico. Existen sospechas. Le han dado un número de serie. Le han puesto un coche. El dron en cuestión tiene dos rutas pre-determinadas. Alguien ha dado un chivatazo. El dron se desvía de cuando en cuando. Nadie sabe adonde va. Fernandez tiene órdenes de seguirlo dondequiera que vaya”
“¿Seguir a un dron?”
     El camarero se da cuenta, se mete detrás de la barra y vuelve con dos cervezas y más palomitas. Marian suspira muriéndose por un cigarrillo. Un matrimonio se sienta en la mesa de al lado y discute si cenar allí mismo. En la pared del fondo una imagen de Kareem Abdul-Jabbar es proyectada de forma momentánea.