Friday 7 April 2017

Kebabs de cordero

      “Quiero ir a la playa”
“Han abierto una nueva en el ala oeste”
“A esa no, a la de verdad”
Se veía el mar desde los balcones. Un mar perfeccionado. Un mar al que la gente se refería como “el otro mar”. Siempre venía con agua cristalina y llevaba su sal por aquello de los sentimientos y la máquina de viento y rachas de alto oleaje cada quince días cuando el circuito de surf pasaba por el Complejo Miramar, previamente anunciado en carteles iluminados que ensalzaban por encima de todos competidores a un tal Barrabás Wilson, un tipo de los de nunca-jamás-antes-se-vio-cosa-semejante, alguien capaz de moverse sobre una tabla de surf como se movería usted por el salón de su casa, olas gigantes y el tipo éste encima de la tabla sujetando una tostada en la mano, despreciando la gravedad, sujetando la velocidad del agua por el pellejo. Barrabás Wilson que venía al Complejo Miramar del 6 al 14 del mes que viene. Más de veinte surfistas que harían el deleite de niñas y no tan niñas.
“¿Y tú, el surf?”
“Nunca me dio por ahí”
“¿Nunca te dio por ahí?” enfatiza Marian con una carcajada al final, intercambiando el signo interrogativo por la burla.
Ella quería ir a la playa pero a la otra, a la real donde los vertidos tóxicos y los buques mercantes, donde los escaparates con máquinas tragaperras y las chucherías, donde el alimento calorífico y el sonido de las sirenas de los coches  de policía en persecución constante de chavales pertenecientes a bandas de traficantes, los enemigos de lo ajeno. La playa con sus muelles descuidados, tablones de madera podrida, la corrosión, el olor a neumático. Donde la vida real, solía llamarle Marian. Donde las chicas van con minifalda y llevan trenzas y los chicos se desabrochan las camisas cada vez que un banquete, una comunión, una fiesta de cumpleaños. Había un cura, me había dicho, en una de las misiones de Santa Fé, un cura surfista ex cantante y ex heroinómano por igual. Un edificio casi en llamas que hacía esquina con uno de los antiguos centros comerciales del bulevar principal, las palmeras de a dos como columnas romanas, la dejadez con la que cae el sol en ciertas partes de la costa Californiana, el olor a frito que se mezcla con el salitre. Donde la vida real, decía Marian queriendo salir del complejo, alegando que su amiga Frederica iba a venir a visitarnos desde la otra punta del país donde la climatología es adversa y los complejos más arropados, donde los abrigos de zorro de granja, donde una fiesta sin Bellinis no es una fiesta. Su amiga Frederica, me dice sin estar decidida del todo sobre si subir a otro bar o acercarnos a comer sushi a la 42.
“Al marroquí donde se puede fumar en pipa”
Había un club donde una banda inglesa tocaba canciones de los Rolling Stones y los Beatles y donde se podía comer barbacoa vegetariana y zumos de cualquier tipo de vegetal. Bebidas para el alma, que les decían. Daban un formulario donde hacía falta rellenar datos, explicar el tipo de persona que se era generalmente y el tipo de persona que se era en ese justo momento, cómo se sentía uno, qué había hecho durante el día, cómo se sentía en ese preciso momento, cómo le gustaría sentirse, de qué había padecido de pequeño. ¿Acaso tenía sueños de grandeza? Un aparato leía las respuestas y emitía un comunicado no solo con el zumo exacto que se había de tomar sino con la cantidad exacta de ingredientes. Más zanahoria, menos remolacha, más extracto de espárrago, etc etc.
“Frederica vive en un complejo sin balcones ni terrazas”
“¿Nueva York?”
“Algo por el estilo”
Le sugiero otro restaurante que no es marroquí sino persa y donde también se puede fumar en pipa. Sobre todo carne a la barbacoa. Kebabs de cordero. Me pregunta por la procedencia del cordero. Eso habría que preguntarlo. Pero lo mismo podría fumar en pipa y no haría falta comer con las manos. Un restaurante persa con vistas al sur. Me pide que le cuente otra vez eso de los drones, del dominicano al que Sixto le ha encargado seguir a un dron. Le explico que Sixto se lo ha encargado a Richard pero que éste va a delegar la operación física en el dominicano. Existen pólizas sobre cualquier operativa más allá de las fronteras del Complejo Miramar. Existen unos procedimientos que alguien de legal se molestó en redactar.
“¿Cómo está tu madre?” pregunto considerando pedir más Heineken para demorar la elección del restaurante.
“¿Por qué no cenamos en casa?”
El camarero trae dos cervezas y más palomitas y una nota explicatoria sobre consecuencias potenciales ante la consumición de una tercera Heineken. La nota explica posibles sentimientos, argumenta posibles conexiones cerebrales, picos de depresión, cansancio, decadencia, dependencia. Marian lee la nota y luego la firma. Yo la firmo sin leer nada. Después del segundo trago me habla de su madre y de lo poco que le apetece la visita de Frederica. Me habla de un viaje cuando era pequeñita, con sus padres, a las Cataratas Victoria. Me habla del carácter explorador de su madre Sonsoles. Me dice no haber echado de menos nunca a su padre. Quererle lo quiso pero de lejos, como se quiere por obligación. Un amor de pasaporte, de formulario, de casilla que es preciso marcar. Sonsoles trabajaba para un mecenas ruso en un proyecto artístico faraónico.
“Hace falta pintar una montaña, algo así” dice mirando para otro lado.
Por los altavoces se escucha la voz de Otis Redding cantando I’ve Been Loving You Too Long. Marian no se da cuenta, no conoce la canción ni la historia que hay detrás. Hubo un asesinato de alguien muy famoso, a punto estoy de decirle para explicarle el sentido de la canción. La miro de frente. Se lleva la botella a los labios, da un sorbo y mantiene la cerveza en el paladar como tratando de masticarla. Arquea las cejas y las pecas de la frente hacen un sube y baja.

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