Wednesday 9 September 2015

“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”

La actitud de la calle a esa hora fronteriza es calmada, apacible. La luz se va poniendo por detrás de los edificios que dan a la avenida principal y es un atardecer amable, una puesta de sol con funda, con patinetes en las ruedas. El hombre del traje colgante desaparece por una cuesta abajo que conduce a un parking del cual sale un Subaru azul tuneado. Me había olvidado de que Ana estaba al otro lado del teléfono. Me pregunta si me acuerdo de aquella vez cuando cogimos el autobús aquel que nos sacó de Madrid. “Tú chupabas una piruleta”
Le pregunto si eso que suena de fondo es Radiohead y me contesta que es la radio sin más.
“Pero es Radiohead lo que ponen ahora”
“No sé… será, si tu lo dices”
Me llevo la mano a la cara y me froto los ojos descubriendo un agotamiento pretérito. Medito buscar un café donde sentarme a jugar a encontrarme mejor. Ana me dice que en esos casos es mejor no grabar, que ya me ha pasado antes y nunca es buena idea. Le pregunto si está pensando la vez aquella que le dejé la cámara a un señor con el que compartía barra en un bar, para que me filmara en estado de descomposición.
“Si” me dice de carrerilla. “Y luego vino lo del aceite en la barra”
“La lata de atún en conserva”
Me pongo a cruzar la calle justo en el momento que un Mondeo gira sin indicar, rozándome con el retrovisor. Aterrado le cuento a Ana lo que acaba de pasar. Tieso como una estalactita, siento que ya no puedo cruzar. El asfalto se vuelve corriente de agua marina, resaca que tira para atrás. Ana me pregunta si lo he grabado y si sale la matrícula. Le digo que tal vez no había sido un Mondeo. Me pregunto si no había sido el Subaru tuneado que hacía un rato había salido del parking justo cuando el hombre del traje. Me pregunto dónde andará el hombre del traje y si habrá llamado a alguna puerta, a algún piso, con la esperanza de que le abran, que le dejen entrar y le ayuden como buenamente puedan. Me pregunto por qué no habrá puesto el intermitente el coche que casi me atropella. Ana me pregunta si había paso de peatones. Le digo que no. Le digo que si hubiese puesto el intermitente yo no habría cruzado y así no habría pasado nada. Me recuerda que no ha pasado nada. Le pregunto por qué hay gente que no pone el intermitente. Si todo el mundo indicara su dirección, todo sería más fácil.
Extrapolar lo del intermitente a la vida y por ende a la voluntad aquella de la que hablaba Schopenhauer. Lo uno estaba reñido con lo otro. Si todo era una cuesta abajo los intermitentes no tenían cabida. Que los gorriones y las golondrinas pusieran el intermitente antes del quiebro de pájaro de Paul Eluard. Que las hormigas que desfilan del punto a) al b) pusieran el intermitente. Ana me dice que si todo el mundo indicase antes de girar viviríamos una utopía. Se me pasa el susto del atropello y me vuelve a sacudir la ansiedad que sucedió dentro del coche de Paco. El mal rato y la tapicería de piel y la niña subida de revoluciones por las sensaciones vividas en el parque. El olor a amargura que despedía Francisquilla por mucho curso de mindfullness y mucha actitud positiva y mucho crucero a Alejandría. La vida me dedica un mal rato. Cruzo la calle mirando veinte veces a izquierda y derecha. Encuentro una especie de bollería cafetería a la que me aferro como quien llega a algún sitio en mitad de un destierro. Le digo a Ana que como no puedo pedir y seguir al teléfono a la vez, que le voy a colgar. Me dice que si le cuelgo, apagará la radio, apagará las luces, y se pondrá junto a la ventana para que su silueta se entrevea desde la calle como si fuera un fantasma. Antes de colgar la escucho advertirme lo mucho que le gusta cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad y poco a poco se va viendo mejor.
“¿A cuántos kilómetros está Zaragoza de Madrid?” le pregunto a la camarera mientras me hace el café y me prepara la napolitana de crema.
“¿Te la caliento?”
“Caliéntamela si te da la gana”

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