Monday 18 February 2013

Camila y el Sexo

Cuando preguntado sobre sus inclinaciones sexuales Jacinto contestaba con frases frágiles, con rodeos, haciendo malabares con ciertos adverbios indefinidos, con dimes y diretes, con aspavientos. Hablaba poniéndose la mano en la boca como si fuera a carraspear. Yo le preguntaba si había tenido alguna vez eso que en los libros y las películas llamaban el amor de su vida y Jacinto se sentaba a cortarse las uñas de los pies y hablaba con el aliento entrecortado por el esfuerzo y la poca flexibilidad que tenía. Se tenía que poner un taburete justo enfrente de la bañera. Apoyaba el pie en el borde de la bañera y se sentaba echándose encima de sí mismo, sino no había manera.

El amor en general era para él algo demasiado perpendicular, me decía. No tenía nada en contra, ni mucho menos, ni era de la opinión de que la cosa estuviese sobrevalorada, no. Era otra cosa. Era la poca delicadeza que tenía aquello de enamorarse de alguien. Demasiado crudo, demasiadas asperezas, demasiado sopetón. Para Jacinto lo de enamorarse, visto desde su racionalismo más puro, era algo de mal gusto. Lo de conocer a alguien, sentirse atraído, follarse a tal o cual, pasar la noche en vela, contarse de la niñez de uno, despedirse de buenas maneras a la mañana, volver a coincidir, volver a meterla, volver a correrse, cogerle cariño a la persona, todo eso era distinto, todo eso lo podía entender como medio de vida, como elección y carrera, pero lo del amor de una vida, lo del convertirse en uno con el amado o la amada, la interdependencia, aquello no, si es que era eso a lo que me refería.

Le pregunté por esa tal Camila de la que tanto había hablado en según qué noches.

La tal Camila era una chica que a punto estaba de convertirse en hombre, me contó. Había trabajado en la cocina del Suspiros de España y según decía ella, ahora se sentía un hombre atrapado en un cuerpo de mujer. Un cuerpo de mujer con muy buena pinta, todo fuera dicho. Camilla y Jacinto venían de viejo, me contaba cuando solo le quedaban tres uñas por cortar del pie izquierdo. En su día habían sido pareja y luego jurado no volver a hablarse jamás y luego habían vuelto a ser pareja hasta que Camila le dijo que él era la razón por la que empezaba a sentirse un hombre y por la que quería empezar con la operación de cambio de sexo.

Esto no me lo dijo con mala baba, para hacerme sentir mal o para hacerme dudar de mi hombría, no. Me dijo que se sentía atraída a mí desde un punto de vista homosexual, algo muy difícil de explicar, algo que se tenía que estar allí y vivirlo para poder entenderlo.

Jacinto había querido cambiar de disco antes de seguir con la explicación. Debían ser las cinco de la tarde y se hacía de noche. El viento soplaba de abajo a arriba en la Calle Sepúlveda. A veces uno estaba mirando por la ventana de aquel piso tercero y veía una bolsa de plástico que aparecía de la nada, subiendo hacia arriba en una especie de ascensor inexistente. Se formaban pequeños remolinos de aire, tornados en miniatura que se llevaban por delante objetos dispares como cáscaras de pipas, boquillas de cigarros, hojas secas, trozos de tela y bolsas de plástico como la que yo divisaba subiendo en dirección al cuarto piso con vuelo firme y sublime.

La tal Camila con la que Jacinto había tenido una experiencia de yo-yo, un ir y venir, de tirarse de los pelos y luego llenarse las bocas de saliva, el uno al otro, sin que importase nada más, para luego volver al grito y a aquella especie de fracaso que era el desayuno para dos, a las siete de la mañana, cuando ni siquiera el sol aparecía por donde se suponía tenía que aparecer. La tal Camila que ahora lo había pensado bien y que sí, que iba a empezar con la operación de cambio de sexo, ya lo tenía todo mirado, tenía el dinero suficiente como para llegar a la fase tres, primero las hormonas, las inyecciones, los análisis de sangre, el proceso de recesión, poner una extremidad donde de momento había un agujero. Empiezan por las tetas, le había dicho. Y le había dicho que no se preocupara de nada, que aunque consideraba a Jacinto la causa única de que ahora quisiera (necesitara imperiosamente) cambiarse de sexo, a él no le rendía cuentas, a él no le iba a pedir ni un duro, eso corría por cuenta de ella, era una decisión personal. Y aunque sí que fuera verdad que él fuese la causa principal, había más cosas detrás, tenía que haber más cosas detrás de la decisión, no estaba segura de qué cosas pero tenía que haber más. Tal vez Jacinto fuese simplemente el canalizador, o la llama que prendía la mecha, tal vez sí tal vez no, pero en fin.

Jacinto de buenas a primeras no le dio más importancia al asunto, me contaba a punto de terminar con la última uña, abocado a la bañera. Y eso que, como decía él: “a uno esto no le pasa todos días, que una media novia a la que te has estado follando por los siglos de los siglos te diga que se lo ha pensado mejor y que se quiere volver hombre… En otros casos algo semejante hubiese dañado la autoestima del más pintao, hubiese producido escenas con gritos, insultos, estirones de pelo y portazo posterior”. Pero no fue el caso de Jacinto. Se lo tomó como una despedida. Luego Camila le preguntó si él creía que tal vez, una vez ella se hubiese ya convertido en hombre, si creía él que tal vez pudieran volver a estar juntos, a seguir follando pero de hombre a hombre esta vez. Jacinto entonces le dijo que se fuera a tomar por culo y durante los siguientes dos meses no volvió a dejarse caer por el Suspiros de España ni a volver a verla.

La próxima vez que se vieron fue de casualidad, en los alrededores del mercado. Ninguno de los dos había acudido a comprar nada. A Jacinto le gustaba dejarse caer por según qué puestos de venta, por los olores del genero. También le gustaba escuchar a los vendedores de pescado cantando a voces las mejores ofertas. Le veía algo mágico a la contraposición del pescatero o pescatera dando gritos mientras el pescado miraba absorto con la boca abierta. Camila pasaba por allí porque así acortaba de camino al despacho que tenía el médico privado que le estaba llevando el caso del cambio de sexo. Cuando Jacinto la vio notó algo extraño, algo distinto en el aspecto. Nada que ver con la cara ni con el acento ni con la manera con la que movía la frente al hablar, no. Era el pecho. Tenía menos pecho. Ella se dio cuenta de que él se había dado cuenta y le dio por reír. A buenas horas, le dijo, o algo así (Jacinto no recordaba con exactitud). A buenas horas te pones tú a mirarme las tetas, le dijo antes de que él se riese también, de puro susto, y luego se preguntasen el uno al otro lo que dos personas se preguntaban cuando llevaban tiempo sin verse, para que a continuación aceptarán ambos y de buena gana sentarse un rato en un bar que había no muy lejos de allí donde poder hablar con tranquilidad no ya del pasado sino de lo que les viniera en gana. Ella tenía menos tetas que antes pero tampoco era una exageración, me contaba Jacinto rememorando la historia. La vio y se quedó pasmado pero luego ella se rió y a él le hizo gracia y aquella risa disolvió el hielo y la mala sangre que había corrido entre los dos.

Ella tenía prisa porque iba de camino a la consulta. Jacinto se interesó por el proceso pero sin querer saber con mucho detalle. A ella le hizo gracia que él mostrase aprensión. Se pidieron dos cervezas y luego otras dos y luego algo de comer. Cuando Jacinto le preguntó por la hora a la que tenía consulta ella dijo que hoy no iba a lo que se decía una consulta consulta, iba por algo de papeleo, a firmar unos documentos que aparentemente había que firmar si uno quería cambiarse de sexo.

¿Y las tetas?

Lo de la reducción de pecho se debía a que ya había empezado a tomar ciertas hormonas. Ella tampoco se veía que le hubiesen bajado tanto. Se pidieron otra ronda y luego hablaron del bar Suspiros de España y de Marcelo el dueño y de lo mucho que había cambiado la ciudad en tan poco tiempo. Hablaron de ciertos bares a los que iban antes y que ahora, o bien se habían convertido en perfumerías o habían cambiado de dueños que los habían convertido en otro tipo de bar diferente. Hablaron de viejos amigos y de cuando en cuando intercalaron diálogos sobre el cambio de sexo y sobre lo mucho o poco que Jacinto había tenido que ver en el asunto. Más tarde decidieron mudarse de bar y ella dijo que si hoy no acudía a la consulta tampoco pasaba nada, firmar papeles se podían firmar mañana.

Una vez en la calle Camila se le arrimó y le agarró del brazo. El olor seguía siendo el mismo. Caminaban y Jacinto pensaba en ese olor tan distintivo que le había olido con rigor, en pretérito imperfecto, a la altura de la nuca. Caminaban del brazo en busca de un bar común, un sitio en el que se habían visto hacía siglos, no el lugar en el que se vieron por vez primera sino un lugar en el que fueron felices, un sitio al que habían ido mucho cuando fueron más jóvenes no ya como pareja sino como pandilla de amigos. Querían saber si el sitio todavía existía y si estaría igual que antes. Caminaban del brazo por la Calle y se acordaban de aquella canción que tanto ponían en la sinfonora de aquel bar, una canción que duraba ocho minutos y medio y sin embargo a todos los del grupo les resultaban siempre los ocho minutos y medio mejor empleados de sus vidas.

¿Cómo se llamaba la canción?

Ninguno de los dos nos acordábamos, me decía Jacinto con la vista en aquel paseo y aquellos días tiempo atrás. Yo le escuchaba con atención, la noche había caído ya enterita por la ventana. Yo le escuchaba y pensaba en esa tal Camila que tal vez ahora mismo ya no fuese Camila sino un tipo llamado Mariano. A punto estuve de preguntarle a Jacinto si en las operaciones esas de cambio de sexo ponían pijas artificiales cuando él siguió con la historia y a mí me pareció mejor callarme por educación y respeto al que entonces era mi compañero de piso.

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