Sunday 24 February 2013

AMBROSIO EL CHINO (To be continued II)

Ambrosio está sólo pero eso no le impide dejarse caer por ciertos bares y contar lo que no fue. No tiene una legión de fans ni tampoco amigos de los que se dicen amigos. Tiene gente que se acerca y pregunta si los rumores de que fue parte de la banda del Tano son ciertos. Johnny Tano, leyenda suburbial. En paradero desconocido. Presuntamente detrás de más robos posteriores al del banco. Según ciertas lenguas la banda ejecutó a la perfección el robo del siglo y luego diversificó negocio desde donde quisiera que estuvieran, a través de móviles y ordenadores, con mensajes codificados vía boca en boca. Diversificaron negocio y hay quien dice que estuvieron detrás de aquellos documentos perdidos que tan poco bulto armaron en los noticiosos sobre el gigante aquel petrolífero. Diversificaron negocio tirando para la industria energética, oil&gas, BP, Shell, Texaco. La policía también se había acercado a Ambrosio preguntando por el rumor y por cualquier tipo de información respecto al paradero de los presuntos ladrones. Todo había sido muy presunto. Ambrosio nunca dijo nada y sin embargo todo el mundo sabía. Antes de dar cualquier charla en cualquier bar había sido necesario realizar un sondeo en busca de oídos que pudiesen comprometer el relato. Ambrosio Maidana “El Chino” quien tenía gran parte de su familia viviendo en la argentina mientras él, tan poca cosa él, se dejaba caer por según qué taburetes de según qué bares de según qué barrios de Santiago. Antes había acudido mucho al Palacial, había dicho Jacinto. Se había dejado caer por según que antros del Palacial sin saber que estaba en el palacial ya que dicho nombre era propiedad intelectual de sólo unos pocos.

Hoy mismo es jueves y Jacinto no tiene ganas de ir a vender pastillas Petramax. Me dice que los jueves son un buen día para vender. Cierta gente de ciertos barrios se toma las cosas de otra manera sobre todo si se les visita el jueves a la hora de comer. Es el preludio del viernes y lo que acontece después. La gente con problemas siempre resulta más receptiva los jueves. Sin embargo no le apetece mucho y me pregunta por la chica que todavía no puedo nombrar y me dice que si sigo así no voy a llegar a ninguna parte y que seguro que por mucho gesto serio y postura chulesca, por dentro estoy llorando de pena por haber abandonado a mi mujer y a mis hijas. Le sugiero que no nombre a mis hijas. Me pregunta si llevo alguna foto de ellas en la cartera y vuelve a recalcar que la mayor se lleva poca diferencia con la chica por la que lo he dejado todo.

¿Qué es exactamente todo? ¿Qué tenía yo antes de esto?

Me sugiere que no haga preguntas directas ya que es de mal gusto y denota ignorancia y no saber estar en los sitios. Se va a la cocina donde se agacha enfrente de un armario que abre e inspecciona. Se rasca la cabeza, en cuclillas, dudando. Antes de cerrar me pregunta por cierta botella de vino o anís que suponía quedaba medio entera. Le digo que haga el favor de no mentar a mis hijas. Si conserva un mínimo de respeto hacia mi persona, que no las nombre, por favor. A Cecilia y Tadeo y los padres de ella y los amigos y a mi padre que cuando lo dejé estaba más pallí que paquí, a esos que los nombre todo que quiera y si es el caso que me haga preguntas que me ayuden a poder contar esta historia. Pero a mis hijas no, ese es el trato.

¿Qué trato ni que vainas?

A través de la ventana del cuarto de estar parece que llega el buen tiempo. Yo que nunca he sido friolero (ni cuando hice la mili), ahora me da por tiritar a la mínima.

Ambrosio el Chino es de familia argentina aunque él nació en Santiago. A veces pone acento argentino por joder. A mí me contó del robo, o de lo que él pudo ver antes del robo. A cambio de tres pastillas. Fue una mañana de agosto, yo estaba en el café de lo de Jaime y Rosita que por cierto, ya no lo llevan Jaime y Rosita. El otro día acudí y había cambiado todo, no solo los dueños. Ahora es una especie de bar con música, un disco bar para adolescentes, está cerca de un colegio. Han pintado las paredes de verde y las mesas son de un plástico brillante.

Jacinto me cuenta mientras pone sus zapatos al sol, en ese medio metro cúbico que tenemos de balcón, que Ambrosio el Chino en las distancias cortas, cuando se sincera, cuando se olvida por un momento de que es el famoso caco que nunca fue, ese que tan cerca estuvo y sin embargo, cuando se olvida de que es medio famoso, es un tipo entrañable con muchas cosas que contar. Cosas como la pasión por los aviones, aviones comerciales, “se los sabe todos. Y pasión también por la madera, por la talla. Es escultor. Se podría ganar la vida de escultor”, me dice Jacinto levantando el dedo y demandando un café bien cargado. “Podría ser escultor o dedicarse a la aviación y sin embargo, la derrota esa del golpe que nunca dio lo lastra. O eso o el fajo de billetes que de cuando en cuando le vendrá de debajo de las piedras, quién coño sabe, quién cojones soy yo para opinar”

A veces Jacinto me habla y a mí me pasa que llegado un momento desconecto de la conversación, como sin querer. Y desconecto independientemente de que el tema de conversación sea interesante o me enganche o sea algo anhelado. Desconecto sin querer, no por voluntad propia. Algo dentro de mí hace click y me quedo atontao, mirando pero sin mirar, pareciendo escuchar pero sin escuchar, con la mente en Babia.

Jacinto me dice que otra de las pasiones de Ambrosio Maidana “El Chino” es la música cubana. Música de los años cuarenta y cincuenta, me cuenta hablando con las manos. El son, el guaguancó, rumbas, boleros. “Este hombre es un intelectual. Nos sentamos en el parque a comer empanadas y entonces él se olvidó del robo y toda la mierda aquella del pánico al fracaso, y fue que se puso a hablar de la música cubana con una sonrisa en la boca, desprendiéndose del peso de su cuerpo. Y me hablaba del Conjunto Casino, del Conjunto de Arsenio Rodríguez, de la Sonora Matancera, de Celia Cruz, de la Orquesta Cosmopolita, de Beny Moré… eran como las doce del mediodía y yo iba borracho, no te digo más”

Mentiría si no admitiese que de cuando en cuando, como unas quince veces al día, pienso en mis hijas y entonces es como si el mundo se desplomase dentro de mis tripas. Siento una especie de tensión a la altura de los intestinos, un vértigo estomacal, una especie de abismo que me sube y baja por la garganta y tanto me aprieta que las más de las veces me tengo que levantar, excusarme y entonces me voy al baño a llorar.

“Cervezas y algún ponche y creo que vino también, las diez, las once de la mañana, si mal no recuerdo. Esto fue hace semanas, hace mes y medio o así. Cerveza, vino, ponche… en un estómago vacío como el mío. Porque yo hasta el mediodía no almuerzo nada, ya me conoces. Ambrosio me contaba de la música cubana y luego del mundo de los aviones, que todo fuera dicho, yo no conozco, nunca me ha interesado, yo no he ido en avión nunca, yo soy alma de barrio, ya me conoces, pensador equitativo, malgastador de tiempo porque considero que esa es la única forma de poder ganarlo. Yo viajo por dentro, ya me conoces, viajo no por lugares geográficos sino por parajes metafísicos, patafísicos… Pero déjalo. Tú no puedes entender. No tienes la categoría. No leíste ni a Schopenhauer ni a Kierkegaard y ni mucho menos al maestro Shunryu Suzuki Roshi. Roshi no es ningún apellido. Roshi en japonés significa maestro. El maestro Suzuki al que su propio maestro llamaba Pepino Torcido por la postura en la que meditaba. Bueno, que me voy de la historia, las once de la mañana, las once y media, tal vez las doce menos cuarto, y un servidor iba mamado. Y el Ambrosio este que se había quitado la careta y largaba como un loro y creo que llegado un punto, a las dos de la tarde o por ahí, me empezó a contar otra vez sobre el atraco y en particular me contó sobre esta chica, Martina, la única mujer de la banda, y bueno, me empezó a largar sobre la tal Martina, sobre esto y lo otro, y yo que por aquel entonces ya me había despejao a base del café negro ese que dan en el Bar Bandido, en la calle Sargento Aldea, el de las tortas, y bueno, que esa tal Martina que era de la banda y que todavía hoy sigue en paradero desconocido, que había algo en ella, en su manera de ser y de vestir que a Ambrosio le tiraba, o le había tirado. Martina era su nombre de guerra, un apodo. En realidad se llamaba Julieta Morales y pese a ser integrante de semejante banda armada, ella era mujer de familia, madre con un hijo y esposa de un marido, ahí es nada. De profesión, atracadora. Otras se dedican a la costura, o ejercen de amas de casa o se buscan cualquier parida en el campo, pero ésta no, ésta se mete en la banda más famosa de todo Santiago. Y todo eso a Ambrosio se ve que le fascinaba. Y la frialdad de esta chica. Y también la forma de vestir, muy europea según me contó. Con tejanos y unas blusas con cuello ondulado, así hacia abajo, cuello de mantel. Y le fascinaba que una mujer hecha y derecha, con sus labores diarias de madre, esposa y ama de casa, sacara tiempo para algo como aquello, el sector del ladrón profesional y los sacrificios que aquello conllevaba, porque esa es otra. Debían de ser ya las tres de la tarde y por aquel entonces Ambrosio se había tomado dos Petramax, yo sólo me había tomado media porque aquel día me sentía con fuerzas y no envidiaba ayuda extraordinaria. Debían ser las tres de la tarde porque los puestos esos de la Calle Franklin habían cerrado, los puestos donde venden tallas de madera y que Ambrosio había querido ir a ver para explicarme mejor sobre la talla de madera y la capacidad de saber apreciar lo que es una obra de arte y lo que no vale una mierda. Pero los puestos de la Calle Franklin habían cerrado y por eso digo yo que debían ser las tres de la tarde cuando nos dejamos caer por un bar que se llamaba Lomitos “Donde María”, un chiringuito de chapa con taburetes que dan al lado de la calle, en plena acera, y entonces Ambrosio se puso un poco serio y empezó a largar sobre la tipa esta, Martina, sin dejar que yo metiera palabra en la conversación. Me dijo que uno sabía de sobra cuando encontraba una persona especial. Cuando hablaba con alguien y se sintonizaba automáticamente y se sentía una fascinación como efervescente, creo que dijo, y bueno, que se le caía la baba con la tal Martina. Ambrosio me dijo que era por la complejidad de aquella mujer, porque tenía un marido y un hijo al que atender y sin embargo todavía encontraba tiempo para quedar por las tardes y entrenar en lo que a posteriori fue considerado el robo del siglo, por lo menos en Santiago. Noventa y cinco millones de pesos, que se dice pronto. Noventa y cinco millones de pesos a repartir no a partes iguales. Johnny se llevó más que los demás porque el proyecto fue suyo y porque puso los medios para entrenar. Alquilaba un almacén en Huechuraba donde entrenaban el robo, donde hacían ensayos. Debían ser las cuatro de la tarde (a mí me volvía a apetecer un vino tinto) cuando Ambrosio me contaba que lo de dedicarse al robo de bancos de forma profesional no era ningún paseo de rositas. Aquello no tenía nada que ver con lo que uno veía en las películas. Para empezar la gente no era tan guapa (excepto Martina), ni son tan listos, ni tan ambiciosos, ni confiados ni tampoco van largando chistes cada dos por tres. Los atracos o robos de la vida real nada tienen que ver con el mundo del cine, me largó. Lo mismo que cuando en una película o en una novela quieren volver el oficio de pescador en algo romántico. No, el pescador de romántico tiene cero. Una vida de mierda levantándose a las dos de la mañana, pasando frio, humedad, malviviendo hacinado en un cajón de madera con cuatro o cinco más… pues lo de ser atracador de bancos profesional es lo mismo, una mierda, según me explicó Ambrosio.

Había tardes en las que Jacinto se ponía a contarme cosas y así se nos pasaba el día. Estaba contando una cosa, sentado en el sillón amarillo, en ese tresillo que no era ni de terciopelo ni tela ni nada que pudiésemos descifrar. Un tresillo hecho de algo muy raro. Jacinto no sabía de dónde había salido. Había días en los que Jacinto me contaba historias y a veces alguien de la historia tenía algo parecido, o había hecho algo parecido a algo que había hecho alguien del pueblo, de mi pueblo en Zaragoza, y yo me acordaba de mi casa y de Cecilia y de las niñas y de mi padre quien por aquel entonces no sabía yo si estaba vivo o muerto.

Ambrosio “El Chino” Maidana, un tipo que era famoso en según qué ambientes de Santiago y con el que Jacinto coincidió un día de buena mañana y luego intercambiaron pastillas Petramax por historias sobre el robo, sobre el arrepentimiento justo antes de, sobre la cagalera que le entró, y luego la cosa fue más allá y terminaron pendoeando por determinadas zonas de Santiago, Providencia, Ñuñoa, Macul, barrios por los que Jacinto no se dejaba ver de a diario, zonas por las que según él no se le había perdido nada, calles que quedaban demasiado al este de lo que él consideraba su centro gravitatorio, el palacial y los chicos del grupo a los que cada vez veía menos y de lo que me echaba la culpa a mí.

Por esas calles no, pero por otras, sobre todo los domingos por la mañana, a eso de las once/once y media, me bajaba yo a pasear un rato para que se me airease la cabeza, porque todo sea dicho, yo vengo de un pueblo de Zaragoza y luego pasó lo de aquella criatura angelical, de dieciséis años, sí, ya lo sé, y de ahí al encantamiento este que sufro, o al envenenamiento, también se le puede llamar así, y esto que siento por esta chica que tal vez sea similar a lo que los drogadictos que se pinchan, lo mismo, y eso, que hay veces en las que me apetece salir un rato, yo solo, porque yo vengo de un pueblo de Zaragoza y aunque Jacinto haya sido tan bueno y me haya acogido en su piso y me haya impartido algo de su sabiduría y profundidad, pues en el fondo es un tío que no conozco de nada, si uno se para a pensar, y hay veces que necesito salir y que me dé el aire y dejar de escuchar su voz un rato. Por eso los domingos por la mañana me gusta salir antes de que se despierte y bajarme por la Plaza de Armas, entrar en la iglesia de Santo Domingo y sentarme en uno de los bancos de atrás mientras se celebra eucaristía y ver a la gente por detrás. Un día, estando allí en mitad de una misa, divisé tres bancos más adelante una nuca y un cuello y un pelo y una forma de cabeza que me hizo jurar por lo más sagrado que si aquella persona no era Cecilia yo me estaba volviendo loco. A punto estuve de levantarme y avanzar hacia ella. Me dio por pensar que sí que era Cecilia, que tenía que ser Cecilia y que la única razón por la que estaba allí era porque me había seguido hasta Santiago y había investigado y tal vez supiera donde vivía y por donde me dejaba caer. Se había venido detrás de mis pasos y se había convertido en detective. Habría dejado las niñas con su madre o con su hermana y se había plantado en Santiago o bien para pedirme que volviese o para algo peor. Me quedé estancado en el banco y no supe qué hacer. Estuve a punto de acercarme y tocarle la espalda y así que se volviera y verla otra vez pero no pude. Con el pulso temblando me salí a la calle, me fui por la Calle Bandera hasta donde la biblioteca y luego giré por Moneda y luego seguí caminando un rato sin saber muy bien por donde iba.

¿Me estás escuchando o no? Estás ahí embobado con los ojos abiertos como quien sueña despierto. ¿Qué joder te ocurre hoy? ¿Otra vez las dudas y la morriña? Hay que ser más hombre, venga huevón, échate un trago y me pones otro a mí.

Nos quedaban dos botellas de ponche que según Jacinto tenían que durarnos hasta el viernes. Si duraban hasta el miércoles sería un milagro, pensaba yo. Me hacía falta un trago, verdad como un templo. Nos echamos un trago cada uno y luego Jacinto puso un disco de Salvador Tarrés y se fumó un cigarro mientras el disco sonaba y tan pronto se terminó la canción volvió a la mesa.
El Chino Maidana se enamoró de Martina y no sé bien yo si al final eso tuvo que ver con lo de echarse atrás en el último momento, aquello de tirar el taladro al suelo cuando le quedaba menos de medio metro de tabique, diez segundos antes de ver la luz y las baldosas verde aguacate de los baños del banco, opina Jacinto.

Últimamente me parece verla por ahí, por la calle… me pasó en la iglesia el otro día.

Ambrosio me dijo que el túnel que excavaron tampoco tenía que ver con los túneles que enseñaban en las películas. Era un agujero, no un túnel. Una cavidad con sitio para un taladro y un taladrador tumbado pecho a tierra. Me dijo que el taladro lo agarraba con los brazos extendidos hacia adelante. Tan pequeño era el túnel que no podía ni hacer fuerza contra la pared que taladraba. Esto lo habían ensayado antes, en el almacén de Huechuraba.

¿Cuántas pastillas se tomó Ambrosio?

Johnny Tano tenía esta especie de almacén en Huechuraba donde habían ensayado como si fueran un grupo de teatro. Johnny escribió una especie de guiones para todos que si bien no habían incluido frases ni diálogos ni qué decir cuando, sí que les había enseñado a cada uno qué hacer en cada momento. Fue un guión pero de acciones. Se lo tuvieron que aprender. Decía cosas como: entra Martina y Johnny se queda en la retaguardia, Julio y Quiroga entran con las granadas, Martina se echa a un lado para que pase Johnny. Julio y Quiroga aseguran el perímetro. Martina acude a la caja uno… etc. Cuando el Chino tiró el taladro y dijo que no podía seguir adelante, Johnny tuvo que improvisar y repartir entre Julio y Quiroga las tareas de Ambrosio. Johnny a su vez también cambió de rol y se autoproclamó supervisor manager general del robo. Delegó ciertas responsabilidades en Martina. Sobre todo lo que tenía que ver con números, el precinto de las bolsas de dinero y más aún sobre todo lo de fabricar huellas falsas que complicasen la labor policial una vez se hubiesen fugado.

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