Thursday 2 August 2012

LAS VEGAS III

Mirado desde el techo se verían círculos y más círculos de todos los posavasos que quedaban esparcidos por mesas y barras. Todos con el logo azul y amarillo del hotel, el amago de esfinge, la garra de lo que parecía ser un tigre, los cinco diamantes y las gotas de mar. A ras de todas las cabezas que se asomaban a ruletas, juegos de mesa o máquinas tragaperras, una estela de catarata de humo de tabaco era succionado hacia el techo por los extractores mudos e invisibles. Alrededor de gente decente se agrupaba el servicio de acompañamiento, cuerpos de mujer con silicona y sin grasa. Mujeres con manos esculpidas para sujetar el cosmopolitan o el daiquiri. Botellas de Pernod que en otro lado hubiesen sido elemento decorativo allí se usaban para sofocar incendios de whisky y ginebra. Detrás de las barras aparecían caras de tormenta, la mala leche que muchos bármanes sujetaban en la mejilla después de meses entregándose al vicio de clasificar clientes según el poderío económico. Si uno era barman de un lugar de lujo esperaba atender a clientes de lujo. La gente como Martin no pertenecía a esa clase. Más allá de las mesas de juego y como parte del mobiliario del casino, siempre había mujeres aspirando algún recodo de moqueta. Aspiraban sin levantar la vista del suelo. De cuando en cuando se miraban entre ellas e intercambiaban mini conversaciones autóctonas. El poco polvo que crecía de las arañas que colgaban del techo era vaporizado por un sistema de aspiradora aspersor que en vez de aspirar escupía causando el mismo efecto. Un tipo muy específico de partículas disolvían el polvo y luego desaparecían dejando aroma a secuoya. Los clientes que no jugaban ni tampoco bebían, se aburrían vagando con la vista de lado a lado, aterrizando en gestos de otra gente, en muecas, en conversaciones que sucedían a cinco metros de distancia. Vivían la experiencia del casino a través de la experiencia de otros clientes con los que rara vez intercambiaban palabra. Cada tanto se veían clientes nuevos atravesando la parte delantera del casino que llevaba a los ascensores, cargados de Samsonites, Roncatos o Delseys llenas de ropa ligera, material informático y productos imposibles de encontrar allí (un tipo de galletas favoritas que solo se vendían en una tienda de Minnesota).

Según la tarde discurría y Martin pasaba de mostrador en mostrador, absorto en carreras de perros televisadas, sujetando cacahuetes que se quedaban a medio camino entre la mano y la boca, embobado como una mosca por el mínimo aspaviento exterior, conforme iban dando las siete de la tarde el paisaje cambiaba para mejor. La gente había subido a sus habitaciones, se habían vestido con camisas Pierre Cardín y habían descendido al mismo casino de siempre con la infalible sospecha de que la noche traería mejores sensaciones, todo cambiaría un poco para mejor. Y en cierto modo sucedía. La fuente del Bellagio seguía siendo acorralada por las mismas parejas que durante tantos años la habían acorralado para deleitarse con el chorro de agua que ascendía y descendía en comunión perfecta con los cambios de tono y ritmo de la melodía de la canción de la Pantera Rosa. La gente fumaba apoyada a la balaustrada de piedra como si realmente aquello fuese la fuente del Bellagio y como si no pasara nada, como si vestir el traje que se vestía y llevar a la mujer que se llevaba del brazo fuese lo más normal. Las mujeres más distinguidas iban vestidas con trajes oscuros y se cubrían la cara con gafas de sol antes del espectáculo de luces y colores. Martin y Arianna transitaban de casino en casino y de espectáculo en espectáculo. Sin haberle puesto nombre y apellidos a la relación, a veces se cogían de la mano, dependiendo de lo tarde que fuera y lo cansada que estuviera ella. Se iban al Bellagio y de ahí al Caesars III y luego al Paris II y de vuelta al Bellagio donde se sentaban a la barra del bar Mixologie donde una copa de champagne y un Manhattan costaba lo que en otro tiempo había pagado una familia entera para pasar una semana. A veces pedían sin darse o cuenta o sin querer darse cuenta. Pedían por equivocación, brindaban sin mirarse a los ojos y cambiaban de conversación.

Aquella noche habían subido la música del bar. Acudir al bar del Bellagio les era conveniente por la atmosfera decadente y porque usando el pasillo que había en la parte posterior, se iba a parar justo a las escaleras mecánicas que subían a la plataforma donde paraba el raíl-car que los llevaba al Aria. Aquella noche habían puesto un disco de Al Green y por razón desconocida el bar manager había subido el nivel de volumen prestablecido por la dirección del hotel. Martin supuso que tal vez fuese un poco contento. Por los altavoces se escuchaba I’ve Never Found a Girl y el barman daba palmadas secas y bien marcadas cada vez que el estribillo. Inmerso en la canción daba palmadas muy acompasadas, dejando pasar demasiados segundos entre golpe y golpe, yendo más lento que la melodía de la canción. Se balanceaba con los ojos cerrados como si estuviese escuchando How Can You Mend a Broken Heart en vez de I’ve Never Found a Girl. Arianna dijo que iba borracho, tenía que ir borracho. Miraban al camarero balanceándose y canturreando. Se habían sentado en dos taburetes de la parte trasera. Ambos mantenían la copa agarrada aunque éstas reposaran sobre la barra. Ambos mantenían el otro brazo caído. Miraban atónitos al camarero, bar manager, puertorriqueño de vocación, como si fuese otra atracción de hotel, como si viniera con el entretenimiento del complejo.

Esa misma noche, sin haber caído en la cuenta de cenar por muchos créditos y mucho hambre que hubieran tenido, a la altura del cuarto cóctel, cuando alguien de dirección había venido y se había llevado al bar manager (no opuso resistencia), cuando el nivel del volumen de la música había sido reducido lo suficiente como para que fuese otra vez música ambiente, ruido de fondo, esa misma noche Martin se había querido quitar un peso de encima con Arianna. Le dijo que tal vez aquellos cócteles, aquellas facturas, aquellos créditos que gastaban, tal vez no fuesen tan irresponsables ni tan chulescos ni tan arrogantes. Ella llevaba unos vaqueros negros ajustados, unos zapatos de tacón morados y una blusa blanca sin mangas. Se había recogido el lateral del pelo con horquillas y por encima de la frente sujetaba un amago de tupé. Se había vestido con un gesto más radical que de costumbre. Aparentaba filo y congelación. Frenó en seco el trago que estaba dando a su copa de champagne. No se había esperado que “la conversación” o una rama de “la conversación” fuese a aparecer allí en vivo y en directo, sin previo aviso, y menos de su boca, justo cuando tan a gusto habían empezado a estar.

Martin se había olvidado de que todavía no se habían terminado las bebidas, ni siquiera las tenían a mitad. Hizo tentativa de llamar al camarero. Arianna le sujetó del brazo. Martin se dio la vuelta y se le quedó mirando fijamente. No hizo falta que le dijese que ya tenían bebidas.

Aquel casino. Todos los hoteles que había en la avenida. Todo aquel nova más del que se habían rodeado mientras que más allá del perímetro la gente se aplastaba por encontrar un metro cuadrado que no estuviese habitado. Era verdad que los hijos de él estaban ok y que los padres de ella habían sido incinerados. Era cierto que en teoría no tenían de qué sentirse avergonzados. Nelson también tenía lo suyo. El mundo se iba al carajo. Había demasiada gente y no había comida ni agua potable para todos. Pero a lo que él iba era algo distinto. Arianna le interrumpió para decir que le apetecía fumar. En aquel bar no se podía fumar, contestó Martin señalando detrás de la barra pero queriendo señalar el bar como un todo. Arianna le pidió que se salieran fuera. Había una terraza cruzando una puerta. Podían salir por el acceso que daba a las piscinas y sentarse en las tumbonas. Si le pedían al camarero de buenas maneras seguro que no le importaría que se sacaran los vasos. Martin necesitaba sacarse de la boca aquella catarata de palabras y frases que le quería decir. Tenía prisa por vomitar. Salieron fuera y se sentaron a los pies de dos hamacas en paralelo. Se sentaron a la orilla de una piscina. Arianna se encendió un Marlboro y le ofreció otro a Martin.

Aquello que le quería decir no tenía carga emocional. Tampoco era nada particular. Era una generalidad que se le había ocurrido aquella tarde y que esperaba que le hiciera sentirse mejor y sobre todo menos culpable. Una leve brisa se había levantado de la parte baja del hotel. Arianna sintió con agrado el ligero látigo del aire seco en los tobillos.

Se había tirado gran parte de la tarde caminando avenida arriba avenida abajo, ya sabía ella. Se veía un hotel allí en frente y se iba hasta allí porque se suponía que estaba a cuatro pasos, luego se tardaba más de media hora en llegar. Uno nunca terminaba de acostumbrarse al engaño visual de aquella ciudad. Arianna daba caladas laterales al cigarro. Cada vez que soltaba el humo lo hacía encogiendo el cuello y soplando hacia el cielo. Había que ver con cuanta perfección construía el hombre. Había que ver aquellas avenidas, le decía volcado en la conversación, gesticulando como pocas veces gesticulaba. Había que ver cuánto trabajo y cuántos cálculos y cuántos quebraderos de cabeza y concentración ponía el ser humano en que aquellas avenidas fuesen bien rectas, en que aquellos edificios estuviesen nivelados de forma perfecta. Cuánto pensamiento había ido en que la ciudad como tal fuese capaz de respirar con autonomía, de ser un ente homogéneo, con sus alcantarillas, su saneamiento, su abastecimiento de electricidad y agua, con sus aparatos de aire acondicionado.

Arianna se había terminado la copa de champagne y quería otra. Martin le pidió que se fumase otro cigarro porque ya terminaba. Arianna obedeció sin necesidad.

Si se paraba a pensar, si se detenía un momento y pensaba en el ser humano en general, en toda la pasión y el trabajo que ponía la gente en sus vidas para que el edificio o la avenida que construían fuese perfecto y recto y pulcro y sin escapes de ningún tipo, si se fijaba en la cantidad de trabajo que presidentes ponían para dictar mociones y establecer procesos, y en cambio luego se fijaba en el poco trabajo, la poca energía, el poco empeño que todo el mundo ponía en llevar a cabo labores de auto-reconocimiento personal, la facilidad con la que todo el mundo seguía a lo suyo sin pararse a preguntarse las preguntas que realmente importaban y que quemaban lo mismo que el hielo. Si ella se paraba a pensar en la escasez de gente que realmente se sentaba a preguntarse por qué esto y por qué lo otro, por qué se había usado ese tono de voz con la madre, por qué se quería a alguien cercano solo a medias, por qué se había masturbado pensando en la hermana o en la vecina, por qué le daba lo mismo que aquel cáncer llegara a buen o mal puerto siempre y cuando no salpicase… Si ella caía en la cuenta de lo mucho que la gente se empeñaba en que lo de afuera fuese perfecto y lo poco o nada que se empeñaban en que lo de adentro fuese ok (tocándose el pecho a la altura del corazón), ahí tenía ella el calmante moral, ahí tenía ella la demonstración teórico práctica de que ellos dos, por estar donde estaban y por hacer lo que hacían, no eran ningún par de monstruos siempre y cuando se comparasen con el resto de los mortales. A continuación quiso decir C’est la vie como colofón y punto y aparte pero no dijo nada.

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