Saturday 28 July 2012

LAS VEGAS II

Como tampoco se había inaugurado esa especie de relación que mantenía con Arianna si es que se pudiera llamar relación al hecho de compartir habitación con mueble-bar, bañera con jacuzzi y vistas al Cosmopolitan. Una relación que las más de las veces consistía en dejarse caer por el casino, jugarse 50 créditos a la ruleta, las infinitas discusiones sobre la esencia del juego, cuando Martin trataba de convencerla para que jugase al rojo y negro en vez de a números ya que lo importante era jugar y no ganar ya que ganar no se ganaba nunca, al menos no de manera substancial o definitiva, y por ende era mejor que jugase a rojo y negro porque de esa manera las fichas duraban más y ella se entretenía más y así podían pedir más rondas gratis, podía pedirse otro gin-tonic que rebajase su ansiedad y desazón, y aquellas conversaciones, aquellos argumentos que se daba el uno al otro mientras la bola de cualquier ruleta del casino del Aria giraba, aquella forma con la que sujetaban los vasos, manteniéndolos a una distancia prudente de la ruleta y el tapete, mientras se asomaban absortos a la ruleta en sí haciendo fuerza con las entrañas para que la bola cayese en rojo y no en negro, aquellos silencios y aquellos gestos, todo eso era más o menos la relación que mantenía el uno con el otro. Los paseos por la noche, la fuente del Bellagio que ya no hacía tantas cosquillas, los chapuzones en la piscina, las subidas a la torre de la Estratósfera desde donde se adivinaba el final del perímetro de seguridad, la necesidad de hacer lo que fuera, mantener las mentes ocupadas, ver películas, pedir batidos de fresa al servicio de habitaciones, cualquier cosa con tal de no hablar de lo que en realidad hacía falta hablar, del qué cojones pintaban ellos allí con la que estaba cayendo, teniendo familia como tenían, y luego, en secreto, a ambos les entraban ganas de tirar las vacunas por el balcón que no tenía la habitación, ese era el problema, o la excusa, y luego Arianna se tumbaba en el colchón Sealy y daba vueltas y revueltas llevándose las manos a la barriga y quejándose de lo mucho que le dolía la barriguita cada vez que se bebía un batido de fresa y que sí, ya lo sabía, si no le importaba que se evitase sus juicios de valor y sus comentarios de sabelotodo y aguafiestas, no tenía 5 años gracias. Y Martin no decía nada. No decía mucho. Se quedaba sentado en el escritorio que tenía la habitación pero sin nada que escribir, sin ningún experimento en el que trabajar, sin diario ni bloc de notas. Se quedaba sentado y de cuando en cuando cerraba los ojos, o pretendía ver la televisión. Compartían la habitación en mayor medida que compartían la relación. Aquella unión, contrato, reciprocidad que mantenían, era bidimensional, una relación basada en compartir las mismas dimensiones de espacio y tiempo, una coincidencia.
Salió sin decir adónde iba. Al otro lado de la puerta se encontró con el impacto del ambientador del hotel, mezcla de pino y perfume, que corría a chorros por los pasillos de moqueta inmaculada. Antes de cerrar la había visto acomodada encima de la cama, boca abajo pero con el pecho erguido, los codos apoyados en el edredón, las manos sujetando una revista, los pies en alto, el pelo recogido en coleta irregular. Antes de cerrar la puerta y marcharse, se quedó estancado en aquel milímetro de cuello que asomaba dulce y perenne, casi omnipotente.

La confusión que manejaba dentro del hotel era una confusión mostosa, difícil de agarrar o analizar. Cada vez que cerraba la puerta y salía al pasillo, se dirigía hacia el ascensor sin grandes propósitos, con la escasez de brillo en los ojos del reo, con la sensación de ser león de circo. De cuando en cuando veía alguna bandeja en el suelo con restos de lo que pudo ser un desayuno o una merienda. Durante los primeros días ambos se habían gratificado del altísimo nivel del hotel. La rapidez con la que la habitación era limpiada. La precisión con la que plegaban las toallas. La ejecución brillante de cualquier tarea que en casa hubiese supuesto esfuerzo y malagana. Llevar la ropa al tinte, hacer las camas, aspirar el suelo, recoger vajilla. Allí era todo “gratis”. Al principio les había impactado muy gratamente por todo aquello que ya no tenían que hacer. Habían admirado cada uno de los servicios del hotel. Sin embargo, con el tiempo, se habían acostumbrado, y ya no se lo tomaban como algo extraordinario y maravilloso. Ahora que habían digerido que aquello era lo normal y que para eso pagaban lo que pagaban, pues qué menos, y con lo mucho que pagaban, ya no lo tenían claro, siempre se podía mejorar. Habían pasado de la boca abierta y el asombro a la mala baba que otorgaba la rutina y la costumbre. Por eso cuando Martin veía alguna bandeja que había sido depositada en el pasillo, al otro lado de la puerta, para que el servicio de habitaciones se la llevase, si veía una bandeja que todavía no había sido recogida, se lamentaba muy internamente, y le jodía aunque fuese diminutamente, y torcía el morro, todo de forma muy imparable, sin que hubiese nada que pudiese hacer, aun sabiendo que aquello era una gilipollez y que él no era ese tipo de persona, que a él le daba igual, pero era imposible, el sentimiento de crítica sobre cualquier imperfección le salía de tan adentro que no lo podía remediar. Por eso a veces, cuando veía una bandeja en el suelo, ponía su cronómetro en marcha, se quedaba al final del pasillo, se iba a la zona donde tenían los sillones y las revistas, una especie de mini hall que había en cada planta, y luego volvía a los cinco minutos para ver si se habían llevado la bandeja. La operación era repetida hasta que o bien se llevaban la bandeja o hasta que surgía cualquier otra cosa igualmente irrelevante que hacer.

Quiso preguntarle lo que cobraba por estar todo el día metido en un ascensor apretando un botón que no era nada difícil de apretar y que ni siquiera supondría esfuerzo alguno si los clientes lo apretasen por sí mismos. Quiso preguntarle cómo llevaba aquello de ser botones, chico de ascensor, si tenía familia lejos de allí a la que mandar dinero, quiso preguntarle cuanto cobraba y si tenía un piso favorito, si había uno de aquellos botones con números que fuese el botón que más le gustaba accionar. Martin quiso preguntarle cuanto medía. Era un chico bajo y delgado, con cabeza igualmente delgada y ajustada. Martin quiso preguntarle si existía alguna regla que impedía a gente alta ser botones de ascensor. O mujer. Quiso saber por qué no había mujeres que desempeñasen ese papel. El chico le contesto con sonrisa de hotel que claro que había mujeres. Allí en el Aria tenían una. Antes habían tenido dos pero una de ellas se había quedado embarazada y la dirección del hotel había decidido que un sitio cerrado y claustrofóbico como aquel no era el lugar ideal para alguien en estado. Le preguntó si sabía su nombre. El chico dijo que el nombre era Martin pero no estaba seguro del apellido. Se disculpó por no saber su apellido. Esperaba que lo comprendiese, habiendo tanta gente como tenían en el hotel, más de 4000 habitaciones, “ya se puede imaginar usted”, dijo quitándose un peso de encima. Pero claro que lo conocía, le había servido en numerosas ocasiones, a veces de bajada, otras de subida, unas veces solo, otras en compañía de la señorita Arianna… a veces solos, a veces con más pasajeros. ¿Era así como los llamaban? ¿Pasajeros? Pasajeros o clientes, daba lo mismo. A él le gustaba más el término pasajeros porque lo convertían en piloto, comandante, conductor… era una palabra que pintaba mejor, le hacía sentirse mejor… ya se podía imaginar, todo el día allí metido daba para mucho, dijo dejando escapar una sonrisa con artrosis. Cuando llegaron a la planta baja y las puertas se abrieron, Martin le dijo que ahora y si era posible, quería subir a la planta 35. El mozo dijo que como no. Martin tenía ganas de seguir hablando con el chaval. De subida a la 35 le preguntó si conocía a la señorita Arianna mejor que a él. Sin ruborizarse el chico contestó que la señorita Arianna era muy fácil de conocer ya que desde el primer día siempre le había dado conversación, la conocían todos los mozos de ascensor. Martin sintió un pedazo de envidia muy mínimo como para que contase como envidia. Ella era más extrovertida, más superficial sí se quería, hasta ahí todo bien. El chico tenía pinta de morirse de ganas por saber qué tipo de relación mantenía Martin con la señorita Arianna y cuál era la razón de la estancia en el hotel. Se moría de ganas por descifrarlo y poder contárselo a los otros mozos de ascensor. Sería una práctica habitual entre el personal de hotel. Sin tener otra cosa que hacer se la pasarían descifrando las vidas de la clientela, tal vez apostando por el número de divorcios del señorito cual o sobre los hijos de la señora tal o sobre los amantes o peleas o razones que los habían traído hasta allí.
Cuando llegaron a la planta 35 le dijo que quería bajar a la planta 7 para subir luego a la 18, de ahí a la 2, de la 2 a la 39 y de la 39 a la 21. Le preguntó si era posible. El mozo se giró hacia el panel memorizando el recorrido como si de un taxista se tratase.

El trayecto fue interrumpido en varias ocasiones. En la planta 35 se subió un hombre demasiado alto para lo viejo que aparentaba ser. Martin habría jurado que en la vida había visto a un viejo tan alto. Quiso bajar a la planta baja. El mozo del ascensor miró a Martin en señal de consentimiento. ¿Bajaban a la planta baja para depositar al viejo o hacía falta seguir con el recorrido que Martin le había pedido de antemano? Por detrás del campo de visión del viejo, Martin asintió para que bajasen primero a la planta baja en la cual, y después de que el viejo bajase, subió nuevamente más gente (una pareja y un niño) que quiso subir al piso 24. El mozo volvió a mirar a Martin en busca de aprobación.

El tiempo de cada trayecto dejaba poca opción para las inspecciones profundas de cada elemento, cada viajero que subía. En la planta 13 se les subió una pareja a primera vista infeliz. La mujer había mirado a Martin con cara de auxilio y deseo. En la planta 7 había entrado una niña en silla de ruedas sin padres ni persona de acompañamiento y en la 18 se había apeado lo que a Martin le había parecido una prostituta filipina. Si no hubiese sido filipina tal vez le hubiese sido más difícil encasillarla como prostituta.

Cuando volvieron a estar solos Martin le preguntó si había visto la película “Grease” y si tenía idea de lo antigua que era. Luego quiso preguntarle si tenía alguna relación sentimental, si tenía novia, novio, mujer… Quiso saber sobre la opinión de un mozo de ascensor sobre el amor en general y sobre la posibilidad de querer a más de una mujer en igualdad de condiciones pero en cantidades distintas. Martin seguía muy nervioso ante la inminente llegada de Carla y quería saber sobre la posibilidad de un amor general, extendido a más de una persona. El mozo contestó que todo dependía según lo que uno entendiese por “querer”, que aquello del “querer” podía tener muchos significado por lo que dependía de a qué “querer” se estuviese refiriendo. El ascensor se había detenido en el piso 23 y Martin bloqueaba los sensores impidiendo que las puertas se cerrasen. Aquella conversación necesitaba de postura estática. El hecho de “querer” se dividía en cuatro categorías principales. Primero estaba el querer sin más, ese que sucedía de refilón, el que no necesitaba de grandes aportaciones ni dosis energéticas. El tipo de querer que se mantenía a sí mismo, que no necesitaba que le dieran cuerda. Algunas parejas funcionaban así. Luego estaba el querer a medias, según la conveniencia. Este era un tipo de querer más acomodado y más de tipo consumista. Un querer como comida rápida, con vasos de plástico y ofertas de 2 x 1. Un tipo de querer que se generaba en grandes cadenas de producción y que aunque barato, duraba poco. Este era el más común y el que más se veía en las películas. Martin preguntó si había manera de parar el ascensor. Se cansaba de mantener la pierna en los sensores. El mozo le dijo que claro que se podía, podían darle a la alarma, al botón de parada. Pero seguridad se daría cuenta y contactarían de inmediato para saber lo que pasaba. Martin sugirió salirse del ascensor aunque fuera durante cinco minutos. Se podían sentar en el hall de la 23. Él podría dar parte a sus superiores. El mozo le dijo que les estaba terminantemente prohibido abandonar el ascensor. ¿Qué pasaba si necesitaba usar el lavabo? Los descansos de lavabo estaban programados de antemano. Su próximo break sería en veinte minutos y constaría de cinco minutos. Martin no tenía ganas de esperarse veinte minutos para seguir con una conversación que podría tener con cualquiera. Martin pidió que subieran a la 32 y que tal vez después de la 32 bajaría abajo donde había pretendido bajar desde que había entrado al ascensor, hacía ya un rato. El mozo le dijo que también estaba el “querer” por obligación, léase familiares o gente en condiciones desfavorables a las que sería imposible no querer. Un cachorro de perro también entraría dentro de este grupo. La última clasificación del “querer”, la 4, era el querer o amor como mal menor. El amor que se profesaban las parejas que seguían juntas no por vocación sino por razones económico-sentimentales. Las parejas que seguían juntas porque valía más diablo conocido. Las parejas de andar por casa.
La conversación sobre el “querer” había desgastado su estado de ánimo. El mozo de ascensor ya no le parecía simpático. Una dosis de malagana se le había aposentado en la boca del estómago. Era el tipo de malagana que uno sabía que estaba ahí pero que tan pronto se la buscaba no se la encontraba. Un tipo de infelicidad muy similar a la felicidad. Antes de abandonar el ascensor, cuando se aproximaban a la planta baja, el mozo de ascensor, crecido por sus propias ideas y por el hecho de que alguien ajeno al servicio las escuchaba y se interesaba por ellas, dijo que también estaba lo del país. Que uno quería de manera distinta según del país que fuese. Él, por ejemplo, venía de la Argentina. Aunque no se le notase por la gran pronunciación que tenía del inglés, él venía de la Argentina y allí la gente se quería de otra manera, se tocaban más sin que ello implicase un amor más maricón o amanerado. Allí era un amor tal vez más físico y menos racional. En América parecía obligatorio aclarar las emociones que uno sentía hasta la hora de mear. En Argentina era distinto.

No le dijo adiós ni que pasara un buen día. El mozo sí que se despidió de manera efusiva. Más tarde les contaría a sus compañeros que había tenido una conversación muy profunda con el hombre de la 27, el tal Martin, el novio o marido de Arianna. A Martin se le había quedado mal cuerpo y ya no se acordaba de las razones que lo habían llevado a bajar abajo. No se acordaba si se había marchado porque en ese momento había necesitado espacio, porque había necesitado estar en un espacio distinto que no incluyese a Arianna y la coleta irregular. Deambuló por el casino sin rumbo fijo. A aquella hora de la tarde nunca se percibía mucho ambiente. Las mesas del fondo estaban copadas por gente de origen asiático, la mayoría en edades avanzadas, vestidos impecablemente. Al pasar de largo, una de las mujeres que estaban allí acompañando a los maridos, una mujer que aunque fuese bastante más joven que su marido no podía considerarse joven por rondar los cincuenta y muchos, intercambió miradas con Martin y descargó sobre sus ojos toda la sensualidad y el dolor que unos rasgos asiáticos pudiesen descargar. Tratando como estaba de olvidarse del mozo del ascensor se permitió una pregunta adicional al respecto, ahora que aquella mujer le había mirado con aquellos rasgos de alfombra persa. Pensando en Carla, que a punto estaría de llegar, y pensando en Arianna que seguiría tumbada boca bajo, inmersa en uno de esos paréntesis de tiempo que sólo ella era capaz de crear y que tenían compuertas acorazadas, de apertura retardada, pensando en las dos se preguntó no sólo si era posible querer a dos mujeres de la misma manera pero si se podía querer a alguien más o menos dependiendo del color del pelo. Dando un rodeo por las mesas de blacjack y pasando de largo por las tres escaleras por las que se accedía a la plataforma donde, de cuando en cuando, se disputaban torneos de Texas Póker, se preguntó si era viable querer más a alguien por ser ella rubia, morena o pelirroja. Si el hombre llevaría en los genes un filtro o sensor que provocase una descarga mayor de eso que llamaban “amor” según el color de pelo de la mujer en cuestión. Un: "La quería porque era pelirroja"

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