Sunday 8 July 2012

EL ANUNCIO

Suena el despertador como si sonase en otra casa, en otro día, en otro tiempo distinto. Me inclino sobre la cama, me quedo sentado respirando con dificultad. Me dejo caer dentro de un par de pantalones que ya llevo puestos. Pongo la cafetera de memoria, me voy al baño y permito que el agua me salpique en la cara. Nada cambia. El rostro permanece sin ser mi rostro. De camino a la cocina experimento un sentimiento de ausencia y de falta de originalidad. Me toqueteo los pies y las manos. Me agacho a coger el periódico que han deslizado por debajo de la puerta. Con el café en los labios, proyecto la atención a las noticias de internacional primero y a los deportes después. Encadenando titulares, intercambio palabras y sílabas de noticias distintas. Aburrido pero todavía con el periódico a mitad, sopeso poner la radio o llenar la bañera. Entre deportes y sociedad, mis ojos aterrizan en la sección de obituarios. Con asombro primero, luego curiosidad y dolor de pecho después, mis ojos ven el obituario de un nombre y apellidos familiares. Leo con dificultad que hoy se ha muerto un chico con mi mismo nombre y apellidos. Se llama igual. Necesito leerlo repetidas veces. Me escuecen los ojos. Me levanto al baño y me vuelvo a lavar la cara. De regreso, el mismo nombre quien ha fallecido por causas todavía desconocidas, sigue ahí, en negrita. La familia está muy apenada. El entierro tendrá lugar mañana a las once y media en la capilla del Carmen. Pienso en mi familia y la imagino muy apenada. Debajo de la mención a la familia descubro que el finado también tiene un hermano que se llama José Carlos y tres sobrinas, Lena, Jimena y Soledad, las cuales lo recordarán siempre. Pienso en mi hermano José Carlos y en su gabinete médico. Pienso en mis sobrinas Lena, Jimena y Soledad, y en lo bien que lo pasamos en la casa de campo, el verano pasado. Me duele que mi cuñada no aparezca en el recordatorio. Entre Claudia y yo siempre hubo fricción, cierta tensión sexual. Vuelvo a leer los nombres de mis familiares. Me levanto y me bebo otro café. Ese nombre y esos apellidos son los míos. Según el periódico me he muerto y mi entierro es mañana. Tal vez esa sea la razón por el picor tan repentino que me sale en los brazos, por lo mucho que me costó dormirme anoche, por la desgana que he sufrido de un tiempo a esta parte. Me pongo a gritar en medio de la salita de estar. Me pongo a dar saltos sobre el sillón. Pongo la radio a todo volumen. Pongo la televisión y me cambio de ropa. Antes de poner más café, saco el listín y busco el teléfono del periódico para pedir explicaciones. Si se trata de una broma quiero saber quién es el culpable. Probablemente Vicente, o Santa María, la pandilla del 4. Los jodidos cabrones. Vaya mierda. Entre cabreado y humillado me quemo los dedos con la cafetera a la vez que marco el número del periódico. Me alegra el hecho de que el quemazón me duela, prueba irrefutable de que estoy vivo. Mientras el teléfono comunica vuelvo a pensar en Claudia y las posibles razones que la hubiesen llevado a no poner su nombre en caso de que hubiese muerto, al fin y al cabo soy su cuñado, joder. Finalmente alguien del periódico contesta. Con voz perenne, de plastilina, con voz de estatua hecha con palillos, una chica anuncia el nombre del periódico, da los buenos días, y pregunta en qué me puede ayudar. Antes de nada le digo mi nombre. Pronuncio mi nombre y apellidos con confianza, como marcando el terreno. A continuación le pregunto por la sección de “Obituarios” y demando que se me ponga en contacto con el responsable. La chica, con un tono de voz envidiablemente educado, parece no entender mi petición. Me pide perdón por no entender. Me ruega que vuelva a repetirle la petición. Le pido que me ponga con el responsable de la sección de “Obituarios” ya que estoy convencido de que alguien me ha gastado una broma de mal gusto que posiblemente raye en la ilegalidad. Estoy seguro de que el responsable de “Obituarios” querrá saber de lo ocurrido tanto o más que nadie. La chica repite la palabra obituarios. ¿Obituarios?, me pregunta, preguntándose a ella misma. Obituarios, sí. ¿Obituarios? No entiende lo de obituarios. No sabe a qué me refiero con eso de obituarios. Objetos perdidos, sociedad, internacional, local, deportes… No, la sección de obituarios, donde se anuncian las personas que han fallecido. ¿Fallecido? ¿Se refiere usted a gente que ha muerto? Sí, le contesto indignado por la poca profesionalidad y la insultante ignorancia. No entiendo que puedan tener a alguien tan sumamente imbécil como punto de contacto con el mundo. Aquella recepcionista es la voz del periódico, un periódico reputadísimo y culto, y sin embargo tienen a una analfabeta como recepcionista. ¿Obituarios? Sigue sin entender a lo que me refiero. Me dice que muertos se anuncian en “Sociedad”, pero cuando alguien ha sido asesinado o algo por el estilo, cuando es noticia. ¿Acaso se refiere usted a eso? ¿Le paso con “Sociedad”? Con la paciencia de un santo le digo que sí, que si es tan amable que me pase con alguien de “Sociedad”. Aunque no sea la sección que necesito pienso que quien quiera que me conteste de “Sociedad” podrá entender lo que son obituarios y me pondrán en la dirección correcta. La chica me pone en hold. Mientras espero aprovecho para dar un sorbo al café y a volver a leer mi nombre y apellidos en el periódico. Sigue siendo mi nombre. No lo he soñado. Me doy una bofetada para comprobar que estoy despierto. Me pellizco y me golpeo el codo contra la esquina de la mesa. Me duele. Me duele y el titular sigue ahí con mi nombre y apellidos, con el nombre de mi hermano y mis sobrinas, y con la ausencia del nombre de Claudia. Deduzco que quienquiera que sea quien haya ejecutado esa broma tiene que conocerme muy bien o de lo contrario hubiesen incluido a Claudia. Me da por pensar que tal vez haya sido mi hermano. Pero, ¿por qué haría él una cosa así? Alguien contesta al otro lado del teléfono. Para mi disgusto es la misma voz de antes, la recepcionista. Me dice que lo siente mucho pero que no hay nadie en “Sociedad” que conteste, tal vez estén todos fuera o hayan parado a desayunar. Me pregunta si me puede poner con otro departamento. Le digo que “Obituarios”. Me dice que lo siente mucho pero que no entiende a que me refiero con obituarios. ¿Obi-qué? Antes de poder demandar hablar con su manager o con alguien medianamente inteligente, la conversación se corta. Al principio me da por pensar que ha sido ella quien me ha colgado. Pero no, no ha sido ella. Es mi teléfono. La línea parece muerta. Parece que haya sido desconectado desde fuera, como si repentinamente la compañía hubiese dado de baja el teléfono. Desenchufo el aparato y lo vuelvo a enchufar. La luz sigue funcionando. El teléfono como aparato sigue bien. Es la línea. Tal vez sea un problema general. Lo mejor será preguntar a los vecinos, tal vez les haya pasado lo mismo. Me dispongo a abandonar el piso, salir al rellano y llamar a la puerta de enfrente, al piso de Matías y Julita. Si les ha pasado lo mismo, todo ok. Me pongo una camisa encima de la camiseta, me miro en el espejo para comprobar que tengo el pelo visible y me dispongo a salir cuando la manivela gira pero la puerta no abre. Está cerrada con llave. No recuerdo haberla cerrado con llave la noche anterior. Recapitulo las últimas escenas de la noche anterior, cuando entré a casa… no, no recuerdo haberla cerrado con llave, de hecho nunca la cierro con llave. Estará atrancada. Intento abrirla tirando del pomo hacia arriba, hacia los laterales, empujando la puerta hacia afuera primero y luego hacia dentro, pero nada, no abre. Estará cerrada con llave. La habré cerrado con llave sin darme cuenta. Me voy a por las llaves. Una sequedad de garganta se apodera de mí. Me siento muy incómodo conmigo mismo. Vuelvo con las llaves. Efectivamente la llave no estaba echada, estaba en lo cierto. No podía estar echada porque no recuerdo haberla cerrado con llave jamás. Estará atrancada. Necesito sacar mi caja de herramientas y ver si puedo arreglarla. Antes de ir al trastero a por las herramientas vuelvo a intentar abrirla con todas mis fuerzas. Nada, imposible. Me voy al trastero. Me asalta cierto sentimiento de aprensión. No tanto por el anuncio en el periódico como por el hecho de que no pueda salir del piso ni pueda avisar a nadie por teléfono para que me saquen de allí. Las dos únicas ventanas del piso dan a la parte trasera del bloque, a un descampado por el que rara vez pasa nadie. Saltar sería imposible. Me invade un poderoso sentimiento de claustrofobia. Mejor darse prisa con las herramientas. Siento como si tuviera bichos dentro de la camiseta, me pica todo, estoy sudando. En el trastero no encuentro la herramienta. Retrocedo mentalmente a la última vez que las usé. Fue para montar la estantería del cuarto de estar, tienen que estar allí por cojones. Miro debajo del zapatero, encima de la mesa, dentro de los cajones… Estará dentro del armario donde guardo las cajas de libros y la ropa de invierno. Es un armario empotrado. Me meto dentro del armario y agradezco lo fresco que se está allí dentro. Prácticamente sin luz, voy dejándome guiar por el tacto. Reconozco la superficie de cartón de las cajas de libros, varios abrigos, sigo guiándome a través de las yemas de mis dedos pero sigo sin dar con la caja de herramientas. No está tampoco allí. Me dispongo a salir pero no encuentro la puerta del armario empotrado. Me he desorientado en medio de tanta oscuridad y tanta urgencia. La luz que entraba por la puerta del armario ya no entra, es como si en la casa hubiese anochecido por completo y de ahí a la oscuridad más absoluta. Echo mano de las cajas otra vez para tener una referencia con la que orientarme pero ya no encuentro ninguna caja de libros, tampoco los abrigos. Ahora lo único que soy capaz de palpar es una superficie de madera de pino que me oprime. El espacio se ha reducido. Ya no puedo mover las piernas, ni los brazos. Estoy tumbado envuelto en lo que parece ser un ataúd.

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