Tuesday 3 July 2012

MATI (Y CARLA)

Cada vez que la avalancha de sequía de Matilde le agarraba así por la espalda y esa especie de erupción de lava de olvido le empujaba a soltar el sándwich, tirar la cerveza, ponerse una camiseta y bajar a la calle, un impromptu de ansiedad le arrebataba hasta el punto de que hacía falta doblar por Hillside Street y bajar hacia el barrio de los mercaderes y buscar como quien buscaba aire, algún sitio donde beber coñac y bourbon con agua, buscar algún taburete donde sentarse y apoyar los codos y contarle al camarero acerca de aquella mujer llamada Matilde, parienta de un servidor y madre de sus hijos. A veces se bajaba por Borrough’s Park y otras veces se metía en Travis Rock donde se sentaba a la barra y pedía cerveza de importación, Coronita o Heineken, y se quedaba allí sin hablar con nadie, intercambiando de cuando en cuando información hueca con el camarero, hablando de esta o aquella banda, de incidentes como el de la gasolinera. Había veces que cualquiera de los presentes abría la boca para hablar de la semilla aquella que aparentemente iban a sacar los de Mosaico y que ya era hora pues la gente de los estados del sur se estaba muriendo de hambre. Él no decía nada. Tampoco se sentía más motivado al respecto. Las bocas que demandaban la semilla solían ser las bocas equivocadas con el acento erróneo. La semilla no tenía que ser un calmante, una inyección contra ansiedades, tampoco comida gratis. Martin miraba de reojo el teléfono del bar y dudaba sobre hacer aquella llamada. Podía llamar a Matilde o podía llamar a Carla para decir que ya estaba de vuelta. Pero no solía llamar a nadie. Se quedaba un rato más en el bar y si acaso se iba a dar una vuelta por el puente York y por el barrio de Knotts con sus casas de aspecto fantasmal, con sus calles empedradas, sus quioscos cada cincuenta metros, los cafés todos cerrados, el puesto de lotería y el reguero de papeletas usadas en el suelo, la tienda de ropa que en su día había sido tienda de caramelos y anteriormente el bar que regentó Dick Mitchell y al que tanto le había gustado ir en sus primeras noches indianas. Aquellas fugas a las tantas de la noche, aquel apetito a sequedad, aquel empujón que sufría muy de vez en cuando, proyectaba cuestiones generales, maquinaba preguntas que rara vez podía contestarse. El futuro venía disfrazado de caperucita cada vez que doblaba una esquina, especialmente cualquier esquina que desembocase en el Boulevard Martin Jewell o en Headcorn Drive. Preguntas que no tenían que ver tanto consigo mismo como con los acontecimientos que esperaban a la vuelta de la esquina y que de un modo u otro necesitarían ser resueltas. A veces, y solo a veces y como excusa para apartar su mente de todo aquello, de cualquier cosa que implicase procesos en los que haría falta tomar decisiones, diseñaba en su mente diálogos imposibles, sucesiones fonéticas que no llevaban a ningún sitio, suponía conversaciones que incluían diamantes y tuberías rotas, enfermedades arteriales y camisas blancas, deportaciones y gusto por un determinado tipo de detergente. Como una especie de marea siempre presente, como un puente todavía por construir, por mucho que se diera la vuelta por los Carabin Quarters o que bajase por la rotonda de Milton Smith, por mucho que se dejase llevar hasta el final de White Meadows, tarde o temprano había que volver, hacía falta volver al apartamento donde Carla estaría redactando algo, habría que dar por finalizada la aventura, la expulsión al otro lado de su cuerpo, el devaneo interior, arrancarse la garrapata de tiempo. Y era que al volver a casa se encontraba con el puente por construir. Todas aquellas preguntas cargadas de futuro, todas aquellas decisiones por tomar, el trabajo en la granja, la proposición de la semilla, la relación con Carla, la no relación con Matilde y su enfermedad, la distancia con Nueva York, los hijos, el trabajo… todas aquellas preguntas necesitaban respuestas y todas esas respuestas que no se daba eran las únicas capaces de construir el puente por el que tenía que pasar para llegar a casa, el puente a medio construir, la razón de aquel merodeo circunferencial, de aquel rodeo por Headcorn Drive y White Meadows donde de vez en cuando se instalaban feriantes con sus cacharros hidráulicos y sus casetas donde vendían fichas de plástico.

A veces Martin se sentía culpable de que no pasara nada más, de que a pesar de todo lo que pasaba a su alrededor, entendiendo a la nación entera y al mundo por extensión como ese alrededor, a pesar de aquel tobogán de desastres de primer grado, Martin entendía que algo tenía que pasar y no pasaba. Entrecortado entre dos momentos, entre dos situaciones, entre dos mujeres, entre tanto pasado y tan poco futuro. Era más que nada el incendio ese que se suponía tenía que haber prendido y del que todavía no se tenían noticias. Era la falta de necesidad de llamar a los bomberos. Era Carla en bragas tumbada boca abajo sobre el colchón, escribiendo en su portátil, dejándose palabras al aire, jugando con los pies de manera inconsciente, ladeando la cabeza al ritmo de una canción mental, también invisible. Era Matilde llamando a deshoras, requiriendo su presencia a deshoras, no en el cuarto de estar pero sí en el filo de su mejilla, repitiendo una y otra vez que donde las dan las toman, reprochándole sin palabras el incendio aquel que tampoco sucedió en la casa de Park Slope, lo mucho que se había oxidado su cuerpo de tanto hacer la compra, de tantos yogures con estampitas coleccionables, de tanta sequedad de garganta, de aquella especie de suicidio que resultó su relación en común, no suicidio físico sino suicidio desde balcones de plástico. La decadencia era prorrogable, pensaba Martin cada vez que subía por Martinfield Road y especialmente cada vez que pasaba por aquella tienda donde vendían un poco de todo, desde papel higiénico y comida en conserva hasta revistas porno y polvos para lavar. La decadencia era prorrogable, le había pasado antes con Matilde y aunque todavía no le pasara con Carla quién le firmaba a él una garantía, un crédito hipotecario, quien avalaba, quien ofrecía indemnizaciones en caso de despido y putrefacción emocional. Hacía falta tomar decisiones, sobre todo respecto a la semilla. Luego sobre la mujer y sobre el espacio geográfico en el que se tendría que ubicar, la situación cotidiana, la dirección a la que enviar por correo las botellas de Calvet que de cuando en cuando le mandaría su amigo el inspector de procesos. Habría que elegir un sitio como Surf City y tal vez llevarse a Carla consigo como quien pescaba al arrastre, como sin quererlo, proponerle a Carla un despido voluntario, una deposición, e irse a vivir a Surf City donde tarde o temprano terminarían construyendo barreras en el mar y donde tal vez no llegasen los ecos del desastre por llegar, donde los disparos fallidos no tuvieran alcance, donde las llamadas a deshoras tampoco tuvieran alcance, buscar una casa sin teléfono, vender el experimento no a Mosaico sino a cualquiera que corriese con los gastos de aquella casa en Surf City y de la no compra de un teléfono. Habría que averiguar cuánto costaría la incomunicación.

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