Friday 22 July 2022

El Lago Ontario alguna vez

            En la sede de Salchichas de Pollo Inc el viento sopla como salido de un extractor de bar. Inés nos ha vuelto a escribir otra carta desde Turquía, sus ojos azules en cada letra, en cada palabra. Le acecha una guerra, nos cuenta como si desde aquí algo fuera posible. Ustedes no son escribas, nos dice dirigiéndose solo a mí. Ustedes andan con esas gaitas pero de mirarse al espejo lo justo. Yo dejo la carta y la meto en un cajón porque tengo cosas más importantes que hacer justo a esta hora de la tarde de un verano abrasivo, cuando bajar a la Plaza Tirso de Molina produce sentimientos encontrados, el paisaje post-apocalíptico de cada verano en Madrid, a las 4pm, cuando ni los yonkis aguantan.

Una vez en la plaza me doy cuenta que llevo la carta de Inés en el bolsillo. Un día le dije que siempre he desconfiado de la gente cuyos nombres llevan tilde a lo que ella sugirió que me tomase otra copa. La copa me lleva a mirar las terrazas de los bares casi desiertos por el calor.

El miedo a uno lo asalta sin previo aviso. Hoy estás bien y mañana también. Se asusta uno de los amaneceres también, por mucho que en Salchichas de Pollo Inc eso de las adicciones se trate de manera abstracta. Importa más llevar un sombrero de fieltro y un bigote pintado con rotulador rojo y sobre todo una lata de tomate triturado en el bolsillo de la gabardina. El objeto tiene que caber a duras penas.

Aquí muchas veces hemos abordado el tema de la nada. Y cuando hemos hablado de la nada no lo hemos hecho nunca en el sentido existencial, no. Aquí hablamos de esa nada que sí pasa. Las acciones del antes y el después. El accidente que por casualidad no llega a pasar, que se queda en nada, dicen, esa es la que nos interesa. También la sincronicidad que llevan a que en ese minuto, en ese segundo, finalmente no pase nada. Ese es un nada muy gordo para nosotros. Y nos desvivimos por alcanzarlo, o por no alcanzarlo, según las redes que se tengan para pescarlo.

Este miedo que uno lleva ahora en el pecho se parece bastante a esa cosa que finalmente no sucede porque James Bond desactiva la bomba en el último segundo y la gente dice menos mal. Eso es un poco el desembocadero de nuestra lucha diaria, fallida o no, del miedo en la boca del estómago.

Me voy a uno de los cafés de Opera a beber Coca Cola Zero y a comer pistachos y no me digan que la chica americana, pelirroja, que se sienta a mi lado y me pregunta temas geopolíticos, no me digan que no es linda. Le saco la carta de Inés del bolsillo y parece comprender todo de inmediato. Me dice no importarle, que si puede quedarse en mi mesa, que soy un tipo gracioso. Yo las manos las llevo bien pegadas al pecho para que el miedo no se me vea, para que no se me caiga allí en la mesa y destroce los vasos, las copas, las cortezas de cerdo que nos han puesto no sé a santo de qué.

Yo soy el nieto de un abuelo perfecto, le cuento. Yo soy nieto de José Mateo. Existía una paridera con corderitos, se lo juro, existen fotos que lo prueban.

El contacto se produjo como se producen todos los contactos en cualquier terraza de cualquier bar del barrio de Opera de Madrid. Unos chicos tocaban No Surprises en la calle y los dos tarareábamos la canción todavía en mesas separadas. Luego me pidió un cigarrillo, creo, o el camarero se confundió con los pedidos y me puso el vodka tonic delante y a ella la Coca Cola Zero, y creo vio en mis ojos el miedo de tener el licor delante, y se me tiró encima a retirar el cocodrilo de mi cabeza, me puso la Coca Cola sin decir mucho más y se quedó sentada a mi lado. Yo solo pude acertar a decirle que por qué tenía que ser pelirroja.

Me contó que venía de Sacramento y que vivía en una calle con nombre de perro. Su piel blanca se hermanaba con la luz que flotaba en el aire pesado, no corría viento y sin embargo daba la sensación de que soplaba en dirección a sus pecas. Llevaba unas Converse All Star y apunto estuve de decirle que en mis años mozos esas y las Stan Smith eran de lo más normal. Pero no dije nada y a cambio hablamos un rato de Radiohead. 

Conversábamos principalmente en inglés. Las horas pasaban y con ellas el miedo. El vodka se lo terminó de un trago y pidió un café para aliviarme. Tuvimos que comprar más tabaco porque la tarde había exprimido los últimos cigarrillos. Luego me dijo que sabía perfectamente quién era yo, que me había visto en muchos hombres, en muchas ciudades, en diferentes décadas. La carta de Inés se disolvía en mi bolsillo. Luego quiso saber por qué llevaba conmigo una lata de tomate triturado y sin dejarme contestar dijo deja-que-lo-adivine. Pero no supo adivinarlo, no supo cómo seguir.

Ninguno de los dos teníamos adonde ir. Nos prometimos que pasara lo que pasara no intercambiaríamos números de teléfono (yo no tenía), ni direcciones, ni citaríamos lugares ni momentos donde tal vez uno de los dos desembocase. La ciudad se achicaba en verano, eso sería más que suficiente. Me preguntó si había visitado el Lago Ontario alguna vez. Le contesté que existía un artículo por escribir. Sobre qué, me preguntó. Eso es lo de menos, le dije queriendo poner mis dedos sobre sus labios para rozarlos levemente, de manera casi imperceptible.

¿Por qué no me salvas la vida?



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