Tuesday 9 August 2016

Las chicas del 17

Las chicas del 17 insistían en los beneficios que otorgaba el vóley playa. Estrategia, concentración, sincronización… valores todos muy necesarios a la hora de la invasión. Cuando vieron al cura pasearse por el hall del hotel, Manuel Acacia dijo que allí nadie había pedido un cura. Sensato se quejaba de que tuvieran la música tan alta. El ala oeste se llenaba de gente adicta al trasnochar. Iba a hacer falta que alguien ayudara a desplegar las cortinas de la puerta que daba al balcón. Juanma y Savio advirtieron que la isla ya no formaba parte de ninguna monarquía. El Estado Mayor les había otorgado el grado de república independiente. Sir Wilfred Houston había ocupado dos minutos de su tiempo en ponerse al aparato y desearles lo mejor. Les dijo que se acordaba como si fuera ayer de la última vez que visitó el hotel, todavía de la mano de su madre. La fachada blanca y el ruido del mar que taladraba la playa. Los chicos seguían sin tener claro sobre la necesidad de limpiar el litoral. El orden, la limpieza y la pulcritud no siempre invitaban al asalto. Margarita Freemont se interesaba por los avances del proyecto de manufactura del órgano Hammond. Juanma y Savio aseguraban que estaba al caer. Cuatro o cinco semanas como mucho. Dependía del tiempo que pudieran dedicarle enteramente. Preparar la isla para la invasión y construir un órgano medianamente competente no eran labores fáciles de alternar. Habían solicitado no tener que acudir a los dos ensayos de la tarde. Si conseguían esas tres-cuatro horas libres, el órgano estaría listo antes de tiempo. Si las fechas fuesen favorables, creían que tendrían tiempo para dar unos cuantos conciertos antes de la invasión (cosa que no vendría mal aunque solo fuera por aquello de ensayar). Margarita Freemont era una de las pocas personas en la isla con derecho a no acudir a los ensayos. Por algo era una actriz de renombre. Por algo la habían traído en hidroavión. Por algo le habían asignado una de las pocas habitaciones en la planta alta del hotel. Juanma y Savio le pedían que interviniese por ellos. Ella les podía ensenyar a actuar. Clases privadas. Lo que fuera con tal de no acudir a los ensayos generales de la tarde. A Margarita Freemont le daba por reírse a carcajadas. Basculaba la cabeza hacía atrás, sentada en la butaca amarilla, con las piernas cruzadas, la media melena rizada, los collares de plata que hacían chin-chin.

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