Friday 25 November 2016

Rick Manniesky

Para subir a la setenta y dos era necesario tomar tres ascensores. Sixto vivía entre la noventa y la noventa y cinco donde gran parte de los brokers de TRAX y el management de Swiss, Carradine, Texaco, Moll & Moll. Cuando entré se hablaba de una empresa en Arkansas. Dos hermanos habían dejado los estudios y dirigían ahora, bajo las siglas de su apellido, la Experiencia del Titanic. Claudio, Mara y Richard opinaban mezclando expresso y Perrier. Construir el Titanic a medida, una réplica. Vender la experiencia del Titanic. Meter a todos pasajeros a bordo y llevarlos al ártico donde implementar el naufragio en el mismo punto, a la misma hora. La gente pagaría según la experiencia deseada. Si querían salir rescatados en bote antes del hundimiento, tanto. Si querían irse abajo con el buque y ser rescatados del agua, tanto. Si querían permanecer a flote un rato, abandonados a la oscuridad, otro tanto. Iba hacer falta que uno de nosotros viajase a Arkansas y departir con estos chicos. Adelantarse al último rizo. Estudiar la viabilidad del proceso. Cuánto costaría el barco. Quién construiría la réplica. De dónde se sacarían los muebles. Iba a hacer falta que uno de nosotros se desplazase a Arkansas. Coger el Pontiac, salir del parking, bajar al downtown, coger la 80, salir de la ciudad, pasar por Salt Lake, Rock Springs, Cheyenne, entrar en Nebraska, coger la 29, parar en Kansas City. Tratar de ver más allá del paisaje y las prisas. Lo que nos dijo siempre Sixto. Tratar de encontrar más allá. Entrar en cualquier tienda, hablar con la dependienta, preguntar direcciones, recomendaciones, decirle que tiene un nombre muy bonito. Descubrir allí donde no mira nadie. Parar en Kansas City y buscar en la agenda de contactos por si acaso alguien viviese allí. Conducir por Walnut Street, aparcar en cualquiera de los parkings de Grand Boulevard, entrar en Anthony’s y pedir la lasaña tradicional de Teresa. Pasear la comida en Davis Park. Mirar el reloj y bostezar y señalar con el dedo el hotel donde quitarse los zapatos y poner la tele y llamar a Marian para dar las buenas noches.

Mara dice que Peter Morgan de futuros solo concede entrevistas en uno de los campos de golf del complejo. Hay otro proyecto que tal vez necesite de Peter Morgan. Un marine. Un ex-marine, piloto de drones. Mataba a distancia, desde una base en Delaware. Un chaval que reclutaron por sus habilidades con la Play Station. Campeón o subcampeón de un torneo internacional de un juego muy famoso. Un juego de guerra donde hacía falta puntería y manejar bien los tiempos. Un torneo que organizaba la firma que había producido el juego. Alquilaban un hall en una universidad, un pabellón deportivo. Ponían hileras de tableros y metían cientos de PCs con sus respectivos dueños. Sudaderas con capucha. Chocolatinas con galleta. Toda clase de zumos y derivados en tetra brick. Cajas y cajas de Coca Cola Zero. Un torneo donde se juntaban los mejores del mundo previa invitación de la firma. Billetes pagados. Estancia en hamacas dentro del recinto. Colchonetas por todos lados. Furgonetas que vendían hamburguesas y pulled pork y burritos con carne y chorizo caramelizado. Alguien dentro del ejército recibe una llamada de alguien de la empresa organizadora. Hay un chaval, le dice. Tantos años. Vive en Delaware con su padre. Por el día va a clase, por la noche despunta en artillería pesada, blancos móviles, disparos sin ángulo. Un chaval perfecto para el nuevo programa. Gracias por el contacto. ¿Qué hay de lo mío? La seguridad no tiene precio. Dinero contante y sonante. Un tipo de la firma que hace la llamada desde una plataforma elevada sobre los jugadores. Habla con el ejército sin desviar la mirada del chico. Diecisiete años. Dieciocho como mucho. ¿Cuál era la póliza respecto a la edad? En las guerras no hay edades. Si no matas te matan. Un chaval que vivía con su padre en Delaware. Un chaval llamado Rick Manniesky.

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