Wednesday 9 April 2008

MARCELO EL VIDENTE

No hay en este mundo nada más espantoso que tener el don de poder vislumbrar, en un instante, acciones que sucederán en el futuro más cercano. A mí nunca me había pasado. Nunca pensé que fuera una persona más sensible de lo normal. Es más, siempre me pareció lo contrario, siempre creí que mi cuerpo era un armazón que no dejaba entrar ni salir cualquier vestigio emocional o psíquico. Yo siempre había pensado ser un chico de piedra, de rodillas puntiagudas, de codos duros, raspados. Hasta que el otro día, cuando salí del trabajo para ir a comer, conducía por la carretera que llevaba a Ashford, y al cruzarme con aquel autobús y distinguir perfectamente la cara con todos sus rasgos del conductor del mismo, el corazón se me vació por dentro, y desde entonces y hasta el accidente, no pude dejar de mirar por el espejo retrovisor como ese autobús se desplazaba hacia el fatalismo.
Lo espantoso del hecho no tiene nada que ver con la impotencia que siente uno al saber que algo horrible va a suceder y nada puede hacer al respecto. Esto no tiene nada que ver con historias de héroes que se derrumban cuando no salvan a la chica en el último segundo, no. Lo que yo siento cuando en el paréntesis de un segundo vislumbro una fatalidad que está a punto de ocurrir, es más que nada miedo en estado puro. Simple y llanamente miedo. El miedo que no tiene forma, el horror que hierve en el pecho, el vómito de siniestro, el apagón en las entrañas. Es un miedo tan inexplicable como inexplicable es el don de poder ver lo que va a suceder a la vuelta de la esquina.
Cuando divisé a lo lejos al autobús circulando en dirección contraria a la mía, ya supe sin saber que algo no estaba bien del todo. Habían coches circulando delante del mismo pero yo solo veía al autobús. Un autobús viejo, conducido por alguien que rondaría los 30. Un autobús rojo y blanco que circulaba sin llamar la atención de nadie excepto la mía. Cuando pasó a mi lado, algo hizo que mis entrañas se tambaleasen, y fue como si toda la energía que yo poseía en ese momento, se fuese con el esfuerzo de la visión. Y es una visión que ni siquiera es visión en sí. Porque yo no ví el accidente con todo tipo de detalles. No se ve el hecho que va a suceder como si uno estuviese viendo una imagen filmada, no. Yo presiento que algo espantoso va a suceder, y en el momento en que aquel autobús pasó en dirección contraria a la mía, supe que ese algo que iba a suceder iba a ser un accidente. Cuando el autobús se cruzó conmigo, entonces si que pude ver con nitidez el rostro del conductor. Vi su cara despreocupada, sus arrugas, el deje de su piel, su frente despoblada, y luego pasó. Pasó y entonces concentré mi mirada en el espejo retrovisor por el cual ahora vislumbraba la parte trasera del mismo, alejándose de mí, y acercándose al fatalismo.
Pasaron cuatro horas hasta que desperté en el hospital. La policía me dijo que había sufrido un accidente espantoso y que me había salvado de milagro. Aparentemente, el hecho de haberme quedado pasmado mirando por el retrovisor a aquel autobús, había provocado que me saliese de la carretera y chocase violentamente contra la esquina de una casa. Pregunté por el autobús y nadie sabía nada de ningún accidente.

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