Wednesday 2 May 2012

EL RAYO CÓSMICO (PARTE II)

Caminamos con el rayo cósmico a cuestas. Caminamos al mediodía como quien ha perdido el autobús, entre pueblos sin semáforos, con el trigo y la cebada y lo que queda de huerta como camino. Caminamos llevando a rastras la poca urgencia agregada. Jacinto se ríe del tonto del pueblo, del pueblo anterior. A mí se me queda algo de Quijote y Sancho Panza. Nada que ver con nuestras personalidades, ni los hablares o el esperpento. Es más que nada la manera con la que andamos por el arcén, entre tanto mediodía de provincia, de carretera secundaria, sin nubes en el horizonte, con el cantar de las cigarras, el oasis en cada curvatura de asfalto, las uñas de los pies largas, el zapato que se come el calcetín de tanto andar. Jacinto había pensado dejar que una televisión pudiese filmar no el rayo cósmico en acción sino el aparato que llevábamos en el saco y que denominábamos rayo cósmico. Nos intercambiábamos el saco de Nitrato de Chile. En un pueblo una mujer nos sacó pastas y vino casero. Nos invitó a su casa de baldosas gélidas y paredes recias. Los interruptores de la luz negros, en forma de pestillos laterales. Casas de pueblo con timbre de teléfono, con puertas que no cerraban del todo bien, los ladridos del perro, la roña en las rodillas… Se me antojaba cierto quijotismo en la manera con la que nos arrastrábamos de pueblo en pueblo con el rayo cósmico a cuestas, sin que nadie supiera que lo llevábamos en el saco. En según qué pueblos había alcalde y banda municipal esperando junto al cartel de la entrada. Muchos pueblos llevaban la palabra “de” intercalada. Jacinto me contaba de Alfredo Landa y Marisol y de cierta película ambientada en San Fernando. Me contaba de una chica con trenzas, con plena pubertad en ebullición, granos en la cara. Me contaba de aquellos besos sin lengua donde se pretendía ser John Wayne o Rooster Cogburn. Yo entonces me acordaba de Magdalena y me venía el peso ese en el estómago que achacaba a los últimos mantecaos que nos habíamos comido, o al último pandero, o a las magras con tomate. Jacinto quería comprarse alpargatas de campo, yo prefería mis Nike Air Jordan. No resultaba fácil preguntarse sobre los porqués del rayo cósmico y lo que en realidad suponía. Jacinto me contaba, por las noches, que echaba de menos la bodega del “Bolero” y la humedad y las astillas que se le clavaban a uno cuando se apoyaba en las paredes del barco. Según qué noches en según qué pueblos, cualquier mujer nos dejaba dormir en una alcoba con cama alta y mantas pesadas y muñeca de tamaño natural haciendo de adorno, de pie, en un rincón de la habitación. Jacinto echaba de menos Formentera. Yo echaba de menos la protección que la isla me otorgaba contra el dolor por la pérdida de Magdalena. En según qué pueblos de Lérida, Huesca o Zaragoza, cuando en cualquier taberna o bar casino me permitía compartir mis penas con cualquier alguacil o con cualquier herrero, entre vinos que dejaban marca en el vaso, ellos decían Madalena en vez de Magdalena. Contraían las silabas haciendo rodar la palabra Madalena. Sin darle más importancia de la que tenía luego se pedía otra ronda y se cambiaba de tema. Había quien nos ofrecía dinero por acudir a sus casas y hacerles levitar algún electrodoméstico en privado. Hubo quien pidió que se hiciese levitar al electrodoméstico con el hombre montado encima. A Jacinto no le gustaba salirse de la rutina establecida. Le gustaba dictar reglas. Las demostraciones privadas se podían llevar a cabo según la justificación que ofreciese el demandante. No era cuestión de dinero, decía mirándome las Nike Air Jordan en mitad de otra carretera, al mediodía, sintiéndose a disgusto con sus alpargatas recién estrenadas

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