Sunday 15 January 2017

Polaroid

Me agarran el brazo cuando me hablan. Nunca antes me habían agarrado del brazo para hablarme. Tal vez con cinco, seis, siete años. Mi madre me agarraba para que no me fuera corriendo. Tenía algo importante que decirme y la única manera de mantenerme escuchando era agarrándome, por la fuerza. Igual que un dibujo animado que trata de arrancar corriendo en el sitio hasta que finalmente lo sueltan y sale disparado, derrapando. Ahora me agarran otra vez del brazo, para hablarme. Esta vez no es para detenerme ni para forzarme a escuchar. Esta vez no tengo muy claro por qué lo hacen. Gente que entra y sale. Se acercan y me agarran del brazo. Gente que llora porque me ve llorando. Hay gente llorando en el salón. Se sientan en sillas donde nunca antes se había sentado nadie. Las sillas que trajiste de casa de tu madre cuando compramos la casa, las de la mesa en la que nunca nos sentamos a comer. Ahora la mesa también está siendo utilizada. Un hombre con traje gris me está contando algo que no logro escuchar ya que mi atención está en el hecho de que no creo recordar haber visto antes a alguien sentado en esa silla. La tapicería es violeta. ¿Cuántos años hemos tenido estas sillas? Las sillas invisibles. Los muebles nunca usados. Quince por cien del espacio del cuarto de estar ocupado en vano, como esas habitaciones de invitados sin invitados. Y justo ahora el hombre del traje gris me está contando una anécdota. No me coge del brazo pero me habla con la gravedad suficiente como si me estuviera cogiendo del brazo. El otro día fue al supermercado y al salir le resultó imposible encontrar el coche. Mozos de seguridad le ayudaron en vano. Recorrieron los cinco niveles del parking. Miraron grabaciones de las cámaras de circuito cerrado. Se tiraron casi dos horas buscando mientras él sujetaba la compra en las manos. Dos bolsas llenas de latas de piña en conserva. Doce latas en total. Los mozos de seguridad se quedaron mirando con extrañeza. Si al menos hubiese habido algo más, un paquete de arroz, calzoncillos, una botella de soda, cualquier cosa que hubiese hecho de contrapeso, pero no, doce latas de piña en conserva divididas en dos bolsas. Al final no encontraron el coche y se tuvo que volver en taxi y abrir luego la puerta y declararle a su mujer haber perdido el coche. La incompetencia de haber perdido semejante cosa. Un coche. Un Ford que compraron con dinero contante y sonante, sin plan de financiación. El hombre del traje gris es mi padre. El coche todavía anda en paradero desconocido, me dice sentado en una de las sillas donde nunca se sienta nadie.
“¿Para qué era la piña?” pregunto sin mucha convicción.
La tía Greta y su marido Nicolás también han venido. Tomaron un vuelo tan pronto se enteraron. Les pilló de viaje. Galerías de arte de diversas ciudades donde estudiar catálogos de nuevos artistas por si acaso ahí hubiera oro. Un viaje itinerante que tuvieron que detener tan pronto se enteraron. Cuadros que todavía no han alcanzado las páginas de los catálogos donde se ponen varios ceros. Pinturas y más pinturas que hace falta pasar por el colador en busca de pepitas de oro. La tía Greta y su marido Nicolás sin ropa negra por haberse visto pillados infraganti. Quién iba a pensar una cosa así… Intentaron comprar algo en el aeropuerto pero ni aun eso. Luego pensaron parar en alguna tienda de camino a la casa pero se les echó el tiempo encima. Tardaron dos horas y media desde que aterrizaron hasta que salieron de allí. ¿Cuánto se andaba desde que aterrizaba un avión hasta que se abandonaban las instalaciones del aeropuerto? ¿Alguien había calculado eso? 
“¿Por qué, la gente que diseña esto, no piensa en estas cosas, en la gente mayor como nosotros?”
“Yo salí sudando” dice Nicolás con un brandy en la mano, sin haberse quitado el sombrero, sentado en el sillón orejero, con la camisa un poco desabrochada, hablándome sin prestar atención, mirando a su alrededor inspeccionando las hembras allí presentes.
En el jardín hay gente fumando y chicos jugando en el césped. Otros niños no han venido porque sus familias no consideran oportuno quitarles el escudo Disney que los proteja de la parca gravedad. Algunos fuman porque nunca lo dejaron, otros porque solo fuman según el evento. Yo solo fumo en entierros y en navidad, dice alguien con acento. Yo sigo sentado hablando con mi padre y la gente entra y sale saludándose los unos a los otros. Mi madre distribuye comida en la cocina. Mi primo Jimmy dice que es la segunda vez que se pone ese traje negro. La otra vez fue hace nueve meses en el entierro de Carlitos. Mi hermana Carol se acerca y me abraza cada cinco minutos, sin decir nada. Es más apretón que abrazo en sí. Un señor que no conozco de nada hace acto de presencia en el salón e interrumpe el abrazo para preguntar cómo se apagan los aspersores. Aparentemente un crío, dice quedándose a mitad. La tía Ruth ha traído dos botellas de scotch. Mi padre le dice que sí con la cabeza para que le sirva un vaso y otro a mí.
La gente ha venido para darme el pésame. Recitan frases que han sido ensayadas frente al espejo cuando antes de venir, se hacían el nudo de la corbata mientras preguntaban a sus mujeres si era realmente necesario acudir teniendo en cuenta el grado de familia o de amistad o de compañerismo en el trabajo, maridos que trataban de convencer a sus mujeres para no asistir ya que habría demasiada gente y no harían sino agobiar y no sería mejor acudir unas semanas más tarde, una vez que hubiese pasado todo, con más tranquilidad, seguro que lo iba a agradecer, seguro que le haríamos un favor. Gente que había abandonado planes. Una muerte que se interponía entre un Ohio State vs Florida Tech. Tipos que habían estado esperando un sábado como aquel desde el mes de Septiembre. Hombres en sus cincuenta y pocos que van en pantalones cortos y visten gorras de beisbol. Gente que sufre un bache en su planificación, esa rutina construida a base de anuncios publicitarios y exceso de comida. Gente que trabajaba para eso, que dependía de su tiempo libre para poder ejecutar luego las diez horas diarias. HBO, Netflix, Facebook, ESPN. Una muerte se les mete por medio y la rutina descarrila. Hace falta dejar el sandwich con Hellmans a medio comer y subir arriba y ducharse con jabón Sanex y sobre todo darse bien por la espalda y luego usar la maquinilla nueva regalada por navidad con la que mantener la barba a raya, ni muy larga ni muy corta, justo como en el anuncio, justo como Brady, como Montoya, como Chris Sale.
Ralph Cariotto dice que en el funeral del padre de Marcos dos personas se desmayaron de la emoción y hubo que llamar al médico y entre lo uno y lo otro el funeral se les pasó volando. Marcia Roberts dice que este año ha ido a más entierros que a bodas y que en uno no había ni platos, hizo falta comer usando servilletas. Frances Delmio se ofrece a limpiar la cocina pero mi madre objeta indignada. Estaría bueno que las mujeres se pelearan por una cosa así, en situación tan compleja, con tanto teatro. Platos entran y salen de habitaciones. Gente entra al baño y no sabe bien qué toalla usar, cómo tirar de la cadena. Personas de distinta edad siguen acercándose y agarrándome del brazo para decirme esto y lo otro. Un señor al que no había visto nunca, con el pelo cano y bigote superpoblado, con traje a cuadros, está de pie junto a una de las ventanas que dan al jardín, mirando anonadado, posiblemente a los críos que juegan al balón. Se saca una petaca del bolsillo y le da un trago seco, un trago de nuca. A punto estoy de preguntar quién es ese tipo cuando Carol vuelve a entrar para abrazarme y decirme que al menos hace buen día, que al menos ha salido un día bonito. Ricardo y su cuñado Bill departen delante del mueble grande del cuarto donde tengo libros de expediciones. Los veo señalar el lomo de algunos volúmenes y comentar esto o lo otro. Rayos de sol entran por las ventanas que dan al sur y entre el quejido, la pregunta y el llanto, se establece una especie de falsetto que bien podría dar para un baile agarrado. El tiempo avanza en la casa del disgusto, a base de platos con migas de lo que fue una empanada de salchicha, patatas fritas, quiche lorraine, la ensalada que se dejó sin tocar, hamburguesas diminutas, mitad ternera mitad cerdo, albóndigas suecas, fricadelle, sauerkraut, alitas de pollo. ¿Quién prepara todo esto? 

Una señora entrada en años y a la que tampoco creo haber visto nunca antes se me acerca y me dice que me acompaña en el sentimiento y que no puede imaginar lo duro que debe de ser y que la vida no se detiene ni un momento y que no hay otra que echarle coraje y seguir adelante. Me dice frases que se dijeron mucho antes. Frases que tal vez su madre dijo en otro entierro, su abuela, su bisabuela. Frases que se guardaban en un armario y que se han sacado para la ocasión igual que la ropa. Gente que se ampara en la palabra o en el gesto cuando no queda nada más, de ahí a la gravedad, a la parálisis de sentimientos, a decir palabras que pesan diez kilos más. Le pregunto a mi padre si sabe como quedaron los Grizzlies. Le pido que haga el favor de informarse. ¿Sabes tú cómo quedaron los Grizzlies, estando como estás en el cielo?

No comments: