No sabría decir cuánto hay de tradición y cuánto de
gesto espontáneo, cuánta pena detrás del maquillaje, de la cara compungida del
amigo o del compañero de oficina que luego se va a su casa, sin culpa alguna, y
se afloja el nudo de la corbata y se vuelve a duchar con jabón Sanex y luego
baja a la cocina donde existe una máquina de hacer palomitas que salen
exactamente como las del cine. No hay culpa alguna. Se abre la nevera y se
agarra una botella de Heineken y se comen palomitas y se extiende la mano para
rozarle las rodillas a la mujer que se acurruca en el tresillo rinconera. Se
acude al funeral sin pensarlo, en muchos casos no hay otra opción. Un ritual
pasado de mano en mano. Un tiempo para la reflexión, para mirar fotos del
finado, para recordar momentos, la imagen de lo que parece un campamento de
verano donde se posa con gesto infantil junto a la persona que acaba de morir.
Cuando la gente empieza a marcharse no
sin antes regalar el gesto más desesperado de todos (se expresa mucho dolor
nada más ver al viudo y justo antes de marcharse), el volumen desciende, hay
menos pasos en la cocina, menos chin chin de platos, menos movimiento. Ya casi
no hay niños a los que gritar para que tengan cuidado mientras juegan al fútbol.
Las voces se van apagando y sin embargo eso no significa que los ánimos se
calmen dentro de mí. Si acaso todo lo contrario. Cuando las caras van
descendiendo en números, cuando ya no hay gente alrededor de esa que es familia
lejana o que eran amigos tuyos, entonces nada se va calmando sino lo contrario,
el desasosiego crece porque el escudo de la gente se desvanece. Cuando ya solo
quedamos cuatro gatos (incluido mi padre), la anestesia va dejando de hacer
efecto, las moraduras invocan el dolor y ahora soy yo quien sale al patio a
fumar los cigarrillos que alguien ha dejado tras de si. La adrenalina permite
que pueda ver y escuchar todo de cerca. El sonido del disco de freno de un
coche que ha parado a dejar a su cita en casa, el beso encima del volante, la
promesa de volver a verse, de llamarse luego, de no acostarse muy tarde.
Escucho a mi madre toser desde la cocina. Escucho a Carol respirar nasalmente
como si la tuviese al lado. Escucho a la perfección el sonido de mis órganos,
la mecánica hidráulica del corazón, el pulso sanguíneo, el oxígeno filtrado por
los pulmones. Puedo escuchar hasta la saliva que desciende garganta abajo. El
salón se queda medio vacío y el ritmo se descompone. En el jardín abundan
colillas. Las pocas conversaciones que quedan van mutando. Hay ofertas de
quedarse a dormir aquí. Hay promesas de volver tan pronto amanezca. Hay
posibilidades múltiples. Se hace mucho hincapié en el cansancio mental. Se
intercambian recomendaciones de pastillas y vitaminas.
Toda esta gente ha venido a verme porque tú te has
muerto, porque te ha dado por morirte, así de repente. Han venido desde cerca y
de lejos. Vecinos, amigos, familiares, colegas de oficina, ex-compañeros de
colegio, gente del barrio… Ha venido hasta Marcelo el de la frutería orgánica
donde comprabas zanahorias que luego te ibas comiendo por la calle estilo Buggs
Bunny. Han venido todos y algunos traían flores y otros comida y algunos
incluso bebida. Creo haber escuchado incluso una botella de champagne siendo
abierta. Alguien ha traído champagne por considerar que venían a celebrar tu
vida y no a llorar tu muerte.
Para mí los funerales, sean de quien sean, siempre
han equivalido a lo que sería celebrar una derrota. Perder una final de esas
gordas, una Superbowl, un campeonato nacional de universidades. Perder de la
manera más dolorosa posbile contra Alabama Crimson Tide o contra Richmond y
sentarse luego a celebrar el partido y la manera en la que se jugó.
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