Sunday 15 January 2017

Polaroid II

No sabría decir cuánto hay de tradición y cuánto de gesto espontáneo, cuánta pena detrás del maquillaje, de la cara compungida del amigo o del compañero de oficina que luego se va a su casa, sin culpa alguna, y se afloja el nudo de la corbata y se vuelve a duchar con jabón Sanex y luego baja a la cocina donde existe una máquina de hacer palomitas que salen exactamente como las del cine. No hay culpa alguna. Se abre la nevera y se agarra una botella de Heineken y se comen palomitas y se extiende la mano para rozarle las rodillas a la mujer que se acurruca en el tresillo rinconera. Se acude al funeral sin pensarlo, en muchos casos no hay otra opción. Un ritual pasado de mano en mano. Un tiempo para la reflexión, para mirar fotos del finado, para recordar momentos, la imagen de lo que parece un campamento de verano donde se posa con gesto infantil junto a la persona que acaba de morir.
  Cuando la gente empieza a marcharse no sin antes regalar el gesto más desesperado de todos (se expresa mucho dolor nada más ver al viudo y justo antes de marcharse), el volumen desciende, hay menos pasos en la cocina, menos chin chin de platos, menos movimiento. Ya casi no hay niños a los que gritar para que tengan cuidado mientras juegan al fútbol. Las voces se van apagando y sin embargo eso no significa que los ánimos se calmen dentro de mí. Si acaso todo lo contrario. Cuando las caras van descendiendo en números, cuando ya no hay gente alrededor de esa que es familia lejana o que eran amigos tuyos, entonces nada se va calmando sino lo contrario, el desasosiego crece porque el escudo de la gente se desvanece. Cuando ya solo quedamos cuatro gatos (incluido mi padre), la anestesia va dejando de hacer efecto, las moraduras invocan el dolor y ahora soy yo quien sale al patio a fumar los cigarrillos que alguien ha dejado tras de si. La adrenalina permite que pueda ver y escuchar todo de cerca. El sonido del disco de freno de un coche que ha parado a dejar a su cita en casa, el beso encima del volante, la promesa de volver a verse, de llamarse luego, de no acostarse muy tarde. Escucho a mi madre toser desde la cocina. Escucho a Carol respirar nasalmente como si la tuviese al lado. Escucho a la perfección el sonido de mis órganos, la mecánica hidráulica del corazón, el pulso sanguíneo, el oxígeno filtrado por los pulmones. Puedo escuchar hasta la saliva que desciende garganta abajo. El salón se queda medio vacío y el ritmo se descompone. En el jardín abundan colillas. Las pocas conversaciones que quedan van mutando. Hay ofertas de quedarse a dormir aquí. Hay promesas de volver tan pronto amanezca. Hay posibilidades múltiples. Se hace mucho hincapié en el cansancio mental. Se intercambian recomendaciones de pastillas y vitaminas.
 Toda esta gente ha venido a verme porque tú te has muerto, porque te ha dado por morirte, así de repente. Han venido desde cerca y de lejos. Vecinos, amigos, familiares, colegas de oficina, ex-compañeros de colegio, gente del barrio… Ha venido hasta Marcelo el de la frutería orgánica donde comprabas zanahorias que luego te ibas comiendo por la calle estilo Buggs Bunny. Han venido todos y algunos traían flores y otros comida y algunos incluso bebida. Creo haber escuchado incluso una botella de champagne siendo abierta. Alguien ha traído champagne por considerar que venían a celebrar tu vida y no a llorar tu muerte. 

 Para mí los funerales, sean de quien sean, siempre han equivalido a lo que sería celebrar una derrota. Perder una final de esas gordas, una Superbowl, un campeonato nacional de universidades. Perder de la manera más dolorosa posbile contra Alabama Crimson Tide o contra Richmond y sentarse luego a celebrar el partido y la manera en la que se jugó.

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