Sunday 29 January 2017

Polaroid III

El teléfono sonó temprano. Contrariamente a lo que me había indicado la gente dormí bien, de un tirón. Despierto al sonido del teléfono y percibo sequedad en la boca por el vino y el tabaco. Las cortinas están abiertas. La luz se cuela tímidamente. Sujeto el teléfono con la vista fija en las cortinas. Escucho una voz mientras trato de recordar la procedencia de las mismas. Un lugar, una fecha. Producto de una necesidad. Un regalo de bodas. La voz al otro lado del teléfono me resulta desconocida. Lo primero que detecto es un tono distinto al tono que usó todo el mundo en el funeral. Una voz ajena a lo sucedido. Es un hombre. Me habla de manera oficial. Me pregunta nombre y apellidos. Me exige claridad. Necesita saber con seguridad que soy yo quien le habla, que vivo en el lugar en el que vivo, que estoy casado contigo. Me dice gravemente que tiene algo que decirme, algo que no es fácil de transmitir ni por teléfono ni en persona. Yo no digo nada. Él aguanta el momento. Escucho lo que sería un intervalo de su respiración, un trozo de aliento.

“Me temo que su mujer ha fallecido” me dice dolorosamente. “Me temo que su mujer está muerta”

Tardo en reaccionar. La palabra “muerta” lleva mucho peso, mucha densidad, es una palabra maciza y difícil de mover, poco maniobrable. La persona con la que hablo no se ha introducido pero me habla de usted. Me dice “su-mujer-está-muerta” con una semana de retraso.

“La enterramos ayer” acierto a contestar con mi voz a medio despertar, con la mirada y la mente todavía en las cortinas.
“No no, su mujer ha muerto”

Echo la mano a tu lado de la cama, la palma boca abajo, dejando que la sábana me sujete. Toco el espacio vacío de tu cuerpo para constatar tu muerte. De momento no contesto nada. La voz al otro lado del teléfono me empieza a contar detalles de tu muerte. Luego se para y me pregunta;

“¿Qué quiere decir usted con eso de que la enterraron ayer?”

Hubo un entierro, sí. Vino gente. Algunos porque quisieron, como mi primo Jimmy y su novia Rosalita. Otros porque era lo correcto o porque no les quedaba más remedio. Mario Lindau vino pero tuvo la mente en otro sitio, en un partido de los Sixers que había puesto a grabar y que vería tan pronto llegase a casa. Pero hubo un entierro, sí, y canapés, incluso una botella de champagne que fue abierta para ensalzar que allí se estaba celebrando una vida. Un corcho que hace pop para subrayar un más-a-mí-favor. Hubo entierro, claro que hubo entierro.

“Pero el cuerpo” dice la voz quedándose a medias. “El cuerpo… ¿Hubo entierro?”

Vino gente de lejos. Hubo algunos que aprovecharon para fumar. Hubo quien bebió más de la cuenta. Las horas avanzaron y la gente se fue marchando. Todos tenían una casa a la que marcharse. Un sitio donde continuar con las cosas que pasaban. El entierro como paréntesis.

“Su mujer está muerta” repite como si hablásemos idiomas distintos.
“Ya lo sé”
“¿Pero cómo que ya lo sabe?” dice con indignación.

Un golpe de incredulidad hace que me despierte más rápido de lo normal. Estoy sentado en la cama, los pies descalzos sobre el parqué, ya no miro las cortinas, ahora trato de mirarme dentro de mí mismo, buscando una explicación a esas palabras chocantes. Te has muerto dos veces. Primero hace una semana cuando el accidente y ahora otra vez. El tipo que me habla no le encuentra la gracia.
  La enterramos ayer. Vino mucha gente a casa. Mi madre se encargó de la comida. Compró salchichas frankfurt en miniatura, de esas que van envueltas en bacon. Las compró porque sabe que me gustan mucho. También puso albóndigas, misma razón. Debió de haber ido al supermercado sin tener ni idea de lo que se prepara en esas ocasiones. Al no saber terminó comprando cosas que me gustan a mí, como si fuera mi cumpleaños y no el entierro de mi mujer. Vino mucha gente. Diría que más de veinte. Hubo quien vino de lejos. También hubo gente del barrio. Existe una iglesia donde se celebró el sepelio. Una parroquia asociada a una diócesis. Un cura párroco que responde a otro superior. Un arzobispo al cargo de todo. Existe un cementerio donde te llevamos a descansar para siempre.

“En otros países no esperan una o dos semanas a enterrarlos. No los tienen en un frigorífico. Después de enterrarlos se puede decir eso de que el cuerpo está todavía caliente”
“¿Está usted seguro de que hubo un entierro?”

Todavía quedarán signos abajo, en el salón. Todavía estarán las colillas en el porche de quien salió a fumar. Habrá cientos de signos. Copas y vasos nunca usados con anterioridad al funeral, habrán sido guardados en el lugar erróneo, en el armario que no es, en la balda equivocada. Habrá signos de interrupción. Algún abrigo olvidado, olor a flores y a perfume de mujer mayor.

“El lavavajillas estará lleno” le digo poniéndome de pie.

Vuelve a preguntarme mi nombre. Me pregunta también por ti. Describe tus rasgos faciales a la perfección. Describe el jersey de Ralph Lauren azul marino que tanto te pones. Describe unos pantalones negros, unos botines de ante. Me habla del reloj que te regalé el año pasado, Vivienne Westwood. Sugiere que busque en el armario el jersey Ralph Lauren. O el reloj. Antes de que me ponga a buscarlo me dice que no lo haga.

“La tengo aquí a mi lado” confiesa con dificultad. “El cadáver de su esposa lo tengo aquí al lado. Lleva el jersey, los pantalones, el reloj… su cartera con todos datos, su licencia de conducir…”
“La enterramos ayer” protesto un poco emocionado.

Me habla de la marca de nacimiento que llevas en el antebrazo derecho. Me cuenta el peinado que llevas, las pecas a ambos lados de tu nariz, la cicatriz en el dedo, los pañuelos en el bolsillo. Me dice hasta las muelas que llevas empastadas.


He dejado el teléfono tirado en la cama. Ayer en el entierro no lloré en todo el día. Rebusco en el armario y aparto ropa de en medio con lágrimas en los ojos. Saco todos tus pantalones y no lo encuentro. Tampoco doy con el jersey. Bajo abajo corriendo y miro por si acaso en la lavadora o en el cajón de la ropa sucia. Allí tampoco. Sin fuerzas para subir arriba y enfrentarme al teléfono me quedo allí abajo, en el suelo, junto a la lavadora, con la puerta abierta, sin entender nada.

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