Sunday 31 July 2011

LA CIUDAD

Martin pensaba en Nueva York como quien pensaba en ovejitas durante noches de insomnio, como el objeto que nunca estaba al alcance de la mano, como la imagen proyectada en la pared, imposible de tocar. Pensaba en Nueva York como quien destapaba la válvula Nueva York, como quien daba zarpazos al frente en días de sol, la ciudad como sombra chinesca, como dragón chino, como cicatriz invisible, como gafas de repuesto, andanza esférica, marioneta y electricidad, reflejo en el asfalto. Cuando se paraba a pensar en la gran ciudad donde creció y en los sentimientos de odio y amor que profesaba, cuando trataba de entender o desentender algo, como aquella tarde sentado en aquella mesa del Blue Oyster Café, pensaba no en la ciudad en sí con sus rascacielos y su vida nocturna, o en la ciudad como región geográfica, como espacio físico, como dimensión temporal o hecho palpable, hecho que se podía agarrar de la misma forma que alguien agarraba un café latte con leche desnatada en cualquier Starbucks, no. Martin pensaba en la infancia, en el patio del recreo, en la construcción de sí mismo. Trataba de descifrar números impares a base de especular con la ciudad, a base de imaginar la ciudad como un todo, sin bares ni cafés, sin teatros, sin downtown ni uptown, ni east side ni west side ni village ni banda sonora ni Chase Manhattan Bank ni Brooklyn ni Queens ni estado de excepción. Uno se comía una patata frita en su justo punto de sal, con su justa medida de tomate kétchup, sin queso. Uno daba un sorbo a aquella cerveza fría, sentado en un café de Indianápolis, descifrando los gestos de un niño que coleccionaba estampitas de los Yankees, tolerando la voz de Matt Monro cantando “Stranger in Paradise”, echando la caña por si acaso pescara alguna de aquellas vibraciones provenientes del movimiento de caderas de una camarera llamada Brandy. Martin desechaba la gran ciudad como un número inexacto de metros cuadrados y trataba de imaginarla, de pensarla, de procesarla, de recrearla, como una nebulosa, una masa de gas, como la idea de lo que en realidad era, despachando el término realidad, haciendo caso omiso de ese “lo que en realidad era”. Conforme pasaba el tiempo uno se alejaba de sus raíces espiritualmente, había un desapego cárnico. Matilde le había dicho en numerosas ocasiones que cuando regresara no conocería la ciudad, que había cambiado mucho desde que se fue. Martin había elegido envejecer sin la ciudad, sin ser parte de ella, madurar de lado, y era esa la razón por la que para intentar recuperar parte de ella tenía que imaginarla como un todo insospechable, Nueva York como idea general, como resumen de sí misma, como fórmula que luego se desarrollaba hasta llegar al bar que había cerca del campus donde los domingos a mediodía servían comida Hawaiana.

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