Tuesday 22 November 2011

DESECHO DE CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 10

La dejadez insospechada que barruntaba detrás de sus ojos, la escasez de adrenalina en sus peticiones de sexo sin ardor cuando el otoño apogeaba en el mes de octubre. A Carla le gustaba dejar la ventana del dormitorio abierta, le gustaba pasar frío en la cama. Martin había desarrollado un gusto por agarrar objetos que habían sido apretados recientemente por la mano de Carla y que todavía conservaban parte del calor humano transferido. Le gustaba coger las llaves del piso una vez que ella había abierto la puerta y las había dejado en el estante de la entrada. Sin que se diese cuenta, volvía al pasillo y se acercaba hasta el jarrón.
La noticia del día no había sido el ataque frontal que por vez primera había sido admitido, el reguero de casquillos y el eco de las explosiones, el olor a mortero y sangre humana. La noticia del día, decía Carla, era aquel presentador, Brandon Silver, de la segunda cadena. La lotería se mantenía como guía espiritual para muchos. También para los que rezaban y se confesaban semanalmente. No hacía falta llevar chaleco o pantalones de pinza. No hacía falta que se usaran licuadoras, que no se abusara de la comida con sal. La lotería unía religiones y maneras de ser. Unificaba objetivos y promulgaba la verdad. Brandon Silver tenía coche y vivía en una casa con jardín. Tenía tres hijos que estudiaban en un internado, una mujer colocada de ayudante de producción y un pelo glorioso. Se había levantado siguiendo los mismos peldaños de cada día; El café expreso en su máquina De Longui, la camisa planchada al vapor, el traje oscuro, estilizado y sin hombreras, el pelo apelmazado en su justa medida, las noticias de fondo en la televisión de plasma, el vacío sonoro que provocaba el internado, la pulcritud del salón, la negativa a desayunar en la cocina. Brandon Silver fumaba con el café. Nunca se había rendido al olor que la nicotina dejaba entre sus dedos. Se terminaba el cigarro y se lavaba las manos frotándose concienzudamente entre las falanges media y distal.
Las partículas de oxigeno que pululaban en el espacio del coche, encima del tapizado, colgadas del techo, las motas de servidumbre, la mecánica del movimiento de piernas y brazos que espoleaba la transmisión y la energía locomotriz. Afrontaba mentalmente obstáculos como la desintegración de aquello que le habían vendido, el éxito detrás de las cámaras. Le gustaba el café sin azúcar y el tabaco suave. Conducía con la ventanilla bajada y el codo por fuera, mirando el paisaje que alternaba rostros noctámbulos y bordillos afilados. Enumeraba las mujeres que habían formado parte del equipo durante el tiempo coincidido. Enumeraba sin hacer juicios de valor todas las hembras que se podía haber follado incluyendo a su mujer. Pretendía percibir la sensación de que había algo más detrás del set y del decorado, detrás de las bolas del bombo, del anuncio del número ganador y de aquella especie de resignación. Tal vez el roast beef que otras familias no comían, las visitas al dentista, la marginación de ciertas secciones del periódico, la duplicidad de todo lo que pensaba, la manía de beberse batidos de fresa a escondidas, de levantarse con el pie derecho y dar las buenas noches antes de acostarse. A su mujer no la concebía como una apuesta o una elección tanto como un tren perdido, una oportunidad desperdiciada.
Él que tanto había querido ser albañil, carpintero, decorador, restaurador de puentes, soldador, acaparador de herramienta pesada. Él que tanto había soñado con la parcela al otro lado del río, los domingos al sol, la silla plegable y el sombrero calado. Y sin embargo aquel olor proveniente del coche nuevo, de la edad del tejido que recubría los asientos, la manera con la que aquel asiento había sido diseñado, la ergonomicidad de las cosas a este lado de la cámara, donde el pelo requisaba de gel fijador y las mejillas brillaban produciendo ángulos exagerados.
La mano izquierda en posición cóncava, haciendo de techo abovedado, dejaba el hueco suficiente para que la empuñadura de cuero del cambio de marchas quedase abotonada en la oquedad de la palma de la mano. Se sentía en control de su propio destino mientras agarraba la empuñadura del cambio de marchas.
Había dinero depositado en cuentas corrientes, Chase y JP Morgan, vacaciones en una de las cuatro fortalezas hoteleras al sur de Vermont, intentos fallidos de slaloms con los niños, trajes de corte inglés, pastel de carne, paquetes de Marlboro, maletín Rocha, un Beuchat resistente al agua para indicarle las horas, cristales de Marling, vino francés, café molido. Pero el significado de aquellas posesiones y los placeres que le otorgaba ese estatus no tenía que ver solamente con los placeres del salmón ahumado y la tostada y el revuelto de espárragos y gambas, con los huevos benedict algunos domingos, la salsa hollandaise con migas de perejil… no. El estrecho de pirámide en el que se encontraba tenía que ver con dinero, bien estar, elitismo, pero sobre todo con otra cosa. No sólo el coche nuevo, la casa con jardín y las vacaciones dos veces al año. No solo el colegio de los niños y la cafetera De Longhi sino también algo más, otra especie de relación con ese estatus que era ser rico, algo más intangible, algo metafísico. Ser rico no era tanto un placer como un deber, una necesidad vital, la única forma posible de respirar. De no haber sido la televisión habría sido otra cosa.

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