Tuesday 1 November 2011

INTENTOS FALLIDOS DE GUERRAS POR LA TARDE

“Chica atractiva, 34, sana y delgada, busca chico amable, culto, mayor de 30, razonablemente sano, atractivo e inteligente, para conocernos primero y posible relación”

Siempre he sido amable. Siempre cedo mi asiento en el autobús a personas mayores, doy constantemente las gracias y pido las cosas por favor. Culto, si por culto se entiende estar en posesión de un saber general, disperso, también. Si por atractivo se refiere a que no sea feo, feo tampoco soy. También me considero inteligente. Lo que no tengo tan claro es lo de ser razonablemente sano. No tengo muy claro si el anuncio se refiere a sanidad mental, física, a mis hábitos alimentarios, sociales... Se debe de estar refiriendo a tener un cuerpo sano, musculado, ligero en grasas, atlético. Mirándome delante del espejo me palpo los músculos, me doy la vuelta, me miro de perfil… Sin conservar el cuerpo que tenía hace unos años todavía mantengo mi condición física de forma notable. Todavía delante del espejo, posando con cierta inseguridad y aprensión, me miro directamente a los ojos y me avergüenzo como si estuviera mirando a otra persona, a alguien ajeno, a un desconocido. Vuelvo al periódico y me pongo a releer el anuncio.
Una lluvia fina a punto de terminar, golpea suavemente el cristal de la única ventana de la habitación. Es importante que deje de llover. Pongo la cafetera y de reojo miro el teléfono. Aunque la habitación sea diminuta me gusta vivir aquí. La casa está en Maison Dieu Road, a cinco minutos del puerto. Me gusta abrir la ventana y escuchar el sonido de las sirenas de los ferris mezclado con el graznar de las gaviotas. Me gusta que la habitación se empape de olor a mar.
“Chica sana, atractiva, delgada, 34 años…”
Le habría costado poner aquel anuncio. Le habrían convencido, posiblemente alguna amiga, Claudia, después de haberse pasado demasiado tiempo sola, o desde que Claudia hubiese decidido lo que estar demasiado tiempo sola significaba, sola después de una gran ruptura, la ruptura con Marco... Para cualquier mujer, el hecho de anunciarse en un periódico sin dejar que sobresaliera ningún atisbo de desesperación tenía que resultar difícil, más todavía para alguien tan orgullosa como ella.
Me bebo el café de manera enérgica, a tragos secos. Siempre café de filtro, de cafetera americana. He puesto un disco de Mitsuko Uchida interpretando a Schubert. Mis dedos se mueven tocando teclas de aire, golpeando la taza. El equipo de sonido lo compré el mismo día que me asignaron la nueva vivienda y el pasaporte. Un amplificador Yamaha R-S300 de color plata, un lector de discos compactos también Yamaha, y dos altavoces AQ sin cable. Coste total £720. Tres veces más que el depósito que pagué por la habitación. Trabajaba desde casa, era guionista. De cuando en cuando iba a Londres a reunirme con los jefes de la productora, le dije a Nancy Johnston, la ama de llaves, especie de manager que se ocupa del mantenimiento del edificio, el día en que me reuní con ella para recibir las llaves. Solo admitían gente con trabajo, sino no se fiaban. Esta vez era escritor de guiones. Otras veces me había tocado ser pintor, diseñador de software, profesor en preparación de un doctorado, probador de webs, fotógrafo… siempre trabajos que no estuviesen atados a ningún tipo de horario fijo.
Conocer una chica a través del periódico era práctico y científico. Se buscaba afinidad en cada requisito, se dejaban muy pocas cosas al azar. Se llevaba a cabo un intercambio de intenciones, de planes, de mapas, de esquemas. Habría un tira y afloja, se irían marcando x en casillas blancas, se debatirían gustos propios, se hablaría de comidas, de tecnología, de música, de lo qué esperaba uno de la vida, de familia, ex novios...
“Daniel”, me decía a mí mismo una y otra vez, todavía de pie, todavía asomado a la ventana, saboreando el último sorbo de café, dejando que cada nota de Mitsuko fuese cada latido, fuesen fracciones de tiempo que había que dejar pasar para acostumbrarse a ese nuevo nombre, “Daniel”, lo mismo que a esa ciudad, Dover, al sonido de las gaviotas, a los ferris de la P&O, a ese nuevo mensaje, ese nuevo trabajo, el dinero, el coche, las instrucciones, el archivo con el nombre de Erica Hoffman, la inexistencia de preguntas, la necesidad de no profundizar, de no dejarse llevar por las apariencias, de tratar la carne como carne que era y los ojos como esferas oculares, retina, tejido, y poco más.
“Chica atractiva, 34, sana y delgada, busca chico amable…”
Le había dicho que sí. Ese había sido el primer escollo. Había aceptado verme en persona. Todo comenzó con un mensaje que le dejé en su buzón de voz. Un mensaje casual, inocente. Luego Erica contestó y yo, o Daniel, seguimos dejando más mensajes como si fueran migas de pan. Sabía de sobra qué decir en todo momento. Sabía cómo tenía que vestirme, que grupos de música me tenían que gustar, que autores, que películas.
La lluvia se había desintegrado, el cielo se había abierto de par en par. El sol empezaba a penetrar por la ventana deshilachándose en diagonales de haz de luz que caían sobre la vieja mesa de pino rústico. La habitación era pequeña cuando uno la comparaba con una casa, pero grande si se comparaba con una habitación. Con la cama en una esquina, la mesa de pino que hacía las veces de comedor, escritorio y mesilla de noche, el aparador y los armarios donde guardaba comida y vajilla, el pequeño lavabo con el espejo encima, la televisión, el equipo de música, el reproductor de dvd, y un armario empotrado donde tenía la ropa, me sobraba y me bastaba para vivir plácidamente.
Antes de salir hacia la estación donde tomaría el tren que me llevaría a Canterbury revisé que todo estuviera en orden. En la mochila llevaba dos pasaportes, el mío y el de una chica de 34 años llamada Brenda Cardinal. Llevaba también el DELL Inspiron 14, diez mil euros en billetes de 20 y 10, dos pares de botas Brascher Gore Tex, dos chaquetas de última generación North Face, calcetines, camisetas y ropa interior de ambos sexos.
De camino a la estación crucé por el parque que conectaba con la plaza del mercado para evitar al gentío que a esas horas acamparía en la High Street. La gente se sentaba en las aceras sin saber muy bien si mendigar, robar, o dejarse estar. Pasé de largo por el Eight Bells mientras mi mente iba y venía de la cita que me esperaba con Erica. Había visto sus fotos y no era mi tipo, no me seducía. No la encontraba atractiva como tampoco consideraba atractivo el hecho de que se anunciara en el periódico. Erica no era fea. No necesitaba anunciarse en ningún periódico. Tal vez lo hiciese por pereza, o por hacer algo distinto, por dar la nota, por desfachatez, o por aburrimiento. Tal vez se hubiera cansado de hablar con chicos en el pub. O tal vez se anunciase de forma lúdica, como si fuera un juego, o un experimento. Ella que había sido tan niña de papá, que lo había tenido todo, y que todo lo había abandonado.
Las obras de remodelación de la gasolinera BP de Folkestone Road ya habían comenzado. Después de haber estado abiertas a concurso se habían decidido por el modelo cajero automático. La gasolinera estaría cerrada en su perímetro por una muralla metálica. Para acceder dentro de la gasolinera se procedería introduciendo una tarjeta de crédito en un lector a la entrada de la misma, desde el cual se accedería a la compra del combustible. Una vez que el cajero se hubiese cobrado el importe, el coche ganaría acceso al recinto dentro del cual ya tendría adjudicado un surtidor junto al cual habría otra ranura donde meter la misma tarjeta de crédito para verificar que se trataba del mismo cliente. Desde los últimos saqueos y después de que varios camiones cisterna hubiesen sido secuestrados, las gasolineras de todo el país estaban reformando sus medidas de seguridad.
El tren salía a las 12:45 desde Dover Priory y llegaba a Canterbury East a las 13:01. Pagué £7.10 en la ventanilla y como todavía quedaban unos 15 minutos me acerqué al pub que había enfrente de la estación. La decoración del local olía a rancio. Pesados taburetes de madera con asiento de almohadilla forrado de una especie de raso verde desgastado por el humo, el tiempo y los roces. Pedí una pinta de Guiness y un paquete de cacahuetes y por no mirar a la camarera, entrada en carnes lo mismo que en años, vestida como una quinceañera, los dientes oscuros por el tabaco, me giré a mirar unos chavales que jugaban al billar mientras compartían una pinta de Stella.
En el tren casi todos vagones iban considerablemente llenos para el día y la hora que era. Las autoridades se habían visto desbordadas y no habían tenido más remedio que acceder al billete descuento para todo aquel que no tuviese trabajo. Me costó encontrar dos asientos vacíos. Me senté junto a la ventanilla y reposé la cabeza sobre el cristal. Saqué el Ipod del bolsillo y me puse a escuchar uno de sus grupos favoritos, The Lemonheads. Me apetecía seguir escuchando a Mitsuko, poner el Impromptus de Schubert a todo volumen, escucharlo por parte de madre, herencia única, escucharla tocar a ella en vez de Mitsuko, mis primeros recuerdos como ser humano, las notas del piano en la casa nueva, antes de volver a la granja. Me picaban los ojos. La noche anterior no había dormido bien del todo. El no saber siempre me producía ansiedad. Por mi cabeza habían pasado todas y cada una de las posibilidades que se podían plantear. Planes a, planes b y planes c. Con la mente en otro lugar, escuchando a The Lemonheads, miraba la campiña del sur de Inglaterra por la ventana, los campos cubiertos por un manto amarillo de flores. Después de haber dejado atrás Sheperdswell, Adisham y Bekesbourne, el tren hizo su entrada en los andenes de Canterbury East.
El sol ejercía un dominio absoluto, ya no quedaban nubes. Las calles en Canterbury también estaban abarrotadas pese a ser una hora un poco tierra de nadie, demasiado tarde para seguir de compras y demasiado temprano para salir a tomar algo. Sin embargo el centro histórico soportaba una estampida multirracial llena de rasgos asiáticos y africanos. Los más de ellos se dedicaban a recorrer con la mirada los numerosos escaparates que anunciaban productos cada vez más insoportablemente caros.
Crucé la pasarela que conectaba con las murallas y el parque Dane John. En el parking que había al final del mismo estaba aparcado el Ford Focus que Frank me había dejado preparado con el frasco del compuesto.
Tras la leve lluvia matinal había quedado un día glorioso. Se respiraba un aroma a primavera fresca y recién estrenada. De camino hacía el parking, todavía escuchando a The Lemonheads, sorteando a la multitud, no podía evitar ese sentimiento de aprensión que me acechaba en los instantes previos al primer contacto. Aprensión por lo que iba a hacer, lo que le iba a decir, lo que ella pensaría de mí…
Había visto su foto mil veces. Había estudiado sus facciones lo mismo que su curriculum. Sabía de su paso por Columbia, de haber abandonado la carrera de Biología junto con la casa en Park Slope, la semi adicción a la cocaína, el amor y el desamor, los desayunos con Maggie en Central Park. Todavía no la había visto en persona y creía conocer el ritmo de su respiración, tan desacompasado a veces, sobre todo cuando le entraba esa ansiedad tan particular, cuando vislumbraba ataques de pánico. Y sin embargo no la conocía, no la había visto, no sabía qué esperar de su cara, de sus gestos, de las pecas que poblaban sus mejillas.
No recordaba haber salido jamás con ninguna chica pecosa. No eran mi tipo. Érica no me iba a gustar. Algo me decía que su personalidad me iba a irritar.
Llegué al final de la muralla, bajé hacía los jardines y me encaminé hacia el parking. El coche tendría que estar aparcado en la parte trasera del café restaurante. Debería de tener la estancia pagada como mínimo para tres horas. Tres horas serían tiempo más que suficiente. Doblé la esquina y seguí caminando hacia el restaurante. Quería comprobar lo lejos que quedaba el coche. Esperaba que hubiesen encontrado un buen sitio.
Al llegar al café eché un rápido vistazo al menú que tenían apuntado en la pizarra. Bocadillos de bacon, hamburguesas, baguettes de salchicha Cumberland, Lincolnshire, quiches de varios sabores, pastel de cerdo y ternera, tartas de varios sabores y magdalenas de chocolate caseras.
Pasé de largo por la barra, sorteé mesas y sillas, inspeccioné de reojo a los pocos comensales que poblaban la terraza, alcancé el final del establecimiento, giré a mano derecha y me fui recto hasta el aparcamiento.
Era un Ford Focus plateado. Matrícula GN-06-FTR. Habían conseguido dejarlo en el mejor espacio posible. Un lateral del coche, el que daba al parque, quedaba desprovisto de cobertura de seguridad. Era uno de los pocos ángulos que no cubrían las cámaras. Un ángulo muerto.
Dentro del tubo de escape encontré las llaves y un pañuelo blanco dentro del cual había un diminuto frasco de cristal. Abrí el maletero y dejé caer la mochila dentro del mismo. Con sumo cuidado introduje el frasco de cristal en el bolsillo interior de la chaqueta, cerré el coche y me fui camino a la cita.

“Chica atractiva, 34, sana y delgada, busca chico amable, culto, mayor de 30, razonablemente sano, atractivo e inteligente, para conocernos primero y posible relación”

The Kentish Gazette, Canterbury Adscene, The Times, The Evening Standard, The Independent, The Guardian, lo mismo daba. Camino de la cita, vestido con ropas neutras, ni muy arreglado, ni muy desarreglado, ni muy grunge, ni muy pijo, ni muy geeky, ni muy de nada. Las ropas, el estilo, tenían que denostar falta de necesidad, imagen de no esforzarse, coolness, tranquilidad, suficiencia pero sin llegar a la arrogancia, chulería descafeinada. ¿Qué llevaba a la gente a relacionarse a través de anuncios en el periódico? El sentido de la aventura, el morbo, el envoltorio que suponía el anuncio. La frialdad del anuncio jugaba a favor de posibles fracasos ya que si el interior del envoltorio no gustaba se podía desechar sin necesidad de daños y perjuicios morales. “No estamos hechos el uno para el otro, somos muy diferentes, ok, no pasa nada, gracias por la cerveza, o por la Coca Cola, o por el desayuno con diamantes”. Caminar de vuelta a la estación, sentarse en un banco y esperar a que llegase el tren de la siguiente cita, del siguiente anuncio, el tren del periódico que saldría el domingo siguiente, donde se encontrarían más anuncios de chicas como si fueran coches de segunda mano, o casas de alquiler.
Ella estaba esperando, había llegado antes que yo. Caminando con las manos en los bolsillos a través del bullicioso centro, la mente en blanco, vacía de ideas predeterminadas, la pude ver sentada de espaldas, en la plaza de la catedral, en la terraza del ButterMarket, un lugar muy céntrico por donde muchísima gente pasaba y se sentaba a tomar algo, lugar ideal para quedar si se buscaba protección del gentío cuando se había quedado con un perfecto desconocido.
Cómo era ella y cómo se derrumbaban todas las ideas que uno había ido albergando desde el día en que leyó esas dos líneas que decían chica busca chico formal, y posteriormente el archivo en el apartado de correos con todo su historial. Siempre terminaba imaginando objetivos demasiado rubios, o demasiado pelirrojos, o demasiado demasiado.
Avancé entre la gente, llegué a la terraza, busqué entre las nucas, entre las media melenas, hasta que encontréesa silueta infalible, ese cuerpo que esperaba nervioso e intrigado y que no se habría podido imaginar en cien mil años lo que le esperaba

No comments: