Thursday 13 October 2011

AVATAR

Jordascum sentado en la silla, atado con correas, electrodos en el pecho conectados a un sistema informático creación del Dr Rasmussen llamado “Libélula”. El programa “Libélula” creado exclusivamente para fines militares, fines de lucro. Habían sentado a Jordascum cerca de la ventana desde donde se podía divisar el humo naciente de las bombas. El dolor de la guerra, el estirpe de cada explosión allá por el cordón del 58, el sufrimiento transferido por su novia ante la posible pérdida familiar, la preocupación, la impotencia del pincel y el lienzo, el agotamiento físico y mental, el compuesto químico que recorría sus vasos sanguíneos, todo influía de forma premeditada, todo estaba estudiado, todo formaba parte de un sistema estímulo respuesta que si aplicado en justa medida produciría el tesoro de las Minas del Rey Salomón. Hacía falta dar con la milésima que encajara en la exactitud, la centésima de milímetro que otorgase el equilibrio perfecto, las toneladas que reposaran en una centésima cúbica, el cuadro de Santa Fe, el camino a Sotheby’s y Christie’s y sobre todo la convicción de que aquello era sólo el principio.

El doctor Rasmussen se quejaba al General Castor de que la Gioconda no se pintó en cuatro días. Las bombas debían de caer más separadas, no a trompicones, tenían que sincronizar mejor el estímulo-respuesta, Jordascum empezaba a mostrar los mismos signos de inmunidad que mostraban las ratas. Aquellos pilotos alemanes no se lo tomaban a pecho. Bombardeaban por bombardear. Jordascum había conocido que la familia de su novia no había sufrido bajas, estaban todos bien, ella estaba más tranquila, el bombeo sanguíneo fruto del miedo estaba disminuyendo, aquellos bombardeos ya no cogían a nadie por sorpresa, hacía falta cambiar de táctica, cambiar de barrio, dejar caer alguna bomba en la Plaza de la Misericordia, si pudiera ser al mediodía, justo después de darle a Jordascum la segunda toma, justo ahora que estaba en mitad de un paisaje distante, ahora que se había entablado una guerra de colores en el lienzo.

La novia de Jordascum había crecido en la ciudad y antes que él había estado con dos novios. Había fingido estar preñada en una ocasión y sus inquietudes convergían en proyectos prácticos, en números capaces de pagar rentas, hipotecas y solares donde negociar. El amor no era un capricho sino una obligación, un puente que había que pasar si se querían alcanzar según qué metas. La chica sentía debilidad por su abuelo materno, antiguo pastor de ovejas y carnicero, veterano de guerra y contador de historias. Todavía apegada a su niñez, tiraba del carro de aquel pintor somnoliento, de aquel estado de premonición al que sabían sus labios cada vez que los besaba.

Por su parte el General Staublin no aceptaba que la culpa fuera de sus pilotos. El General nada sabía de pintura, tampoco preguntaba. No era general por gusto ni por vocación. Era una prostituta del ejército. Sus pilotos ejecutaban las órdenes con pulcritud y ciencia, no entendían de claroscuros ni emociones producidas por un color o por una enajenación. Bombardear al mediodía en la Plaza de la Misericordia sería suicida, dijo con voz firme. Si querían bombas al mediodía en la Plaza de la Misericordia que se lo pidieran a su propio ejército.

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