Saturday 8 October 2011

HALF BISCUIT

Me paso el rato jugando con un gato negro que no es mío, escribiendo salchichas de pollo, dejando Novecento interrumpido, la gravedad del arcoíris desechado, observando como la respiración que amo se entrecorta y se desvela. Escucho a Leonard cantando And you know that she's half crazy. But that's why you want to be there, bebo café orgánico con leche desnatada, me como un donut de chocolate, me como un hojaldre de salchicha y un melocotón y dos manzanas golden. El tiempo se desliza sin exigir interpretaciones de ningún tipo, sin la necesidad de hablar con Érica y enumerarle las razones por las que la quiero, por las que creo que la quiero, por las que me dolería sino estuviese a mi lado. A veces estoy sentado junto a ella y en paralelo miramos una película vieja con Cary Grant y Grace Kelly, luego vemos a Audrey Hepburn y Dos en La Carretera. De reojo veo la sombra roja de su pelo, su tez pálida, el reflejo de sus pecas, los ojos azules vacíos de escarlata, la huella dactilar de su postura. Podría haber sido alguien llamada Rebeca, o Matilde, o Alicia, podría haber sido rubia o morena, en otro tiempo, en otros días, la costumbre hubiese derivado de la misma manera que esta costumbre que es Dos en La Carretera y luego Leonard Cohen cantando Suzanne. Existen otros precipicios a los que entregarse como por ejemplo alitas de pollo y arroz con azafrán. Mi piel sería la misma, las mismas células, los mismos vasos capilares, y tal vez las mismas corrientes, la misma desgana cada vez que un anuncio de coches. Ella podría ser mejor en la cama y yo peor en la cocina, o al revés, y en vez de este gato negro que se revuelca en el patio habría un mastín de cuatro meses, cagándose no por este pasillo enmoquetado sino en la baldosa de una casa en las Bahamas. Mi forma de caminar, la forma individual con la que toso o estornudo, el sentimiento que sufro cada vez que me duele la garganta, el frío cuando me quedo dormido en el sofá, tal vez todo ello fuese idéntico, independiente de esta pelirroja, independiente de la pérdida de aliento cada vez que me grita, cada vez que me seduce, cada vez que me manda a la mierda. Tal vez el sonido de la alarma del horno fuese el mismo aunque la yema del dedo que lo aprieta fuese la mano de Isabel o de Celeste. Y tal vez las patatas tardasen exactamente lo mismo en cocer, aquí que en Porto Alegre, o en Níger o en Camboya. El ruido de los platos, el sabor del café

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