Monday 17 October 2011

LA RUBIA DEL CELLO

Tenía la manía de no enamorarse nunca de mí. Se había enamorado de Roberto, dos veces, y había flirteado con Agus y sobre todo con Martín, al principio, pero nunca conmigo, independientemente de que tocase el piano, o de que el día de la invasión hubiese hecho de escudo humano para protegerla. Alba se sentaba en la baranda mientras nosotros bajábamos a la playa a jugar al beisbol. A mí me reprochaban que jugase con pantalones de pana. Los refrescos a Alba le gustaban bien fríos. Se ponía tres cubitos de hielo en cada vaso. Bebía soda y de cuando en cuando se levantaba y alargaba el cuello para vernos jugar. Cada vez que se levantaba yo la miraba por el rabillo del ojo desentendiéndome de la pelota, de mi equipo y del beisbol en general.

Nunca me habían dicho que fuese feo, o poco atractivo. Gloria había sido una de las muchas en el pueblo que aparentemente se habían enamorado de mí, especialmente cuando supieron que tocaba el piano y cuando me escucharon luego tocar en la iglesia, los sábados por la tarde. Nunca se ponían en primera fila, se sentaban en los bancos de en medio. A mí me halagaba como algo gracioso, como una cosquilla. Luego al salir de la iglesia me esperaban y yo les hablaba de Rachmaninov y Schubert. Ellas me escuchaban con ojos de lejanía, como si les estuviese hablando una voz de otro planeta. Les hablaba de Viena, de Salzburgo, de los planes que tenía, y ellas hacían fuerza con la mirada para que las llevase conmigo, o para que por lo menos me lo planteara.

Franklin había sido tildado de americanista, de yankee, cuando propuso lo del beisbol. Lo único que sabíamos era lo que habíamos visto por la tele, que un equipo bateaba y el otro lanzaba. Franklin no sabía mucho más, pero un día decidió que había llegado la hora de evolucionar, de dar un cambio. Habíamos jugado demasiado fútbol, nadie iba a progresar o hacerse peor. Habíamos alcanzado la cumbre de nuestras limitaciones y de ahí al dichoso libro que le enviaron por correo, las reglas del beisbol.

Estábamos en ese pueblo, en ese lugar, porque habíamos recibido una tarea. Nos encontrábamos en lugar fronterizo, pronto habría una guerra. Había muchísimo militar y nosotros pretendíamos estar ahí para avisar de cuando viniese el enemigo, por frecuencias, radio, ondas, llamadas grabadas. En realidad estábamos allí para ayudar al enemigo. La duda residía en la posibilidad de que poco a poco nos fuésemos enamorando de las gentes del pueblo y se tambalea todo el compromiso ideológico.

Para mí, más que la guerra, era la tragedia del amor por lo ajeno, la falta de reciprocidad, la injusticia del azar. Me preguntaba por las razones por las que un hombre llegaba a querer a una mujer que no correspondía, a esa mujer que era ajena, la mujer de mi amigo. Mi amigo que en la otra vida ejercía de arquitecto profesional, encargos de alto orden, y ella que quería aprender a tocar el cello, y de ahí que viniese a la iglesia. Yo siempre le hablaba de aquella película de James Bond y aquella chica rubia con el cello, el descenso. A mí por aquellos días no me pasaba gran cosa, en la casa se estaba bien.

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